En eso consistía nuestra vida, en seguir. Seguíamos y seguíamos hacia delante, casi sin detenernos, y con nosotros seguían nuestro coche y nuestro escaso equipaje. A mí a veces me daba la impresión de que no teníamos pasado, o de que lo teníamos pero no a nuestro lado sino detrás, siempre detrás. ¿Os parece una tontería? ¿Os parece que eso mismo le ocurre a todo el mundo? Echad una ojeada a vuestro alrededor, mirad los objetos que adornan vuestro cuarto de estar, revolved en vuestros armarios y vuestras estanterías. ¿Verdad que todas esas cosas que acompañan vuestro presente forman también parte de vuestro pasado? ¿Verdad que podéis decir «ese cuadro lo compré en tal sitio cuando fui a hacer tal cosa» o «ésta es la camisa que llevaba puesta cuando me ocurrió esto o aquello»? A eso me refería cuando decía que nuestro pasado se iba quedando siempre detrás, a nuestra espalda. Mi padre y yo seguíamos hacia delante, y con nosotros seguían nada más nuestro coche y nuestro escaso equipaje. Eran muy pocos los objetos que nos acompañaban desde el principio, ni siquiera sé si había alguno. ¿Os he hablado alguna vez de mi equipaje? Sí, creo que sí, que al principio os dije qué era lo que mi padre y yo llevábamos con nosotros: el televisor portátil, las maletas con la ropa y poco más. En cada mudanza había cosas que se incorporaban a nuestro viaje y cosas que eliminábamos, que abandonábamos en el apartamento. En cada mudanza había una parte de nuestro pasado que quedaba como cancelada. En Almacellas, con las prisas, dejamos el televisor portátil, los horribles estaños de Marisa, mi navaja suiza de ocho usos, todos mis posters de tías desnudas, la vajilla que mi padre había comprado como recuerdo de Benidorm, el álbum de recortes de Patricia Hearst y no sé si alguna cosa más. En Almacellas dejamos tantas cosas que era como si borráramos de golpe todo nuestro pasado y nos dispusiéramos a iniciar una nueva vida, distinta de la anterior.
A mí me habría gustado conservar algún objeto de cada una de las etapas. No sé. Supongo que así debe de ser la vida, que también ella debe de ir cargándose poco a poco de recuerdos, como una maleta en mitad de un largo viaje. He dicho que en Almacellas dejamos muchas cosas, pero lo que no he dicho es que también hubo cosas que me llevé de allí. Me llevé el puzzle con las vistas de Notre Dame y me llevé algo que todavía no he mencionado. Un Quijote, un ejemplar del Quijote que debía de haber pertenecido al jubilado de la RENFE. Era uno de los pocos libros que había en aquella casa, una edición de los años treinta, con dibujos y notas aclaratorias, y vosotros no lo sabéis, pero yo de vez en cuando lo cogía y leía unas cuantas páginas. Y la verdad es que nuestra historia no era la de Patricia Hearst y sus simbióticos, no podía serlo, sino la de aquellos dos hombres que recorrían España en un burro y un caballo. También nosotros recorríamos España, también mi padre creía ser lo que no era, también él trataba de impresionar a una mujer… Nuestra historia era la de un largo error, una torpeza, una historia tan antigua como la de don Quijote y Sancho. Y lo único que estaba claro era que estábamos solos, como esos dos hombres. Que habíamos empezado nuestro viaje solos y que probablemente así lo terminaríamos.
Paquita nos dejó al día siguiente. La llevamos a la estación de Zaragoza y nunca más volvimos a saber de ella. Mi padre le pagó el billete de vuelta. ¿No decía que quería viajar y recorrer mundo? Pues ahí tenía otro viaje, el segundo en sólo dos días.
—Es lo más sensato. Contra ti no hay nada.
Eso fue lo que le dijo mi padre mientras la ayudaba a cargar con la bolsa, la jaula vacía y los libros de Lobsang Rampa. Y era verdad. Contra ella no había nada. Los que habíamos perpetrado aquel absurdo robo éramos nosotros, mi padre y yo.
Nos quedamos en Zaragoza. Yo supongo que mi padre lo tenía previsto desde hacía tiempo. Bueno, no quiero decir que mi padre hubiera previsto que pasara todo lo que pasó ni que fuéramos a acabar como acabamos. Lo que quiero decir es que, si vosotros vivierais como vivíamos nosotros, montando aquí y allá locutorios clandestinos, ¿verdad que trataríais de acercaros a la gente que, por vivir lejos de su casa, pudiera ser más propensa a utilizar un teléfono como el nuestro? En Zaragoza había una importante base aérea norteamericana, y lo que quiero decir es que, una vez que los temporeros de Almacellas hubieran regresado a su tierra, mi padre debía de tener previsto que viajáramos a esa ciudad y nos instaláramos junto a tan prometedor foco de posibles clientes. Eso es lo que quiero decir.
La primera casa que tuvimos en Zaragoza tampoco estaba en Zaragoza sino en las afueras de Zaragoza, al lado de la carretera de Logroño. Mejor dicho, al lado de una academia de ballet que estaba al lado de esa carretera. Era una casa pequeña, soleada y llena de moscas y, quitando la academia, no teníamos ningún otro vecino a menos de quinientos metros. Delante de la casa había un campo de alfalfa y un pequeño camino, y ese camino acababa en otro camino que acababa en la carretera que llevaba a la base americana. No creo que estuviera a más de cinco kilómetros. O a lo mejor sí, no lo sé, pero en el campo esas distancias parecen ridículas.
—Desde aquí casi podremos verlos aterrizar —dijo mi padre señalando un punto lejano e indeterminado.
He dicho que la casa era pequeña. Tan pequeña que sólo tenía un dormitorio, y yo esperaba que mi padre no tuviera muchas novias en los próximos meses, porque seguro que me tocaría pasar la noche en el sofá. Televisor no había, pero sí teléfono: claro, ¿para qué queríamos nosotros una casa sin teléfono? Bueno, y en la parte de atrás, en una especie de cobertizo, había un flipper. El cristal estaba roto por una esquina, pero funcionar, funcionaba. El compartimento de las monedas carecía de cerradura, y sólo había que meter el dedo y tocar una palanquita para que aquella máquina me diera ocho, diez, doce partidas, todas las que yo quisiera.
—¿Qué significa Stars? —preguntó mi padre, viéndome jugar.
—Estrellas —dije.
La máquina se llamaba Las Vegas Stars o algo así. De ahí su pregunta.
—¿Qué tal tu inglés? —volvió a preguntar.
—¡Mal! —grité, al tiempo que cargaba todo mi peso sobre la máquina y se encendía la bombilla intermitente del tilt. Falta.
Es verdad que mi inglés era muy malo. Había pasado por muchos colegios y en unos se estudiaba inglés y en otros francés, así que no había aprendido ninguno de los dos. Pero es que mi padre aún sabía menos que yo. Al final de las películas aparecía el THE END y mi padre lo pronunciaba tal cual, «te-en».
¿Queréis saber por qué me hacía esas preguntas? Su pongo que no es difícil de imaginar. El fin de semana nos metimos en el coche y fuimos a Zaragoza. Por la zona de la universidad había unos cuantos bares en los que los americanos solían reunirse cuando estaban de permiso. No tuvimos ningún problema para encontrarlos. Aparcados en doble fila delante de esos bares había media docena de coches inmensos, coches de ésos que se veían siempre en las películas de la televisión pero nunca en la realidad.
—¿Cómo se dice teléfono? —dijo mi padre.
—Telephone.
—¿Y amigo?
—Friend.
Con un vocabulario no mucho más amplio entramos en el bar y nos pusimos junto a un grupo de americanos. Al cabo de un rato mi padre ya había conseguido entablar conversación con ellos, si es que a eso se le podía llamar conversación.
—¿Cómo se dice dinero?
—Money.
—¿Y barato?
—Cheap.
Algunos de esos coches que habíamos visto aparcados en doble fila aparecieron al día siguiente delante de nuestra casa, entre el camino y el campo de alfalfa, al lado del Tiburón de mi padre. El primero creo que fue un Pontiac azul, con el techo negro y matrícula de Oregón. Luego llegaron un Ford Mustang blanco y rojo y un Dodge Dart verde metalizado con matrícula de Maryland y la antena más larga que he visto en mi vida. Después fueron tantos los coches americanos que paraban delante de nuestra casa que yo casi ni me fijaba en ellos. Me iba a la parte de atrás y me ponía a jugar a la máquina. Mi padre salía siempre a recibirles y a despedirles. Y luego decía para sí:
—Buenos chicos…
Yo tenía quince años y seguía siendo virgen. Tenía quince años y nunca había salido con una chica. Quince años y muchos sueños eróticos, pero no sabía lo que era estar con una chica, vestidos o no, abrazados o no, besándonos, diciéndonos cosas al oído. Lo que recuerdo de aquella época es que eran muy frecuentes mis poluciones nocturnas. Ya sabéis, despertarte con el pantalón del pijama manchado y una sustancia pringosa y fría que te hace cosquillas en el vientre. Yo me imaginaba que el amor debía de ser algo bonito y divertido, como un juego de niños al que sólo podían jugar los adultos. Me lo imaginaba así porque lo único que conocía del amor era lo que algunas noches había escuchado a través del tabique, las risitas sofocadas de Paquita, Estrella o las demás, sus nerviosos correteos entre el dormitorio y el cuarto de baño, sus vocecillas infantiles cuando todo había terminado. Sí, el amor debía de ser bonito y divertido, y sin embargo me daba miedo, y yo me preguntaba cómo tendría que ser mi novia para que esas risitas y esos correteos y esas vocecillas me gustaran y no me dieran miedo. En mis fantasías sexuales no aparecían chicas que yo conociera, reales, sino chicas que podía haber visto en alguna revista o algún anuncio y a las que nunca podría encontrar: chicas negras o muy morenas, semidesnudas, que bailaban delante de mí, inconscientes casi siempre de mi propia presencia, también chicas vestidas con tutús blancos como aquélla en la que me gustaba pensar cuando me tumbaba en la playa. Bueno, una vez había soñado con Estrella. Había soñado que Estrella agarraba mi cabeza con una mano y la hundía entre sus grandes tetas, mientras con la otra mano me cogía por las piernas y me sostenía como a un bebé. El sueño había sido agradable, placentero, pero luego, al despertarme, me había parecido asqueroso, y yo mismo me sentía asqueroso por haber tenido una polución nocturna pensando en Estrella.
Pero lo que yo pretendía no era hablaros de Estrella si no de Miranda, mi querida Miranda, que reinaría en mis sueños durante mucho tiempo. Os he dicho cómo eran más o menos las chicas con las que soñaba, y ahora me pregunto si de verdad eran así o si es que Miranda me trastornó de tal manera que cambió hasta mis recuerdos e hizo que todas esas bellezas anteriores a ella se le parecieran. O sea, que a lo mejor yo había soñado con chicas rubias o pelirrojas subidas a un tractor, y luego Miranda apareció en mi vida y yo acabé creyendo que en realidad siempre había soñado con ella, con Miranda, o con chicas como ella que bailaban sólo para mí.
Porque, veréis, Miranda apareció en mi vida vestida con maillot blanco y tutú mientras yo jugaba a la máquina en la parte de atrás de mi casa.
Aquello fue como un sueño, pero cuando digo que aquello fue como un sueño quiero decir exactamente eso, que tuve que restregarme los ojos y preguntarme a mí mismo si estaba dormido o despierto. ¿No habríais hecho vosotros lo mismo si estuvierais jugando al flipper y de repente una chica negrita vestida de bailarina se hubiera puesto a vuestro lado y os hubiera pedido por gestos que le dejarais un mando para jugar? Pues eso.
Miranda era negra, negra clara, y tenía los ojos muy grandes y los dientes muy blancos, y si venía por casa vestida de ese modo era porque los martes y los jueves tenía clase de ballet en la academia de al lado y su padre aprovechaba esos días para detenerse y poner un par de conferencias desde nuestro teléfono. Recuerdo su coche, un Chevrolet rojo oscuro con matrícula de Texas. Recuerdo incluso el ruido del motor del viejo Chevrolet, un ruido que yo a las pocas semanas fui capaz de distinguir del de todos los coches que venían por nuestra casa, del de los Chrysler, los Ford, los Datsun que cada día aparcaban junto al Tiburón de mi padre para que sus ocupantes llamaran a Estados Unidos. Yo oía ese ruido y no os vais a creer lo que me ocurría. Oía ese ruido y la polla se me levantaba. Ya sé, os puede parecer que soy un bruto y que no tengo sentimientos, pero no es así. Yo estaba enamorado. Me enamoré de Miranda en el primer momento, cuando apareció a mi lado como ya os he contado, con el tutú blanco y esos gestos con los que me pedía compartir la máquina. Lo que ocurre es que estamos acostumbrados a los amores de las películas, y en las películas dicen que cuando te enamoras se detiene tu respiración y te da un vuelco el corazón y yo qué sé cuántas cosas más, pero lo que de verdad pasa cuando te enamoras es que la polla se te pone dura y que la notas abriéndose paso por la bragueta del calzoncillo y chocando contra las costuras del pantalón y que temes que en cualquier momento podrías correrte y ponerlo todo hecho un asco. Pero si digo que estaba enamorado es porque me ocurría todo eso y también a mí me parecía que la mejor manera de describirlo sería decir lo que decían en las películas, que la respiración se me detenía, que me daba un vuelco el corazón, etcétera. En eso debe de consistir el amor: en notar tu polla pero creer que notas el corazón.
El primer día no sé si me noté la polla. Eso fue después, el martes posterior o el jueves posterior, los martes y jueves posteriores, mientras el padre de Miranda hacía sus llamadas y ella jugaba conmigo un par de partidas. Bueno, eso fue los lunes, martes, miércoles posteriores, todos los días de la semana, porque no hacía falta que ella estuviera jugando a mi lado para que yo sintiera de algún modo su proximidad, el roce del tutú en mis muslos. Miranda iba siempre a sus clases vestida de bailarina, a veces con una blusa por encima, a veces no, y a mí me gustaba rodearla con los brazos cuando sacudía la máquina para desviar la bola y aprovechaba entonces para mirarle las tetas desde arriba, unas tetas tan pequeñas que casi no eran tetas pero que a mí me parecían bonitas, qué queréis que os diga. Y sí, en aquella época sí que me hacía pajas, y me pasaba horas encerrado en el cuarto de baño mientras mi padre me preguntaba qué estaba haciendo y por qué tardaba tanto, y sus sospechas coincidían por fin con la realidad. Pero yo me la pelaba por amor, no por guarrería, y jamás se me pasó por la cabeza ponerme moscas sin alas ni hacer ninguna de esas porquerías de las que hablaba Marañón.
Sí, estaba enamorado, ¿y qué?
Ya os he dicho dos cosas que sabía de Miranda: que su padre tenía un Chevrolet rojo con matrícula de Texas y que los martes y los jueves iba a la academia de al lado a su clase de ballet. ¿Qué más sabía yo de ella? Sabía que tenía dieciséis años porque una vez me lo indicó con los dedos, que eran de una ciudad llamada Austin y que en su casa tenían dos perros, si es que decir dog y enseñar dos dedos y darse palmadas en el pecho significaba eso. En total fueron diez las cosas que supe de Miranda y, si en vez de contaros mi historia con mi padre me hubiera limitado a contaros mi historia con Miranda, la habría titulado así, Diez cosas que sé de Miranda. Suena bien, ¿verdad? Las otras cinco cosas os las iré diciendo poco a poco.
De su madre, por ejemplo, nunca supe nada: supongo que estarían divorciados. Eso del divorcio era algo que entonces conocíamos por las películas americanas, y ellos eran americanos. A mí me habría gustado preguntarle por ella como me habría gustado hablarle de mi propia madre, pero eso no podía resultar fácil. Ella no entendía mi idioma y yo no entendía el suyo, de modo que cualquier tentativa de confidencia estaba de antemano condenada al fracaso. Miranda era mi única amiga y yo no podía entenderla y, si pensáis que estar con ella era casi como estar solo, estáis muy equivocados. No, no lo era y, aunque lo hubiera sido, a mí no me habría importado porque yo siempre había estado solo.
Entre Miranda y yo, además, se acabó estableciendo un código secreto que no estaba hecho de palabras sino de gestos y de miradas. Recuerdo que una tarde estábamos en el Tiburón de mi padre mientras el suyo ponía sus conferencias. A veces lo hacíamos. A veces, en lugar de jugar a la máquina, nos metíamos en el Tiburón a fumar y a escuchar la emisora de radio de la base. Esa tarde tenía previsto decirle una cosa a Miranda. Dije you y dije lessons y luego hice gestos de bailarina clásica y me señalé los ojos con las dos manos y al final dije okay. Entonces Miranda se echó a reír y también ella dijo okay, y yo no supe si había comprendido lo que había tratado de decirle: que al cabo de un rato iría a espiarla en su clase de ballet.
El caso es que Miranda se fue con su padre y que yo esperé apenas un cuarto de hora antes de asomarme a la casita de al lado por un agujero del seto. Lo había descubierto el día anterior y también había descubierto que, desde ese sitio y a través de unas plantas, se dominaba sin ningún peligro el amplio ventanal de la sala en la que ensayaban. En ese momento, diez o doce chicas hacían ejercicios agarradas a la barra de la pared. Bueno, de todas esas chicas la única que a mí me interesaba era Miranda: ¿no os he dicho que estaba enamorado? Yo creo que, en todo el rato que estuve ahí, a las otras ni las miré: supongo que también en eso debe de consistir el amor.
Una duda que yo tenía era si ella había entendido lo que le había dicho, si sabía o no que la estaba espiando. Mientras duró la clase no dio la menor muestra de que así fuera, y sólo al final, cuando ya las otras chicas se despedían, vi cómo ella se acercaba al ventanal y bailaba unos instantes sólo para mí. Sin volverse nunca hacia donde yo me encontraba, sin hacer el menor gesto que pudiera delatarme, pero sin duda consciente de mi presencia y de mi mirada, y ahora puedo deciros que eso, esa afición de Miranda a ser observada y a exhibirse, fue la sexta de las diez cosas que yo supe de ella.
Aquello duró apenas un par de minutos, y luego yo abandoné mi sitio al lado del seto y corrí hacia el ceda el paso que había ante la entrada principal de la academia. El Chevrolet rojo del padre de Miranda apareció muy poco después. Lo seguí con la mirada hasta que desapareció detrás de una curva lejana.
Mi padre se hizo amigo de un español que trabajaba en la base americana. Se llamaba Félix, y era un hombre largo y sombrío como un coche fúnebre. Se llamaba Félix y se apellidaba Gimeno y tenía una pequeña empresa de limpieza llamada FEGIX: la FE era de Félix, la GI de Gimeno y la X supongo que se la había puesto para darle un aire más internacional. La empresa de Félix era la encargada de limpiar la hamburguesería y el autoservicio del club de golf de la base.
—Vosotros nunca habéis estado ahí dentro, ¿verdad? ¿Queréis que os la enseñe uno de estos días?
—¿Por qué no mañana mismo? —contesté.
Fuimos en el coche de mi padre. Unos policías militares nos hicieron parar a la entrada y Félix asomó la cabeza para darse a conocer. ¿Habéis estado alguna vez en los Estados Unidos? Da lo mismo. Aunque no hayáis estado nunca, seguro que habéis visto cientos de poblaciones norteamericanas en películas y series de televisión. Aquello era exactamente eso, un trozo de Norteamérica colocado en un sitio que no era Norteamérica, y te dabas cuenta en cuanto entrabas y veías, por ejemplo, las señales de tráfico: give way en vez de ceda el paso, one way en lugar de la flecha blanca sobre fondo azul. Avanzábamos por una carretera americana llena de señales americanas y Félix dijo:
—Allá están los hangares. Y esto es una pista de aterrizaje. Algunas veces te hacen parar. Como en un paso a nivel. Sólo que, en vez de un tren, lo que ves pasar es un Hércules o un Phantom que despega o aterriza.
Félix nos dio una vuelta por la zona de los chalets. Aquellos chalets eran como los de Embrujada, la serie de televisión: todos iguales, cuadrados, de un solo piso, de ladrillo rojo y paredes color crema, con el techo de cemento y un pequeño jardín delante, con persianas de láminas en las ventanas. Cada casita tenía su propio aparcamiento, poco más que un cobertizo sin puerta ni verja ni nada que se le pareciera, y yo reconocí un Chrysler azul que todas las semanas aparecía por nuestra casa y un Ford ranchera que vino un día y nunca más volvió a venir. Pero, claro, lo que yo buscaba era un Chevrolet, un viejo Chevrolet rojo, y no me preguntéis por qué.
—Esto es la bolera —dijo Félix—. Y ahora veréis la calle principal. Mirad: el economato, la peluquería, el cine, la iglesia… No tiene ninguna cruz porque la utilizan los de todas las religiones. Primero unos y luego otros, claro está. Como veis, no les falta de nada. Viven igual que en su país. ¿Sabéis que la cocacola se la traen de América? Y también la leche y no sé cuántas cosas más.
Mi padre estaba impresionado. Mi padre nunca había salido de España, y yo creo que le impresionaba ver que el mundo podía ser muy distinto. Llevábamos años y años viajando por España, y nada cambiaba demasiado entre un sitio y el siguiente. Ahora, sin embargo, habíamos hecho un viaje de muy pocos kilómetros, y eso había sido suficiente para que nos sintiéramos lejos, muy lejos de nuestro propio mundo, en un lugar extranjero lleno de gente extranjera, donde todos hablaban y vestían de otro modo y tenían unos coches y unas casas que en nada se parecían a los coches y las casas de la gente como nosotros. También a mí me impresionaba eso, ese cambio tan repentino, pero sobre todo me impresionaba pensar que hasta el paisaje era distinto allí. No se trataba ya de las casas o de los coches o de las señales de tráfico. Se trataba del paisaje, que parecía uno de esos típicos paisajes americanos, el más típico que se os pueda ocurrir, y yo me pregunté si también el paisaje, como la cocacola o la leche, lo habrían traído en aviones desde América.
—Y eso, ¿el colegio? —preguntó mi padre—. ¿School no significa colegio?
Sí, ahí estaba el colegio, grandísimo, y delante de él estaba aparcado un autobús azul con un rótulo que decía school, y yo pensé que Miranda en ese momento debía de estar ahí dentro, a apenas cien o doscientos metros.
—Ahora a la derecha —indicó Félix—. Vamos al club.
El club era el club de golf. Ya he dicho que la empresa de Félix tenía algo que ver con aquel club. Fuimos con Félix al autoservicio y, mientras él presentaba a mi padre a no sé quién, yo me tomé una inmensa copa de helado llamada Sundae. No Sunday sino Sundae, aunque a lo mejor había un error en la carta de helados y sí que se llamaba Sunday.
Después comimos en la hamburguesería. Era un restaurante normal, ni bueno ni malo, pero mi padre se hacía el torpe, como si estuviera acostumbrado a sitios más caros y distinguidos, en los que no tienes los botes de ketchup y mostaza esperándote en el centro de la mesa.
—Está muy bien este sitio —decía—. Muy bien.
Decía eso con el tono de quien ha conocido muchos restaurantes en su vida. Lo decía con un retintín de curiosidad o de sorpresa, como si fuera la primera vez que veía un bote de ketchup y generosamente estuviera dispuesto a pasar por alto ese detalle a la hora de hacer su valoración.
—No se puede negar que esta carne está deliciosa —dictaminó.
—También la carne la traen en aviones —dijo Félix.
En realidad estaba tratando de impresionarle, de impresionar a Félix, que consideraba a mi padre un hombre elegante, un caballero, y admiraba precisamente esas cosas de mi padre que yo detestaba: sus remilgos a la hora de decidirse por uno u otro plato, cierto gesto de concentración con que paladeaba el primer trago de vino, su costumbre de pelar la naranja con cuchillo y tenedor.
En fin, qué más da. Fue Félix quien nos consiguió un pase para entrar libremente en la base americana. Mi padre solía reunirse en el club de golf con Félix o con gente que Félix le había presentado. Yo, mientras tanto, merodeaba por allí y aprovechaba para recoger pelotas de golf perdidas, que luego vendía en la tienda del club por unos cuantos centavos.
—¿Cuántas has encontrado hoy? —me preguntaba mi padre, ponderativo—. Vaya, eso pueden ser dos o tres dólares.
A mi padre le enorgullecía ver que dedicaba mi tiempo a recoger pelotas. Le parecía que aquella actividad podía ser muy beneficiosa para mi formación, y por eso siempre permitía que fuera con él y hasta me alentaba. Pero para mí aquellas pelotas de golf y aquellos centavos eran poco más que un pretexto, una excusa para poder entrar en la base sin tener que darle explicaciones. Claro, si quería ir a la base era sólo para sentirme cercano a Miranda, para frecuentar lugares y personas que ella misma podía frecuentar, para experimentar la emoción que me producía el pensar que, en ese sitio, un encuentro casual no era del todo imposible. Sí, ¿por qué no?, para tratar de verla. Miranda me pertenecía sólo los martes y los jueves, o sólo algún martes y algún jueves, y nada más por un rato, y eso a mí me parecía poco. Estaba enamorado, ¿no?
Pero ya sé por dónde vais, ya sé lo que estáis pensando: que en realidad mi padre y yo no éramos tan distintos. Que yo ahora me hacía el encontradizo con Miranda igual que mi padre se lo había hecho con Estrella. Que yo rondaba las clases de ballet de Miranda como mi padre había rondado las clases de canto de Estrella. También yo lo pensé entonces y me pregunté si me estaba comportando de la misma estúpida manera. Y es posible que aquello me sirviera para comprenderle un poco, sólo un poco.
Una mañana, por fin, la vi pasar por delante del club. La vi y me dio un vuelco el corazón, pero ahora digo esto y me doy cuenta de que os estoy confundiendo, de que a lo mejor pensáis que estoy hablando de la entrepierna y no del corazón. Pues no. Estoy hablando del corazón: noté de golpe cómo mi corazón bombeaba la sangre con mucha más fuerza que antes y cómo sus latidos me sacudían el pecho pero también las sienes y las muñecas. Tal vez sea esto, y no lo otro, lo que de verdad significa esa expresión. Aquella mañana Miranda llevaba unos vaqueros verdes y una camiseta blanca con unas letras y unos números que ella misma debía de haber bordado. Así vestida no parecía Miranda, qué queréis que os diga, pero a mí esa Miranda de los pantalones verdes me gustaba tanto como la Miranda del tutú. Salí del club de golf y la seguí. La acompañaba otra chica, una chica también negra y también guapa, algo mayor que ella, y ésa fue la séptima cosa que supe de Miranda: que tenía una hermana llamada Amy.
Bueno, que se llamaba Amy lo supe porque ése era el nombre que llevaba impreso en la camiseta debajo de su foto: entonces estaban muy de moda esas camisetas con tu cara y tu nombre. Y lo de que era su hermana no lo averigüé hasta un poco después. La gente de la base tenía una costumbre curiosa: cuando regresaban a América o se trasladaban a otra base en otro país, trataban de vender por un puñado de dólares todo aquello que no podían llevarse. Aquel día seguí a Miranda y a su hermana hasta una construcción con aspecto de búnker, de ladrillo y sin ventanas, bastante alejada del club de golf y de las casas. Era allí donde se organizaba el mercadillo y donde las mujeres vendían muebles, electrodomésticos, cacharros de cocina: cosas así. Entré también yo en aquel búnker y dije hello, y si supuse que la otra chica era su hermana fue por la expresión con que Miranda se volvió hacia ella, una expresión de sorpresa y de incredulidad, como si poco antes hubieran estado hablando de mí y ahora quisiera indicarle con los ojos que yo era precisamente el chico del que habían estado hablando. No sé. Me imagino que esas cosas ocurren entre hermanas: que intercambian confidencias en el dormitorio, que aprovechan los minutos anteriores al sueño para hablar de los chicos que les gustan o a los que gustan. En todo caso, eso fue lo que pensé entonces, y yo creo que pensar eso me halagó y me dio el aplomo que necesitaba.
—¿Amy? —pregunté, señalándole las tetas o, mejor dicho, señalando el retrato que exhibía a la altura de las tetas.
Se echaron las dos a reír y asintieron con la cabeza. Luego, cómo no, dijeron unas cuantas cosas que yo no pude entender y volvieron a reír. Amy sostenía en la mano una figurita de porcelana y Miranda un exprimidor eléctrico, y yo creo que se reían sólo por nerviosismo.
—Do you like it? —le pregunté, o al menos eso fue lo que quise preguntar.
—Yes, yes —dijo Miranda, agitando el exprimidor.
Entonces yo rebusqué en mis bolsillos: cuatro dólares y algunos centavos. Llamé a una de las mujeres y señalé el exprimidor. La mujer me cogió los billetes, y yo señalé otra vez el exprimidor y luego me señalé el pecho y señalé a Miranda: ése era mi regalo para ella. No es muy romántico, ya lo sé, pero por cuatro dólares tampoco podía aspirar a mucho más. Entonces Miranda alzó el exprimidor como si fuera un trofeo y volvió a reír, y yo noté cómo me observaba Amy, sin hacer ningún gesto, estudiándome.
—Goodbye —dije, y me marché.
Por aquella época yo tenía complejo de bajito. Era más alto que mi padre pero era bajito. Era también más alto que Miranda pero era bajito. Un día vi en una revista un anuncio que decía: «¡Demostrado! Crezca hasta diez centímetros más con el Taller & Taller New System. Si no queda satisfecho le devolvemos su dinero». Por si no lo sabéis, eso de taller es inglés. Se escribe como taller, taller mecánico, pero se pronuncia «tóler», y significa «más alto».
Más y más alto: eso era lo que yo quería ser, tan alto que tuviera que andar algo encorvado. Tan alto que, cuando abrazara a Miranda, mi cabeza sobresaliera por encima de la suya. Así era como me gustaba imaginarme, abrazándola semi agachado, y yo creo que si quería ser tan alto era sobre todo por Miranda, porque estaba enamorado de ella. Sí, ya sé que os parecerá extraño, y yo mismo no sabría explicar muy bien qué tenían que ver una cosa y otra, mi estatura y mis sentimientos.
En fin. Cambié por pesetas algunos de mis dólares y escribí a la dirección del anuncio. Contra reembolso me mandaron una caja en la que había unos ganchos, una cuerda roja y un papel con las instrucciones. Tenía que poner los ganchos en el marco de una puerta a una altura determinada y luego colgar la cuerda roja y colgarme yo de la cuerda roja y hacer una serie de ejercicios todas las mañanas. Bueno, aquello me parecía un poco ridículo, pero yo era bajito y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de dejar de serlo.
He dicho que empezaba a comprender un poco a mi padre y es verdad. Supongo que para entender a los demás hay que ponerse en su lugar, y eso fue más o menos lo que me ocurrió a mí cuando conocí a Miranda. Está claro que Miranda no era Estrella y que a mí Miranda me gustaba y Estrella no. Pero es que el amor es muy raro. ¿Verdad que alguna vez habéis llegado a creer que la chica que os gusta tiene por fuerza que gustar a todo el mundo y que, por el contrario, la que no os gusta no encontrará a nadie en el universo dispuesto a hacerle un poco de caso? También yo lo pensé entonces, pero por poco tiempo, y lo que de verdad descubrí fue que el amor de mi padre por Estrella era, o al menos había sido, sincero y profundo. Si no, ¿cómo explicar mi comportamiento con Miranda?, ¿cómo explicar que hubiera acabado pareciéndose tanto al de mi propio padre?
Digamos que algo había cambiado y que ese algo no era mi padre. O sea que tenía que ser yo, mi actitud hacia él, mi antigua hostilidad. Vamos a ver. Imaginaos a mi padre en la cocina, fregando. Mi padre en la cocina hacía algo que yo no sé si hace todo el mundo: separaba los cuchillos, los fregaba antes que el resto de los cacharros y, cuando los colocaba en el escurridor, lo hacía con sumo cuidado y dejando las puntas hacia abajo y los mangos hacia arriba.
—Acostúmbrate a dejarlos así —me decía—. Del otro modo, podríamos clavárnoslos o cortarnos.
Mi padre me decía eso y yo, cuando me tocaba fregar, hacía exactamente lo contrario, dejar los cuchillos con las puntas hacia arriba. Y no es que deseara que mi padre se cortara o se hiciera daño. No, eso no, pero la modesta amenaza que constituían esos cuchillos así colocados me complacía de alguna extraña y oscura manera. Luego mi padre sacaba los cubiertos para poner la mesa y me decía:
—Los cuchillos. Los has vuelto a poner al revés.
Bueno, eso era antes. Ahora ya no tenía que decírmelo porque dejaba los cuchillos como él quería, y yo no sé si os parecerá una tontería, pero eso tal vez quiera decir algo. Tal vez quiera decir que mi hostilidad hacia mi padre había disminuido.
De hecho, yo ya casi ni me avergonzaba de él. Al menos no demasiado. Si disculpaba su actitud con Estrella, podía muy bien disculpar todo lo demás: sus manías, sus remilgos, ese afán suyo por parecer un hombre distinguido y con recursos, incluso sus contradicciones con lo del perro y la casa en propiedad. No sé. Supongo que hay momentos en que tienes que decidir, o estás de un lado o estás del otro, y yo de golpe supe que inevitablemente estaba de su lado, del lado de mi padre, y que mi padre podía muchas veces ser ridículo y absurdo pero era, cómo decirlo, era de los míos. Él y yo estábamos del mismo lado. Estábamos juntos y estábamos solos. Como Sancho y don Quijote, ya os he hablado de ellos.
¿Queréis saber en qué momento cambió o empezó a cambiar nuestra relación? Yo creo que fue durante nuestra disparatada huida con la caja registradora. Entonces mi padre cometió errores, pero fueron los mismos errores que yo habría cometido, y luego con la chiflada de Paquita hizo lo que también yo habría hecho, devolverla a su pueblo. Sí, esa huida debió de cambiar nuestra relación: no por casualidad fue entonces cuando el álbum de recortes de Patricia Hearst desapareció de mi vida, y con él desapareció también mi interés por aquella chica americana que se rebelaba contra su padre y por lo que aquella chica había representado para mí.
Y, bueno, lo siguiente ya lo sabéis: Miranda, el amor, etcétera. Pero sobre esto todavía tengo algo que decir.
La octava cosa que supe de Miranda fue que su padre había estado en Vietnam. Yo le había regalado un absurdo exprimidor y ella llegó una de esas tardes y me regaló un mechero, un Zippo que había sido de su padre. En uno de los lados, en mayúsculas, tenía grabada una frase, DON’T TELL ME ABOUT VIETNAM BECAUSE I’VE ALREADY BEEN THERE, y en el otro, debajo de un extraño escudo formado por dos hachas, se veía un mapa de Vietnam con una serie de nombres, también en mayúsculas: HANOI, HUE, DANANG, PLEIKU, ANKHE, QUINHON, BIENHOA, SAIGÓN, CAMAU. Yo no sabía mucho inglés ni mucha geografía, pero sí lo suficiente para comprender que su padre había estado en Vietnam.
Cuando me dio el mechero acabábamos de jugar a la máquina. Aquél sí que era un regalo valioso, no como el exprimidor de cuatro dólares. Era algo que a ella le había regalado su padre o, mejor aún, que ella le había robado para dármelo a mí, y yo dije no. Entonces ella dijo yes, yo volví a decir no, ella volvió a decir yes y yo finalmente dije thank you. Dije thank you y le di un beso. Un beso en la mejilla. Luego Miranda se fue con su padre y yo me asomé al agujero del seto para espiarla en su clase de ballet. Lo hacía todos los martes y todos los jueves, pero ahora lo hacía sin habérselo anunciado. Daba lo mismo. Yo no le decía nada y ella no podía verme desde dentro y, pese a todo, pese a que Miranda ni siquiera podía saber si yo la estaba mirando, volvía a bailar para mí, sola ante el ventanal, cuando ya la clase había terminado. Era como un rito secreto, un pacto tácito que nos unía y nos convocaba. Pero ya os he dicho que una de las cosas que sabía de Miranda era que le gustaba exhibirse. Así que a lo mejor también era eso.
Paseaba mucho por la base, por las calles cercanas al club de golf, pero mis paseos tenían una finalidad concreta. Buscar un coche. Un Chevrolet rojo. Ése fue el único modo que se me ocurrió de localizar su casa. ¿Que por qué no se lo preguntaba directamente a Miranda? Yo mismo no sabría explicarlo. No, desde luego no se trataba del habitual problema lingüístico: estoy seguro de que al final habríamos conseguido entendernos. Yo creo que no se lo preguntaba porque temía que ella no quisiera decírmelo. Sí, ya sé que es una tontería, pero, qué queréis que os diga, era la primera vez que mantenía una relación así con una chica y todavía no poseía demasiadas nociones sobre la psicología femenina. ¿Qué pensáis?, ¿que mi interés habría podido halagarla? Es posible. ¿Que, al no preguntárselo, ella podía tomarme por un tarado o un pasmarote? También eso es posible. No digo que no. Lo único que digo es que yo entonces no podía saberlo.
Así que paseaba con frecuencia por allí. Andaba un poco encorvado, como si ya hubiera crecido los diez centímetros prometidos por el «Taller & Taller New System», y buscaba el coche de Miranda y la casa de Miranda. Un día, por fin, oí el motor del Chevrolet a mi espalda y lo reconocí de inmediato, y lo que entonces ocurrió fue que… ¿Qué pensabais que iba a decir? ¿Que se me puso dura allí mismo y en ese mismo instante? Pues no. Lo que ocurrió fue que yo fingí no verlo y que el Chevrolet me pasó por la derecha y que luego lo seguí con la mirada hasta que fue a aparcar a unos treinta metros de donde yo estaba.
Miranda no iba aquel día en el coche, pero eso a mí no me importó. Había encontrado lo que estaba buscando, aquella casita con la puerta pintada de rojo, y desde entonces, cada vez que salía del club de golf con mis dos o tres dólares en el bolsillo, mis pasos se orientaban hacia esa calle y esa casa y, si alguna vez probaba alguna ruta distinta, lo hacía siempre de forma que a mi regreso pudiera pasar por ahí. Era como si tuviera un radar en la cabeza, un radar como el del submarino de Viaje al fondo del mar, con una raya luminosa que daba vueltas sobre sí misma y una lucecita que se encendía y se apagaba. La raya luminosa era yo; la lucecita era Miranda, su casa.
La casa en la que vive mi amor: suena a título de canción cursi. Pero es que el amor siempre me ha parecido y me parecerá algo cursi. ¿Os acordáis de cuando os hablaba de mis opiniones sobre el amor?, ¿de cuando decía que el amor te vuelve estúpido y todo eso? Después de conocer a Miranda, mis opiniones no habían cambiado. Seguía pensando lo mismo, sólo que ahora era yo el estúpido. Cómo explicarlo: yo era a la vez el protagonista y el espectador de aquella historia y, si como protagonista vivía en un estado de plácido aturdimiento, como espectador no podía sino considerarme un completo gilipollas. El Felipe espectador le decía al otro Felipe: «No seas bobo. Tú lo que querías era dejar de ser virgen, ¿no? Recuerda que ya tienes quince años. ¿Y tú crees que, si sigues comportándote de esa manera, conseguirás dejar de ser virgen antes de los treinta?». Y el Felipe protagonista le replicaba: «Pero ¿por qué tienes que ser tan insensible? Lo mío es amor, ¿has oído hablar de él? Amor, claro que sí. ¿Es que tú no lees libros ni ves películas?». Y el Felipe espectador volvía a la carga: «Amor, amor. Tú lo que necesitas es acostarte con esa chica cuanto antes. Sólo así dejarás de masturbarte y de hablar de amor». Ya veis cuál era mi situación. Yo unas veces le hacía más caso a uno de esos dos Felipes y otras veces al otro. Y el resultado era que estaba enamorado y que al mismo tiempo me arrepentía de estarlo. Complicado, ¿verdad? Por poner un ejemplo, pocas cosas me habrían molestado tanto como que mi padre se enterara, que se encontrara conmigo en uno de esos paseos y lo adivinara todo. Bueno, yo podía estar enamorado, pero jamás habría aguantado a mi padre guiñándome un ojo y riéndose con risita de conejo y diciéndome: «¿Qué? ¿Te gusta esa chica? ¿Estás enamorado?».
Pero de lo que yo quería hablaros era de su casa, de la casa en la que vivía Miranda. ¿Cuántas veces pasé por delante fingiendo que iba a otro sitio? ¿Cuántas veces recorrí aquella calle sin detenerme, conteniendo la respiración, casi temblando? ¿Cuántas veces la miré de reojo, temiendo o quizá deseando que ella estuviera en el jardín y pudiera descubrirme? No sabría explicar la rara fascinación que aquella casa, idéntica a todas las otras casas, despertaba en mí. Se trataba de amor, claro, de mi amor por Miranda, pero había algo más. Algo a mitad de camino entre la curiosidad y la envidia, un deseo de averiguar cómo vivían los que no vivían como yo, los que pertenecían a un sitio y podían sin ningún problema decir: «Ésta es mi casa y ésta mi familia». No sé. Miranda y los suyos eran extranjeros en un país ajeno y, a pesar de todo, a mí me daba la impresión de que ellos podían, con más motivos que yo, decir una frase así. «Ésta es mi casa, éste es mi jardín, estas flores las he regado y cortado yo con mis propias manos…». ¿Me explico? Lo que me preguntaba era cómo habría sido mi vida si hubiera nacido en una familia como la de Miranda y si viviera en una casa como la de Miranda.
En fin, era aquélla una casita como todas las demás, de un solo piso, adosada a otra casita gemela, y ya he dicho que tenía la puerta pintada de rojo. Junto a esta última había un bulto cubierto por una lona verde: debía de ser la máquina cortacésped pero el césped hacía tiempo que no había sido cortado. Había también unas cuantas flores y un par de adelfas. Y una ventana pequeña con el cristal lleno de adhesivos y con una mosquitera, y dos ventanas más que daban al cuarto de estar. ¿Y en el cuarto de estar? Por entre las láminas de las persianas no se distinguían muchas cosas: un ventilador en el techo, un espejo circular con un marco en forma de sol, un mostrador que probablemente daba a la cocina, y muy pocas cosas más. Luego sí, luego sí supe cómo era aquella casa por dentro.
Ninguna de las veces que pasé por allí pude ver a Miranda. Una vez, sin embargo, vi a Amy, su hermana. Estaba tendida sobre una toalla, tomando el sol o acaso sólo fingiendo que lo tomaba. La gente suele tomar el sol con los ojos cerrados, ¿verdad? Amy no. Amy los tenía abiertos. Por eso digo que a lo mejor no estaba tomando el sol. Además, ¿para qué iba a tomar el sol una chica negra? Bueno, el caso es que llevaba puesto un traje de baño de color café y que estaba tumbada sobre una toalla y que me vio pasar y me llamó.
—Hello, Felipe —dijo.
Me detuve. Ninguna de aquellas casitas tenía verja. El jardín daba directamente a la calle. Nada se interponía, por tanto, entre ella y yo, y de algún sitio salieron corriendo un perrito blanco y un perrito negro como los de los anuncios de whisky y se pusieron a dar saltos y a menear el rabo.
—Hello —dije.
Amy tenía la piel más oscura que Miranda y el pelo más corto. Se parecían bastante, pero a mí Miranda me gustaba y Amy no. Y a pesar de todo estaba nervioso. Por eso agradecí que estuvieran allí esos dos perritos y que pudiera hacerles caricias y jugar con ellos. Amy se levantó, se desperezó, se puso una camiseta. Tenía un tipo muy bonito Amy, casi tanto como el de Miranda, con un culito alto y prieto como sólo lo tienen las negras.
—I like dogs —dije.
Sí, ya sé que la frase no es nada del otro mundo, pero algo tenía que decir. De todos modos, lo que dijo ella tampoco se quedó atrás.
—Really? —dijo, abriendo mucho los ojos como si de mis labios hubiera salido una revelación sorprendente.
Bueno, no creáis que fue eso todo lo que dijo. Eso fue todo lo que yo entendí. Amy se acuclilló junto a mí y comenzó también ella a rascar a los perros, y yo creo que no dejó de hablar en diez minutos. ¿Qué demonios estaría diciendo? Yo asentía cuando creía que debía hacerlo y sonreía cuando ella lo hacía. Y mientras tanto rascábamos a los dos perritos y les hacíamos caricias, y yo me di cuenta de que los dos eran machos y de que se estaban poniendo cachondos. Supongo que lo habréis visto alguna vez: la polla de un perro cuando está caliente es lo más parecido a una barra de labios.
—Yes, yes —decía yo de vez en cuando, y Amy seguía acariciando a los perros y los perros exhibían sus barras de labios en toda su extensión.
¿Queríais saber cómo era la casa por dentro? En el cuarto de estar había una chimenea y sobre la repisa de la chimenea varias fotos de Amy y de Miranda y de su padre pero ninguna en la que se viera a su madre. Y de las paredes colgaban unos cuadros de paisajes alpinos que a mí se me antojaron absurdos: ¿qué pintaban los Alpes en la casa de unos americanos que vivían en España? Y el mostrador, en efecto, daba a la cocina, y en la cocina había una nevera llena de cocacolas, de esas cocacolas que les llegaban en avión desde los Estados Unidos pero que tenían el mismo sabor que las españolas. Luego había un pequeño pasillo, y la primera puerta era la del cuarto de baño y la segunda no lo sé porque no la abrimos. La tercera puerta estaba un poco descascarillada por la parte de abajo, y la cuarta era la de la habitación de su padre, y en ella había unos estantes tapados por una cortina y un limpiabotas automático y una cama de matrimonio sin hacer y una mesilla con dos cajones, y en el cajón de arriba había unas gafas de sol, tres paquetes de Marlboro, un rollo de esparadrapo y una caja de condones. Y los perros seguían tan excitados como antes y nos esperaban delante de la tercera puerta, y entonces comprendí que, si esa puerta estaba un poco descascarillada por la parte de abajo, era porque los perros la raspaban con sus uñas cuando estaban así de excitados. Y Amy ahora casi no hablaba y yo ahora lo entendía todo, y había más puertas pero nosotros abrimos la tercera puerta. Y en esa habitación había dos camas y una de ellas era la de Miranda. Y entonces yo averigüé la novena de las diez cosas que os dije que sabía de Miranda, porque en la almohada y en el embozo de la sábana de su cama estaba bordado un nombre, y ese nombre era FELIPE. Y ésa era la novena cosa: que Miranda estaba enamorada de mí como yo lo estaba de ella…
Y con respecto a Amy no digo más porque no es mi estilo. Yo no soy de ésos que se acuestan con una chica y salen corriendo a contárselo al primero que pasa. Sólo os diré que seguía teniendo quince años pero había dejado de ser virgen. Nada más.
Y décima y última cosa que supe de Miranda: que nunca más volvería a verla. Ni en la base americana ni en mi casa ni en su clase de ballet. Nunca. En ningún sitio. Está claro que ésta no es una de esas cosas que sabes y ya está. Ni siquiera ahora puedo estar seguro, porque la vida da muchas vueltas y vete a saber si aún algún día me la encontraré en España o en América, pero de algún modo lo intuí aquella misma mañana, mientras volvía al club de golf confundido por la cantidad y diversidad de sensaciones que chocaban dentro de mí. Os seré sincero. Lo primero que yo sentí al salir de aquella casa fue satisfacción. Satisfacción por haber hecho algo que sólo hacían los adultos y por creerme ahora un poco más cercano a ellos y un poco menos inexperto. Pero esa satisfacción no duró mucho, apenas cien o doscientos metros, y de repente me pregunté si la gente lo notaría, si todas las personas con las que me cruzara se darían cuenta de que acababa de acostarme con una chica y de que había sido mi primera vez. Me pregunto si es siempre así, si todos los que acaban de echar su primer polvo se sienten transparentes, descubiertos, como en esos sueños en los que estás desnudo en medio de una multitud. A mí me parecía que había algo en mí, una señal que me delataba y que, si la hubiera visto en otra persona, habría reconocido al instante. Y pensaba: «Ahora llegaré al club y mi padre me notará cambiado, me verá esa señal y me preguntará de dónde vengo y qué he estado haciendo. Me preguntará todo eso sabiendo que vengo de follar y, ¡horror!, quién sabe si me guiñará un ojo y se echará a reír con risita de conejo…». Pero no os creáis que cuando llegué al club seguía pensando lo mismo. Para entonces me importaba ya bastante poco lo que mi padre pudiera hacer o creer, y si había algo que ahora me tenía atenazado era una vaga sensación de culpa, la rara certidumbre de que mi infidelidad hacia Miranda no podía quedar impune. No es que me sintiera culpable por haberle sido infiel. Lo que sentía era que, con culpa o sin ella, acabaría recibiendo algún castigo.
Ésa era la intuición a la que antes me refería, y esa intuición se confirmó al día siguiente, martes o jueves, mientras estaba escuchando la radio de la base en el Tiburón. Estábamos entonces en la etapa de los «productos no perecederos», ya os explicaré, y no podía jugar a la máquina del cobertizo. Así que me pasaba las horas escuchando la radio de la base en el Tiburón, y aquella tarde vi el Chevrolet del padre de Miranda, y en el Chevrolet iba el padre de Miranda pero no Miranda. El padre de Miranda era un hombre alto, no como yo ni como mi padre. Alto y fuerte, y con una de esas narices anchas que parece que podrían aspirar un bote entero de polvos de talco. Le vi aparcar el Chevrolet en un lugar a la sombra y luego detenerse en el escalón y volverse a mirarme. Fueron sólo tres o cuatro segundos. Después el padre de Miranda entró en la casa e hizo sus llamadas a América, y esos tres o cuatro segundos fueron suficientes para que yo entendiera que en efecto iba a recibir el castigo de no volver a ver a Miranda y que ésa sería precisamente la décima y última cosa que sabría de ella.
—¡Ya está bien! —dijo mi padre—. ¿No puedes tomarte esa sopa como una persona normal? ¿Es necesario que hagas tanto ruido?
No, claro que no era necesario. Había muchas cosas que yo no sabía, pero entre ellas no estaba tomarme la sopa sin hacer ruido. De hecho, sé tomarme una sopa de muchas maneras: con ruido y sin ruido, goteando y sin gotear, sorbiendo y sin sorber.
¿Pero dónde habrás aprendido a…? ¡Mírame a mí! ¡Mira cómo me la tomo yo! Y ahora dime, ¿he sorbido?, ¿me has oído sorber?
Estábamos en un restaurante y mi padre había decidido convertir aquella comida en un cursillo sobre la manera correcta de tomarse una sopa.
—Es la cuchara la que tiene que ir a la boca —decía—, no la boca a la cuchara. ¿Ves? Así.
Yo asentí con la cabeza. ¿Qué importancia podía tener que la cuchara fuera a la boca o la boca fuera a la cuchara?
—Mira mi codo. Ahí está la clave: en el codo. Tú no lo despegas de la mesa. Yo sí. Si hicieras esto, si lo movieras así, no tendrías que adelantar la cabeza y la cuchara entraría en la boca adoptando el ángulo correcto…
Una cuchara que entra en la boca adoptando el ángulo correcto: yo a veces pensaba que mi padre acabaría mal, muy mal.
—Venga. Prueba tú ahora. Eso es. Levantando el codo, buscando el ángulo… Así, muy bien.
Dejé que una gota de sopa se escapara por una de las comisuras de mis labios y cayera sobre mi camisa. Mi padre se apresuró a restregar la mancha con su servilleta.
—Mala suerte. Has llenado demasiado la cuchara. Vuelve a probar. Pero ahora sin coger tanta sopa. Eso es, así, así, Ahora el codo… Levantando el codo, muy bien, muy bien… ¡Y adentro! ¿Has visto? No es tan difícil…
Mi padre me observaba con expresión satisfecha, como una señora gorda que hubiera enseñado a su perro salchicha a sostenerse sobre las patas traseras.
—Todo en la vida tiene un método, ¿lo has comprendido? Todo tiene un método y una clave. Incluso algo tan tonto como tomarse un plato de sopa.
Decididamente, mi padre acabaría mal, muy mal.
Debíamos de estar ya a finales de octubre o principios de noviembre. Fue por entonces cuando nos cortaron el teléfono y tuvimos que cambiar de casa. Ahora vivíamos en un piso en Zaragoza, en el barrio de Torrero, no muy lejos de la cárcel ni del cementerio. Tampoco muy lejos del canal que nos separaba del resto de la ciudad.
—Y de tu colegio, ¿qué? —dijo mi padre—. A ver si no descuidamos tu educación.
Todo cambiaba muy deprisa para nosotros. Cambiábamos de ciudad o de barrio, cambiábamos de casa, cambiábamos de forma de vida. También mi relación con mi padre cambiaba con rapidez. Si pocos días antes había creído que podría llegar a entenderle, ahora estaba convencido de que eso era una tarea imposible para mí. ¿Cómo demonios podía ahora venirme con todo eso de mi colegio y de no descuidar mi educación? ¿Pero es que todavía no se había dado cuenta de que él y yo éramos unos delincuentes, unos fugitivos de la justicia? ¿Es que ya no se acordaba de que habíamos estafado a unos parientes de Tarrasa y robado una caja registradora en Lérida y engañado a la compañía de teléfonos en todos los sitios por los que habíamos pasado? ¿Cuándo se ha visto que alguien con un historial así a sus espaldas pretenda llevar una vida normal, como cualquier persona normal, y educar a su hijo como se educaría a los hijos normales de cualquier familia normal?
—A dos calles de aquí he visto un colegio —insistía—. Iré a hablar con el director para que te admitan cuanto antes.
Era absurdo. Era como si, en plena persecución policial, Bonnie y Clyde se matricularan en un cursillo de mecanografía, ¿no os parece? Pero ya conocéis a mi padre y ya sabéis que mi padre siempre habría querido hacer como la gente normal, que lleva una vida normal y manda a sus hijos a colegios normales. Era absurdo. Absurdo e indignante, y de nuevo los cuchillos apuntaban hacia arriba cuando era a mí a quien le tocaba fregar. Volvía, pues, a la anterior hostilidad, y la lista de cosas que podía echarle en cara se me hacía interminable: lo del colegio, lo del perro, lo de la vida normal como la gente normal…
Fui unos cuantos días al colegio del que mi padre había hablado. Pocos días, los justos para localizar al chulo de la clase y decirle aquello de que o me comía la polla o le hinchaba un ojo. Una hora después, mi padre y yo estábamos frente a frente en el despacho del director.
—Su hijo, y lamento tener que ser tan crudo, es un peligro para los otros chicos —dijo el director—. Asocial, agresivo, con graves problemas de inadaptación…
Todo eso era verdad.
—No sólo eso —prosiguió—. Es también un obseso sexual.
Bueno, eso era discutible, pero a mí me gustaría saber cuándo fue la última vez que la mujer del director disfrutó de una noche divertida.
—Y le diré más —concluyó—. Tenemos motivos para sospechar que su hijo es un drogadicto.
Eso no. Eso sí que no era verdad. Yo entonces casi sabía qué eran las drogas y qué los drogadictos, pero fijaos cuál sería mi grado de hostilidad que ni siquiera protesté. Yo creo que hasta me agradaba ser todas esas cosas que aquel hombre decía: un drogadicto, un asocial, un gran problema para mi padre y para los demás. El director seguía hablando de mí mientras nos acompañaba hasta la puerta:
—Este chico necesita una atención especial, individualizada, que en este colegio no estamos en condiciones de proporcionarle.
Mi padre bajó la cabeza y ni siquiera se despidió. Estaba hundido. Estaba peor que si le acabaran de diagnosticar un cáncer de pulmón. Buscamos en silencio el lugar en el que había dejado el coche. Entramos los dos, metió la llave de contacto y sólo entonces me miró y me dijo:
—¿Qué puedo hacer contigo?
Yo abrí la ventanilla sin responder y eché un escupitajo sobre un árbol cercano: ¿qué podía yo hacer con él?
—Mano dura es lo que necesitas —añadió—. Disciplina. Tienes que descubrir de una vez por todas lo que es la disciplina. Yo nunca he sido partidario de los internados, pero tampoco tú me dejas muchas opciones…
Un internado, lo que me faltaba por oír. Yo encendí la radio del coche y volví a escupir por la ventanilla.
Puede pareceros que era injusto con mi padre, pero tratad de comprenderme. A todo lo que os he dicho que entonces le echaba en cara hay que añadir una cosa más, la principal: había perdido definitivamente a Miranda. Sí, ya sé que buena parte de la culpa me correspondía a mí, pero yo todavía me aferraba a la esperanza de volver a ver algún día a Miranda, y en eso sí que mi padre tenía algo de culpa. Porque todavía no os lo he dicho, pero había otra cosa que había cambiado en nuestras vidas: desde que nos mudamos al piso de Torrero, nadie había venido por nuestra casa para llamar por teléfono.
—¿Quieres dejar de escupir? ¿Quieres prestarme un poco de atención y dejar de escupir?
Sacudí la cabeza y dejé de escupir. Habíamos cambiado de casa, y con eso no sólo habíamos dejado de ser vecinos de la academia de ballet sino que ahora ya nadie nos visitaba para llamar por teléfono. Y yo os pregunto: ¿cómo podía, en esas circunstancias, conservar la esperanza de volver a ver alguna vez a Miranda?
—Bueno —dijo mi padre, ya en el portal—. ¿Me vas a contestar? ¿Vas a decir algo?
—Necesito dinero —dije—. ¿Podrás llevarme a la base a recoger pelotas de golf?
Mi padre me miró como si ahora fuera él el que quisiera escupir. Subimos al piso y yo me encerré en el cuarto de baño para pensar en Miranda y masturbarme. Me había convertido en un repugnante pajero, y también de eso le echaba la culpa a mi padre.
Si uno desea algo con toda su alma, nunca pierde del todo la esperanza de poseerlo. Eso al menos me pasaba a mí, y ya sabéis que, incluso ahora que yo no soy el mismo y que mi deseo tampoco lo es, no he renunciado completamente a la posibilidad de encontrarme algún día con ella, con Miranda. No sé. Supongo que la esperanza es algo irracional, como el amor mismo, y yo creo que entonces habría conservado la esperanza de volver a verla aunque alguien me hubiera dicho que ella y su familia habían regresado a América o que la había matado un camión a la salida de la clase de ballet. Yo entonces tenía quince años y mucho tiempo por delante, y cuando se tienen quince años y tanto tiempo por delante no se piensa que algo, lo que sea, haya ocurrido por última vez y que ya nunca más volverá a ocurrir. ¿Podía ser que, después de haber averiguado esas nueve cosas que supe de Miranda, estuviera condenado a rendirme ante esa decepcionante décima cosa que supe de ella? ¿Por qué mi aprendizaje sobre Miranda debía detenerse ahí? ¿Por qué no regresar hasta la novena cosa y entonces rectificar y reanudar ese aprendizaje en otra dirección? Ésas eran algunas de las preguntas que yo me hacía, fijaos qué absurdo y retorcido es el amor, y el caso es que por las mañanas, mientras mi padre se colgaba del teléfono para buscar un internado en el que quisieran admitirme, yo me colgaba literalmente de la cuerda roja y los ganchos del «Taller & Taller New System» y soñaba con los diez centímetros prometidos por la publicidad. Quería ser más alto, pero quería serlo por Miranda, por si de verdad algún día volvía a encontrarme con ella.
Imagino lo que estáis pensando. Estáis pensando: «Si ya nadie iba a vuestra casa a poner conferencias, ¿de qué vivíais ahora tu padre y tú?». Una cosa que no se puede negar es que mi padre tenía mentalidad de negociante. Fracasado, pero negociante, y en cuanto tuvo acceso a la base americana empezó a darle vueltas a la posibilidad de hacer negocios.
—¿Cómo se han hecho las grandes fortunas de este siglo? Muy sencillo —decía—. Todo consiste en comprar barato y vender caro. O, lo que es lo mismo, comprar donde es barato y vender donde es caro. Ésa es la base del negocio de las importaciones. Los profesionales lo llaman import-export…
Los profesionales lo llamarían import-export, pero a mí me parecía que mi padre estaba hablando de simple contrabando. Porque lo que él se proponía era vender en España productos americanos conseguidos en la base. Había hecho sus cálculos y decía:
—En este momento, el cambio del dólar no puede ser más ventajoso. Puedo comprar a precios americanos y vender a precios españoles. O incluso inferiores: aun así el negocio es seguro. Pero lo que cuenta no es sólo el precio. Lo que cuenta es la calidad, ¿y quién puede negar que en eso los americanos nos llevan siglos de ventaja?
Lo probó primero con la carne. Por medio de Félix y del autoservicio del club de golf consiguió comprar una importante partida de carne americana. Me enseñó unos papeles:
—Fíjate. Éstos son los certificados de sanidad. ¡Esta carne ha sido examinada científicamente! ¿Cuándo se ha visto en España una cosa igual? Para otras cosas no, pero para esto los americanos son muy serios.
Tenía la carne, tenía los certificados. Ahora sólo faltaban los compradores. Fuimos en el Tiburón a un restaurante del centro de Zaragoza. En el asiento de atrás llevábamos media docena de fiambreras con diferentes muestras de carne americana. Mi padre cogió las fiambreras, cogió los certificados y dijo:
—Me la van a quitar de las manos.
Bueno, en ese restaurante no quisieron ni hablar con mi padre, y tampoco en el siguiente ni en el siguiente ni en ninguno de los supermercados por los que pasamos con nuestras fiambreras y nuestros certificados.
—Dicen que cómo saben ellos que esta carne no es robada. ¿Pero es que no ven los papeles? Tampoco hace falta saber mucho inglés…
En fin, un desastre. Volvimos a la base y mi padre trató de llegar a un acuerdo con el del autoservicio.
—Nada —le oí decir al cabo de un rato—. Dice que tiene los congeladores hasta los topes y que esta carne no la quiere ni regalada. Pero ¿es que todo el mundo se ha vuelto vegetariano de repente? ¿Nos la vamos a tener que comer toda nosotros?
Así fue, en efecto. Estuvimos diez días comiendo carne, sólo carne, carne con la comida, carne con la merienda, carne con la cena, y al final tuvimos que tirar a la basura más de treinta kilos porque estaban ya florecidos y olían a perro muerto.
—He aprendido la lección —dijo mi padre—. Mientras no tenga una buena agenda de clientes, hay que renunciar a hacer negocios con productos perecederos.
Eso parecía sensato. A los pocos días una furgoneta de la empresa FEGIX se detuvo delante de nuestra casa, y apenas media hora después eran tantas las cajas apiladas en el cobertizo de atrás que no había ni sitio para jugar a la máquina. Abrí una de las cajas. Estaba llena de latas de pipas peladas. En otra había grandes botes de caramelo líquido de la marca «Log Cabin». En las demás había botellitas de salsa, sopas enlatadas: cosas así.
—Productos no perecederos —resumió mi padre, concluyente.
Aquello funcionó algo mejor que la carne. Hubo al menos tres tiendas de comestibles que aceptaron tener en depósito los productos no perecederos, y mi padre sólo tenía que dejarse caer por ahí una vez a la semana para que le liquidaran las ventas y le hicieran el nuevo pedido.
—Pero se me está ocurriendo algo mejor —dijo un día.
¿Os acordáis de aquella vez que le regalé a Miranda un exprimidor? Mi padre descubrió que el verdadero negocio estaba ahí, en comprarles a los americanos que se marchaban todas aquellas cosas que no fueran a llevarse consigo. Ni siquiera esperaba a que las llevaran al búnker del mercadillo y las pusieran a la venta. Mi padre se enteraba de quiénes iban a abandonar próximamente la base y se presentaba en sus casas para hacerles una oferta.
—Si se resisten a vender, peor para ellos —decía mi padre con un guiño de astucia—. El tiempo corre a mi favor. Los días pasan, y ellos ven que el viaje se les está echando encima y que no han vendido casi nada. Entonces me llaman y aceptan lo que yo quiera darles.
Aquello le fue bastante bien. Las neveras de los americanos solían ser buenas, mejores que las españolas, y estaban bien conservadas. Y el resto de las cosas, lo mismo. Entonces mi padre ponía un par de anuncios en el periódico y vendía todo aquello por mucho más dinero del que le había costado. Gracias a eso volvimos a tener televisión. Y no una. A veces dos o hasta tres televisiones. Y también neveras, lavavajillas, tocadiscos. Luego, de golpe, no teníamos nada porque habían llegado unos compradores y se lo habían llevado todo. Aunque en realidad nunca teníamos nada porque nada de eso era nuestro. Nunca habíamos tenido nada que fuera de verdad nuestro y parecía que nunca lo tendríamos.
De golpe las cosas no le iban nada mal a mi padre. Si nos mudamos al piso de Torrero fue porque nos cortaron el teléfono, pero también porque a mi padre le hacía falta un sitio donde guardar las neveras y las televisiones y las cajas de productos no perecederos. Aquella mudanza fue la más complicada de todas. Tuvimos que hacer tres viajes en la furgoneta de FEGIX hasta que conseguimos trasladarlo todo.
—Mi dormitorio es el del fondo —dijo mi padre—. Tú elige el que más te guste. Los otros dos nos servirán de almacén.
Sí, aquel piso tenía cuatro habitaciones. Era un piso grande y también bueno, yo no recordaba haber vivido nunca en un piso así, con dos cuartos de baño y cinco balcones. Pero ya digo que ahora a mi padre las cosas no le iban nada mal. Unos días antes la casa se nos llenaba de gente que nos pagaba por usar el teléfono; ahora seguía apareciendo mucha gente por nuestra casa, pero esa gente venía a comprar neveras de segunda mano y cosas así. Eso es legal, ¿no? ¿Hay alguna ley que prohíba comprarle una nevera a Fulano para luego vendérsela a Mengano? No, claro que no. Así que ahora mi padre ganaba dinero y tenía un buen piso en una gran ciudad: ¿no era eso lo que él siempre había querido? Por eso no dejó de sorprenderme que se tomara tan a pecho las tonterías que dijo el director del colegio y que de repente se obsesionara con la idea de mandarme a un internado. Bueno, a mí qué más me daba. Yo no quería esa forma de vida que mi padre podía ofrecerme y tampoco pensaba que la vida en un internado pudiera ser mucho peor.
—Ya lo tengo, me lo acaban de confirmar —dijo mi padre—. Está en Lecaroz, en Navarra. Creo que allí el paisaje es muy bonito.
Yo no dije nada.
—Es de curas —prosiguió—. Jesuitas. Está en plena naturaleza. Respirarás aire puro.
Yo seguí sin decir nada.
—Es de curas pero no te asustes. Antes era famoso por su disciplina. Ahora no. Los tiempos han cambiado. Ahora es un internado normal. Como cualquier otro, sólo que en plena naturaleza. Harás deporte, saldrás de excursión…
Tampoco entonces dije nada, pero pensé: «¿En qué quedamos? Hablas de mandarme a un internado para que descubra de una vez por todas lo que es la disciplina, y ahora me dices que no, que los tiempos han cambiado y que aquello es algo así como un hotelito o un balneario…».
—Está en plena naturaleza —dijo mi padre.
Sí, eso ya lo había dicho antes.
Tenía que irme uno de esos días, en cuanto mi padre quisiera llevarme. Pero una noche ocurrió algo. ¿Os acordáis de cuando mi padre se jugó a las quinielas los ahorros de mis tíos? ¿Os acordáis de que aquella noche entró en mi habitación para ver si estaba dormido? ¿Y de que luego salió de casa y cogió el Tiburón y de que yo pensé que se iba de putas y que cómo era capaz de irse de putas en una noche así? Pues aquella noche ocurrió algo parecido. Yo estaba en el cuarto de estar y tenía encendidas las dos televisiones que entonces había en nuestra casa. En una tenía la primera cadena y en la otra la segunda, pero en realidad ninguna de las dos me interesaba. Mi padre llegó a eso de las once y sin decir nada se sentó a mi lado. Yo pensé que protestaría. Era lo lógico: también yo habría protestado si hubiera sido él y si al llegar a casa me hubiera encontrado con un hijo mío viendo al mismo tiempo dos programas distintos de televisión. Pero no, mi padre no protestó. Noté que me miraba y tardé unos segundos en mirarle yo. Tenía los ojos rojos, pero rojos de verdad. No como cuando sales de la piscina, con los ojos rosáceos, irritados por el cloro. Aquél era de verdad un color rojo, más vivo y más compacto. Como el de los ojos de los conejos, ¿le habéis visto alguna vez los ojos a un conejo? Pensé que quizá mi padre estuviera enfermo pero no me decidí a preguntárselo.
—No te acuestes demasiado tarde —me dijo.
Me dijo eso y se levantó. Se marchó de casa sin añadir nada y yo me asomé al balcón y le vi meterse en el coche y torcer por una esquina que llevaba a la carretera del canal. Pensé que todo era igual que aquella otra noche, la de las quinielas, y que también esta vez había habido algo que le había salido mal. Lo que ya no pensé fue que en una noche así pudiera irse de putas. Podía ser que fuera a emborracharse o simplemente a dar una vuelta por la ciudad. Pero de putas no, ni se me pasó por la cabeza que pudiera irse de putas en una noche así.
Ignoro qué hora sería cuando desperté sabiendo que alguien estaba en mi dormitorio. Ignoro también cuánto tiempo podía mi padre llevar allí, sentado a los pies de mi cama, mirándome pensativo.
—Te habías dejado encendidas todas las luces —dijo.
—¿Ocurre algo? —pregunté.
—Vístete y recoge tus cosas —dijo.
—Nos vamos… —dije.
Mi padre asintió con la cabeza y salió de la habitación. Yo en aquel momento todavía pensaba que íbamos al pueblo ése de Navarra, al internado. Sí, ya sé que ningún padre despierta a su hijo a las tres o las cuatro de la mañana para llevarlo a un internado, pero tampoco se me ocurría a qué otro sitio podíamos ir.
—Ayúdame a bajar algunas de esas cajas… —dijo mi padre.
—¿Qué cajas? ¿Las de productos no perecederos?
—No sé cuántas podremos meter en el maletero. Nos llevaremos todas las que quepan.
Extraño, ¿verdad? Yo pensé que a lo mejor quería aprovechar para vender en el internado algunos de esos botes de caramelo líquido o algunas de esas latas de pipas peladas. Al fin y al cabo, unos años antes le había visto hacer algo parecido con una marca de chocolate soluble, Forzacao.
—Si quieres, nos llevamos también una de las televisiones…
—Bueno —dije, y sólo entonces comprendí que aquel viaje era en realidad una mudanza, una más de nuestras muchas mudanzas.
Estábamos otra vez en la carretera. Íbamos por la carretera de Logroño y yo sabía que algo le había salido mal a mi padre pero no sabía qué. Recuerdo que el pavimento estaba lleno de baches y que luego entramos en Navarra y que ya no había baches en la carretera.
—Las carreteras navarras son las mejores —dijo mi padre, después de dos horas de silencio—. Siempre lo han sido.
Supongo que era verdad, pero yo no creía que hubiéramos ido hasta allí sólo para eso, para comprobar que las carreteras navarras eran las mejores. A lo mejor yo estaba equivocado y mi padre sí que pretendía llevarme al internado. A lo mejor mi padre pensaba dejarme en el internado y luego seguir su propio camino, solo, sin mí. Podía ser, no lo sabía. Estaba ya amaneciendo y yo me mantenía despierto, atento a los carteles de la carretera. Vi la señal que indicaba el desvío hacia Tudela y Pamplona. Pensé: «Si cogemos ese desvío, es que quiere librarse de mí». Pero no. Dejamos Tudela y Pamplona a nuestra derecha, y a los pocos kilómetros la carretera volvió a ser la misma de antes, la misma carretera llena de baches y de socavones. La próxima ciudad importante era Logroño.
—¿Dónde vamos? —pregunté.
Mi padre bostezó y dijo:
—Vamos. Simplemente vamos.
Hacia las nueve o las diez paramos a desayunar y estirar las piernas. Podíamos haber parado un rato antes, en Logroño o en cualquiera de los pueblos que había entre Logroño y Vitoria. O podíamos haber seguido un poco más y parar en la carretera de Vitoria a Bilbao. Paramos, sin embargo, en Vitoria, en el bar de una gasolinera a la entrada de Vitoria.
—Tengo sueño —dije.
Vitoria era la ciudad de mi padre. En Vitoria vivía aún su familia, esa familia a la que mi padre odiaba o decía odiar y a la que yo nunca había llegado a conocer.
—Tengo sueño —volví a decir.
Mi padre suspiró y se frotó los ojos con las yemas de los dedos. También él tenía sueño.
—Pasaremos el día descansando y mañana seguiremos —dijo.
—Pero ¿dónde vamos? —dije.
Cogimos una habitación muy cerca de allí, en un hostal a las afueras de la ciudad. Yo habría querido conocer Vitoria, ver la casa en la que mi padre había nacido, saber cómo vivían esos familiares míos que al parecer eran tan ricos. Mi padre, sin embargo, había dicho que pasaríamos el día descansando y que luego nos iríamos, y eso quería decir que no pondríamos el pie en Vitoria. La mujer del hostal le pidió el carnet de identidad y el libro de familia.
—¿También el libro de familia? —dijo mi padre.
—Es obligatorio —dijo la mujer.
Nos dio una llave y nos señaló la escalera. Al cabo de unos minutos yo ya me había dormido. Cuando me desperté, la puerta de la habitación estaba abierta. La mujer del hostal y dos hombres con aspecto de policías de paisano rodeaban la cama de mi padre y miraban cómo dormía. Los dos hombres con aspecto de policías de paisano eran policías de paisano, y mi padre tuvo diez minutos para darse una ducha y recoger sus cosas. Luego los dos policías se lo llevaron detenido.