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La relación de mi padre con Estrella no podía durar mucho. Ninguna había durado demasiado. Y los motivos de la ruptura solían ser auténticas nimiedades. Con Vicky rompió por una simple camisa, porque Vicky se olvidó la plancha encendida sobre una de sus camisas. «¡Mi mejor camisa!», decía él, como si eso cambiara mucho las cosas. Con Marisa rompió por un ratón, porque un día nos la encontramos subida a la encimera de la cocina, gritando desesperada que había visto a un ratón meterse detrás de la nevera. «¿Cómo puede alguien ponerse así por un ratoncito?», comentaba con irritación.

Lo que yo creo es que mi padre seguía siendo, a su manera, un viudo desconsolado. Sí, le gustaba llamar a unas y a otras, invitarlas a cenar, llevarlas a dar una vuelta en el Tiburón. Le gustaba comportarse como un joven soltero, como alguien que jamás había convivido con otra mujer, pero luego él las traía al apartamento para que me conocieran y ya nada era lo mismo. No sé. Era como esos líquidos de los juegos de química que cambian de color en cuanto tocan una superficie determinada. Esas mujeres cambiaban al contacto conmigo. Hasta ese momento habían sido sus novias o sus amantes, alegres compañeras de sábado por la noche; a partir de ese momento él de algún modo les exigía que estuvieran a la altura de mi madre o del vacío que ella había dejado.

Muy pocas superaban la prueba, y ya os he contado lo de Vicky y Marisa: las que lo conseguían acababan cansándole después de dos o tres meses. Eso a mí me parecía bien porque significaba que mi madre era insustituible. Y significaba también otras cosas, porque de mi madre hablábamos muy poco y yo de esta manera averiguaba algo más sobre ella: que era lo suficientemente cuidadosa como para no quemarle las camisas con la plancha, que no les tenía miedo a los ratones.

La ruptura con Estrella, sin embargo, fue diferente.

Por aquella época se hablaba mucho de Patricia Hearst. Era una chica norteamericana, de veinte años, hija de un magnate, y había sido secuestrada por un grupo denominado Ejército Simbiótico de Liberación. Un día, mientras mi padre estaba leyendo el periódico, me enteré de que Patricia Hearst había decidido ponerse del lado de sus secuestradores.

—Un montaje fotográfico —decía mi padre—. Es su cara pero no su cuerpo. Está clarísimo.

Estrella se acercó a mirar el periódico.

—Es su cuerpo.

—No es su cuerpo.

—Sí que es su cuerpo.

—Pues entonces esta chica no está en sus cabales. ¿Cómo se le ocurre hacer esto?

—A lo mejor la han obligado a fotografiarse así.

—A lo mejor.

Me acerqué también yo. El diario reproducía dos fotos. En una de ellas, anterior al secuestro, Patricia Hearst posaba junto a su novio, un joven sonriente con bigotito y gafas. En la otra aparecía empuñando una metralleta y a su espalda se veía una bandera con un dibujo como de un dragón.

—Es su cuerpo —dije.

—No es su cuerpo —dijo mi padre—. Es un montaje.

El titular decía: «Patricia Hearst se hace revolucionaria». Por lo visto, los secuestradores habían mandado a un periódico esa foto y una grabación magnetofónica en la que declaraba que nunca volvería a la vida que había llevado hasta entonces. También decía que compartía los puntos de vista simbióticos sobre la lucha de clases y que había dejado de llamarse Patricia Hearst para adoptar el nombre de Tania, como una chica de la banda del Che Guevara.

—¿Quién es el Che Guevara? —pregunté—. ¿Y la lucha de clases? ¿En qué consisten los puntos de vista simbióticos?

—Sigo pensando que es un montaje —dijo mi padre sin mirarme.

—Yo creo que le han lavado el cerebro —dijo Estrella.

No volví a saber de Patricia Hearst hasta el día de la actuación de Estrella. Yo no quise ir a escucharla: bastante la escuchaba todos los días. Me habían dejado la cena preparada: cocacola, bocadillo de chorizo de Pamplona y yogur de yogurtera. No tenía ganas de nada, así que encendí la televisión y me pasé un buen rato arrancándome una costra reseca que tenía en la rodilla. Fue después del telediario cuando pusieron un programa en el que se veían imágenes de Patricia Hearst asaltando un banco. Llevaba también ahora una metralleta en las manos y apuntaba con ella a un lado y a otro. Sus gestos parecían como aprendidos en las películas, y la escena tenía un aire irreal, como de juego de niños: costaba creerse que aquella metralleta pudiera matar a alguien. Lo que estaba claro, sin embargo, era que ahí no había montaje alguno. Aquellas imágenes las habían captado las propias cámaras del banco.

A eso de las once oí el ruido de la cerradura.

—Bueno —estaba diciendo mi padre, con una de sus sonrisas de falsa alegría—. Después de todo, las cosas tampoco han salido tan mal…

Llegaban antes de lo previsto: tal vez las cosas sí que habían salido tan mal. Estrella se dejó caer en el sofá y echó un vistazo rencoroso a mi bocadillo de chorizo y mi yogur de yogurtera.

—¿Y tú por qué no te has tomado tu cena?

Estrella riñéndome por una cosa así: las cosas habían salido muy, muy mal.

Mi padre se sentó a su lado e intentó animarla diciendo que su verdadera presentación sería dentro de dos semanas, En Valls. Allí cantaría en un salón de actos, no en un simple casino, y seguro que iría más gente… Mi padre trataba de parecer alegre y sonreía sin parar, mostrando siempre su horrible caries.

—Y a don Nicolás ya le has oído. Le ha gustado. Le ha gustado mucho y está dispuesto a correr otra vez con los gastos…

—¡Don Nicolás! —exclamó Estrella de repente—. ¿Quién convenció a don Nicolás? Yo. ¿Y tú qué has hecho? Nada.

—Yo… —titubeó mi padre—, yo me he encargado de la promoción.

—¡Claro! ¡Por eso no ha ido nadie!

Yo nunca había visto a Estrella así. Estaba enfadada, se veía que estaba enfadada y que intentaba contenerse, y cada vez que levantaba la voz las tetas le temblaban como si quisieran escaparse hacia arriba. Había perdido, además, su habitual coquetería y tenía la frente brillante y el pelo despeinado. A mí Estrella nunca me había parecido guapa, pero en aquel momento le reconocía un atractivo que nada tenía que ver con la belleza.

Mi padre, conciliador, asintió varias veces con la cabeza y agitó las manos como los artistas cuando piden el cese de los aplausos. Ésa era una de las actitudes que más frecuentemente le había visto adoptar: yo la llamaba la postura del obispo porque la única vez que vi a un obispo hacía exactamente eso. Sin dejar de asentir aproximó su cara a la de Estrella y le dijo que estaba un poco nerviosa, haciendo al mismo tiempo una seña hacia mí como para recordarle que yo estaba delante.

—¡Cállate! ¡Lo que me pone nerviosa es oírte hablar! —le interrumpió ella a gritos.

En ese momento le importaba muy poco que yo estuviera delante o que no. Se encaró con mi padre y le clavó un dedo en el pecho, y por un instante la vi como una persona desconocida, distinta. No sé. Me pareció dispuesta a hacer algo que hasta entonces no habría imaginado en ella, como por ejemplo enzarzarse en una pelea. Sería en todo caso una pelea masculina, a puñetazos, sin tirones de pelo ni uñas que arañaran las mejillas.

—¡Ya sabes lo que eres! ¡Un inútil! —le dijo, y aquello sonó como un puñetazo.

Mi padre negó con la cabeza y volvió a señalarme. Yo no me moví de mi sitio. Le miré fijamente. Iba como encogiéndose poco a poco, hundiéndose en el sofá, haciéndose cada vez más pequeño, y a su lado Estrella parecía bastante más alta que él. También más fuerte: seguro que habría podido tumbarle de un golpe. Volvió a llamarle inútil y le preguntó qué había sido de sus ahorros.

—¿Dónde ha ido a parar todo el dinero que te di? —le gritó, y este puñetazo le dolió más que el anterior.

Mi padre farfulló algo sobre el coste de las clases y sobre no sé qué más, y sólo entonces Estrella pareció reparar en mi presencia. Me miró. Me dedicó una mueca en la que se mezclaban la piedad y el disgusto. Me dijo:

—Lo siento, Felipe. Lo siento por ti.

No quise seguir escuchando: no me gustaba que me miraran de esa forma ni que me dijeran esas cosas. No me gustaba que mi padre pareciera un pobre diablo al lado de una mujer como Estrella. No me gustaba que mi madre hubiera dejado de ser insustituible. No me gustaba mi padre.

Me encerré en la cocina y busqué en el montón de los periódicos atrasados. Sí, todavía estaba ahí el del cinco de abril, con la foto del novio y la de la metralleta. Volví a leer la noticia y seguí sin entender demasiado. Pero eso era lo de menos. Lo que en ese momento me importaba era que aquella chica había sido capaz de empuñar una metralleta y lanzarse a atracar bancos sólo porque tampoco a ella le gustaba su padre.

Podéis imaginaros lo que hice a continuación. Cogí unas tijeras y recorté aquellas fotos y aquella noticia. Recorté también las informaciones que aparecían en días posteriores: unas declaraciones del padre de Patricia, la propia noticia sobre el asalto al banco, no sé si alguna más. Lo necesitaba. Necesitaba separar a Patricia Hearst del resto de las cosas del mundo y hacerla mía, poseerla. Me entendéis, ¿verdad? Esa misma noche buscaría el álbum del doctor Barnard y lo sustituiría por el de ella. Barnard se podía ir al cuerno. Ella no, Patricia Hearst no. Yo lo ignoraba todo sobre esos señores llamados simbióticos, pero sabía que en ese momento aspiraba a ser uno de ellos. A cambiar de nombre. A agarrar un arma. A asaltar un banco sólo para protestar contra mi padre.

Por la mañana me despertaron los timbrazos del taxista que venía a recoger a Estrella. Yo lo oía todo desde mi litera. Oía cómo el taxista preguntaba qué bultos tenía que bajar y cómo mi padre aprovechaba sus breves ausencias para volver a rogar.

—Es inútil que insistas —replicaba Estrella, paciente.

—Una oportunidad. La última. Es todo lo que te pido.

—Te lo he dicho mil veces: así no podemos seguir…

Entonces aparecía otra vez el taxista y se callaban los dos. Se oía un «¡vamos allá!» y un resoplido, y al cabo de unos segundos mi padre volvía a la carga: que qué iba a hacer ahora, que dónde iba a vivir, que él se comprometía a buscarle un agente de los de verdad si ella renunciaba a marcharse…

—Una carrera artística exige muchos sacrificios. El principal y más cruel de todos, el sacrificio de los sentimientos —sentenció Estrella, y aquello sonó a frase aprendida, como si estuviera repitiendo algo que hubiera leído en alguna entrevista del ¡Hola!

Se oyó un nuevo timbrazo. El taxi ya debía de estar cargado. Estrella dijo algo que no entendí y abrió la puerta de mi habitación. Entraba para despedirse. Yo me hice el dormido y ella me dio un beso en la frente. Mi padre no podía estar muy lejos. No le oía, no le veía, pero de algún modo percibía su presencia. Me lo imaginaba apoyado en el marco de la puerta, con su pijama a rayas porque todos sus pijamas eran iguales, todos a rayas. A Estrella me la imaginaba maquillada de esa manera horrible que a ella le gustaba, con los párpados pintados de azul como las putas y los labios muy rojos. Y en efecto: salieron del dormitorio, y yo me llevé los dedos a la frente y tenía las yemas manchadas de carmín.

—Te acompaño al taxi —oí, otra vez a través de la puerta.

—No hace falta.

Dejé que pasaran unos minutos. Luego me asomé al cuarto de estar y vi a mi padre en la terraza, acodado a la barandilla con expresión de cansancio. Yo lo veía de medio perfil, y no estaba en pijama: llevaba la misma ropa que por la noche, la misma camisa, la misma corbata, pero todo como desarreglado y fuera de sitio. En el costado se le habían formado unas arrugas que recordaban el fuelle de un acordeón.

Mi padre se llevó entonces una mano a la cara, y comprendí que estaba llorando. Era la segunda vez que le veía llorar. O más bien la primera, porque la otra vez fue en el funeral de mi madre y yo era demasiado pequeño para recordarlo. Era, pues, la primera o segunda vez que le veía llorar y está claro que me molestó. Cerré la puerta y me dije que eso del amor era una estupidez, yo nunca me enamoraría. ¿Para qué? ¿Para acabar llorando por una gorda como Estrella?

Volví a salir al cabo de un rato. Mi padre seguía en la terraza, con la vista clavada en la carretera, seguramente en el punto en el que había desaparecido el taxi de Estrella. En esta ocasión sí que advirtió mi presencia y me hizo una seña con la cabeza para que me acercara. Me acerqué. Mi padre me puso las manos en los hombros y me dijo:

—Estrella se ha ido.

En ese momento se parecía a Frank Sinatra cantando Strangers in the Night. Añadió:

—Las cosas no funcionaban muy bien entre nosotros y le he pedido que se marchara. Al menos por un tiempo. Es mejor así.

Pero qué gilipollas se puede llegar a ser. Mi padre se creía que yo no me había enterado de nada y ahora improvisaba una de sus clásicas comedietas para recomponer de algún modo su autoestima. Llevó sus manos a mis brazos y me los cogió con fuerza, como si fuera a levantarme. Eso era lo que él hacía cuando pretendía hablar conmigo «de hombre a hombre». Y habló conmigo de hombre a hombre:

—Espero no haberme equivocado. No sé. Tal vez podría haber llegado a ser una buena madre… Lo siento. Sé que le habías cogido mucho cariño y que puede ser un trago amargo para ti. De verdad que lo siento, pero afróntalo como un hombre. El mundo no se acaba aquí.

O sea que lo sentía. Lo sentía por mí, como si el enamorado fuera yo, como si Estrella me hubiera abandonado a mí y no a él. ¿Qué os parece? Ah, yo confiaba en no parecerme nunca a mi padre.

Conocía varios casos de enamoramiento.

La señorita Violeta, la maestra que había tenido en el colegio de hacía dos o tres años, se había enamorado de un chico de sexto, capitán del equipo de fútbol. Se llamaba Pemartín y era el hermano mayor del Pemartín que yo conocía porque estudiaba en mi curso. A éste, a Pemartín, le gastábamos bromas sin parar. Le decíamos: «¿Tú también te la vas a tirar? ¡Venga, hombre! Entre hermanos hay que compartirlo todo». Nosotros no sabíamos si el mayor se la había tirado. Por no saber, ni siquiera sabíamos si la señorita Violeta se había enamorado. De hecho, la gente decía eso sólo porque la habían visto animar al equipo del colegio y aplaudir los goles del hermano mayor de Pemartín, que era el único que metía goles. Bueno, a lo mejor también lo decían porque la señorita Violeta se había criado en Francia y a las francesas les pega mucho eso de enamorarse.

La cuestión es que Pemartín era todo lo contrario que su hermano mayor: feo, tímido, torpe y yo creo que un poco lelo. La burla, por lo que fuera, llegó a oídos de algún adulto, y un día nos llevaron a cuatro o cinco al despacho del director. Yo pensaba que nos llamaba para castigarnos, pero nada de eso. El director nos dio unos caramelos ácidos y luego nos preguntó qué sabíamos sobre el hermano de Pemartín y la señorita Violeta. Yo me encogí de hombros y los otros hicieron algo parecido, y entonces el director nos quitó los caramelos ácidos y anunció que repetiría la pregunta una sola vez. ¿Qué sabíamos sobre Pemartín y la señorita Violeta? Dijimos que el hermano de Pemartín era el capitán del equipo y que a ella la veíamos en los partidos de fútbol. «Muy interesante», susurró el director, «o sea que suelen verse después de cada partido…». Y se llevó una mano a la barbilla y nos interrogó con la mirada. Nosotros no dijimos nada, ¿qué podíamos decir?, y el director nos devolvió nuestros caramelos con aire satisfecho.

Al día siguiente aparecieron por clase el director y tres mujeres de la asociación de padres. «¿Puede usted salir un momento?», preguntó él. «Claro que sí», contestó la señorita Violeta con su habitual acento francés. Yo creo que eso era lo que les molestaba de ella, que no fuera como las demás, que no tuviera el mismo acento que las otras maestras: en el pueblo la llamaban «la francesa». Las tres mujeres y el director se llevaron a la señorita Violeta, y a nosotros nos dijeron que aprovecháramos para estudiar.

Yo dejé pasar unos minutos y luego salí a espiar. Se habían encerrado en el aula de segundo, que en ese momento estaba vacía porque los de segundo tenían gimnasia. Pegué la oreja a la puerta. Reconocí las voces: la del director, las de las mujeres, la de la señorita Violeta, la del hermano de Pemartín. «¿Pero alguien nos ha visto alguna vez juntos?», protestaba éste acaloradamente. «¿Cómo íbamos a veros si os reuníais en secreto para hacer guarradas?», le replicaban. La señorita Violeta dijo que era todo mentira, que no sabía quién se lo había podido inventar, y entonces el director gritó «¡silencio!» y la señorita Violeta se echó a llorar, y el director volvió a gritar y la señorita Violeta lloró aún con más fuerza. «El testigo. Que venga el testigo», ordenó el director, y yo oí unos pasos que se acercaban hacia la puerta y corrí a esconderme detrás de una columna.

Un minuto después, las dos mujeres que habían salido del aula de segundo volvían en compañía del testigo. El testigo era Pemartín, el Pemartín de mi curso, y las dos mujeres le seguían con aire ceremonioso, como si ellas fueran dos damas de una corte imaginaria y él el príncipe heredero. Ya os he dicho que Pemartín era un poco lelo. Andaba a pasitos cortos y sin levantar nunca la vista del suelo, y cuando llegó a la puerta del aula de segundo se detuvo como acobardado. El propio director se asomó para hacerle entrar. Le dio unas palmaditas en la nuca y dijo: «Vamos a terminar de aclarar las cosas».

Pensaréis que Pemartín acabó defendiendo a su hermano mayor. Pues no. Yo nunca he tenido hermanos y no sé en qué consiste eso del amor fraternal. Lo que sí sé es que yo jamás le habría hecho a nadie lo que Pemartín le hizo a su hermano. «¿Los viste o no los viste?», le estaba preguntando el director. «Di la verdad», le dijo su hermano, «es lo único que te pido». «Naturalmente que va a decir la verdad», intervino una de las mujeres, y el director insistió: «¿Los viste?». Yo no oí ninguna respuesta pero el director continuó: «¿Y dónde los viste?». Tampoco entonces oí nada. «¿Dónde?». «En el vestuario», dijo finalmente Pemartín, y luego habló muy deprisa: «En el vestuario pequeño. Estaban abrazados. No llevaban ropa. Él la tenía cogida por los hombros y ella por la cintura. Como en los bailes…».

Yo creo que la señorita Violeta sí que estaba enamorada del hermano de Pemartín, pero todo lo demás era mentira. Lo supe el día en que a Pemartín le quité el cuaderno de anillas para llenarle las páginas de insultos. En el bolsillo interior encontré un recorte de una revista francesa, y en aquel recorte aparecía la foto de una pareja desnuda: estaban los dos abrazados, él la cogía a ella por los hombros y ella a él por la cintura, y se diría que estaban bailando. Eso era todo lo que había visto Pemartín, una simple fotografía, y por su culpa habían despedido a la señorita Violeta y se había tenido que marchar del pueblo. ¿Veis para qué sirve enamorarse?

Podría contaros más casos. El del panadero de Peñíscola al que el pelo se le puso blanco cuando se enteró de que su novia estaba casada y tenía dos hijos. El de un belga que vivía en una roulotte y se pasaba el día tocando el violín y llorando por una mujer llamada Solange. En cambio, no podría decir ni una sola palabra sobre el enamoramiento de mis padres. No había visto ninguna foto de su noviazgo, nadie me había contado nada sobre esa época, no sabía ni cómo ni cuándo se habían conocido.

El amor de mis padres era, pues, un enigma para mí, y por el contrario llegué a saberlo todo o casi todo sobre el amor que mi padre sentía por Estrella, o al menos sobre los efectos que su marcha produjo en él. Y si llegué a saber todo eso fue porque durante aquellos días me entretuve espiándole. Mi padre me llevaba por la mañana al colegio, y yo me despedía y fingía que entraba pero, en cuanto el Tiburón desaparecía por la primera calle, volvía sobre mis propios pasos y corría hacia la calle en la que tenía su estudio el profesor de Estrella.

En el balcón del primer piso había un letrero que decía «Escuela de música Sebastián Armengol. Canto - piano - solfeo. Tarifas especiales para grupos» y, como las ventanas solían estar abiertas, desde la calle se oía casi siempre el torpe teclear de algún alumno: do-re-mi-fa-sol. Pero yo no me quedaba en la calle sino que me metía en el local que había justo enfrente, un salón de máquinas recreativas, y allí sólo se oía el ruido metálico de las máquinas, el rumor oscuro de los futbolines, el compacto golpeteo de las bolas de billar. El encargado me conocía un poco, y algunos días, cuando ya me había gastado el dinero que mi padre me había dado para pagar la media pensión, me invitaba a jugar con él. Y yo jugaba, pero con el rabillo del ojo vigilaba la calle porque quería saber cuántas veces pasaría esa mañana mi padre por aquel sitio. Seis, siete, diez, algún día hasta doce veces vi pasar el Tiburón. Mi padre pasaba por esa calle porque ignoraba dónde se había ido a vivir Estrella y porque ése era uno de los pocos lugares en los que podría encontrarla. Encontrársela como por casualidad, eso era lo que él buscaba, y para ello mi padre era capaz de pasarse el día entero metido en el coche, dando vueltas y vueltas por el pueblo, recorriendo una y otra vez la calle de la escuela de música, recorriéndola ocho, diez, hasta doce veces, y no sólo los lunes, los miércoles y los viernes, también los otros días de la semana, los días en los que Estrella no tenía clase, como si pensara que también ella quería hacerse la encontradiza, como si creyera que también Estrella se pasaba todo el día dando vueltas por el pueblo y confiando en ese encuentro más o menos casual.

Otra persona en su situación tal vez habría subido a hablar con el profesor de música y le habría preguntado por la nueva dirección de Estrella o le habría dejado un mensaje. Mi padre no. Mi padre tenía su famosa dignidad, él no podía rebajarse a perseguir a nadie. Lo suyo, ya lo he dicho, era encontrársela como por casualidad, detenerse a saludarla con educación y poder decirle algo así como: «¡Estrella! ¡Qué sorpresa, tú por aquí!». Lo suyo era dar vueltas y más vueltas en el Tiburón, siempre bien vestido y con ese aire de negociante próspero que a él le gustaba adoptar porque sólo así, en el Tiburón y con esa ropa y ese aire de prosperidad, se sentía seguro de sí mismo. Lo suyo era poder decirle «¡Estrella, qué sorpresa!» desde el interior del coche, como si excepcionalmente hubiera abandonado sus múltiples obligaciones para hacer alguna gestión por esa parte del pueblo.

Pero no penséis que en casa se comportaba del mismo modo. Mi padre me recogía por la tarde y me preguntaba cómo habían ido las clases y qué me habían dado para comer, y yo contestaba cualquier cosa porque ni había asistido a las clases ni había comido en el colegio, y también porque a él le importaba bien poco lo que yo pudiera contestar. A esa hora mi padre estaba ya cansado, harto de dar vueltas y como dolido con ese destino que nuevamente le había sido adverso, y mientras conducía vigilaba las aceras con una atención casi desesperada, sabedor de que era ésa su última oportunidad, de que si no se encontraba con Estrella en ese preciso momento ya no podría hacerlo hasta el día siguiente. Y, claro, luego llegábamos a casa y mi padre se ponía de muy mal humor. Entonces protestaba por cualquier cosa, porque tenía demasiado alto el volumen del televisor, porque me comía los bombones de licor dejados por Estrella, porque le decía que me apetecía dar una vuelta por la playa o porque le decía que no… Mi padre se ponía el pijama y se metía en su cuarto con la radio-despertador encendida y algún periódico o alguno de esos libros suyos con métodos infalibles para acertar en las quinielas, y me decía que hiciera lo que me diera la gana pero que no le molestara porque le dolía la cabeza, como si yo tuviera algún interés especial en darle conversación o escuchar con él la música de su radio-despertador.

Otra advertencia que a veces me hacía era que, si llamaban por teléfono, lo cogería él. Qué estupidez, a nosotros nunca nos llamaba nadie. Ese teléfono no significaba que el mundo pudiera necesitar a mi padre sino que mi padre necesitaba al mundo, ese teléfono no estaba ahí para que nos llamaran sino para llamar, y ya ni siquiera eso, porque ahora mi padre había dejado de ser agente artístico y no tenía que hacer como antes, cuando se colgaba del teléfono para ofrecer a unos y a otros una cantante que era un prodigio, la nueva María Callas.

Pero, en el fondo, mi padre todavía pensaba que Estrella volvería, que una tarde llamaría y diría que lo había pensado mejor y que le gustaría que las cosas volvieran a ser como antes. A lo mejor era ése el motivo de que se enfadara conmigo cuando me comía los bombones de Estrella. A lo mejor se imaginaba a sí mismo abriéndole la puerta y diciéndole: «Entra. Nada ha cambiado entre nosotros. Ésta es tu familia, ésta es tu casa, éstos son tus bombones».

En fin, yo lo único que sé es que Estrella no tenía el menor interés en volver con mi padre. Lo supe el día en que, finalmente, Estrella y él se encontraron en la calle de la escuela de música. He dicho que se encontraron pero no es del todo exacto. ¿Os podéis creer que mi padre no le dijo nada, que fingió no haberla visto? Yo estaba, como siempre, en el salón de las máquinas, y aquella mañana el Tiburón había pasado por ahí delante al menos cuatro veces. La quinta vez se detuvo, y mi padre salió a mirar el escaparate de una tienda de muebles cercana. Lo hacía con frecuencia se paraba a mirar un escaparate, y así justificaba de algún modo su continuo ir y venir por esa calle. Aquel día, mientras él fingía estar interesado en no sé si una mesa o un armario, Estrella apareció por un extremo de la calle y se encaminó hacia el portal de la escuela de música. El Tiburón estaba parado justo delante, y ella lo vio desde el primer momento. Buscó entonces a mi padre con la mirada y lo descubrió ante la tienda de muebles, aparentemente concentrado en la contemplación de algún mueble absurdo, y estaba claro que también él la había visto a ella y que seguía su recorrido en el reflejo del cristal del escaparate.

El muy ingenuo pensaba que Estrella vería el Tiburón y que luego le vería a él y que, por supuesto, se acercaría a saludarle y él podría componer una expresión de sorpresa: «¡Estrella, tú por aquí!». Pero no. Estrella vio el Tiburón y vio a mi padre pero pasó de largo y desapareció dentro del portal, y sólo entonces mi padre se volvió y observó el coche y la calle con un gesto de absoluto desconcierto, como si todavía no pudiera creer lo que acababa de ocurrir, como si tratara de explicarse qué era lo que había fallado. Un minuto después le vi meterse en el coche y ponerlo en marcha. Parecía avergonzado. Ese día no volvió a pasar por ahí ni una sola vez.

Fuimos a Valls a escuchar a Estrella. Mi padre se puso su mejor corbata y a mí me obligó a ponerme el pantalón de cheviot. Yo odiaba ese pantalón. Siempre lo había odiado.

—Me pican los muslos —le había dicho el primer día, rascándome como un desesperado.

—Eso es porque es nuevo. Suele pasar.

Ahora ese pantalón ya no era nuevo pero seguía picando como el primer día.

—Se me ha quedado corto —me quejé, alzando una pierna para que viera cómo asomaba el calcetín.

—Nada, nada. Cuando estás sentado no se nota nada…

—¡Pero yo no quiero tener que pasarme todo el día sentado!

No me hizo ni caso. Movió las manos como dando a entender que él lo solucionaría todo y luego dijo que teníamos que darnos prisa si no queríamos llegar tarde. Pero lo único que pasaba era que estaba nervioso. Había tiempo de sobra. De hecho, llegamos al salón de actos cuando todavía las puertas estaban cerradas. Mi padre pegó la nariz al cristal y dio unos golpecitos para llamar la atención del conserje. Yo sostenía un ramo de rosas que acabábamos de comprar en una floristería cercana porque mi padre decía que era la costumbre en esos casos. El conserje se acercó y por señas nos hizo saber que faltaba casi una hora.

—¿Ha llegado ya la artista? —preguntó mi padre, silabeando con claridad y haciendo gestos como los sordomudos.

Luego me arrancó el ramo de flores y lo levantó con una mano mientras con la otra hacía señas hacia el interior. El conserje entreabrió la puerta.

—No puede pasar nadie al camerino. Si quiere, le llevo las flores —dijo.

Mi padre, ofendido, le volvió la espalda y, en voz alta, para que el otro le oyera, me dijo:

—Vámonos, Felipe. Se nota que este hombre no está acostumbrado a este tipo de acontecimientos.

Mi padre hacía a veces cosas así, adoptar esos aires de gran señor, reaccionar con altivez ante un pequeño desaire y entonces cualquiera podría llegar a creerle un hombre con clase, un caballero. Claro que un auténtico caballero jamás permitiría que su hijo llevara un pantalón que se le había quedado pequeño.

En cuanto al recital, ya os lo podéis imaginar: tan aburrido como era de prever o incluso más.

—Hay bastante gente —comentó mi padre en voz baja, pero yo no sé si treinta y ocho personas contándonos a nosotros dos era bastante gente o no.

Estábamos todos concentrados en las primeras filas, y al no haber por esa zona ningún asiento libre tuve que aguantar todo aquel tiempo con el ramo de flores en mis rodillas. Estrella salió al escenario y se puso a cantar algunas de esas horribles canciones que yo le había oído cantar tantas veces. Llevaba puesta su famosa diadema y gesticulaba de un modo particularmente cursi. Para agradecer los aplausos ladeaba la cabeza en dirección al pianista y juntaba las manos sobre el pecho como las vírgenes de los cuadros.

En una de esas pausas entró don Nicolás, pasó por delante de nosotros y se sentó en la última butaca de la primera fila. Yo supuse que era don Nicolás por los gestos que hizo mi padre para buscar su saludo: incorporarse, llevarse una mano a la altura de la oreja y dejarla un instante como suspendida en el aire. Eso era muy típico suyo, provocar el saludo de las personas importantes y luego, cuando ya lo había logrado, devolvérselo con una sonrisa y un movimiento de cabeza que querían decir: «Perdona, amigo mío, estaba distraído y no te había visto». Eso era típico suyo, y yo no podía evitar odiarle cuando, acto seguido, se volvía hacia mí con un aire de irreprimible satisfacción y arqueaba las cejas como diciendo: «Éste era don Fulano, un pez gordo. Me ha saludado, ¿has visto?». Aquella vez, sin embargo, no sé si me miró porque yo aproveché la ocasión para cambiar de postura en mi butaca y por un momento logré ocultarme detrás del ramo de flores.

Estrella siguió con lo suyo y yo me entretuve mirando a aquel hombre, don Nicolás. Sería todo lo importante que mi padre quisiera, pero a mí me pareció sólo un viejo repugnante, con aquella papada y aquel lobanillo en mitad de la frente. No sé. A lo mejor lo que pasa es que me lo había imaginado de otro modo, más distinguido, más fino. No es que yo tenga un concepto muy elevado de los amantes de la zarzuela pero, la verdad, si alguien pone dinero para organizar recitales así, lo lógico es pensar que también hace lo mismo con exposiciones de cerámica o, yo qué sé, con certámenes de poesía, y que es algo así como un pequeño mecenas local, una persona con el dinero y la educación suficientes para ofrecer un aspecto bastante mejor que el de aquel patán que ni siquiera se tapaba la boca para bostezar. Eso, por cierto, me llamó la atención: no sólo había llegado tarde, sino que además no paraba de bostezar. Si tanto le gustaban las canciones de Estrella, ¿por qué bostezaba? Sí, también yo bostezaba de vez en cuando y tampoco yo me tapaba la boca, pero eso es otra historia: a mí no me gustaban aquellas canciones y por nada del mundo habría pensado en convertirme en mecenas de nada ni de nadie.

Volvieron a sonar los aplausos y Estrella pronunció unas frasecitas de agradecimiento. Aquello debía de estar acabando. Entonces mi padre agarró el ramo y me lo puso en las manos.

—¡Ahora! —dijo—. ¡Es el momento!

—¡Ya te he dicho que no lo haría! —protesté.

Él ni siquiera me escuchó. Se puso de pie para dejarme pasar y yo no pude hacer otra cosa que levantarme y recorrer con aquellas flores en las manos los cuatro o cinco metros que me separaban del escenario. Los aplausos cesaron de golpe y yo supuse que todo el mundo me estaba mirando. Mi intención era dejar el ramo en el borde del escenario y regresar a mi sitio, así que lo alcé por encima de mi cabeza como un campeón ciclista y, cuando ya estaba a punto de soltarlo, vi cómo Estrella juntaba nuevamente las manos sobre el pecho y echaba a andar hacia mí, lenta y solemne como una penitente en una procesión de Semana Santa. Tuve que esperar, claro, y aproveché ese instante para echarle un vistazo a mi padre, que seguía de pie ante su butaca y me dedicó un gesto levísimo de asentimiento. Llegó finalmente Estrella hasta donde yo estaba, se agachó, estiró el brazo. Pero no cogió el ramo, no. Lo que cogió fue mi muñeca, y sin darme tiempo a reaccionar se puso a cantar la canción en la que estáis pensando, la más estúpida y odiosa que he oído en toda mi vida:

—Ay, Felipe de mi alma, si contigo solamente yo soñaba. Mari Pepa de mi vida, si tan sólo en ti pensaba noche y día. Mírame así, mírame así…

Yo estaba abochornado, os lo podéis imaginar, abochornado y molesto. Ella, en cambio, parecía emocionada, y me miraba con los ojos húmedos como las novias de las películas. Aquello me asustó, no sé por qué pero me asustó, y pensé que tal vez Estrella me soltaría si dejaba caer el ramo a sus pies.

—Estrella… —supliqué angustiado.

Ella debió de creer que también yo me había emocionado, y entonces sonrió y me acarició la cabeza y se incorporó con el ramo entre las manos, mientras la gente a mi espalda volvía a aplaudir, acaso con más fuerza que antes.

Bueno, lo peor ya había pasado. Cuando Estrella y el pianista se retiraron, mi padre y yo nos quedamos un rato remoloneando en el vestíbulo. El numerito de las flores lo había ideado para ganarse el derecho a visitar a Estrella en su camerino.

—Me quiero ir a casa.

—Enseguida, enseguida nos iremos —contestó él, nervioso, mientras miraba cómo la sala acababa de vaciarse.

Nos metimos por un pasillo cercano pero estuvimos a punto de perdernos. Volvimos a la sala, cruzamos todo el patio de butacas y subimos al escenario por una escalerilla lateral. Mi padre se movía rápido y silencioso, como un ladrón de pisos, y yo me sentía forzado a hacer lo mismo. Llegamos a un almacén atestado de muebles viejos. En el extremo más alejado había cuatro hombres que hablaban a gritos y ni siquiera nos miraron. Mi padre abrió una puerta, se asomó y volvió a cerrarla.

—Por allí —dijo, señalando una escalera de caracol.

Llegamos al piso de arriba y vimos un letrero bien grande que decía «Camerinos». Lo habíamos encontrado sin tener que preguntar. Ahora sólo faltaba saber cuál de aquellas puertas era la del camerino de Estrella.

—Me quiero ir a casa.

Mi padre contempló aquel largo pasillo con actitud pensativa y luego se volvió hacia mí como para decirme algo. Fue justo en ese momento cuando se abrió una de las puertas y oímos un ruido como de voces y risas. Esperamos que alguien saliera pero no salió nadie. Aquellas risas parecían de Estrella. Mi padre echó a andar y yo le seguí, sigilosos los dos, casi furtivos, y nos paramos a un par de metros de aquella puerta, en un sitio desde el que podíamos ver sin ser vistos. ¿Y qué vimos? En realidad lo que vimos fue algo insignificante o al menos lo habría sido para cualquier persona que no fuera mi padre. Una caricia, sólo eso, una caricia que don Nicolás le hizo a Estrella en la barbilla. Solo una caricia, pero yo entonces lo comprendí todo y comprendí también que en ese momento mi padre lo acababa de comprender todo. Y me pareció que la suya era una historia desgraciada, como la de la señorita Violeta, pero yo por la señorita Violeta había sentido compasión y por mi padre ni siquiera eso.

—Mira aquellas fábricas, ¿las ves? Eso es riqueza. Y aquellos campos y aquel bosque de pinos. También eso es riqueza. El mundo entero es riqueza. Todo lo que ves es riqueza —insistió mi padre con un movimiento de cabeza que pretendía acabar de convencerme.

Estábamos otra vez en el coche. Íbamos a Tarrasa a ver a la familia de mi madre, y por lo menos hacía media hora que mi padre estaba aleccionándome sobre el mundo y sus riquezas.

—Óyeme bien —prosiguió—. El mundo es muy rico. Todo en él es riqueza. Lo que ocurre es que esa riqueza está mal repartida. Por ejemplo. Tú vas a una ciudad y ves gente pobre y gente rica. ¡Pero esa ciudad es rica! ¡Sus edificios son grandes y bonitos! ¡Sus calles están bien asfaltadas! ¿Cómo puede ser que haya gente pobre en una ciudad rica?

Mi padre me echó un vistazo y yo me encogí de hombros.

—No sé —dije.

—Claro. No lo entiendes porque es absurdo. Es absurdo que haya gente pobre y gente rica cuando todos podrían ser ricos. Pero la clave ya te la he dicho: está todo muy mal repartido. Veamos otro ejemplo. Esta carretera. ¿Tú crees que esta carretera es riqueza?

Yo volví a encogerme de hombros. Mi padre trató de mostrarse paciente y comprensivo.

—Pues precisamente. También esta carretera es riqueza. Imagínate que tienes un camión y que debes llevar una mercancía. Imagínate que tienes el camión pero no la carretera. ¿Cómo vas a llevar esa mercancía? ¿Y cómo vas a cobrar por algo que no has llevado?

El razonamiento parecía incuestionable. Mi padre se mantuvo unos instantes en silencio para darme tiempo para asimilarlo, y yo mientras tanto pensaba: «Entonces nuestra situación no es tan desesperada. Nosotros no tenemos el camión pero sí la carretera».

—Bueno —continuó—. Quiero que te quede bien clara una cosa: el verdadero problema del mundo es que está todo muy mal repartido. Por eso, aunque todos podríamos ser ricos, sólo unos pocos lo son.

Sus propias palabras le iban animando. Alzó una mano con aire profesoral y dijo:

—Para hacerse rico, para ganar dinero no hace falta más que una cosa. ¿Cuál?

Yo no tenía ni idea. Nunca en mi vida había pensado en ganar dinero y hacerme rico.

—¿Cuál? —insistió él.

—Un camión —dije.

Mi padre negó con la cabeza.

—¿Una carretera? ¿Una fábrica?

Mi padre volvió a negar, algo decepcionado.

—No —dijo—. Para ganar dinero hace falta dinero. ¡Dinero! ¡Por eso la riqueza está mal repartida! ¡Porque sólo los que tienen dinero pueden ganar más dinero!

A la familia de mi madre no la veía desde que tenía, no sé, siete u ocho años. Lo que mejor recordaba de ellos eran sus manos. Las manos del tío José, con las uñas siempre manchadas de blanco porque era pintor. Las de la tía Elvira, que olían a mandarinas porque trabajaba en una frutería. Las de mi abuela, llenas de manchas y de arrugas y con los dedos retorcidos por la artritis. Supongo que a esa edad, los siete u ocho años, las manos de los adultos es lo único que está a tu alcance: las tienes a la altura de los ojos, siempre que cruzas una calle debes agarrarte a alguna de ellas, me imagino que por eso te fijas tanto. El tío José estaba casado y tenía dos hijos gemelos algo más pequeños que yo. Y, ¿lo veis?, sus manos no las recordaba, o al menos no las recordaba como las del tío José o la tía Elvira o la abuela, o como las de la tía Rosita, la mujer del tío José, que apestaban a lejía.

Pero todo en la familia de mi madre apestaba a lejía: la casa, la ropa, la furgoneta en la que el tío José llevaba sus brochas y sus pinturas, todo. Hasta las manos de la tía Elvira, que, cuando no olían a mandarinas, olían a lejía. ¿Todos los pobres huelen así? Supongo que no, porque también mi padre y yo éramos pobres, y yo no sabría decir a qué olíamos pero a lejía seguro que no. Me pregunto, en fin, cómo olería mi madre. ¿Olería a lejía como pobre que era? Tal vez no. ¿Y cómo serían sus manos? ¿Largas y delicadas, bonitas como las de Audrey Hepburn? ¿O más bien vulgares, callosas, con la piel áspera y las uñas mordisqueadas como las de cualquier mujer de familia pobre?

Llegamos al pisito de mi abuela y lo primero que me llamó la atención fueron precisamente unas fotos en las que aparecía mi madre. Supongo que siempre habían estado ahí, encima de esa cómoda repleta de pequeñas fotos enmarcadas: fotos de bodas y de excursiones a la playa, retratos de niños y de ancianos y de hombres vestidos de soldado. Yo, sin embargo, nunca antes había reparado en ellas. En una se la veía de niña, con un vestidito blanco y un lazo en el pelo, sosteniendo entre las manos un conejito de peluche. En otra, ya adolescente, posaba junto a sus dos hermanos a la salida de una iglesia, y al fondo se adivinaba un personaje anónimo y borroso que echaba comida a varias decenas de palomas. En la más reciente llevaba bata y camisón, y parecía estar meciendo entre los brazos a un recién nacido, evidentemente yo. Debía de ser una de sus últimas fotos.

—¡Felipe, chicos! —dijo la tía Elvira—. Podéis jugar en la mesa de la cocina.

Se acercó a mí y me tendió la caja de los Juegos Reunidos.

—¿Por qué me miras así? —me preguntó con dulzura.

¿Cómo la estaba mirando? No sé. Sólo sé que en ese momento estaba tratando de imaginar cómo sería mi madre si todavía viviera. ¿Se parecería quizás a la tía Elvira, su hermana? Aparté la mirada y me encogí de hombros. Ella añadió:

—Eres un chico muy especial. Tendrás muchas novias. A las chicas les gustan los chicos especiales.

Me pasé el resto de la tarde jugando con mis primos al parchís. Mi abuela aparecía de vez en cuando por la cocina y nos rellenaba los vasos de gaseosa. La mitad de las veces derramaba la gaseosa sobre la mesa porque tenía Parkinson y apenas si podía sujetar la botella. Mi padre y los tíos estaban encerrados en el cuarto de estar, y cada cierto tiempo la tía Rosita salía a vaciar los ceniceros en el cubo de la basura. Una de esas veces salió también el tío José, y yo desde la cocina oí cómo cerraban la puerta del cuarto de estar y abrían la del dormitorio: en aquella casa no había muchas puertas más.

—¿Tú qué crees? —preguntó el tío José en un susurro.

—No sé… —titubeó la tía Rosita.

En ese momento me tocaba jugar a mí y sostuve el cubilete en el aire para poder oír la continuación.

—No sé, pero si me hubiera tocado la lotería creo que no le habría escogido a él como administrador.

—Se trata de una especie de aval. Una garantía para atraer nuevas inversiones. El mes que viene nos lo devolverá todo. Él dice que el negocio no puede fallar. Y que nos compensará con acciones… No te pienses que le vamos a dar nuestros ahorros así como así.

Se tomaron unos segundos para reflexionar. Yo arrojé el dado: un tres. Moví una de mis fichas. Ellos volvieron a hablar en voz baja.

—¿Qué es lo peor que podría ocurrir?

—Si las cosas le salen mal, renunciará a la parte de la herencia que le corresponde al chico.

—¿Herencia? —la tía Rosita casi se rió.

—Mujer, ¡digo yo que por este piso nos darían algo…!

Entonces ella soltó un bufido que yo no supe interpretar y volvieron sigilosamente al cuarto de estar. Ahora ya sabía a qué venía el parloteo de mi padre durante el viaje, todas aquellas gilipolleces suyas de que el mundo entero es riqueza y de que para ganar dinero lo que hace falta es dinero. Dejé el cubilete sobre la mesa. Estaba cansado de tanto parchís, no me apetecía seguir jugando.

He hablado del olor de los pobres y ahora me tengo que preguntar cómo huelen los ricos. ¿A qué olería, por ejemplo, la familia de mi padre? ¿A qué olería mi abuela de Vitoria, que era la dueña de la mitad de los hoteles de la ciudad y de todos sus cines? ¿A qué olería el hermano de mi padre, ingeniero de profesión, casado con la hija de un gobernador civil? Esos sí que eran ricos, muy ricos según mi padre, que estaba reñido con ellos y siempre los criticaba, pero al mismo tiempo parecía orgulloso de que fueran ricos, tan ricos. Tarde o temprano tendré que hablar de todo esto, pero de momento me limitaré a decir que aquella tarde acabé muy disgustado. ¿Por qué tenía que pedir dinero a la familia de mi madre? ¿Por qué no se lo pedía a su propia familia, si de verdad era tan rica? Supongo que sería por lo de siempre, su famosa dignidad. Mi padre jamás se habría rebajado a pedir nada a su madre o su hermano. Eso le habría parecido humillante. Con mi familia de Tarrasa era diferente. A ellos no les estaba pidiendo. A ellos les estaba haciendo un favor: les estaba invitando a entrar en un mundo superior, el de los negocios, que siempre les había estado vedado. Lo importante para mi padre era poder mantener la cabeza bien alta incluso cuando hacía una cosa como ésa, pedir dinero. Es ridículo, ¿no os parece?

Recuerdo que nos metimos en el coche para marcharnos y que todos salieron a despedirnos desde el balcón. Mi padre sonreía y agitaba la cabeza y les decía adiós con una mano, pero lo hacía todo mientras con la otra mano buscaba la llave y ponía el contacto y maniobraba el volante. Había conseguido mantener la cabeza alta y ahora, de repente, tenía prisa por escapar de ahí.

—Bueno, bueno —suspiró cuando ya estábamos en la carretera.

Aquél fue un suspiro de alivio, y a mí me pareció que no ha de ser muy diferente del suspiro del atracador de bancos que ha conseguido por fin burlar a la policía. ¿Cuál sería ese misterioso negocio que ahora se traía entre manos? Yo no lo sabía y en el fondo tampoco me interesaba demasiado. A mi padre hacía tiempo que había renunciado a comprenderle.

Una semana antes todo habían sido lamentos por la cuenta del teléfono.

—Pero ¿tú lo has visto? —me preguntaba, sosteniendo el recibo entre dos dedos con un gesto de asco o desolación, como si en vez de un papel aquello fuera un ratón muerto y mi padre lo estuviera agarrando por la punta de la cola—. ¡Con este dinero una familia podría vivir meses! ¡O incluso más! ¡Un año entero!

Claro que entonces estaba todavía muy fresco lo de Estrella. Lo pasó mal aquellos días. Se pasaba horas y horas en su habitación, metido en la cama, escuchando la radio, como si estuviera enfermo, y yo creo que sólo salía de casa para llevarme al colegio y para recogerme. Hablaba poco, y cuando hablaba era para quejarse. Para quejarse de cualquier cosa: del mal tiempo, del dolor de cabeza, de un ruido extraño que había empezado a hacer el motor del coche. Una tarde, de vuelta del colegio, nos desviamos hasta un taller algo alejado para que le hicieran una revisión y, mientras esperábamos, mi padre comentó:

—Por esta carretera tuve que pasar con Cecilia.

Cecilia era mi madre, me resultaba raro oírle mencionar su nombre. Yo le miré con atención y él agregó:

—Seguro que sí. Ella estaba ya esperándote. De cuatro meses estaría. Íbamos a pasar el fin de semana en la playa y…

Esperé a que concluyera la frase pero él sacudió la cabeza y dijo nada más:

—Cecilia.

Apareció el mecánico con una pieza grasienta entre los dedos y mi padre le preguntó cuánto costaría la reparación. Dinero, dinero, le ponía de muy mal genio tener que hablar de dinero, y de hecho no pasó mucho rato antes de que volviera a quejarse: paga esto, paga lo otro, siempre paga, paga… Luego ocurrió que, cuando llegamos a casa, nos esperaba una notificación de Telefónica amenazando con cortar el servicio si no pagábamos en el plazo de muy pocos días, y mi padre me miró con esa expresión suya de solemnidad que reservaba para las cosas graves.

—Qué te parece… —dijo—. Esto es todo lo que he sacado de mi etapa como agente. Una deuda descomunal.

Yo le di la razón, y lo hice sinceramente porque lo que había querido decir era: «Esto es todo lo que he sacado de mi relación con Estrella». Todas sus quejas de entonces, incluida la del ruidito del motor, encubrían en realidad una queja contra la mujer que acababa de abandonarle, y a lo mejor por eso aquella misma tarde se había acordado de mi madre y del tiempo en que fue feliz a su lado.

—Pues ¿sabes lo que pienso hacer? —anunció señalando el teléfono—. Voy a llamar a Dinamarca, a un número cualquiera de Dinamarca. O no, más lejos: a China, a Singapur, a Filipinas, ¿no es Filipinas lo que está en las antípodas? Voy a llamar y a dejar el teléfono descolgado. Voy a poner las conferencias más caras de la historia… ¡Si me cortan la línea, por lo menos quiero darles un motivo!

Bueno, ésa era la clase de amenazas que mi padre solía proferir cuando se enfadaba, y lo normal era que acabara diciendo que tenía más razón que un santo o algo así.

—¡Y no me digas que no! ¡Pero si tengo más razón que un santo!

El caso es que aquella tarde estábamos arruinados y que apenas una semana después volvíamos de Tarrasa con una bonita cantidad de dinero metida en una carpeta dentro de la guantera. Ésa es una de las cosas que hacen que de golpe le cambie el humor a la gente como mi padre, no sé si a todo el mundo, y durante aquel viaje tuve que aguantar que pusiera una de sus cintas de música de películas y que acompañara las canciones con un tonto canturreo. Yo traté de dormir pero era imposible.

—El año que viene —me decía entre canción y canción—, el año que viene viviremos en una gran ciudad, ya iba siendo hora. ¿Dónde te apetece? ¿Valencia? ¿Madrid? ¿Barcelona? Un buen colegio es lo que tú necesitas, y eso sólo se encuentra en ciudades así. Tendremos una casa. Una casa como Dios manda. Y un perro, ¿no era eso lo que tú querías? El año que viene tendremos un perro. ¡Ah, mi canción favorita! ¡Estoy sintiendo tu perfume embriagador!

¿No os decía que era imposible? ¿Habéis intentado alguna vez dormir en un coche con alguien al lado cantando a voz en grito la canción de El padrino?

Mi álbum de recortes de Patricia Hearst había quedado interrumpido unos días antes del recital de Estrella en Valls. La última noticia hablaba de un nuevo mensaje magnetofónico en el que Patricia declaraba haber participado voluntariamente en el atraco, «con el arma cargada y dispuesta a usarla». Desde entonces no había habido novedades (o al menos no las había habido en las páginas de «Información del extranjero» de La Vanguardia Española, que era el periódico que mi padre compraba), y eso quería decir que seguía escondida junto a los suyos, perseguidos todo por la policía de los Estados Unidos. Era apasionante, o eso me parecía a mí, y de hecho puedo aseguraros que no pasaba un día sin que acudiera al periódico en busca de nuevas noticias. ¿Cómo podía ser que ya nunca dijera nada, absolutamente nada, sobre el caso? ¿Cómo es que ni siquiera le dedicaba un par de líneas para decir si había habido o no nuevos atracos, si había mandado más mensajes, si existía alguna sospecha sobre su paradero? No sé. Habría bastado con que cada dos o tres días dijeran algo así como: «La policía carece de pistas sobre Patricia Hearst». O como: «Patricia Hearst se ha convertido en la mujer más buscada del planeta». O también: «Patricia Hearst vuelve a burlar el cerco policial».

Pero no. Durante varias semanas no se hizo la menor alusión a su existencia, y luego un día, de golpe, me encontré con una noticia larguísima que recapitulaba todo lo que había ocurrido en ese período de silencio. Los titulares decían:

NUEVA YORK: PATRICIA HEARST SIGUE CON VIDA

Los padres de la conversa revolucionaria pudieron

ver desde la televisión de su casa

el enfrentamiento entre el F.B.I.

y el Ejército Simbiótico de Liberación.

El resultado de la refriega fue de 6 muertos.

Por lo visto, la policía los tenía prácticamente localizados desde que habían asaltado una tienda de artículos deportivos y secuestrado a un joven para huir en su automóvil. «Antes morir que volver a mi casa», dicen que dijo Patricia, y entonces se ocultaron en un edificio de Los Ángeles y varios cientos de policías lo rodearon y no pararon de pegar tiros y lanzar granadas hasta que consiguieron reducirlo a escombros. Sólo tres personas lograron escapar, la propia Patricia y una pareja de antiguos estudiantes de la Universidad de Indiana, y su situación ahora debía de ser auténticamente desesperada: esa misma noche habían ofrecido quinientos dólares a una mujer a cambio de cobijo por unas pocas horas. ¿Cuánto tardarían en detenerles? ¿Habría también entonces un tiroteo? ¿Matarían a Patricia Hearst como habían matado a la mayoría de sus compañeros?

Yo aquel día cogí mi navaja suiza y sobre la puerta del gimnasio grabé las iniciales del Ejército Simbiótico de Liberación junto al dibujo de una serpiente.

—¿Eso qué es? —me preguntó Marañón—. ¿Un espárrago?

Me volví hacia él indignado:

—¿Cuándo has visto tú un espárrago con boca y ojos?

Marañón sacó su propia navaja y me la enseñó como interrogándome con la mirada. Marañón siempre me copiaba: yo hacía una cosa, él también la hacía; si yo tenía una navaja de ocho usos, él también.

—¿A qué esperas? —le dije.

En apenas un par de horas las puertas de todas las aulas mostraban el emblema de la organización. Pensaréis que fue una tontería o una simple gamberrada. A mí entonces no me lo pareció, y ni siquiera me arrepentí cuando el hermano Ramón nos descubrió.

—¡Así que erais vosotros…! —nos gritó, con la cara roja de furia.

Sin darnos tiempo a reaccionar se puso a repartir bofetadas, primero a mí, luego a Marañón, después otra vez a mí, y yo creo que si finalmente dejó de pegarnos fue sólo por cansancio.

—Pero ¿se puede saber qué coño significan esas letras? —nos preguntó, casi sin resuello.

—Está bien claro —contesté yo, frotándome la mejilla—. Ejército Simbiótico de Liberación. Marañón y yo somos los primeros simbióticos españoles…

—¡Te voy a dar yo a ti simbióticos…!

El hermano Ramón volvió a levantar la mano y cuando yo ya me había preparado para recibir una nueva ración de bofetadas, él bajó la mano y llamó:

—¡Suárez! ¡Ven aquí!

El tal Suárez apareció por un pasillo cercano. Debía de ser de sexto, yo no lo había visto nunca. Llegó hasta donde estábamos y el hermano Ramón le dijo:

—¡Venga! ¡Ahora dales tú!

—¿Por qué? —protesté—, ¿por qué tiene que pegarnos él? Péguenos usted, que para eso es cura.

—¡Dales, te he dicho!

Ya lo creo que nos dio aquel cabrón. A mí me dio unas bofetadas tan fuertes que se me escapaban lágrimas de dolor. Y a Marañón lo mismo.

—¿Querías saber por qué? —me preguntó el hermano Ramón.

Se acercó a la puerta y con un dedo señaló las iniciales:

—E. S. L. —dijo.

Luego se volvió hacia el otro y le señaló.

—Emilio Suárez Lozano —dijo.

Ahora empezaba a entender. Marañón y yo estábamos todavía frotándonos la mejilla, y también Suárez se la frotó. El hermano Ramón añadió:

—El chico no ha hecho más que devolveros algo que os pertenecía.

Lo del negocio de mi padre lo descubrí gracias a la colección de recortes. Después del tiroteo y los seis muertos, yo me temía que Patricia Hearst y sus dos compañeros no tardarían mucho en ser detenidos, o acaso asesinados, y estaba ansioso por conocer el desenlace de la historia. Los dos días siguientes al de aquella noticia no hubo novedades. El tercer día, creo que era un viernes, busqué el periódico en el cuarto de estar y no lo encontré, así que entré en el dormitorio de mi padre para ver si estaba por ahí: ya sabéis que a mi padre le gustaba encerrarse a leer el periódico y escuchar la radio-despertador.

Digo que entré en su dormitorio y, en efecto, mi padre se había quedado dormido con el periódico desplegado sobre su pecho como una tienda de campaña. Se lo quité con suavidad, tratando de no despertarle, y lo sostuve en alto mientras buscaba las páginas de «Información del extranjero». Aquel día aparecía una columna que decía: «Uno de los miembros del Ejército Simbiótico de Liberación estuvo en España recientemente». No es que fuera gran cosa, la verdad: entre los escombros de la casa de Los Ángeles habían encontrado varias pertenencias de los activistas simbióticos, y una de ellas era un pasaporte, el de uno de los compañeros de fuga de Patricia, con un sello de una aduana española. Bueno, lo importante era que ella todavía no había sido atrapada, y eso bastaba para hacerle un sitio en mi álbum.

Me acerqué sin hacer ruido a la mesilla y busqué el pequeño neceser que mi padre solía guardar en el cajón. Unas tijeritas: eso era todo lo que yo quería. Abrí, pues, el cajón y eché una rápida ojeada a su contenido: dos juegos de llaves, una caja de aspirinas, unas gafas de sol, su reloj Omega chapado en oro, un mapa de carreteras. Debajo del mapa estaba el neceser y debajo del neceser una cosa que me llamó la atención: un manojo de quinielas, selladas todas ellas y unidas por una goma. Las cogí. Demasiados boletos. Mi padre solía rellenar uno por semana y ahí podía haber treinta o cuarenta. Miré la fecha: la del domingo siguiente. Miré también el valor de los sellos: los había de diferentes colores, y cada color correspondía a un precio distinto. Hice un rápido cálculo mental: aquello era una auténtica fortuna.

Mi padre seguía dormido, con la boca entreabierta, y de vez en cuando emitía un sonido parecido a un gorgoteo, como si tratara de tragar saliva pero tuviera la garganta seca. Así que en eso consistía el negocio: en jugárselo todo a las quinielas. Por un momento sentí deseos de zarandearle y gritar: «¿Pero tú sabes lo que estás haciendo? ¡Estás engañando a mis tíos! ¡Te estás aprovechando de su buena voluntad! ¡Les estás llevando a la ruina!». Pero no. No valía la pena. Seguro que mi padre me habría reñido por rebuscar sin permiso entre sus cosas. Seguro que me habría salido con alguna de sus teorías sobre la riqueza y el dinero. Ahora que lo pensaba, ¿no me había hablado en alguna ocasión de un matemático que se había hecho millonario gracias a no sé qué sistema que había inventado para acertar en las quinielas?

—Lógica, pura lógica —me había dicho—. Todo consiste en reducir al máximo el factor suerte. ¿Y cómo se reduce el factor suerte? Asegurando los resultados imprevisibles y arriesgando sólo en los previsibles. Si es tan sencillo, me preguntarás, ¿por qué no lo hace todo el mundo? Está muy claro: porque para desarrollar el sistema hace falta apostar una cantidad bastante elevada. ¿Cuánto? Lo justo para eliminar riesgos sin eliminar el margen de beneficio. ¡Está tan claro…!

La garganta de mi padre volvió a gorgotear y yo saqué del cajón su libro favorito. Se titulaba Como ganar dinero con las quinielas. El infalible método de las reducidas. De entre sus páginas sobresalía un boleto que no estaba sellado. Lo cogí. Debía de ser importante. Busqué un trozo de papel y un lápiz y copié en silencio todos aquellos signos. Luego cerré el cajón y dejé el periódico tal como lo había encontrado, cubriendo a mi padre como una pequeña tienda de campaña. La noticia sobre aquel miembro del Ejército Simbiótico podía esperar.

Llegó el domingo y mi padre dijo que le dolía la cabeza pero lo que le ocurría era que estaba nervioso, muy nervioso. No era para menos. La temporada de fútbol concluía precisamente ese día, y los partidos incluidos en la quiniela eran ya todos de segunda división. Según mis cálculos, mi padre se había jugado los ahorros de mis tíos en dos únicas jornadas, la de la semana pasada y aquélla. ¿Cómo le había ido el domingo anterior? Yo suponía que no muy bien pero tampoco podía estar seguro.

—Y el perro, ¿cuándo? —le pregunté.

Estábamos comiendo huevos fritos con patatas. Llevábamos un buen rato sin pronunciar una sola palabra y a mí se me ocurrió que tenía que hacerle esa pregunta así, a bocajarro. Mi padre asintió sin demasiada convicción y se llevó un trozo de pan a la boca. Yo creo que lo hizo para no tener que contestar: mi padre nunca hablaba con la boca llena.

—Uno del colegio tiene una perra que ha tenido cachorros. Seis cachorros. O siete, no sé. Y dice que tendrán que matar unos cuantos si no encuentran gente que se los quiera quedar. Yo iré a verlos mañana. Son mezcla de pastor alemán y no sé qué.

Mi padre volvió a llenarse la boca para poder seguir en silencio, pero sus nuevos gestos no fueron ya de asentimiento. Yo protesté:

—Tú dijiste que pronto podría tener un perro. Tú dijiste…

—Yo dije, yo dije —me interrumpió, después de tragar—. ¡No empecemos otra vez!

Sí, estaba claro que el domingo anterior le había ido bastante mal. Todo dependía, por tanto, de lo que sucediera esa tarde: era su última oportunidad. Después de comer, mi padre dijo que necesitaba echarse una siesta, a ver si le pasaba ese maldito dolor de cabeza, y se encerró en su dormitorio. Yo dejé los platos sucios en el fregadero y me llevé a mi cuarto el transistor de la cocina. Pocas horas después mi padre se habría convertido en un millonario o un estafador, y eso era algo que yo no estaba dispuesto a perderme por nada del mundo.

Es curioso, ¿no os parece?, es curioso que mi padre y yo nos pasáramos aquella tarde haciendo exactamente lo mismo, él en su habitación, yo en la mía, los dos atentos al mismo programa de radio y a los mismos resultados, los dos sufriendo de igual manera aunque él creyera ser el único que sufría. Bueno, yo digo que sufría y es verdad, porque también mi suerte dependía de aquella quiniela, pero sufría más por mi padre que por mí: si por un lado no me sentía responsable de aquella imprudencia, por otro sabía que todo cambiaría a partir de entonces, que el éxito o el fracaso harían de mi padre un hombre nuevo, distinto, completamente desconocido para mí, y eso me hacía compartir en secreto toda la tensión que él en ese instante debía de estar experimentando.

Al principio las cosas no iban del todo mal. El San Andrés, el Baracaldo, el Córdoba iban ganando sus respectivos partidos, y el Sevilla se adelantó en el campo del Linares. Al llegar al descanso sólo fallaba uno de los resultados, el del Langreo-Avilés, y yo me imaginaba a mi padre, al otro: lado del tabique, suplicando al destino para que favoreciera al equipo de casa. En ese momento todo parecía sencillísimo: un gol del Langreo y seríamos ricos. Comenzaron las segundas partes. El locutor anunció un gol, un gol en el campo del Langreo, y yo contuve la respiración hasta que le oí decir que sí, que el gol lo había marcado uno de los delanteros del equipo local. Teníamos un pleno. Faltaba todavía más de media hora para el final de los partidos, pero en aquel instante teníamos un pleno en la quiniela, y eso significaba que éramos ricos y que mi padre podría saldar sus deudas y que tal vez ya nunca tendría que volver a comportarse como un pobre diablo.

A lo mejor os habéis fijado en que he dicho «teníamos un pleno», como si de verdad lo tuviéramos mi padre y yo, como si los dos, y no sólo él, hubiéramos rellenado todos aquellos boletos y apostado todo aquel dinero. Lo cierto es que, durante aquellos minutos únicos en que me creí hijo de un hombre afortunado, sentí que esos aciertos de mi padre eran también mis aciertos, que de algún modo me pertenecían. Quién sabe, a lo mejor eso es lo normal. A lo mejor todos los hijos admiran a sus padres y se sienten tan unidos a ellos que hasta comparten sus éxitos. Yo en aquellos momentos admiré a mi padre y me sentí orgulloso de ser su hijo. No sé muy bien cómo explicarlo. Yo creo que le atribuí un poder secreto, casi mágico, una sabiduría que hasta entonces me había resultado desconocida, y francamente pensé que me había equivocado al juzgarle. Me reproché a mí mismo el no haber tenido más confianza en él.

Pero supongo que, a estas alturas, no creeréis que las cosas acabaron así. Al cabo de unos minutos el Hércules metió un gol en Pamplona y muy poco después creo que fue el Recreativo de Huelva el que hizo lo mismo en el campo del Badajoz. A medida que nos acercábamos a los finales de los partidos, nos alejábamos de ese éxito que yo había llegado a tocar con los dedos, y me parece que todavía hubo otro resultado que cambió en el último momento y terminó de desbaratar mis ilusiones. Y sobre todo las de mi padre, claro. Traté nuevamente de imaginármelo, al otro lado del tabique, y mi padre volvió a ser mi padre, el mismo de siempre, sólo que más derrotado y más sucio. ¿Os dais cuenta? En apenas media hora había dejado de ser un personaje admirable para convertirse en un pobre hombre, un timador, alguien que nada más podía aspirar a merecer mi lástima. Sí, ya sé lo que estáis pensando: que el éxito lo habría considerado nuestro, suyo y mío, y el fracaso únicamente suyo. ¿Os parezco un traidor o un aprovechado o algo así? Puede ser. Yo sólo digo lo que sentí en ese momento, y lo que sentí fue un inmenso desprecio hacia ese hombre que seguía encerrado en su dormitorio, a solas con su radio-despertador y su fracaso.

Aquella noche ni siquiera salió a cenar. Yo me tomé un bocadillo en la cocina y luego volví a mi cuarto a leer tebeos. A eso de la una le oí deambular por la casa y detenerse finalmente ante mi puerta. «Ya está», pensé, «ahora no sabe si contármelo o no». Abrió la puerta sin hacer ruido y me envió una mirada inexpresiva.

—¿Querías algo? —le dije.

—Iba a apagarte la luz. Pensaba que a lo mejor te habías quedado dormido.

—No tengo sueño.

Mi padre asintió con la cabeza y permaneció varios segundos callado, como pensando en la forma de iniciar su discursito. Al final, sin embargo, lo único que dijo fue:

—Es tarde. Buenas noches.

Mejor así. Yo no habría sido capaz de soportar sus explicaciones.

Acabé de leer el tebeo y apagué la luz. La línea de luz bajo la puerta era tenue y amarilla. Mi padre seguía en el cuarto de estar pero la única lámpara encendida debía de ser la de la terraza. Al cabo de un rato esa línea desapareció y yo, desde la cama, seguí el sonido de sus pasos hacia el dormitorio. Ya sólo faltaba el ruido de la puerta. Pero no, ese ruido no llegó, y en su lugar escuché otra vez sus pasos. Ahora no llevaba zapatillas sino zapatos. ¿Dónde iría mi padre a esas horas de la noche? Le oí cerrar sigilosamente la puerta y salí a espiarle desde la terraza. No sé por qué, yo me imaginaba que se sentaría en el pretil y se pasaría un rato meditando y mirando las estrellas, y me atraía la idea de poder observarle sin que él me viera. Lo que no esperaba era verle meterse en el Tiburón y enfilar la calle que llevaba a la carretera nacional.

—De putas —dije en voz alta—. Este hombre es capaz de irse de putas en una noche así.

Os preguntaréis de qué habíamos vivido hasta entonces. Lo más antiguo que recuerdo es el negocio de los champiñones. Mi padre iba por los pueblos buscando cuevas y locales abandonados que fueran aptos para su cultivo. Yo solía acompañarle los fines de semana y me avergonzaba ver cómo husmeaba en todos los sótanos y se asomaba a todos los escondrijos y bodegas.

—Lo importante es que sea húmedo —me decía—. Húmedo y oscuro.

Cuando encontraba algún sitio así preguntaba por el dueño y, si resultaba que el dueño o alguno de sus parientes tenía necesidades económicas y un poco de tiempo libre, el trato era seguro. Mi padre le convencía de que la única manera de rentabilizar aquel local inservible era la que él le proponía y luego le daba toda clase de explicaciones sobre el modo de cultivo. Al día siguiente volvía por allí y le vendía unos cuantos sacos de fertilizantes, otros de una cosa llamada compost y unas bolsas verdes que contenían las semillas o lo que quiera que fuese. Pero eso era sólo la primera parte del negocio porque, como mi padre era el que ponía en contacto a toda esa gente con el mayorista, al cabo de unos meses reaparecía para cobrar su comisión. También en algunas de esas ocasiones le acompañé, y recuerdo las uñas negras y los dedos sucios con que aquellos hombres contaban los billetes que luego le entregaban.

Aquel asunto marchaba bastante bien. Luego, de golpe, se hundió el precio del champiñón, y mi padre ni siquiera se molestó en volver por esos pueblos para ofrecerles más fertilizantes y más compost. Pero entonces mi padre era un hombre algo más joven y bastante más emprendedor, y aquella contrariedad no le afectó demasiado. En sus recorridos por la zona había conocido a muchas personas, y entre ellas al propietario de una gasolinera en la carretera de Cartagena a Mazarrón. Aquel hombre le había comentado alguna vez su intención de vender la gasolinera y retirarse, y mi padre se ofreció a encontrarle un comprador. Fue el mejor negocio de su vida. También el más rápido: puso un par de anuncios en los periódicos y en apenas tres semanas llegó a un acuerdo con una empresa de Madrid. Debió de llevarse una buena comisión, y fue ese dinero el que le permitió comprarse el Tiburón.

Yo creo que aquello de algún modo le cambió. No sé. Tal vez fue el coche, tal vez la facilidad con que acababa de ganar esa pequeña fortuna. Mi padre siempre había sido de esas personas que habrían rechazado por indigno cualquier trabajo manual. Él podía estar metido en el asunto de los champiñones, pero jamás habría aceptado ensuciarse las uñas cultivándolos, como los hombres aquéllos. Para él había dos categorías de trabajadores, los que se manchaban las manos y los que no, y estos últimos siempre serían superiores, por mucho dinero que aquéllos pudieran ganar. Con lo de la gasolinera descubrió que también entre los que no se manchaban las manos había dos categorías: los que perseguían el dinero y los que dejaban que el dinero les persiguiera a ellos. Éstos eran los auténticos hombres de negocios, gente dotada de un instinto especial para atraer riqueza, y yo creo que mi padre compró el Tiburón para sentirse como uno de ellos, como un verdadero negociante.

Ahora, para él, ganar dinero había dejado de ser algo misterioso. Si lo había hecho en una ocasión, podría hacerlo siempre que quisiera. La cuestión era encontrar nuevas gasolineras cuyos dueños estuvieran dispuestos a vender. El comprador, de hecho, ya lo tenía localizado, porque la empresa madrileña parecía deseosa de comprarlo todo. Entonces los viajes con mi padre eran un auténtico calvario. Parábamos en todas las gasolineras de la carretera y, si traíamos el depósito lleno desde la gasolinera anterior, se inventaba algún problema con la presión de las ruedas para poder charlar con el encargado. La verdad es que era bastante hábil y casi siempre se las arreglaba para sonsacarle la información que necesitaba: la identidad del propietario, su edad y lugar de residencia, su posible interés por cambiar de vida o de negocio.

—Papá —le decía yo—. ¿De verdad hace falta que te acompañe?

—¡Claro que sí! —contestaba—. Si ven a un niño, se fían más y me lo cuentan todo.

Luego, una vez hinchadas todas las ruedas y obtenidos todos los datos, se metía nuevamente en el coche y decía «tachín» o decía «tachán». Tachín significaba tachar: aquella gasolinera no ofrecía posibilidades. Tachán significaba subrayar: las perspectivas no eran malas, volvería al cabo de unas semanas y hablaría con el dueño. Lo dijo, por ejemplo, en una gasolinera a las afueras de San Javier:

—Tachán. Los dueños son dos y parece que están reñidos…

Lo dijo también en un pueblecito de la carretera de Águilas a Lorca:

—¡Tachán! Se murió el mes pasado. La actual propietaria es la viuda.

Y lo dijo en una gasolinera cercana a la playa de San Juan:

—¡Tachaaán! ¡El dueño es un antiguo emigrante que dejó a sus hijos en Suiza y ahora los echa de menos!

Decidme algún pueblo o ciudad de la zona de Murcia y Alicante, creo que los conozco todos. O por lo menos puedo jurar que conozco todas sus gasolineras, desde Águilas a Villajoyosa. Aquel invierno vivíamos en una urbanización al lado de Santa Pola. Entonces Santa Pola era todavía un pueblo pequeño, con típicas casitas de pescadores, de ésas que tanto gustan a los turistas y que normalmente acaban siendo derribadas para construir edificios de apartamentos para los turistas. La única gasolinera que mi padre consiguió vender fue la de la playa de San Juan, que estaba a unos treinta kilómetros de nuestra casa. Para convencer al suizo (así le llamaba él) tuvo que recorrer esa carretera al menos una veintena de veces.

—¡Bueno! ¡Ya está! ¡Todos conformes! —le oí decir por teléfono—. Mañana mismo empezamos el papeleo.

Finalmente habló con un notario de Alicante y concertó una cita. Estaba orgulloso de sí mismo, también este negocio le había salido bien. Se puso su mejor corbata de la sastrería Sucesores de Bonet y acudió a la notaría. Y allí se pasó toda la mañana, esperando en vano a que aparecieran el suizo y los de la empresa. ¿Entendéis lo que había ocurrido? Sí, la venta se había producido, sólo que un día antes y en otra notaría. Aquella gentuza había descubierto que podían ponerse de acuerdo a espaldas de mi padre y ahorrarse así su comisión. ¿Y qué podía hacer mi padre? ¿Reclamar su parte? ¿Amenazarles? Que amenazara cuanto quisiera: ésos no pensaban soltar ni un duro.

Aquel asunto debió de ser un golpe bastante fuerte para su amor propio. Quedaba claro que mi padre no era el hombre de negocios que él creía ser, no de aquéllos que dejaban que el dinero les persiguiera. Se acabó, por tanto, lo de las gasolineras. Pasaron unos cuantos meses y yo no sabía en qué se habría metido ahora mi padre. Una mañana me asomé al patio del colegio y vi el Tiburón aparcado junto a la pista de baloncesto. Aquel invierno no vivíamos ya en Santa Pola sino en Calpe, en un apartamento a seis kilómetros de Calpe. ¿Para qué habría ido mi padre al colegio? Después del recreo teníamos clase de gimnasia. El profesor nos hizo formar en cuatro filas, los más bajos delante, los más altos detrás, y entonces apareció mi padre, seguido de un hombre calvo con un balón de fútbol bajo el brazo. El profesor acalló nuestros murmullos con un gesto y nos pidió que prestáramos atención a aquellos dos señores. Uno de ellos, el calvo, era un ex futbolista que iba a hacer una demostración de control de balón y el otro, mi padre, un caballero que tenía algo importante que decirnos. Entonces el ex futbolista calvo botó el balón un par de veces y estuvo un buen rato pasándoselo de un pie al otro y del pie al hombro y del hombro a la cabeza y nuevamente al pie, sin dejar nunca que llegara a tocar el suelo, y mientras tanto mi padre sacó una caja del maletero del coche y se mantuvo en silencio mirando la exhibición de su compañero.

—Buenos días, chicos —dijo al cabo de un rato—, ¿verdad que os está gustando? ¿Verdad que también a vosotros os gustaría llegar a ser buenos futbolistas?

El otro seguía con lo suyo, el balón en la cabeza, el balón en un pie, y mi padre habló del deporte, la vida sana y cosas así, y hubo un momento en que nos miramos y fue justo entonces cuando dijo que lo que nosotros necesitábamos era un aporte vitamínico como el que nos proporcionaría desayunar todas las mañanas con Forzacao, el nuevo chocolate en polvo con complemento vitamínico.

—He traído unos adhesivos para vosotros. Y para vuestras madres unos sobrecitos, unos sobrecitos de Forzacao. Decidles que os los pongan mañana en el desayuno. Decid a vuestras madres que os pongan siempre Forzacao en la leche del desayuno. Pero, sobre todo, decidles por qué. ¿Por qué? ¡Por su complemento vitamínico…!

Mi padre se metió por uno de los pasillos entre las filas y fue repartiendo aquellos pequeños obsequios. Yo pensé: «Así que era esto. Hace un mes que tenemos la despensa llena de botes de Forzacao. Es francamente horrible». Cuando llegó a mi altura, nos miramos un momento sin decirnos nada. Cogí el sobrecito y el adhesivo y me los guardé en el bolsillo del chándal. Yo, la verdad, fingí no conocerle. Entre otras cosas, porque aquel año se suponía que mi padre era corresponsal de guerra en Vietnam y no representante de una marca de chocolate soluble. También por otro motivo: porque en ese momento me avergoncé de él. Sí, yo creo que aquélla fue la primera vez que realmente me avergoncé de mi padre, la primera vez que me dije a mí mismo que hubiera querido no ser hijo suyo.

La impresión que me dio fue penosa, y yo supongo que también él se dio cuenta. Lo supongo porque, por la tarde, cuando llegué a casa, no hizo sino repetirme que había hecho un excelente negocio: le había vendido al encargado del comedor de internos una partida de chocolate Forzacao. Pero ¿sabéis por qué me lo decía? Precisamente porque se avergonzaba de sí mismo y quería que esa imagen de simple vendedor ambulante fuera sustituida por la del negociante astuto, porque necesitaba hacerme olvidar su espectáculo de esa mañana.

—Lo del futbolista fue como una especie de gentileza —añadió—. En los colegios agradecen mucho esa clase de cosas. ¿Sabes que llegó a jugar en primera división?

Yo, a partir de entonces, me desentendí bastante de sus ocupaciones. Lo de Forzacao, sin embargo, sé que no le duró mucho porque al cabo de dos o tres meses volví a desayunar chocolate en polvo de la marca habitual. Luego creo que trató de hacer negocios con objetos procedentes de subastas judiciales. El ya nunca me hablaba de su trabajo y yo tampoco le hacía demasiadas preguntas, pero lo de las subastas lo supongo porque a veces llamaban por teléfono y me daban escuetos mensajes para él:

—El jueves, sin falta, a las diez en el juzgado.

El hombre que llamaba era siempre el mismo y, aunque nunca se identificaba, era fácil reconocerle por la voz, grave y anhelante como la de un afónico. Yo le daba el recado a mi padre y ese jueves, al volver del colegio, podía encontrarme en el apartamento decenas, cientos de cajas llenas de tubos de neón, de rollos de papel higiénico, de repuestos para lavadoras. Debía de conseguir todo aquello por muy poco dinero, y el verdadero problema consistía en encontrar a una persona dispuesta a comprárselo por un precio superior. Lo que menos duraba eran las prendas de vestir. Si, por ejemplo, yo llegaba a casa y me la encontraba convertida en un almacén de camisas de topos marca Toyca, podía estar seguro de que todo eso habría desaparecido de ahí antes de dos días. Bueno, también podía estar seguro de que ese invierno no estrenaría camisas que no fueran de topos y de la marca Toyca, pero eso ahora es lo de menos, porque lo que yo quería decir es que mi padre tenía tratos con un mercadillo ambulante y que le compraban toda la ropa que él pudiera obtener. Llegaban unos gitanos con una furgoneta y se llevaban todas las cajas, y al día siguiente volvía a llamar el de la voz grave para dejar uno de esos recados:

—El martes, sin falta, en el juzgado.

Hubo cosas de las que mi padre tardó mucho en desprenderse. Recuerdo, por ejemplo, unos carritos para la compra que permanecieron en casa durante casi dos meses. Pero lo peor de todo fue lo de los canarios. ¿Cuántas jaulas, apiladas unas sobre otras, pueden caber en una de las paredes de un pasillo y en dos de las paredes de un cuarto de estar? ¿Cien jaulas? ¿Ciento cincuenta? No lo sé exactamente, pero puedo decir que lo que nos molestaba no eran las jaulas sino los canarios que las ocupaban. Teníamos que estar todo el día pendientes de ellos, poniéndoles alpiste, cambiándoles el agua, limpiando la mierda de las bandejas para que la casa no apestara. Aun así, su compañía se nos hacía insufrible, y al cabo de sólo dos semanas estábamos los dos tan hartos de oírles cantar que mi padre acabó soltándolos por el balcón. Aquellos pájaros, por cierto, volaban muy mal y, como no estaban acostumbrados a vivir en libertad, se quedaron casi todos en los árboles y balcones cercanos, nostálgicos de su anterior cautiverio. Luego las jaulas desaparecieron de golpe, no sé si mi padre consiguió venderlas o simplemente las tiró a un vertedero.

Un día llamó el hombre de la voz grave y dejó un mensaje inusual:

—Dile a tu padre que llame en cuanto llegue a casa. O mejor, dile que no hace falta que llame. Que no hay nada para él.

Yo le di el mensaje a mi padre, y éste dijo nada más:

—Bien, ahora prepara tus cosas. Hoy se nos acaba el contrato.

Nos fuimos esa misma noche, pero eso de que se nos acababa el contrato del apartamento no creo que fuera cierto. Lo digo porque dejamos la casa llena de tuberías de cobre que mi padre había llevado esa misma mañana. Esto sucedía en el año setenta y dos, y a partir de entonces yo ya nunca supe cuál podía ser el origen de sus ingresos. O a lo mejor lo que ocurría era que ya no tenía ingresos, no al menos hasta el día en que se cruzó en el camino de Estrella. Pero eso, lo de su etapa como agente artístico, ya lo he contado. Y también he contado lo de los ahorros de mis tíos. Ahora, agotado ese dinero, la cuestión era sencilla: ¿de qué íbamos a vivir?

Ya habéis visto que lo normal en nosotros era marchar, siempre marchar. Me he pasado toda mi vida yendo de aquí para allá, con la maleta nunca totalmente deshecha, los oídos acostumbrados a las palabras «nos vamos». ¿Cuántas veces las he mencionado hasta ahora? ¿Y cuántas tendré que mencionarlas de ahora en adelante?

Estaba claro que de aquella urbanización cercana a El Vendrell tampoco tardaríamos mucho en marcharnos. Una mañana mi padre vino a buscarme al salón de las máquinas y los futbolines. Yo no había visto pasar el Tiburón. Tampoco a él le vi entrar. Me había sentado en un taburete, de espaldas a la calle, y miraba cómo el encargado ensayaba una jugada de billar. Luego, no sé cómo, supe que él estaba detrás de mí y me volví muy despacio. No dije nada. Simplemente me levanté. Que mi padre estuviera ahí quería decir que había ido a buscarme al colegio y que alguien le había dicho dónde podía encontrarme durante las horas de clase. Por eso me levanté: porque pensé que me iba a pegar una bofetada y no quería caerme al suelo. Me cogió, de hecho, como si fuera a golpearme y a gritarme, que habría sido lo lógico, pero lo que hizo fue volverse para mirar la calle a través del cristal. Desde allí se veía el Citroën Tiburón y el letrero de la escuela de música Sebastián Armengol, tarifas especiales para grupos, y yo supongo que esa asociación de imágenes le desconcertó. En sólo un instante comprendió que yo había estado siempre ahí, viéndolo todo, entendiéndolo todo, aunque tal vez lo que le desconcertó no fue descubrirme a mí sino descubrirse a sí mismo en aquel sitio, mi sitio, viéndolo todo y entendiéndolo todo como yo mismo lo había visto y entendido. Sí, ya sé que es confuso, pero no encuentro otra manera de explicarlo, y el caso es que mi padre soltó mi brazo y bajó la vista y dijo lo que tenía que decir:

—Nos vamos.

Le seguí hasta el coche. Pregunté:

—¿Adonde?

—Nos vamos y ya está. He metido tus cosas en el maletero.

—¿Mis posters también?

—Tus posters también.

Arrancó. Pasamos por delante del colegio y salimos del pueblo. Os lo acababa de decir: marchando, siempre marchando.