3

—Lo que digo lo cumplo —dijo mi padre—. Acuérdate bien de esto: lo que digo lo cumplo. Te dije que nos iríamos a vivir a una ciudad, con anchas avenidas, con buenos colegios, y ya lo ves. Una ciudad, capital de provincia, con cines, campos de fútbol, piscinas, con tiendas de todo tipo, con catedral. ¿Eh?, ¿qué te parece?

Bueno, estábamos entrando en Lérida y yo recordaba que en realidad mi padre había hablado de una gran ciudad. Pero, claro, desde aquel punto de la carretera abarcábamos con la vista toda la ciudad, y habría parecido absurdo que se obstinara en mantener el adjetivo.

—¿Y lo del perro? —pregunté.

Mi padre me ignoró, como siempre que yo hacía esa pregunta, y siguió ponderando las virtudes de una ciudad como aquélla, tan moderna, tan bien comunicada. Luego resultó que ni siquiera nos detuvimos en Lérida y que seguimos camino hasta Almacellas, uno de esos típicos pueblos de carretera, alargados y tristes como la carretera misma. A mí esos pueblos siempre me han recordado los decorados de las películas de vaqueros: te apartas de la calle principal y el pueblo termina ahí, nunca hay nada detrás de la primera línea de casas.

—¿Qué te parece? —insistió mi padre, como confiando todavía en que aquello pudiera gustarme—. Esto es el futuro. Es la filosofía de las zonas residenciales. Como en Europa, como en América. Vivir al ladito de la ciudad, disfrutando de todas sus ventajas pero ahorrándote sus inconvenientes. Los agobios, el tráfico y todo eso.

Yo asentí con la cabeza. Eran cerca de las cinco, y a las cinco en punto teníamos que ir a recoger las llaves de nuestra nueva casa. Me quedé esperándole dentro del coche y vi cómo un motorista atropellaba a un gato. ¿Habéis visto alguna vez una cosa así? Lo que te hace levantar la mirada es el ruido del frenazo, y la imagen siguiente es la del rápido culebreo de la moto y la del gato saliendo despedido hasta caer en el bordillo. Yo luego no oí más ruido que el del motor, tímido al principio, furioso de repente, y después cada vez más lejano y más débil aunque parecía que nunca fuera a extinguirse del todo. No sé. Yo habría esperado escuchar el ruido sordo y rotundo del golpe o quizás un maullido agónico y estremecedor. Pero no, aquel gato murió en silencio, y lo que más llamó mi atención fue que, durante varios minutos, cuando ya hasta la moto había desaparecido de mi vista, seguían flotando como vilanos en el aire pequeños rebujos de pelo claro arrancados del lomo del gato.

Yo aquello lo interpreté como un mal presagio, el primero.

—Un entresuelo. Encima de la pescadería —dijo mi padre al volver al coche—. A unos quinientos metros.

Avanzamos esos quinientos metros y llegamos a la pescadería. Ante nuestro portal había un cubo negro lleno de cestos de pescado: otro mal presagio. Yo me tapé ostentosamente la nariz pero mi padre fingió no percibir el hedor.

—Bueno, ya estamos —dijo.

Dijo eso pero no se atrevió a preguntar qué me parecía.

—Un lujo asiático —comenté, de todos modos.

Empezamos a subir nuestras cosas por la angosta escalera. Aquel piso había estado habitado hasta muy poco antes por un jubilado de la RENFE y todo seguía como había quedado a su muerte, la cama aún hecha con el orinal de porcelana semiescondido, una botella de vino y un vaso sucio sobre el hule de cuadros, un reloj de cuco detenido a las nueve y diez de la mañana o de la noche, un calendario de ese mismo año de una marca de pintura plástica, un puzzle enmarcado de al menos quinientas piezas con una vista del Sena y Notre Dame. Yo, sin embargo, no tuve tiempo de fijarme en nada de eso, ni tampoco en lo viejo y lo feo del piso o el deprimente papel de las paredes repleto de flores de lis, porque, tan pronto como mi padre logró abrir la puerta, corrí en busca de un sitio donde vomitar. Mi padre me siguió hasta el retrete con una maleta en cada mano.

—Te has mareado. No me extraña. Con el viaje y este calor. Siéntate y descansa. Yo subiré lo que queda.

Le esperé tumbado en el sofá. A uno de los lados había un estante con media docena de figuritas de porcelana y tres o cuatro libros. Uno de ellos era el Quijote, los otros no los recuerdo. Y ante mis ojos tenía el puzzle. El puzzle del Sena y un pequeño balcón que mi padre acababa de abrir para que aquello se ventilara. De vez en cuando pasaba un camión por la carretera y, por un instante, podía ver su parte superior a través de los barrotes de la barandilla. Primero el muñeco blanco de Michelin y el techo de la cabina, después la lona negra o azul, luego nada.

Fuimos al colegio del pueblo para que me autorizaran a presentarme a los exámenes. El director era también el profesor de gimnasia. Nos recibió en chándal y con una toalla blanca en torno al cuello.

—Disculpen mi aspecto —dijo—. Acabo de arbitrar un partido y después del recreo tengo otro. ¿Te gusta el fútbol?

—No —dije.

—¿Y el baloncesto?

—Tampoco.

Avanzábamos por un pasillo en dirección a su despacho y aquel hombre se detuvo a mirarme con expresión contrariada.

—Pues ¿qué es lo que te gusta?

Mi padre intervino para decir que, desgraciadamente, yo no había tenido muchas facilidades para desarrollar un espíritu de equipo, necesario para practicar ciertos deportes.

—La culpa es mía. De mi trabajo. Estamos siempre de aquí para allá. Pocas veces ha podido completar el curso en el mismo centro.

El director pareció dar por buena esa explicación. Me dedicó una sonrisa comprensiva y, con un gesto como los que hacen en los dibujos animados cuando alguien ha tenido una idea feliz, anunció que en el colegio había frontón. Yo me encogí de hombros, me apetecía desilusionarle.

—Lo que a mí me gusta son los puzzles —dije.

Me miraron los dos, mi padre con perplejidad, el otro con lástima. Yo creo que le odiaba porque olía a sudor. Entramos en su despacho y mi padre inició un vago soliloquio acerca de lo accidentado de mi educación. Por supuesto, no dijo nada que yo no hubiera escuchado decenas de veces. Que ya sabía que cambiar de colegio a esas alturas de curso no podía ser bueno para mí, que comprendía el sacrificio suplementario (eso dijo, sacrificio suplementario) que esas situaciones exigían al profesorado, que qué más quisiera él que poder ahorrarles esos trastornos.

—Si de mí dependiera… —añadía, con un aire de elegante resignación.

El otro a lo mejor creía que sus palabras encerraban gratitud o disculpa. Nada de eso. Lo que mi padre quería dar a entender era algo bien distinto: que sus múltiples ocupaciones le agobiaban, que tenía intereses en empresas de toda España, que él era un hombre poderoso y no un pobre diablo. Decía, por ejemplo:

—Pero esto tiene que cambiar… A cierta edad, uno tiene que asentarse en un sitio. Para toda la vida, para no moverse de ahí. Y a mí ya me ha llegado esa edad. Voy a tener que abandonar mis actuales negocios y montar una pequeña empresa en algún sitio…

Decía «una pequeña empresa» con la falsa modestia que emplearía un magnate para hablar de unos estudios cinematográficos o de una fábrica de automóviles. Guardaba entonces un instante de silencio y ojeaba distraído los formularios de la inscripción. Luego hacía un gesto de complicidad y proseguía:

—Por eso estoy aquí. Porque esta comarca tiene mucho futuro. Muchísimo. Se lo puedo asegurar. En este momento, probablemente no haya en toda España un lugar mejor para invertir…

Decía esto y se quedaba tan pancho, y yo me preguntaba qué demonios podía importarle todo eso al director de un colegio de pueblo. O peor aún: me preguntaba cómo demonios podía mi padre creer que todo eso pudiera importarle al director de un colegio de pueblo.

Bueno, pero si os cuento todo esto es para que penséis que mi padre no había cambiado, que seguía siendo el mismo que repetía que mi educación era lo único importante, el mismo que aprovechaba la menor ocasión para darse aires de persona importante ante los desconocidos, Sin embargo, sí que había cambiado, aunque yo no sé si aquello se me reveló entonces como una certeza o si se trataba de una intuición que fue afirmándose poco a poco, a medida que pasaban los días en aquel triste pueblo del interior. Por primera vez en mi vida nos alejábamos del mar, ¿puede ser que eso influyera? A mí, desde luego, me parecía que sí, que era como si hasta ese momento el mar nos hubiera indicado un camino, un itinerario, y como si de repente, al carecer de esa referencia, nos descubriéramos perdidos en un lugar en el que no supiéramos orientarnos. En fin, cómo explicarlo. Lo que estoy tratando de decir es que antes, en la época de las playas de invierno y las urbanizaciones desiertas, no sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde. Ahora ni siquiera eso, ahora nuestra vida daba la impresión de haberse vuelto definitivamente errática.

Para que no creáis que exageraba cuando decía que mi padre había cambiado, os diré que aquel día el director del colegio nos llevó a ver el frontón y a conocer a algunos de los profesores.

—Vas a tener que hincar los codos —me decían, y yo asentía con la cabeza y mi padre aseguraba que él se encargaría de que aprovechara los pocos días que quedaban hasta los exámenes.

—Lo mejor será que venga a estudiar aquí —intervino el director—. Por si tiene dudas.

—Será lo mejor —dijo mi padre—. ¿Lo has oído? Empezaras mañana mismo. Yo me ocuparé de que no faltes.

Exactamente ésas fueron sus palabras, y yo sin embargo nunca volví a poner los pies en aquel colegio. ¿Y qué os pensáis? ¿Que tuve que aguantar broncas y malas caras? Nada de eso. Yo no sólo no iba al colegio a preparar los exámenes sino que tampoco en casa me tomaba la molestia de fingir que estudiaba. Era un modo como otro cualquiera de protestar, y lo que más me desconcertaba era que mi padre ignoraba por completo esa actitud mía, que en otro momento le habría resultado irritante. La ignoraba de verdad, sinceramente, como si se tratara de un asunto que nada tuviera que ver con él. ¿Os dais cuenta? Mi padre, que tanto hablaba de buscarme buenos colegios y de lo importante que era mi educación, me había llevado a ver al director del colegio y luego se había desentendido de todo aquello. Como un amnésico. Como si aquella visita y aquellas palabras y aquellos buenos propósitos no hubieran existido jamás. ¿Qué? ¿Había cambiado o no? Llegaron las fechas de los exámenes. Yo, por supuesto, no me presenté a ninguno y mi padre ni siquiera me pidió las notas. ¿Había cambiado?

En aquella época no sé qué me pasaba pero no tenía ganas de nada. Ni de salir de casa. ¿Para qué? ¿Qué podía hacer yo en ese pueblo sin playa? Me levantaba muy tarde y, después de comer, me sentaba ante el televisor a esperar el inicio de la programación. Me tragaba todo lo que ponían, Los dibujos animados, los programas didácticos para niños, un absurdo concurso basado en el juego de los barcos: todo. Me lo tragaba todo aunque muy poco de lo que veía me gustaba. O tal vez precisamente por eso, porque me negaba a estar contento, porque lo que me apetecía era sentarme ante el televisor y odiarlo en silencio durante horas, odiar el televisor y odiar el mundo y todo lo que se me pusiera por delante. Fijaos cómo debía de encontrarme entonces que veía hasta los partidos del Mundial de Alemania: yo, que siempre he detestado el fútbol.

Sólo recuerdo un programa que me gustaba. O mejor dicho, que me entusiasmaba. Era Kung Fu. Lo ponían todos los sábados por la noche y yo creo que no me perdí ni uno solo de sus episodios. Pero ¿sabéis por qué me gustaba tanto? Por las peleas. Yo había participado en bastantes peleas callejeras y la verdad es que las desdeñaba por feas y por toscas. Casi siempre eran lo mismo: el interminable cruce de amenazas, el primer manotazo, los cuerpos revolcándose, los insultos y los gritos, la respiración ansiosa, los botones arrancados, las lágrimas. En las peleas de la calle había mocos y ropa sucia y caras congestionadas pero no había grandeza. Ni el menor atisbo de grandeza, que era precisamente lo que les sobraba a las peleas de la tele, las de Kung Fu. En éstas todo era limpio, frío, calculado. Sin lágrimas, sin insultos, sin fanfarronadas. Los adversarios se estudiaban mutuamente, luego ensayaban unos movimientos de tanteo y al final llegaba el golpe certero, el definitivo, y todo concluía como una breve coreografía en la que nadie lloraba ni jadeaba ni amenazaba con próximas venganzas. A mí eso me parecía hermoso, y de hecho me fijaba en cómo se protegían con los brazos y en cómo atacaban con las piernas, y trataba de memorizar todos aquellos movimientos para poder practicarlos cuando estuviera a solas. Y los practicaba, ya lo creo que sí: había días en que me metía en mi cuarto a pelear con un enemigo imaginario y no cesaba de soltar golpes y patadas hasta que caía literalmente derrengado. A lo mejor lo que me pasaba era sólo eso: que tenía ganas de luchar pero no tenía un adversario.

Un día descolgué el puzzle con las vistas del Sena y Notre Dame. Hacer un puzzle era lo más parecido a no hacer nada, y no hacer nada era todo lo que me apetecía hacer. Descolgué el puzzle de la pared y le quité el marco. Entre el puzzle y el cartón de atrás aparecieron dos sobres mohosos con sellos franceses y un carnet de la Unión General de Trabajadores del año treinta y cuatro. El nombre que figuraba en el carnet era Ramiro Domínguez no sé qué. Supongo que sería el anterior inquilino, el de la RENFE, y las dos cartas le habían sido remitidas desde Cahors por otro hombre del mismo apellido. Su hermano, me imagino.

Leí una de las cartas, la más antigua. Decía que se encontraba bastante bien de salud y que lo de los temblores nocturnos era algo a lo que tendría que acostumbrarse. «Al fin y al cabo», añadía, «otros tuvieron menos suerte que yo y ahora ni siquiera pueden quejarse». Mencionaba después a gente por la que el otro debía de haberle preguntado en una carta anterior y anunciaba que, en cuanto tuviera un poco de dinero ahorrado, se casaría con su novia francesa: «Marguerite, te hablé de ella. Lástima que no puedas conocerla. Te gustaría». Decía también que le enviaba una foto de ambos en una plaza de Cahors, pero yo volví a mirar dentro del sobre y allí no había ninguna foto. «Y en cuanto a lo de vernos algún día, ¿qué quieres que te diga?», proseguía. «Tú ahora no puedes salir de allí y yo no puedo entrar. Aunque pudiera, sería lo mismo. No pienso volver a España mientras Franco esté en el poder, y cualquiera diría que ese hombre se ha propuesto seguir en el poder hasta el mismísimo día de su muerte».

Miré la fecha de esa carta: mil novecientos cuarenta y siete. El matasellos del otro sobre era bastante más reciente. Del cincuenta y nueve, el año de mi nacimiento. Lo abrí también y en su interior había una postal en color del Paseo de los Ingleses de Niza. El texto era muy escueto, Decía nada más: «Querido Ramiro, siento mucho lo de tu enfermedad. Yo no puedo decir que me encuentre mejor, A ver si te decides a hacernos esa visita. Y que sea pronto, No sé cuánto aguantaré. Marguerite y la niña te mandan besos».

Cogí todo aquello y lo guardé entre mis cosas. Yo entonces no sabía nada de política. Sabía que en España mandaba Franco y que los enemigos de Franco eran los enemigos de España: esto último se lo había oído decir una vez a un profesor de Formación del Espíritu Nacional. Sabía también que en algunos países se organizaban manifestaciones en contra de Franco y que luego en Madrid se organizaban manifestaciones a favor de Franco, y yo creo que eso era más o menos todo lo que sabía. Y acaso fue aquélla la primera vez que pensé en la política y en esos enemigos de España de los que hablaba el profesor de FEN, la primera vez que pensé en lo sórdido que debía de haber sido aquel tiempo anterior a mí, con españoles que no podían entrar en España y españoles que no podían salir, con hermanos que seguramente nunca volvieron a encontrarse por culpa de Franco. Pensé en lo sórdido que debía de haber sido aquel tiempo y me pregunté si no seguiría siéndolo entonces, en mi propio tiempo. Después de todo, tal vez no habían cambiado tantas cosas desde que aquellas cartas fueron escritas. Franco, por ejemplo, seguía vivo y seguía en el poder.

Ese verano fue precisamente el de la enfermedad de Franco, pero de eso os hablaré más adelante. Mi padre salía entonces con una mujer bastante más joven que él. Se llamaba Paquita, y yo creo que no pasaba de los veinticinco años: estaba más cerca de mi edad que de la de mi padre. A mí Paquita no voy a decir que me gustara, pero sí al menos que no me disgustaba tanto como las otras novias que mi padre había tenido. Claro, ¿cómo iba a gustarme? ¿Cómo habría podido ser que, siendo tan distintos, a mi padre y a mí nos gustara la misma persona? El caso es que, de todas sus novias, Paquita era la única que no me parecía una cursi ni una gilipollas, la única también que no me revolvía el pelo con la mano ni me decía que estaba hecho todo un hombre ni aspiraba a que algún día pudiera llamarla mamá.

Supongo que con esto está todo dicho. Lo que sí puede parecer más desconcertante o difícil de explicar es que esa mujer gustara a mi padre. ¿Queréis saber por qué me lo parece? Porque no tenía nada en común con las otras. Por eso y, sobre todo, porque no tenía nada en común con mi propio padre. No sé. A lo mejor lo que pasaba era sólo que mi padre se estaba haciendo mayor y que sus gustos estaban cambiando. Paquita, para empezar, era hippy: ¿os habríais imaginado en algún momento que mi padre, tan atildado siempre, tan correcto, pudiera enamorarse de una hippy que se comía las uñas y no usaba sujetador? Bueno, lo de que era hippy lo decían en Almacellas, donde no era normal que las mujeres fueran sin sujetador, se pusieran calcetines con las sandalias y llevaran faldas como las suyas, faldas de flores, siempre de flores, y siempre largas hasta los tobillos.

—Lo que pasa es que en este pueblo son unos paletos —decía—. En Londres nadie diría nada.

Paquita era hippy y también un poco bruja. Creía en horóscopos y cosas así, y sólo leía libros de un escritor llamado Lobsang Rampa. Yo no sé si todos los hippies eran como ella, si todos creían en horóscopos y leían libros de ese escritor. ¿Sabéis cómo nos llamaba Paquita algunas veces? A mi padre le llamaba Cáncer, pero no por la enfermedad sino por el signo del Zodíaco. Y a mí me llamaba Leo. Esas cosas para ella eran muy importantes y, cuando alguno de nosotros hacía algo que ella consideraba previsible, no nos llamaba por nuestros nombres sino por nuestros signos, Cáncer o Leo. Y luego nos decía:

—Tú eres un Leo típico y tú el Cáncer más Cáncer que he visto en mi vida. ¡Pero si se ve a la legua! ¿Creíais que me podíais engañar?

En aquella época, ya lo sabéis, no teníamos ni un duro, y es verdad que Paquita lo había sabido desde el principio, por mucho Citroën Tiburón y mucha corbata de seda. Ella decía que todo eso estaba escrito en nuestro destino y que no podía ser de otro modo siendo lo que éramos, un Leo típico y el Cáncer más Cáncer que había visto en su vida. O sea que, según Paquita, lo de no tener ni un duro y viajar siempre de aquí para allá y estar todo el día con cara de pocos amigos no era culpa nuestra sino de las estrellas o el destino o el Zodíaco o lo que fuera. Bueno, en eso mi padre le daba la razón, pero sólo porque le convenía. Le convenía creer que él no tenía la culpa de que lleváramos la perra vida que llevábamos.

—Lo que os pasa es que siempre habéis vivido a ciegas, que os negáis a conoceros a vosotros mismos. Una carta astral: eso es lo primero que teníais que haberos hecho —decía Paquita—. ¿Cómo se os ocurre ir por la vida sin una carta astral en condiciones?

En esto mi padre ya no le daba la razón. Yo, por mi parte, no decía ni sí ni no porque no sabía lo que era una carta astral. Nunca lo he sabido.

Lo mejor de todo era que mi padre ya no tenía que estar mintiéndose y justificándose. No teníamos un duro, eso era todo. ¿No le ocurría lo mismo a mucha gente? ¿No ocurría lo mismo en las películas y las novelas? A Paquita no parecía importarle, y yo creo que hasta lo veía como algo romántico: un padre y un hijo con sólo un Tiburón y un televisor portátil, un padre y un hijo que no tenían dónde caerse muertos.

Paquita, por cierto, trabajaba en una tienda de comestibles de una tía suya, y de vez en cuando nos traía bolsas llenas de comida que robaba en la propia tienda.

—¡Ábreme! —me gritaba desde la calle, y yo le abría la puerta y la veía subir con dos o tres bolsas y con las tetas bailándole bajo la blusa de flores.

Paquita tenía las manos pequeñas y regordetas, con las uñas mordisqueadas y feas, pero yo entonces era ya demasiado alto para fijarme en las manos de nadie, y lo que veía en Paquita eran sus tetas bailarinas. Unas tetas no muy grandes y acaso demasiado juntas, pero bonitas, o al menos así me las imaginaba yo.

—Guisantes, espárragos, mayonesa, tres latas de aceitunas rellenas —anunciaba Paquita, abarcando con un movimiento de la cabeza el contenido de aquellas bolsas.

Mi padre al principio protestaba, aunque está claro que lo hacía más por cortesía que por otra cosa, como cuando un invitado se presenta en una casa con un ramo de flores o una botella de vino y el anfitrión le dice: «Pero ¿por qué te has molestado?».

—¡Mira que eres antiguo! —le replicaba Paquita—. Cuando se roba para comer no es delito.

Desde luego, todos los escrúpulos de mi padre se esfumaban en cuanto extendíamos todos aquellos botes y aquellas latas sobre la mesa de la cocina. Esos alimentos podían ser robados, pero yo puedo aseguraros que los escrúpulos no quitan el apetito. Mi padre entonces zampaba como el que más.

—¡Están buenos estos guisantes! —exclamaba con la boca llena de guisantes robados.

Paquita tuvo bastante que ver con ese cambio del que ya os he hablado, el cambio experimentado por mi padre, y yo creo que, si no hubiera sido por su influencia, tal vez no se habría decidido a dar el paso que entonces dio. Fue en Almacellas donde empezamos a vivir de nuestro teléfono. Tal como suena: de nuestro teléfono. Eso, aunque yo no lo supe hasta varios meses después, tiene un nombre, y el nombre es locutorio clandestino.

Nosotros teníamos montado en casa un locutorio clandestino, pero no penséis que eso era una cosa del otro mundo. Era sólo un teléfono, como el que hay en todas las casas. En la nuestra estaba en el pasillo, y lo único que ocurría era que la gente venía, hacía un par de llamadas y luego nos las pagaba. Pagaban, naturalmente, menos de lo que les habrían cobrado en un teléfono público, y con ese dinero mi padre y yo teníamos para vivir. Al cabo de un tiempo nos llegaría la factura, que por supuesto no podríamos pagar, y entonces nos cortarían la línea y ya veríamos lo que haríamos, si quedarnos allí hasta que se nos acabara el dinero o buscarnos otro apartamento con teléfono. Sencillo, ¿verdad? Tan sencillo que no sé por qué no hace lo mismo todo el mundo, quiero decir, todos los que estén como nosotros entonces, sin un duro.

Aquello, por supuesto, no era como para hacerse rico, pero para ir tirando no estaba nada mal, y algunos días conseguíamos hasta ochocientas o novecientas pesetas, lo que a mí me parecía una fortuna. Vosotros diréis: qué estupidez, nadie llamaría desde un sitio así sólo por ahorrarse unas pesetillas. Cierto, pero lo que no sabéis es que aquella zona era eminentemente agrícola y que aquel pueblo, en verano, se llenaba de temporeros del campo venidos del sur. ¿Lo entendéis o no? Nadie venía a nuestro piso para llamar a Lérida, eso está claro. Pero lo de aquellos hombres era otra cosa: ¿verdad que, si tuvierais que pasar tres o cuatro meses lejos de vuestras casas y vuestras familias, llamaríais con frecuencia? ¿Verdad que de vez en cuando os apetecería oír la voz de vuestros hijos y vuestras mujeres? ¿Y verdad que también vosotros procuraríais ahorrar algo de dinero en esas llamadas? Pues eso.

No me preguntéis cómo surgió la idea, ni si se le ocurrió a Paquita o a mi padre. Bueno, yo supongo que algo tendría que ver la cuenta del teléfono dejada por Estrella. En el fondo, lo que ahora hacíamos no era otra cosa que cumplir las amenazas formuladas aquel día: las amenazas de llamar a Filipinas y a no sé cuántos países lejanos antes de que nos cortaran la línea. No me preguntéis tampoco en qué momento me di cuenta del asunto que mi padre se traía entre manos. El teléfono estaba ahí, en mitad del pasillo, y aquellos hombres venían a casa y llamaban, y a mí me daba la impresión de que eso podía haber sido siempre así, de que podíamos llevar meses o incluso años en ese pueblo viviendo del dinero de las llamadas. Era, por tanto, algo normal, y daba lo mismo que mi padre y yo nunca habláramos de eso: yo lo sabía todo y mi padre sabía que yo lo sabía todo, y las explicaciones sobraban como cuando nos comíamos los guisantes y los espárragos que Paquita robaba en la tienda de su tía.

Los temporeros llegaban en un par de furgonetas, esperaban pacientemente en el pasillo o el cuarto de estar, y luego llamaban a su pueblo y se iban por donde habían venido. Eso solía ser a la caída de la tarde, y os podéis imaginar lo extraño que resultaba ver cómo de repente la casa se llenaba de hombres como aquéllos, hombres oscuros y recios que suspiraban como en un velatorio y luego hablaban a gritos por teléfono. Si alguna tarde llegaba alguno nuevo, preguntaba casi siempre por Paquita: debía de ser ella la que se encargaba de captar clientes. Pero Paquita no solía estar en casa a esas horas, y era mi padre el que normalmente atendía a esos hombres, el que les acompañaba hasta el teléfono, calculaba la duración de la llamada y fijaba el precio.

Creo recordar que las conferencias las cobrábamos a diez pesetas el minuto. Digo cobrábamos porque, cuando mi padre no estaba en casa o estaba ocupado en otro asunto, los temporeros se asomaban al cuarto de estar y me decían:

—Toma, chico, los veinte duros de mi llamada.

Me pagaban a mí como si eso fuera un bar y yo fuera el hijo del dueño o uno de los camareros, y yo dejaba el dinero sobre la mesa para que mi padre lo cogiera. Mi padre, por supuesto, lo cogía sin hacer comentarios. Ya he dicho que yo lo sabía todo y que mi padre sabía que yo lo sabía.

Llegó el día de la enfermedad de Franco. El balcón estaba abierto. Reconocí el ruido del motor del Tiburón y seguí con la imaginación los pasos de mi padre por la escalera. Se oyó entonces el tintineo de sus llaves y mi padre asomó la cabeza para preguntarme qué estaba haciendo, Yo estaba haciendo el puzzle y mi padre me preguntaba qué estaba haciendo, como si no estuviera bien claro que estaba haciendo el puzzle.

—El puzzle —dije.

Tenía el rostro desencajado. Se dejó caer en el sillón y, como reclamando mi atención, exhaló un largo y sonoro suspiro. Le miré.

—Ha ocurrido algo importante —dijo—. Han ingresado a Franco en un hospital. Flebitis. A su edad puede ser mortal.

Se mantuvo un instante en silencio, a la espera de mi reacción.

—¿Y? —dije yo.

—¿Y? ¿Es eso todo lo que se te ocurre? Pero ¿no te das cuenta? ¡Franco puede morirse en cualquier momento y ya nada será lo mismo! Todo va a cambiar. Para bien o para mal. ¡Podría haber disturbios! ¡Incluso una guerra! La carretera está llena de controles de policía, y he oído decir que el ejército va a ser acuartelado… ¡Podrían decretar el estado de excepción!

Estado de excepción, ¿qué demonios sería eso? Ahora mi padre estaba de pie. Iba de un lado a otro de la habitación, hablando sin parar. Por unos segundos se detenía ante el balcón como para reflexionar, y al instante siguiente reanudaba su nervioso monólogo y sus paseos.

—Pon la televisión. No, no hace falta. Ya nos enteraremos. Se espera para cualquier momento la cesión de poderes al príncipe. Lo han dicho por la radio… Bueno, por la radio han dicho que no habrá cesión pero, claro, eso quiere decir que muy bien puede haberla. Sería definitivo. ¿Sabes lo que significaría?

—No —dije. A mi padre, en el fondo, le gustaba explicarme las cosas que él entendía y yo no.

—Pues está bien claro. Que se acabó el franquismo. Que se está cerrando un largo capítulo de nuestra historia.

Esa frase también debían de haberla dicho por la radio, y mi padre la repitió con la expresión de quien paladea un buen vino:

—Un largo capítulo de nuestra historia.

Pensé entonces que mi padre nunca hablaba de política. Yo no sabía cuáles eran sus ideas políticas. Ni siquiera sabía si las tenía.

—¿Y eso te alegra? —le pregunté.

Mi padre se detuvo a mirarme y yo tuve que insistir:

—¿Te alegra o no que se esté cerrando ese capítulo?

—Bueno, nadie puede alegrarse por la muerte de un ser humano…

Dejó la frase inacabada, y yo volví a la carga:

—¿Tú qué eres? ¿Franquista o antifranquista?

Mi padre me observó con perplejidad, como si de repente estuviera viendo en mí a un adulto.

—Mira, Felipe —dijo—. La gente decente no se mete en política.

¿La gente decente? ¿Lo decía por él, que se había jugado a las quinielas los ahorros de mis tíos? ¿Lo decía por él, que abandonaba los pisos después de vender los muebles y se ganaba la vida estafando a la compañía de teléfonos? Su respuesta me parecía absurda.

—Entonces es que eres franquista —dije.

Aquello le dolió, no sé por qué, y el caso es que reaccionó con indignación, diciéndome que ya conocía yo sus ideas sobre el reparto de la riqueza, preguntándome si nunca le había oído hablar de la injusticia:

—¿Nunca me has oído decir que esta sociedad es injusta?

—O sea que eres antifranquista —dije—. ¿Comunista o algo así?

Mi padre vaciló un instante. Luego yo pensé que nuevamente iba a mirarme como a un niño, alguien a quien se podía engañar con facilidad, y sin embargo siguió mirándome como hasta entonces. Como a un adulto. Me dijo:

—¿Quieres saber lo que pienso? Pienso que la sociedad no siempre te da lo que te corresponde. Y que entonces tienes derecho a cobrártelo a tu manera. ¡Si pensar eso significa que soy comunista, entonces es que soy comunista!

Luego, algo más calmado, añadió:

—A veces hacemos cosas que están mal. Pero eso no siempre nos vuelve malos.

Es curioso. Debió de ser aquélla la primera vez que hablaba de sí mismo y de su modo de vida sin tratar de justificarse. O a lo mejor sí que estaba tratando de justificarse, pero en esa ocasión no me pareció del todo mal. Ambos sabíamos a qué se refería. Lo que él quería era seguir creyendo en sí mismo, seguir creyendo que no por cometer un delito se había convertido en un delincuente. Pensé: «Bueno, al menos ya nunca habla de la dignidad, su famosa dignidad. También en esto creo que ha cambiado». Mi padre entonces me volvió la espalda para encender la televisión, y yo fui un momento a mi cuarto a buscar el viejo carnet del sindicalista.

—Toma —le dije.

Lo observó con una mezcla de curiosidad y aprensión.

—¿De dónde has sacado tú esto?

—Lo encontré.

—Será mejor que lo guarde yo. Puede ser comprometedor.

Supuse que esa misma tarde lo destruiría. Era de esperar.

Me había preguntado si era sórdido aquel tiempo mío y ahora pensaba que sí y que seguramente en otros sitios la vida sería distinta, mejor. Y tal vez por eso no me disgustaba del todo hacer y rehacer el puzzle del Sena y Notre Dame. ¿Cómo sería la vida en París? ¿Y cómo en Chicago o en Berlín? ¿También allí los chicos hacían puzzles de lugares lejanos y se imaginaban que en otros sitios la vida sería distinta y mejor? Yo soñaba con irme algún día a algún lugar, y a veces, paseando, me acercaba hasta el apeadero del ferrocarril y miraba los horarios de los trenes. Aquel pueblo estaba tan lejos del mundo que los trenes pasaban por ahí sin detenerse. Y ni aun mirando aquel panel de los horarios podía uno soñar demasiado. Había un tren que llegaba a Huesca y otro que llegaba a Barcelona: ése era todo mi horizonte. Todo lo que estuviera más allá de Huesca o más allá de Barcelona se me antojaba irreal. Tan irreal como Chicago o Berlín o el París del puzzle.

Otras veces no. Otras veces me acercaba hasta el escaparate de Andorra, que era como se llamaba la tienda de electrodomésticos del pueblo. Por aquella época las emisiones en color estaban todavía en fase de prueba y no pasaban de la hora o dos horas diarias. Entonces casi nadie poseía uno de aquellos televisores, y lo normal era que la gente se apiñara ante el escaparate de Electrodomésticos Andorra siempre que ponían uno de esos programas en color. Era todo un acontecimiento, en un pueblo como ése. A veces llegábamos a ser quince o veinte los que nos congregábamos ante aquel escaparate para ver documentales sobre la naturaleza, y permanecíamos todos en silencio, respetuosos, como si los colores existieran sólo en aquella naturaleza, la de la televisión, como si la nuestra fuera una naturaleza en blanco y negro, y ese silencio y ese respeto resultaban más perceptibles porque a esas horas la tienda estaba cerrada y no nos llegaba el sonido del documental, Lo único que oíamos era el ruido de las motos y los camiones que pasaban a nuestras espaldas.

Gracias al locutorio clandestino las cosas empezaban a no irnos del todo mal. A mi padre no parecía faltarle el dinero, y lo cierto es que por entonces estaba siempre de buen humor. Se había vuelto incluso generoso. Ahora, por ejemplo, teníamos siempre un par de botellas de gaseosa en la nevera. A estas alturas ya conocéis a mi padre, y os podéis imaginar que era de esas personas que ahorran en las cosas de casa y luego se hacen los espléndidos cuando hay extraños delante. Por ejemplo, en los restaurantes, cuando se acercaba el camarero a tomar nota y mi padre decía: «Nada de menú, a la carta». Pero ya digo que en las cosas (en casa no gastaba ni una peseta de más y, si yo abría la nevera y me encontraba un par de botellas de gaseosa, eso quería decir que a mi padre no le faltaba el dinero y que estaba de buen humor y que hasta se había vuelto generoso. A veces se me acercaba con una moneda de cinco duros. «Para ti», decía, y entonces agitaba la cabeza y sonreía, y yo le veía la horrible caries y pensaba: «Pues si tienes dinero, ¿por qué no aprovechas para ir al dentista de una puta vez?». No sé. Lo del teléfono me parecía bien. Lo que no me parecía bien era la sonrisa de mi padre. O a lo mejor tampoco era eso. Ya he dicho que no lo sé.

También sonreía mucho cuando Paquita organizaba una sesión de espiritismo. Paquita decía que lo que de verdad le gustaría era viajar y conocer mundo, y por eso, cuando hacia espiritismo, prefería ponerse en contacto con muertos viajeros, muertos que hubieran recorrido muchos países. A Paquita le gustaba hablar con Marco Polo y con Cristóbal Colón y con Napoleón, siempre con gente así. Mi padre la miraba a veces con esa sonrisita suya que no había manera de borrarle del rostro y le decía:

—¿Y cómo te hablaba Napoleón? ¿En francés? ¿Y qué te decía? ¿Bonjour, mademoiselle y cosas así?

—Los muertos hablan siempre de forma que los vivos les entiendan —replicaba Paquita, tajante.

Mi padre no se lo tomaba en serio. Paquita esperaba a que se fueran de casa los últimos temporeros y entonces encendía unas velas y apagaba las luces y bajaba las persianas, y mi padre en ningún momento dejaba de resoplar y de lanzarle miradas de suficiencia. Luego Paquita extendía sobre la mesa un cartón satinado en cuyos márgenes estaban todas las letras del abecedario y todos los números del cero al nueve y un SÍ muy grande y un NO del mismo tamaño, y mi padre volvía a resoplar y a dar a entender que aquello no tenía nada que ver con él, que lo consideraba un juego de niños, como la oca o el parchís. Nos sentábamos los tres. Paquita nos preguntaba si estábamos listos, colocaba el vaso en el centro de la mesa y nos pedía que nos concentráramos en él mientras ella trataba de invocar a los muertos con frases que a mí me daban un poco de miedo. Mi padre hacía siempre la misma gracia, simular que estaba en trance y empujar el vaso hacia unas letras determinadas y proclamar que los Reyes Católicos o Julio César o alguien así quería hablar con nosotros. Eso a Paquita la sacaba de quicio, y lo normal era que le apartara la mano con brusquedad y amenazara con echarle de la habitación.

Bueno, ya digo que mi padre no se lo tomaba en serio. Es verdad que el vaso solía ponernos en comunicación con unos muertos bastante improbables (todos se llamaban Rama o Samir o algo así, todos habían sido camelleros egipcios o esclavos indios o algo así), pero a mí no dejaba de molestarme que mi padre se lo tomara de ese modo, como un entretenimiento más bien estúpido e infantil. Él decía que nosotros éramos unos infelices y unos ilusos y no desaprovechaba ninguna ocasión de burlarse de nosotros. Y en realidad, ¿qué motivos tenía para burlarse? ¿Por qué no podía haber algo de cierto en todo aquello? ¿Quién te aseguraba que a los muertos no les apeteciera hablar con los vivos igual que a los vivos podía apetecernos hablar con los muertos? Yo, por ejemplo, habría querido hablar con mi madre, y a veces me concentraba como si ella fuera a decirme algo en cualquier momento. Habría querido hablar con mi madre, pero no sé si ahí mismo, con Paquita y mi padre delante, ella comportándose como una especie de bruja y él como un perfecto imbécil. Yo, para entonces, ya no me preguntaba cómo podía ser que mi padre se hubiera enamorado de una hippy como Paquita sino cómo una hippy como Paquita podía haberse enamorado de alguien como mi padre. ¿Qué habría visto en él? Y si me daba por pensar en mi madre me preguntaba cómo sería mi padre cuando se conocieron, cómo sería para que ella se hubiera fijado en él y hubiera accedido a casarse.

Ahora os hablaré de mi cumpleaños. El veinticuatro de julio, el mismo día en que nació Alejandro Dumas, un escritor francés. Mi padre nunca había comprado una tarta para celebrarlo. Siempre decía que lo iba a hacer pero al final nunca lo hacía. Decía:

—Felicidades. Recuérdame que vayamos a la pastelería y compremos una tarta. La más grande que haya.

Decía eso por la mañana, y luego llegaba la hora de comer y entonces decía:

—Vaya, nos hemos olvidado de la tarta. Bueno, iremos después y nos la tomaremos para merendar.

Pero llegaba la hora de la merienda y seguíamos sin tarta.

—¿Sabes qué te digo? —decía mi padre—. Que no sé si es buena idea lo de la tarta. La tendrán hecha desde primeras horas de la mañana y ya no estará igual de buena. ¡Ya sé! ¿Por qué no bajamos a la tienda y nos tomamos un bombón helado? Apetece, ¿verdad? Con este calor…

Todos los años acabábamos igual, tomándonos un polo en cualquier sitio. Pero en esa ocasión fue diferente. Descubrí la tarta en la nevera cuando fui a coger algo para desayunar. Tenía una capa de nata y otra de chocolate, y sobre el chocolate estaba escrito: «Felicidades Felipe».

—Felicidades, Felipe —dijeron Paquita y mi padre a mi espalda.

Sacamos la tarta y mi padre se empeñó en poner las quince velas:

—Quince años, quince velas.

Fue una escena de lo más tonta, los tres en aquella cocina diminuta, yo en pijama, soplando las velas, y ellos dos al lado, cantando el «Cumpleaños feliz» y aplaudiendo como niños. Luego nos comimos un buen trozo y mi padre dijo:

—Ahora vístete y recoge tus cosas.

Nos íbamos. Podía haberlo imaginado. Dos días antes nos habían cortado el teléfono, y desde entonces ninguno de los temporeros había vuelto a aparecer por casa.

Lo que mi padre tenía era ya una clientela fija. Bueno, así podríamos llamarlo, y si ese día, el de mi cumpleaños, nos mudamos a otra casa dentro del mismo pueblo fue precisamente porque mi padre tenía clientela fija. Nuestra nueva casa estaba en la otra acera y unos pocos portales más allá, hacia la carretera de Huesca, muy cerca de Electrodomésticos Andorra. Hicimos la mudanza a pie, y me recuerdo a mí mismo cruzando el pueblo con una televisión portátil en una mano y una tarta de cumpleaños en la otra. En la tarta ya sólo ponía «Felici Feli», las otras letras nos las habíamos comido, Cruzaba el pueblo con una televisión y una tarta, y también con la sensación de que nuestra vida se estaba acelerando, de que los apartamentos nos duraban cada vez menos y de que probablemente nos durarían aún menos en el futuro. Con la impresión de que ahora la vida ya no era un viaje sino una huida.

El nuevo piso era casi idéntico al anterior: las casas de aquel pueblo se parecían mucho unas a otras. Esta vez, por lo menos, habían adecentado las habitaciones y no daba la impresión de que el último inquilino se hubiera muerto ahí mismo unas horas antes. Mi dormitorio tenía un ventanuco que daba al cuarto de estar, y yo ni siquiera me molesté en poner los posters en la pared ¿Para qué? A finales de septiembre concluiría la vendimia. Entonces los temporeros se irían del pueblo, y eso quería decir que nuestro locutorio clandestino se quedaría sin clientela y que también nosotros tendríamos que irnos.

—Mucho mejor este piso, ¿verdad? —dijo mi padre cuando ya habíamos terminado de subir nuestras cosas.

—Sí —dije yo—. Mucho mejor.

Fue por esas fechas cuando Estrella volvió a aparecer en nuestras vidas.

—¡Estrella! —exclamó mi padre.

No era Estrella en persona. Era su foto en un cartel. Era su foto con la diadema, y el cartel nos lo encontramos nada más salir de casa, pegado al muro de una obra.

—¡Estrella…! —volvió a exclamar mi padre.

Estuvimos varios minutos observándola. Era un domingo por la mañana, y Franco o había salido ya de la clínica o se había anunciado que estaba a punto de hacerlo. Lo suyo, por tanto, no había sido tan grave, y mi padre y yo habíamos salido a pasear, a ver si todavía había controles de policía a la entrada del pueblo. También eso, los controles, era un acontecimiento en aquel pueblo, como los televisores en color de Electrodomésticos Andorra. Pero no vimos a ningún policía. De momento lo único que vimos fue aquel cartel. Decía «Estrella Pinseque - La nueva diosa de la zarzuela», y debajo se la veía a ella con su famosa diadema y con sus grandes tetas y con los párpados pintados de azul como las putas. Bueno, lo del azul de los párpados sólo lo supongo, porque la foto era en blanco y negro.

—¡Estrella…! —exclamó mi padre por tercera vez.

Yo empezaba a impacientarme y tenía motivos para ello. Primer motivo: mi padre había entrado en una especie de trance del que sólo podría sacarle apartándole de la vista de aquel cartel. Segundo motivo: desde donde yo me encontraba se veía que el pueblo entero estaba empapelado con carteles como ése, lo que amenazaba con sumir a mi padre en una catalepsia definitiva. ¿Os podéis creer que había carteles en los escaparates de los comercios, en las vallas, en las farolas, en las cabinas de teléfonos? No exagero si digo que pasaban de los cincuenta. En aquel pueblo, el culo del mundo, un rincón olvidado de todos por el que hasta los trenes pasaban sin detenerse. ¿No os parece increíble? Todos aquellos carteles habían aparecido de la noche a la mañana, y a mí me daba la impresión de que estaban ahí como esperándonos, esperando a que mi padre y yo saliéramos de casa y nos quedáramos plantados ante uno de ellos como dos judíos ante el muro de las lamentaciones. No sé. A mí aquellos carteles me recordaban los de las películas de vaqueros, con el Wanted y el retrato del tipo y la recompensa, sólo que aquí era al revés: aquí eran esos carteles los que parecían buscarnos a nosotros, a mi padre y a mí.

—Estrella —susurró él.

—¡Ya está bien! —protesté—. ¿Piensas pasarte todo el día así?

Mi padre todavía no se había dado cuenta de que había carteles como ése por todas partes. Hice que me siguiera y fui señalando uno por uno todos los que encontramos a nuestro paso, tanto en nuestra acera como en la de enfrente.

—Está bien claro —dije—. Su nuevo agente le ha conseguido unos cuantos recitales en Lérida.

—Así cualquiera. Lo más duro del trabajo ya estaba hecho —se lamentó mi padre, moviendo la cabeza a uno y otro lado.

—Esta vez no se quejará de la promoción…

Recogimos a Paquita a la salida de la iglesia. Paquita era hippy pero iba a misa todos los domingos. Digo que la recogimos y que seguimos con nuestro paseo. Cada pocos metros volvíamos a encontrarnos con Estrella, que nos miraba desde algún poste con su aire de gorda feliz y su diadema, pero ahora mi padre ya no repetía su nombre y se limitaba a mirarla como por descuido mientras Paquita comentaba algo que había dicho el cura en el sermón.

—Hoy ha hablado de Jesucristo y los mercaderes. Aquí habría que hacer lo mismo, ir tienda por tienda gritándoles, tirándoles las cosas al suelo y amenazándoles con las penas del infierno. Si Cristo lo hizo, es que está bien, ¿no? Los comerciantes de este pueblo son como esos mercaderes, o incluso peores. Y la peor de todos mi tía, que vende yogures caducados y cobra las bolsas de asas a las clientas. ¿Qué haría Jesucristo si de repente apareciera y lo viera? Seguro que montaría un buen alboroto y que también a éstos los echaría del templo. Pero, claro, sobre eso el cura no dice ni mu, porque se arriesgaría a quedarse solo y nadie daría dinero para las obras de la sacristía.

Paquita era una católica especial, ya lo veis, una católica con opiniones propias y todo eso.

—Jesucristo condenó a los mercaderes por hipócritas y aquí el primer hipócrita es precisamente el cura. ¿Sabéis qué es lo que ha dicho hoy? Que Cristo es un modelo para todos los hombres y que también él, a su manera, fue un comerciante…

—¿Eso ha dicho? —preguntaba de vez en cuando mi padre, fingiendo interés, y luego se desentendía de la respuesta y emitía un hondo suspiro.

Bueno, ya sabéis lo que pienso del amor: que el amor te vuelve estúpido. Y, desde luego, mi padre parecía un tremendo idiota, con aquellos suspiros y aquellos silencios y aquellas miradas de perro apaleado. Mi padre se estaba comportando como el clásico marido infiel de las películas, como el adúltero que acude a una fiesta en la que inevitablemente han de coincidir su amante y su mujer. Pero allí ni siquiera estaba Estrella: por eso digo que el amor te vuelve estúpido. Y me dije también: «Fíjate si es falso esto del amor que, si no hubiera sido por estos carteles, seguro que habría acabado olvidándola. ¿Cómo puede ser que un sentimiento dependa de una cosa como ésa, de una simple foto?».

Llegamos hasta la salida del pueblo, y allí algún gracioso se había entretenido pintarrajeando unos cuantos carteles. En uno de ellos, Estrella aparecía con gafas redondas y unos colmillos como de Drácula, y también con un chicle de fresa pegado en un ojo. En otro habían dibujado un pene erecto a la altura de sus labios. Mi padre lo miró con disgusto y yo me reí para mis adentros. Mientras tanto, Paquita, ajena a lo nuestro, seguía con sus disquisiciones teológicas:

—Son todos unos hipócritas. El cura y todos los demás. Y a lo mejor os estáis preguntando por qué sigo yendo a misa… ¿Queréis saberlo?

—Sí, ¿por qué? —dijo mi padre, distraído.

El pueblo acababa ahí, pero los carteles seguían en dirección a Lérida. Vimos unos cuantos en una valla lejana, y a mí me pareció que estaban ahí como indicando el camino, como diciendo a mi padre por dónde tenía que ir para llegar hasta Estrella. Nos quedamos los tres mirando la carretera. Mi padre se acarició la barbilla y yo pensé que tal vez estaba dudando si seguir adelante o no. Y a mí a lo mejor hasta me habría parecido lo más normal del mundo. Habría sido como el final de las películas de Charlot: la carretera recta hacia el horizonte, mi padre avanzando por ella, Paquita y yo viéndole marchar mientras la pantalla se teñía de negro, y ya está, se acabó, THE END.

Aquel verano volvieron a ponerse de moda las calcomanías.

—¡Felipe! —me llamó mi padre desde el pasillo.

Yo estaba en el cuarto de baño, en calzoncillos. Me estaba poniendo nuevas calcomanías en los escasos huecos libres que me quedaban en el pecho y los brazos. Mi padre golpeó la puerta con los nudillos y volvió a gritar mi nombre. Con alguien como él uno no podía pasarse más de cinco minutos en el cuarto de baño sin que empezara a aporrear la puerta y a preguntar: «¿Te ocurre algo? ¿Estás bien? ¿Por qué tardas tanto?». Claro, mi padre creía que siempre que me metía ahí era para pelármela. Para hacerme pajas, qué absurdo. Yo a mi padre debía de parecerle un grandísimo pajero, un monstruo de la masturbación. Según él, yo no me encerraba en el retrete para cagar o mear como todo el mundo, o para darme una ducha o reventarme un grano, o simplemente para mirarme en el espejo, para mirar mi pecho cubierto de calcomanías. No. Según mi padre, yo entraba al cuarto de baño sólo para masturbarme, y lo que no entiendo es cómo podía creer que yo era capaz de hacerme siete u ocho pajas diarias.

Alguna vez me había hecho ir al cuarto de estar y, con esa actitud suya de cuando pretendía hablar conmigo de hombre a hombre, me había soltado alguno de sus discursitos sobre las cosas que ocurrían a los chicos de mi edad y sobre los cambios del organismo y sobre la atracción por las chicas y todo eso. Cuando se ponía a hablarme de esas cosas, había siempre un momento en el que no acababa de encontrar las palabras precisas, y entonces decía algo así como:

—Y si te gusta una chica, ¿verdad que te emocionas pensando en ella? Cómo decirlo…, ¿verdad que te excitas?

Pero qué cerdo. Y, sobre todo, qué retorcido. Ésa era la clase de preguntas que mi padre me hacía cuando yo salía del retrete, y lo que yo tendría que haberle preguntado era:

—¿Qué es lo que tratas de averiguar? ¿Si me hago muchas pajas?

Poneos en mi lugar: yo acababa de salir del retrete, acababa de cagar en el retrete, y me encontraba con que a mi padre le daba por hablarme de los cambios del organismo y gilipolleces así. Si quería saber si me había encerrado para hacerme una paja, ¿por qué no me lo preguntaba directamente? Sin embargo, lo que al final acababa haciendo mi padre era adoptar la postura del obispo (ya sabéis cómo es, pidiendo calma con las manos) y decirme:

—En fin, lo que quiero decir es que esas cosas son propias de tu edad. Y que no debes preocuparte…

¿Cómo que no debía preocuparme? Si de verdad me hiciera tantas pajas como él creía, claro que debería preocuparme. ¿Siete u ocho pajas diarias? ¿Eso son cosas propias de mi edad? Si me hiciera cada día todas esas pajas, os aseguro que no lo habría considerado nada normal. Que lo habría consultado con todos los médicos del mundo y a lo mejor hasta habría acabado donando mi cuerpo a la ciencia.

Pero, bueno, aquella tarde mi padre no me llamaba desde el otro lado de la puerta para saber si me la estaba pelando sino sólo para anunciar que se iba. Abrí la puerta y no me importó mostrarme con medio cuerpo cubierto de calcomanías.

—Me voy —dijo—. Tal vez me retrase un poco.

No hizo ningún comentario sobre las calcomanías. O sobre los tatuajes, como él decía. Me las había visto tantas veces que ya ni siquiera protestaba. Lo único que añadió fue que no creía que apareciera nadie preguntando por él, y con eso quería decir que, si llegaba alguno de los temporeros, me encargara yo de acompañarle al teléfono y de cobrarle.

Me asomé a la calle y le vi marchar en el Tiburón. En dirección a Lérida, por supuesto. Al primero de los recitales de Estrella. ¿Dónde, si no, podía ir un martes como aquél con una corbata como aquélla, la mejor de sus corbatas de Sucesores de Bonet? Estrella iba a cantar esa semana, de martes a sábado, y yo supuse que mi padre asistiría a todos los recitales.

—¡Mierda! —grité.

A mí todo aquello me irritaba. Semidesnudo como estaba, me puse a dar patadas y saltos y golpes de kung fu, y sólo al cabo de un rato me tranquilicé. En aquel momento odiaba a Estrella. Y odiaba a mi padre por haberse enamorado de Estrella. Me daba la impresión de que, si nos habíamos alejado de las playas e instalado en un pueblo como aquél, había sido por su culpa, y de que en cierto modo nuestra vida dependía de la suya, como si la estuviéramos siguiendo en secreto, como si de alguna extraña manera hubiéramos quedado unidos a ella para siempre. Ah, eso era lo que me irritaba.

Habíamos disfrutado de un breve paréntesis de paz, incluso de alegría, y ahora yo me temía que bien pronto volveríamos a lo de siempre, a Estrella y a sus horribles canciones y a la mala leche. Y lo sentía. Lo sentía por mí pero también por Paquita, que no podía ni sospechar lo que estaba ocurriendo o a punto de ocurrir. Sí, ya sé que mis deducciones os parecerán precipitadas y mis temores carentes de fundamento, pero yo creo que a veces vale la pena dejarse llevar por la propia intuición. Yo, por ejemplo, desde el principio supuse que mi padre se había propuesto no faltar a ninguno de los recitales. Era sólo un presentimiento, pero eso fue exactamente lo que acabó ocurriendo. ¿No os parece sintomático?

Más ejemplos. Una de esas tardes Paquita apareció por casa para proponernos una de sus sesiones de espiritismo, y mi padre se frotó las sienes con ambas manos y dijo que estaba cansado, que le dolía la cabeza, que en ese momento no estaba para nada ni para nadie. Una simple excusa, como comprenderéis. Luego Paquita se marchó y mi padre dejó pasar unos minutos antes de marcharse también él. ¿Qué os decía? ¿Tenía o no tenía razones para estar alarmado? Otro día, creo que fue el jueves, salí a pasear y me encontré con ella, con Paquita, ante el escaparate de Electrodomésticos Andorra.

—Televisión en color, qué maravilla…

Eso dijo, pero yo sabía que no era de la televisión en color de lo que quería hablar.

—Tu padre no está en casa —añadió al cabo de un rato.

—¿Ah, no? —dije yo—. Estará en el bar…

Paquita sacudió la cabeza:

—Y tampoco he visto el coche. ¿Dónde puede haber ido?

—Ni idea —dije yo.

Esa misma noche Estrella y mi padre durmieron juntos. Llegaron bastante tarde, a eso de las dos, y me pareció que estaban un poco borrachos. Desde mi cama oí cómo trataban de cerrar la puerta sin hacer ruido y cómo mi padre le decía que no encendiera la luz y cómo le chistaba después por haber tropezado con el cable de una lámpara. No querían despertarme pero yo todavía no había logrado pegar ojo. Luego les oí entrar y salir del cuarto de baño y tirar varias veces de la cadena y buscar algo de música en la radio-despertador y reírse como en sordina, tapándose acaso la boca con la mano. No querían despertarme pero yo ahora sabía que ya no podría dormir en todo lo que quedaba de noche.

Para entonces Estrella había ya abandonado a don Nicolás, el del lobanillo. Su nuevo protector era el dueño de una empresa de encurtidos en vinagre de Castellón. Tenía mucho más dinero que don Nicolás y no le importaba gastárselo en imprimir carteles con la foto de Estrella y su diadema o en contratar páginas enteras de publicidad en los periódicos. Estrella era un putón, pero sabía muy bien dónde quería llegar.

Bueno, al día siguiente casi no vi a mi padre, y por la tarde decidí bajar a la calle y coger el autobús de Lérida. No tenía una idea muy clara de lo que quería hacer ni de por qué quería hacerlo. No sé. A lo mejor pensaba que todavía podía remediarse lo que ya parecía irremediable. Lo cierto era que había un autobús que llevaba a Lérida y que mi padre y Estrella estaban en Lérida y que también yo podía estar ahí. Eso, al menos, era lo que me iba diciendo a mí mismo a medida que me acercaba a la ciudad. El autobús me dejó en la calle del Carmen, una de las más importantes, y para llegar luego al sitio de los recitales tuve que preguntar a tres o cuatro personas. Y es curioso. Es curioso que también a mí, como a mi padre, me molestara eso de tener que preguntar por calles y direcciones. No sé. Habría preferido no tener que hacerlo, caminar por esa ciudad como si hubiera vivido allí toda la vida y conociera todos sus rincones. En fin, supongo que eso mismo le ocurría a mi padre cada vez que llegábamos a un lugar diferente y que por eso nos perdíamos tanto y dábamos tantas vueltas, y yo me preguntaba cómo podía ser. ¿Cómo podía ser que yo tuviera ya uno de esos defectos que tanto me molestaban en él, en mi padre?

El lugar era un salón de actos que dependía de una parroquia. O a lo mejor, no lo sé, eso era un colegio, un colegio religioso, y la iglesia aquélla no era ninguna parroquia sino que formaba parte del colegio. Ya he dicho que no lo sé. El Tiburón estaba aparcado en esa misma calle y yo temí que mi padre pudiera aparecer por algún lado. Me metí en la iglesia y, bueno, no voy a decir que aquello me gustara, porque a mí las iglesias siempre me han asustado un poco, pero al menos ahí dentro se estaba fresquito. No pensaba acercarme al salón de actos hasta que el recital de Estrella hubiera empezado. Me puse a andar de un lado para otro, y mis pasos resonaron lentos y solemnes, como sólo pueden hacerlo en una iglesia. El sonido de mis propios pasos: ése es uno de los motivos por los que las iglesias me asustan un poco. Me detuve, me senté en uno de los bancos. La verdad es que creía que estaba solo, y pasaron varios minutos hasta que me di cuenta de que había una mujer esperando ante un confesionario y otra mujer confesándose y supuse que un cura confesando dentro del confesionario. «Confesarse», pensé, «qué gilipollez».

Me encaminé hacia el salón de actos. En el vestíbulo había un pequeño bar con un futbolín y una mesa de ping-pong. Aquello parecía un club juvenil, de ésos que montan los curas para que los chicos estén vigilados sin sentirse vigilados. A través de las cortinas del fondo me llegó la voz lejana de Estrella cantando una de sus canciones, no recuerdo cuál. El chico de la barra se acercó a preguntarme sí quería tomar algo. Yo conté mi dinero y pedí una cocacola, Estábamos solos él y yo. El chico fue hasta la nevera, que no era una nevera de bar sino una normal, como las de las casas, y volvió con mi cocacola. Yo me bebí media botella y eructé. El chico me miró desde detrás de la vieja y pesada caja registradora pero no dijo nada.

—¿Cuánto vale la entrada? —pregunté.

—Veinte duros —dijo él.

Yo asentí con la cabeza y le volví la espalda. Desde luego, no llevaba tanto dinero encima. Eché un nuevo vistazo a mi alrededor. En una de las paredes había un rótulo que decía «Congregación Mariana», qué nombre tan ridículo, y también un reloj de propaganda de una marca de café y un mural con frases de la Biblia en catalán. En otra pared había un tablón de anuncios con la programación del cine-club y una cartulina con los resultados de un campeonato de ajedrez. También había un par de carteles de Estrella Pinseque, la nueva diosa de la zarzuela. Del salón de actos llegaron unos tímidos aplausos y yo pensé que mi presencia ahí carecía de sentido.

—No me dirás que te gusta esa mierda —dijo entonces el chico.

Se refería a la música. Yo me encogí de hombros y volví a eructar. Aquel chico tenía un lunar en mitad de la frente. Parecía indio. O paquistaní, no sé muy bien.

—Vale cien pesetas pero, si quieres, puedes entrar —añadió—. Aquí se cuelan casi todos.

Me encogí de hombros otra vez. Miré el reloj de la pared, que tenía forma de grano de café y doce granos de café en el lugar de las horas. El último autobús salía cuarenta minutos después.

—¿Hay mucha gente? —pregunté.

—Casi lleno.

—Tendrían que pagarme para que entrara ahí.

En esta ocasión fue el chico de la peca el que se encogió de hombros. En el salón de actos Estrella concluyó otra de sus canciones y volvieron a oírse aplausos. Me marché.

Sí, me marché de ahí para no perder el último autobús pero lo cierto es que, cuando llegué a la parada, el último autobús ya había salido. Eché a andar hacia la carretera. Me quedaba una buena caminata hasta el pueblo, pero ¿qué otra cosa podía hacer? La noche era clara y calurosa, y Paquita me había dicho que a esas alturas del mes de agosto solían verse muchas estrellas fugaces, así que anduve la mayor parte del tiempo mirando el cielo, en el que las estrellas titilaban como neones que nunca acabaran de encenderse. De vez en cuando pasaba algún coche y yo alargaba el brazo para ver si me recogía, pero lo hacía sin convicción, seguro de que ningún automovilista se detendría.

Pensé en escaparme, la verdad. Pensé en llegar a casa y recoger mis cosas y seguir caminando por la cuneta de una carretera como estaba haciendo en esos momentos. ¿Qué podría ocurrirme? Dormir, podría dormir en cualquier sitio y, en cuanto a la comida, alguien me daría un poco de carne y de pan a cambio de limpiarle la piscina o de arrancar las malas hierbas del jardín. También podría robar, ¿por qué no? Pero todavía era menor de edad, y lo que me fastidiaba era que, tarde o temprano, acabarían devolviéndome a mi casa y que entonces no sería capaz de aguantar a mi padre riñéndome o abrazándome o tal vez llorando. Aunque también podría ser que me encontraran en algún sitio, en mitad de un charco de sangre, con las tripas abiertas o la cabeza aplastada o el cuello cortado, y que mi padre tuviera que ir a identificar el cadáver. Esas cosas ocurren, basta con leer los periódicos para enterarse, y yo a veces me imaginaba que algo así podría ocurrirme a mí: entonces mi padre seguro que lloraría, ya lo creo que sí, y esas lágrimas suyas, justo esas lágrimas culpables que yo nunca podría ver, serían las únicas que me gustaría verle derramar, las únicas que podrían reconfortarme.

Cuando llegué a la gasolinera estaba realmente cansado, Cansado de andar y de imaginar mi huida y de buscar estrellas fugaces en el cielo. Pensé que ahí, con todas aquellas luces, sería más fácil que algún conductor me recogiera. El empleado me miró y movió la cabeza. Bueno, en cuanto algún coche se parara a poner gasolina, yo me acercaría y preguntaría muy educadamente si no les importaría acercarme al siguiente pueblo. El empleado me dijo:

—Si lo que quieres es sacarte unas propinas, ahí tienes el cubo de agua y los trapos. Pero has ido a escoger la peor hora.

Pensé nuevamente en la fuga, en lo que podría hacer para no morirme de hambre, aunque ahora, no sé si por efecto del cansancio, la fuga se me aparecía como una hipótesis remota, algo que podría llegar a suceder pero no entonces, no esa noche. Pararon un par de coches a poner gasolina, pero los conductores me observaron con desconfianza, como si vieran en mí a un posible delincuente, y opté finalmente por no decirles nada. Paró también un Tiburón, el Tiburón, y mi padre me miró como si no acabara de creer lo que sus ojos veían.

—¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?

—Autoestop —dije—. ¿Sabes lo que es?

El empleado le llenó el depósito, y mi padre se cruzó de brazos y me observó con los ojos entrecerrados, como un actor de cine mudo que pretendiera transmitir una sensación de ira. Luego me ordenó por señas que me metiera en el coche, y tal vez su cólera habría podido tomarse en serio si para entonces Estrella no se hubiera asomado a la ventanilla y empezado a cantar el «ay, Felipe de mi alma». El de la gasolinera nos contemplaba sin entender nada.

—Me has seguido, ¿verdad? ¿Has estado espiándome? Pues has de saber que no me gusta que me espíen —me dijo mi padre, otra vez al volante—. ¿Tú te crees que yo me chupo el dedo? Venga, dime dónde has estado.

—Por ahí…

—¿Por ahí? ¿Qué demonios significa eso?

En la parte de atrás había varias de esas revistas de muebles y decoración que tanto gustaban a Estrella, y yo tuve que retirar un par de ellas para poder sentarme.

—Por ahí —dije—. En cualquier parte.

Estrella, mientras tanto, se contorsionaba en su asiento tratando de estamparme uno de sus besos de señora gorda y de revolverme el pelo con la mano: vosotros sabéis que ésa es una de las cosas que más detesto.

—¿Eh? ¿Qué significa por ahí? ¿Hay algún sitio llamado «Por ahí»?

Mi padre conducía y al mismo tiempo repetía alguna de esas preguntas. Estrella, por su parte, cantaba trozos de sus canciones y de vez en cuando se interrumpía para intervenir:

—Déjalo, hombre, deja al pobre chico… ¿Cómo puedes reñirle por haber ido a escucharme? Lo que pasa es que es muy tímido. Eso es todo lo que pasa…

—¿Tímido? ¿Tímido éste? ¡Venga, dímelo! ¿Verdad que me has estado espiando?

Qué manía. ¿Quería que reconociera que le había seguido hasta el lugar del recital? Pues no. A mí no me daba la gana reconocerlo. Si tan seguro estaba de que le había espiado, ¿por qué insistía en preguntar? En aquel momento me daba la impresión de estar rodeado de locos, con mi padre haciéndome siempre las mismas preguntas y Estrella cantando sin parar.

—¡Y tú! ¿Quieres callarte un momento?

—¡Cómo! ¿Que me calle? ¿Por qué tendría que callarme?

Bueno, eso estaba mejor. Con un poco de suerte, discutirían entre ellos y se olvidarían de mí.

—Sólo un momento. No te pido más que eso…

—¿Callarme yo? ¿Y tú eres el que quiere volver a ser mi agente?

—Compréndeme. No es que yo…

—¿Cuándo se ha visto que un agente artístico haya hecho callar a una de sus estrellas? ¡Estaríamos buenos! ¡Precisamente lo que tengo que hacer es cantar! ¡Ensayar!

Yo me desentendí. Cogí una de las revistas y la hojeé. ¿Cuál de esas casas de lujo era la que más gustaba a Estrella? ¿Cuál le habría prometido mi padre?

—Vamos a ver si me explico… —seguía él.

—¿Es que no sabes cuáles son los tres secretos de las grandes divas?

—Sí, claro que lo sé. Ensayar, ensayar y ensayar. Pero…

—¡No hay peros que valgan! ¡A ensayar! ¿Qué tal la Romanza de la Tempranica?

Mi padre me mandó una mirada de odio por el retrovisor y Estrella no dejó de cantar hasta que llegamos a casa.

Ya veis. Volvíamos al tiempo en que vivíamos con Estrella, y parecía que eso era ya inevitable. El sábado, sin embargo, ocurrió algo inesperado. El sábado era el día del último recital, y Estrella insistió en que asistiéramos los dos, mi padre y yo.

—De acuerdo —dije—. Pero no pienso ponerme el pantalón de cheviot.

—Está bien —transigió Estrella—. Ponte lo que quieras.

En pleno agosto, el pantalón de cheviot: mi padre habría sido capaz. Me libré del pantalón pero no del ramo de rosas y, más de una hora antes del inicio del recital, mi padre y yo nos disponíamos a esperar junto a la barra de la cafetería.

—¿Una cocacola? —me preguntó mi padre.

El chico de la peca en la frente me observó con desdén. No era para menos. También yo le habría mirado así si me lo hubiera encontrado en las mismas circunstancias, a la entrada de un recital de zarzuela y con un ramo de rosas en la mano y un padre que parecía un galán de película italiana.

—Parece que hemos llegado un poco pronto —comentó mi padre.

Pronto no, prontísimo. Como siempre. Éramos los primeros, y a mí eso me hacía sentir doblemente ridículo. En ese momento, en el salón de actos había sesión de cine-club. Busqué el cartel en el tablón: una película checoslovaca, creo que en blanco y negro, con un director y unos actores impronunciables. Acabó la película y el bar se llenó de hombres y mujeres jóvenes, vestidos con la clase de ropa que solía llevar Paquita: en aquel instante deseé aún con más fuerza no estar allí y no tener ese ramo y ese padre. Paquita, por cierto. ¿Qué habría sido de ella? Hacía un par de días que no la veíamos.

—Espero que esta gente no haya dejado muy sucio el teatro… —me susurró mi padre con un guiño. Ése era su sentido del humor.

—Estrella ya debe de estar en el camerino. ¿Por qué no vamos y le damos las flores?

—Nada de eso. Se las entregarás al final, como Dios manda. Las cosas se hacen bien o no se hacen.

—Pues no se hacen. ¿Dónde las tiro?

—Venga, no digas ridiculeces. Y abróchate esos botones. No puedes ir de cualquier manera.

Mi padre lo solucionaba todo con frases así, no seas absurdo, no digas ridiculeces, y lo malo era que en esos casos yo nunca acertaba a replicar como convenía. Seguí, pues, con aquel ramo en la mano. Me veía a mí mismo como interpretando el papel de enamorado en una función colegial, o peor aún, como esperando entre bambalinas a que la función comenzara y yo pudiera interpretar mi papel, y eso sí que me parecía absurdo y me parecía una ridiculez.

Poco a poco la cafetería se fue llenando de gente vestida como mi padre, no ya como Paquita. Pero, bueno, ¿cómo podía ser que hubiera tanto aficionado a la zarzuela? Yo pensaba: «Todos éstos me van a ver entregarle el ramo en el escenario. Cuantos menos lleguen, mejor». Sí, ya sé que puede parecer excesiva mi obsesión por las flores esas, pero acordaos de la otra vez, del mal trago que pasé mientras Estrella retenía mi mano y me cantaba aquella canción y se emocionaba tanto o fingía que se emocionaba tanto.

De repente, mi padre dijo:

—¡Vamos! ¡Sígueme!

Nos abrimos paso entre la gente y llegamos a una puerta en la que ponía «Privado». Estaba cerrada por dentro, y mi padre golpeó con los nudillos hasta que alguien, un hombre con aspecto de cura, nos abrió.

—¿El camerino de Estrella Pinseque, por favor?

—Ahora no se puede pasar.

Mi padre parecía alterado. Insistió en pasar. Trató de convencer a aquella especie de cura, pero el hombre se mantuvo inflexible. Luego sacó una de sus tarjetas y la metió entre las rosas.

—Está bien. ¿Quiere usted entregarle esto?

Ahora sí que yo no entendía nada. Unos minutos antes había dicho lo que había dicho, y ahora hacía exactamente lo contrario. Y yo, sí, me había librado por fin de aquellas flores, pero, si tenía que haber experimentado algo parecido al alivio, lo que de verdad sentía era simple desconcierto. Mi padre se volvió hacia mí y dijo:

—Tenías razón. Mejor así.

¿Cuál era el motivo de un cambio tan repentino? Pronto lo sabréis. Volvimos a la cafetería y nos pusimos en la cola. Mi padre me hizo correr para ocupar dos butacas de la segunda fila. Ya sentados, me volví a mirar a la gente que entraba.

—Paquita —dije.

—¿Ah, sí? —dijo mi padre sin volverse—. Bueno, siéntate bien. Más tarde la veremos.

—¿La llamo? En esta esquina hay un asiento libre.

—¡Te he dicho que te sientes bien! ¡Eso no son maneras!

Supongo que lo habéis comprendido. Mi padre debía de haberla visto en la cafetería y me imagino que se había sentido descubierto. ¿Por qué, si no, se había apresurado a librarse de las flores, unas flores que no hacían sino terminar de delatarle? Me volví discretamente. Localicé a Paquita al otro lado del pasillo y supuse que no nos había visto. O tal vez sí y sólo estaba disimulando. Después de todo, ¿qué otro motivo que el de encontrar a mi padre podía haberla llevado a ese sitio? No, Paquita no era de la clase de personas que uno iría a buscar a un recital de zarzuela.

—¿Quieres dejar de moverte? —susurró mi padre, enfadado.

Se apagaron las luces de la platea y Estrella, acompañada por el maestro Sebastián Armengol, salió a cantar sus canciones. Mi padre estaba tenso, ¿cómo no iba a estarlo? Delante de sus narices tenía a la mujer a la que amaba y a su espalda a una mujer que le amaba, y yo sabía que una de las cosas que en ese momento temía era una escena de Paquita, una escenita pública de despecho o de celos o de amores traicionados. Me imaginé que eso no entraba en sus planes. Me imaginé que mi padre se había propuesto reconquistar a Estrella y que entonces no habría tenido problema para deshacerse de Paquita como se había deshecho de otras novias anteriores. Con buenas palabras o con malas, con lágrimas si hubiera sido necesario, pero siempre en privado y sin testigos. ¿Podría acaso ser de otra manera tratándose de un hombre como mi padre, incapaz de preguntar una dirección a un desconocido sólo para que éste no se formara una opinión equivocada de él? Bueno, mi padre no lo estaba pasando demasiado bien en esos momentos. Yo, en cambio, disfrutaba secretamente con aquella situación y sólo esperaba el momento en que todo se resolviera de una forma u otra. Estábamos sentados sobre una bomba, o a lo mejor no lo estábamos pero ése es el tipo de frases que suelen utilizar los novelistas: estábamos sentados sobre una bomba a punto de explotar, ¿cuándo y cómo acabaría explotando?

El cuándo os lo diré enseguida: en el entreacto. El cómo tendrá que esperar un poco más, pero os aseguro que no dejará de sorprenderos. Llegó el entreacto y volvieron a encenderse las luces de la platea. Buena parte del público se levantó para salir a la cafetería. Miré a mi padre. Estaba como hundido en su butaca. Podría parecer simplemente repantigado, pero yo sabía que con esa postura trataba de esconderse, de hacerse invisible.

—¿Salimos a tomar algo? —pregunté.

—Ahora no. Habrá demasiada gente.

—Me apetece una cocacola.

—Te esperas a la salida.

Eché una ojeada a mi alrededor. Me incorporé un poco tratando de localizar a Paquita.

—¿Quieres estarte quietecito? ¿No puedes dejar de moverte ni un segundo?

Yo me reía para mis adentros. No sé a vosotros, pero a mí aquello me resultaba divertido. Dije:

—¿Puedo salir a saludar a Paquita? Me parece que nos está buscando.

—¡Que te estés quieto!

Paquita, de hecho, avanzaba por el pasillo central mirando a uno y otro lado. El pasillo era cuesta abajo, y las tetas de Paquita daban un breve saltito cada vez que adelantaba un pie. Y en cuanto a mi padre, yo notaba cómo se hundía y se hundía en su butaca a medida que Paquita se acercaba a nuestra fila.

—¡Hola, Paquita! —dije—. No sabía que te gustara la zarzuela.

Dije eso pero Paquita ni me escuchó. ¿Habéis visto alguna vez a alguien fuera de sí? Eso es algo que no hay manera de disimular. Por mucho que esa persona intente contenerse, los que están a su lado lo notan. Lo notan de un modo vago pero inequívoco. Como si lo olieran. ¿No dicen que los perros huelen el miedo de la gente que se les acerca? Pues esto es más o menos lo mismo, y las cuatro o cinco personas que estaban sentadas entre Paquita y nosotros lo percibieron desde el primer momento.

—¿Ya no saludas? —le preguntó a mi padre—. He visto tu coche fuera.

Hablaba con aparente calma, sin levantar la voz, sin lamentarse ni amenazar. La tensión estaba y no estaba en su forma de hablar, del mismo modo que estaba y no estaba en su forma de apoyarse en el respaldo más próximo al pasillo. Mi padre la miró fingiendo sorpresa.

—¡Paquita! ¿Cómo no me has dicho que pensabas venir?

—¿Habrían cambiado mucho las cosas?

Mi padre dijo que habría pasado a buscarla y que la habría traído. Era consciente de que, con mayor o menor disimulo, su conversación era seguida por algunas de las personas cercanas, y adoptaba la actitud del caballero que comenta algún asunto intrascendente ante un grupo de conocidos.

—¿Te está gustando? —le interrumpió Paquita—. ¿Te gusta esta mujer?

—Me gusta, me gusta, no lo puedo negar. Tiene una voz con muchas posibilidades…

Paquita volvió a interrumpirle:

—¿Qué podía esperar de un Cáncer como tú?

En esta ocasión la voz salió de su garganta como quebrada, insegura. Dos mujeres de la primera fila cuchichearon algo entre ellas y se volvieron a mirarla con inquietud. Paquita se frotó la cara.

—Estoy cansada. Dame las llaves del coche. Quiero descansar.

Mi padre se levantó y se las tendió con una naturalidad más bien forzada. Entonces, mientras lo tuvo al lado, pareció como si Paquita pretendiera decir o hacer algo, no sé el qué pero algo, algo que hubiera meditado con antelación, y como si en ese instante le hubiera faltado la determinación o el coraje. La gente de la cafetería volvía ya a ocupar sus asientos y Paquita fue abriéndose paso hasta la salida. Mi padre y yo la seguimos con la mirada. Mi padre se cubrió la boca con la mano para ahogar un suspiro.

Pero no os creáis que el episodio concluyó ahí, en ese suspiro. El público acabó por fin de instalarse, se oyeron unas cuantas toses y Estrella y el maestro Armengol reaparecieron en el escenario. Comenzó la segunda parte del recital, y yo creo que pasaron sólo cinco o diez minutos antes de que Paquita irrumpiera de nuevo en el salón de actos y se asomara a nuestra fila de butacas.

—¡Rápido! ¡Venid! ¡Es importante!

Ahora sí que Paquita no hacía ningún esfuerzo por contenerse. Susurraba, hablaba como si sólo mi padre y yo tuviéramos que oírla, pero al mismo tiempo había en su voz un tono premioso y alterado que inevitablemente tenía que reclamar la atención de otras personas. Mi padre alzó las manos en un gesto que quería decir: «¿Qué demonios ocurre?».

—¡Venga! ¡Salid rápido! ¡Inmediatamente!

—¡Qué demonios ocurre! —exclamó mi padre, por fin.

El público de la primera fila se volvió a observarnos. Alguien pidió silencio desde algún sitio y la propia Estrella, sin dejar en ningún momento de cantar, dio unos cuantos pasos por el escenario y miró hacia nuestro lado con los ojos entrecerrados, como los miopes que se han olvidado de sus gafas. Mi padre se levantó y yo le seguí por el pasillo central. Paquita avanzaba a grandes zancadas por delante de nosotros y todo en el salón eran miradas de reprobación que nos seguían hacia la salida. Yo observaba a esa gente sin ningún rubor. Mi padre, en cambio, salía con la mirada puesta en sus zapatos, como los delincuentes que son conducidos al juzgado entre una multitud de periodistas y curiosos.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? ¿Te has vuelto loca? —gritó mi padre, ya en la cafetería.

Estábamos solos nosotros tres. Paquita nos agarró del brazo.

—No es el momento de hacer preguntas —dijo.

Dijo eso y nos llevó hasta el coche. Yo me metí en la parte de atrás. Paquita se puso al volante y arrancó, yo nunca la había visto conducir. Mi padre no paraba de protestar:

—¡Creo que merezco una explicación! ¿Me escuchas? ¡Exijo una explicación!

Salimos de Lérida en dirección a Almacellas. Íbamos a bastante velocidad y apenas cinco minutos después quedó a nuestra espalda la gasolinera de la noche anterior.

—Sólo te pido que me contestes. ¿Me vas a contestar?

—Te voy a contestar —dijo finalmente Paquita—. Pregúntame.

—Bueno, esto ya es otra cosa —dijo mi padre—. ¿Se puede saber qué estás haciendo?

—¡Qué «estamos» haciendo! —corrigió ella—. ¡Estamos huyendo!

—Pero ¿te has vuelto loca de repente?

—Estamos huyendo y ya no podemos volvernos atrás. He robado dinero, mucho dinero. He robado toda la recaudación del teatro y la cafetería. Ahora tenéis que recoger rápidamente vuestras cosas. ¡Nos largamos!

Mi padre se quedó sin habla, como si no hubiera entendido las palabras de Paquita.

—¡Viva! —grité yo—. ¡Esto se pone divertido!

Estaba alegre, muy alegre, pero lo que me alegraba no era que nos hubiéramos vuelto ricos, sino que nos habíamos convertido en unos ladrones, una banda de ladrones perseguidos por la justicia, más o menos como Patricia Hearst y los suyos.

—¡Viva! ¡Viva! —exclamamos Paquita y yo al unísono, y ella acompasó nuestros gritos con una breve serie de bocinazos.

—¡Alto ahí! —interrumpió mi padre—. ¿Quieres explicármelo otra vez? ¿Quieres repetir lo que me acabas de decir?

—¡Está clarísimo! —intervine yo—. ¿No querías ser rico? Pues ya lo eres. ¡Somos ricos! Paquita ha robado mucho dinero y a partir de ahora todo será diferente. ¡Ahora podrás ir al dentista a que te arregle esa dentadura!

Paquita se echó a reír y yo durante unos segundos aplaudí con todas mis fuerzas. Me entusiasmaba la idea de viajar por la noche, huyendo de la policía y cargando con el botín de un robo, y os aseguro que lo de Patricia Hearst y su comando de simbióticos había sido lo primero que me había venido a la cabeza. Durante las últimas semanas no había habido ninguna novedad sobre ellos, y ahora era como si nosotros los estuviéramos relevando, como si estuviéramos haciendo nuestra la aventura de esa chica norteamericana.

Paramos ante el portal de casa. Mi padre, que no había abierto la boca en los últimos minutos, agarró a Paquita por las muñecas.

—Me estás tomando el pelo, ¿verdad? Todo esto es una broma. No habrás sido capaz…

—Tú y tus absurdos escrúpulos. Sígueme.

Salieron del coche, y también yo salí. Paquita abrió el maletero. Lo hizo con los gestos típicos del prestidigitador que abre el cofre en el que alguien del público acaba de meterse y desaparecer.

—¡Tararí tarará! ¡Muchas gracias por sus aplausos! —exclamó, triunfal.

Ahí dentro había una caja registradora, la vieja caja registradora de la cafetería.

—No he podido abrirla en el bar y he tenido que llevármela así. ¡No sabéis lo que pesa!

Pulsé un par de teclas para ver si había suerte, pero Paquita dijo que no teníamos tiempo. La forzaríamos más tarde. Subimos al piso a recoger nuestras cosas. Nuestras mudanzas eran siempre mudanzas de emergencia, pero aquélla mucho más. Paquita nos ayudaba y nos apremiaba. Decía que teníamos que darnos prisa y que la policía podía aparecer en cualquier momento. Estaba tan excitada que no podía dejar de hablar. También decía que, entre lo del cine y lo de la zarzuela, a lo mejor nos habíamos llevado más de cien mil pesetas. ¡Cien mil pesetas! ¿Qué haríamos con todo ese dinero? Yo apoyé mi mano sobre el televisor portátil y dije:

—Esto lo dejamos aquí. Ahora podremos comprarnos uno en color.

Ni siquiera sé si me oyeron, pero el caso es que nadie se ocupó de él, y ese televisor, que llevaba años acompañándonos en todas nuestras mudanzas, quedó allí, abandonado. Cargamos todo lo demás en el coche y nos detuvimos un instante ante la casa de Paquita para que también ella recogiera algunas de sus pertenencias. El motor seguía en marcha y las luces encendidas. Yo observé el rostro de mi padre y comprendí que estaba a punto de echarse atrás y estropearlo todo. Apareció Paquita en el portal. Llevaba una inmensa bolsa de tela estampada, dos libros de Lobsang Rampa y una jaula con un pájaro.

—Es mi canario —dijo—. Se llama Bernabé.

—Pues ya puedes subir y dejar a Bernabé en su sitio —replicó mi padre.

—Ni pensarlo. Se moriría.

Paquita no le había comprendido. Lo que mi padre pretendía era regresar al teatro y devolver la caja registradora.

—Una cosa es cogerle unas latas de guisantes a tu tía y otra bien distinta ir atracando teatros y cafeterías. Vamos a ver si arreglamos las cosas.

Paquita no protestó pero fue como si lo hiciera. Metió su bolsa, sus libros y su canario, y luego se sentó a mi lado en el asiento de atrás.

—Haz lo que quieras, pero piénsalo bien antes de hacerlo —fue todo lo que dijo.

El Tiburón echó a andar y a mí me pareció que íbamos despacio, muy despacio, como si en efecto mi padre necesitara tiempo, mucho tiempo, para pensarlo. Ni él ni Paquita hablaban, y yo me dije que romper ese silencio tal vez fuera peor. A esas horas había ya muy poco tráfico. Nos cruzamos con un par de camiones y con una moto con sidecar y con tres o cuatro coches. Luego nos cruzamos con dos coches de policía y por unos instantes nuestro silencio fue distinto, Un silencio más opaco o más tenso. Un silencio distinto, no sabría explicarlo mejor. Avanzábamos cada vez más despacio y yo me temía que fuéramos a pararnos en cualquier momento. Podía ser que esos policías fueran a buscarnos, podía ser que no, pero el caso es que, nada más entrar en la ciudad, mi padre pisó con fuerza el acelerador y tomó el desvío que llevaba a la carretera de Zaragoza. Iniciábamos, por tanto, la fuga.

—¡Viva! —gritamos Paquita y yo, aplaudiendo.

Yo creo que entonces también mi padre gritó. ¿Le habíamos contagiado nuestro entusiasmo? No sé, pero mi padre era el que más ganas tenía de iniciar una nueva vida en otra parte, sin tantos agobios, sin tantas miserias, y supongo que fue eso lo que acabó de convencerle.

—Alquilaremos una casita en algún sitio y la llenaremos de flores —dijo Paquita—. ¡Flores, flores, muchas flores!

—¡Y compraremos una tele en color! —dije yo.

—¡Eso! —intervino mi padre—. ¡Para que Paquita pueda ver más flores por televisión!

Nos echamos a reír los tres. Nos reíamos porque sí, porque en ese momento todo nos parecía gracioso. Paquita trató de contarnos cómo se había llevado la caja aprovechando que no había nadie en el bar, y nosotros nos moríamos de risa. Luego mi padre puso una de sus cintas con música de películas y hasta eso nos parecía gracioso. Él anunciaba la siguiente canción, ¡para ustedes, la conocida melodía de Un hombre y una mujer!, y Paquita y yo la tarareábamos como colegiales en su primer viaje en autobús. Algo así debe de ser la felicidad: poder morirte de risa con algo que siempre te ha hecho morir de asco.

—Bueno —dijo mi padre, deteniendo el coche—. Ahora vamos a ver.

Aquella noche no había luna llena pero casi. Salimos del coche y abrimos el maletero. La caja estaba en el centro, hermética, tentadora. Mi padre dijo que tendríamos que sacarla y probar con las herramientas.

—El destornillador grande —dijo.

Ahora estábamos los tres en silencio, arrodillados en torno a la caja, esperando con ansiedad que el cajoncito negro saliera disparado y sobre nosotros cayera una breve lluvia de billetes de mil.

—El otro destornillador.

Paquita había hablado de cien mil pesetas pero por mi cabeza pasaban cifras muy superiores, y estoy seguro de que a ellos dos les ocurría lo mismo. Cuanto más se resistía aquella caja, más valioso se nos antojaba el tesoro que protegía.

—El gato.

Hacer palanca con los destornilladores no había servido de nada, y mi padre optó por reventar la registradora. Oímos un primer crujido, luego otro más fuerte. Instantes después, algo se rompió en el interior de aquel artefacto y el cajoncito saltó limpiamente.

—Oh —dijo Paquita.

Mi padre cogió un puñado de monedas y las agitó en el hueco de la mano como si fueran dados.

—Aquí no hay ni doscientas pesetas —dijo.

Había sólo monedas. Bastantes pesetas, bastantes duros y unas cuantas monedas de veinticinco y de cincuenta. Pero ningún billete, nada con lo que uno pudiera pensar en alquilar una casita y llenarla de flores, y yo os juro que mi primera reacción fue decir:

—Tenemos que volver. Tenemos que recuperar el televisor portátil.

Permanecimos de rodillas unos instantes más. Se puede estar arrodillado por veneración y se puede estar arrodillado por simple abatimiento. Nuestra postura no había cambiado. Lo que había cambiado era todo lo demás, Luego mi padre se levantó y gritó:

—¿Cómo he podido hacerte caso? ¡Pero si estás loca! ¿Cómo he podido hacer caso a una descerebrada?

Paquita se echó a llorar y no dejaría de hacerlo en toda la noche. Lloraba sin cerrar los ojos ni taparse la cara, repitiendo una y otra vez una «uuu» muy larga. Si los peces pudieran llorar, seguro que lo harían como Paquita.

—¡Uuu, uuu! —dijo—. ¿Quieres que volvamos? ¡Uuu!

—¡Sí, claro! ¡Ahora! ¿Y qué les decimos? ¡Buenas noches! ¡Les hemos robado la caja pero, como hemos visto que estaba vacía, se la devolvemos! ¡Disculpen las molestias!

A unos veinte metros de allí había un pequeño canal, poco más que una acequia. Mi padre se guardó todas aquellas monedas en un bolsillo y con un gesto me ordenó que le ayudara. Cargamos con la caja registradora. Ahora que sabíamos que allí dentro no había dinero nos parecía mucho más pesada.

—Si casi no hay agua —se lamentó mi padre—. Vamos.

Tuvimos que descalzarnos y meternos en la acequia para ocultar la caja bajo el puente del camino. Bueno, ahí debajo tardarían unos cuantos minutos más en encontrarla. Volvimos al coche con los pantalones empapados hasta las rodillas. Eso era exactamente lo que le faltaba a mi padre para terminar de desesperarse.

—¡Pero es que no lo entiendo! ¡No entiendo por qué lo has hecho! ¿Cómo se te ha podido ocurrir?

Estábamos otra vez en marcha. Mi padre sacudía la cabeza a uno y otro lado, y a veces separaba las manos del volante como clamando al cielo.

—¿Qué querías? ¿Arruinarme definitivamente? ¿Hundirme? ¡Para hundirme no necesito la ayuda de nadie!

En eso mi padre tenía razón. Paquita, en el asiento de atrás, seguía llorando como lloraría una pescadilla, ¡uuu, uuu…!

—¡Di algo! —le gritaba mi padre—. ¡Contesta por lo menos!

Paquita sorbió mocos y lágrimas y dijo que lo había hecho por amor.

—¿Por amor?

—¡Claro! ¡Uuu! ¡Tenía que evitar que me dejaras por esa mujer, por la cantante!

—¡Estás loca! —dijo mi padre.

—¡Sí! ¡Estoy loca, pero estoy contigo! ¿Dónde estarías tú ahora, si no hubiera sido por esta locura? ¡Y has de saber una cosa! ¡Ya no puedes prescindir de mí! ¡Te tengo en mis manos! ¡Podría denunciarte! ¡Podría ir ahora mismo a la policía y denunciarte por esto y por lo del teléfono!

Así transcritas, sus palabras tal vez os parezcan amenazantes. Os aseguro que, si hubierais escuchado el tono con que las pronunció, habríais comprendido que en ellas había mucho de súplica y nada, absolutamente nada, de amenaza. La propia Paquita debió de darse cuenta y volvió a su ya habitual «uuu». Hubo entonces un momento de silencio y mi padre dijo, tristemente y como para sí:

—Estrella jamás habría vuelto a mi lado. ¿Para qué iba a renunciar a su nuevo protector, el de los pepinillos, ahora que las cosas le van tan bien? Estrella es una mujer de gustos caros. Yo nunca podría darle lo que ella necesita… Una vida segura, una casa con piscina y jardín.

Echó entonces un vistazo al asiento de atrás. Las revistas de Estrella, llenas de casas con piscina y jardín, seguían ahí. También yo las miré, y luego miré a mi padre. Mi padre estaba hablando de sí mismo como de un pobre diablo, Eso es lo que era, un pobre diablo, pero yo nunca antes le había visto así.

—Yo sólo tengo un defecto —prosiguió—. Para Estrella sólo tengo un defecto, pero el mayor de los defectos. Soy pobre.

Ahora estaba claro. Mi padre era un pobre diablo que sólo podía juntarse con mujeres como Paquita. Ladronzuelas del tres al cuarto. También Paquita lo entendió así y volvió a llorar, ¡uuu, uuu!, y luego pidió a mi padre que parara el coche. Con el disgusto se le habían revuelto las tripas. La seguimos con la mirada mientras buscaba un lugar discreto detrás de unas zarzas. A la luz de la luna Paquita era sólo un bulto menudo y oscuro que se perdía en las sombras. Yo miré a mi padre pero él no me miró a mí. Estábamos los dos en silencio, y ante los faros encendidos del coche revoloteaban unos cuantos insectos nocturnos. Luego mi padre se volvió, agarró las revistas de Estrella y las tiró con rabia por mi ventana. Con aquel gesto pretendía decir adiós a muchas cosas.

Fue justo en ese momento cuando a nuestra espalda aparecieron los faros del jeep. Debía de llevar puestas las largas, y el interior del Tiburón se iluminó y se llenó de sombras que decrecían lentamente y se balanceaban. Por algún motivo supe, sin verlo, que aquél era un jeep de la guardia civil y que nos adelantaría muy despacio y frenaría delante de nosotros, cerrándonos el paso. Un registro. Por entonces Franco estaba ya curado pero seguían siendo frecuentes los registros y controles de policía. Mi padre tragó saliva.

—¿Son suyas estas revistas?

El guardia civil las sostenía entre las manos, y parecían de verdad eso que en las películas llaman el cuerpo del delito.

—¿Qué? ¡Ah, sí! No sé cómo habrán llegado a… Se le habrán caído a mi mujer. Ha sufrido una indisposición —dijo mi padre, señalando con un movimiento de cabeza el lugar donde debía de encontrarse Paquita.

Aquello era ridículo. Hay gente que se lleva lectura al cuarto de baño, pero a nadie se le ocurriría hacer una cosa así cuando tiene que ponerse a cagar detrás de una zarza y a la luz de la luna. El guardia retuvo aquellas revistas un par de segundos y luego se las entregó a mi padre, que le dio las gracias y volvió a dejarlas en el asiento trasero. Aunque aquel hombre no se lo había preguntado, mi padre empezó a dar explicaciones y a decir que estábamos de viaje, que íbamos a Zaragoza a visitar a una prima suya que acababa de dar a luz. El otro guardia, mientras tanto, se había asomado al interior del Tiburón por una de las ventanillas de atrás y la luz de su linterna lo recorría todo como palpándolo. ¿Qué pretendía encontrar? ¿La caja registradora? La verdad, no lo sé, pero lo que sí sabía era que mi padre se sentía atrapado e impotente. Y culpable, mi padre sobre todo se sentía culpable. ¿Qué explicaciones tendría que dar, por ejemplo, si nos hicieran salir para abrir el maletero y vieran nuestros pantalones empapados hasta las rodillas? De momento, sin embargo, lo único que habían pedido era la documentación.

—¿Y ese pájaro? —preguntó el segundo guardia—. Está muerto.

Nos volvimos a mirar. El foco de la linterna caía sobre el cuerpecito del canario. Con aquella luz la jaula parecía un circo de juguete.

—¡Vaya! —exclamó mi padre—. ¡Pobre Bernabé! ¡Qué disgusto se va a llevar mi mujer!

Entonces la luz de la linterna fue del canario al rostro de mi padre y de éste al mío y luego otra vez al de mi padre.

—Pero, hombre, ¿cómo se le ocurre poner la jaula ahí y viajar con todas las ventanillas abiertas? Para el animalito ha debido de ser como un huracán. ¡Se nota que no están acostumbrados a la carretera!

—¿Y su esposa? —intervino de nuevo el primer guardia—. ¿Seguro que se encuentra bien?

Mi padre les dijo que no se preocuparan, que en su mujer no era extraño ese tipo de urgencias, y sacó el brazo por la ventanilla como pidiendo que le devolvieran la documentación. Los guardias, sin embargo, no se movieron. Parecían dispuestos a esperarla, dispuestos a permanecer allí todo el tiempo que hiciera falta. Mi padre sonrió con nerviosismo. Estaba claro que también Paquita los había visto y que no pensaba salir mientras no se hubieran ido.

—¿No le parece que tarda demasiado? —preguntó uno de ellos.

Ay, qué situación tan absurda, todos esperando en silencio a que Paquita acabara de cagar y Paquita probablemente esperando a que aquellos dos hombres se cansaran de esperar.

—Quizá tendría que ir usted a echar un vistazo —dijo el otro.

Mi padre asintió con la cabeza y luego me miró a mí y se miró el pantalón. Ese pantalón mojado iba a levantar sospechas. El asunto podía llegar a resultar engorroso. Entonces mi padre se dispuso a abrir la puerta y yo asomé la cabeza por mi ventanilla y, como sosteniendo entre las manos un megáfono imaginario, grité:

—¡Mamá! ¿Tienes para mucho rato? ¡Estos señores están esperando!

No me preguntéis por qué lo hice. Lo hice y basta. Mi padre me miró con sorpresa. Los guardias vacilaron un poco, y yo volví a gritar:

—¿Tienes con qué limpiarte? ¿Quieres que te lleve pañuelitos de papel?

Uno de los guardias carraspeó sonoramente, como queriendo dar a entender algo a su compañero, y yo diría que se habrían marchado en ese mismo momento aunque Paquita no hubiera aparecido, digna y silenciosa, avanzando desde las zarzas a la luz de las linternas. Se despidieron de mi padre antes incluso de que ella hubiera llegado a meterse en el coche.

—Buen viaje —dijeron—. Aquí tiene su documentación. Y con lo del canario, sea más precavido la próxima vez.

Avanzábamos. La luna casi llena aparecía y desaparecía por la ventanilla de mi padre. Paquita viajaba en el asiento de atrás. Lloraba nuevamente y en sus rodillas sostenía la jaula con el canario muerto. Yo iba delante, al lado de mi padre, y era consciente de haber recuperado mi sitio dentro del coche. El jeep de los guardias civiles nos adelantó al cabo de un rato y mi padre les mandó un saludo temeroso a través de la ventanilla.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —dije yo.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo mi padre—. ¿Que qué vamos a hacer? ¿Me preguntas qué vamos a hacer? Pues seguir. Seguir. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Permanecimos los tres callados más de un cuarto de hora, y mi padre, como si hubiera estado todo ese tiempo dándole vueltas a la misma pregunta, volvió a decir:

—Seguir.