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Llevaba los pantalones arremangados y el agua me mojaba los tobillos. Me gustaba estar así, de pie, inmóvil, en silencio. Me gustaba tener los ojos cerrados y sentir cómo la brisa del mar me revolvía el pelo. También me gustaba escuchar el rumor de las olas e imaginar que me estaban diciendo algo. Me ocurría como con el tictac del despertador en las noches de insomnio, que siempre me decía lo mismo: «No puede ser, sí puede ser, no puede ser». Las olas, en cambio, decían: «Ahooora, ahooora». O decían: «Bueeeno, bueeeno». O también: «Vaaamos, vaaamos».

—¡Nos vamos! —oí, pero no eran las olas.

Abrí los ojos, me volví hacia el pretil. Mi padre estaba junto a la puerta abierta del Tiburón. Con una mano hacía sonar el claxon y con la otra gesticulaba de un modo casi violento, como quien llama un taxi en mitad de un aguacero. No sé. A lo mejor llevaba un buen rato ahí, haciendo sonar el claxon y desgañitándose.

—¡Nos vamos! —volvió a gritar.

Cogí mis zapatillas de deporte y fui hacia él. Avancé con una lentitud premeditada, desafiante, como los futbolistas que son sustituidos con el único propósito de perder tiempo. Me encaramé al pretil con gestos desganados.

—Recoge tus cosas. Tenemos que marcharnos ya.

Yo le miré pero no dije nada. Estaba enfadado con él por lo de siempre, por lo del perro. Mi padre me instó a entrar en el coche y yo me señalé los pies e hice un ademán que quería decir: «Para no manchar». Qué absurdo, a mí nunca me ha importado manchar.

Así pues, volví andando a la urbanización. Llevaba las zapatillas en la mano derecha y el Tiburón de mi padre me seguía a muy pocos metros por la calzada. Recorrimos de esa manera el paseo marítimo y cruzamos el aparcamiento. No se veía ningún signo de vida, ni personas ni automóviles ni ropa tendida en las terrazas. Todas las persianas de la urbanización estaban bajadas, y mi padre y yo parecíamos personajes de una película de gangsters, el coche siguiéndome como para un ajuste de cuentas.

Subí por las escaleras. La puerta estaba abierta y en el cuarto de estar no quedaba ni rastro de muebles. Ni la cómoda ni el sofá ni la mesita de cristal: sólo los horribles estaños de Marisa. De la cocina faltaban la nevera y el horno. Qué podía haber pasado, decidí no preguntarlo. También mi habitación estaba semivacía. Los timbrazos de mi padre me apremiaban desde el portal mientras yo metía en la bolsa mi ropa, mis cintas, mis cuatro o cinco libros, mi colección de recortes del doctor Barnard. Me lavé los pies y me calcé y, antes de salir de allí dejando la puerta tal como la había encontrado, rescaté también alguno de los posters de la pared.

Mi padre me esperaba con el coche en marcha. Arrancó ruidosamente, las ruedas patinando sobre la gravilla, y eso pareció ponerle de buen humor. Volvimos por donde habíamos venido, mucho más deprisa ahora, y cuando llegamos al cruce mi padre tomó el desvío que llevaba a la nacional. La carretera, flanqueada por esporádicas palmeras y por zarzas, era recta y estrecha, y no nos cruzamos con ningún coche hasta que ya estábamos cerca de la nacional. Entonces vimos aparecer un 1430 azul con ostentosos faros antiniebla y mi padre soltó un bufido. Era el coche del administrador, la única persona capaz de ponerse unos faros así en un lugar en el que nunca había niebla. Mi padre y él intercambiaron un saludo sobre la marcha, y luego mi padre se echó a reír como un loco y dijo:

—¡Cabrón! ¡Ahora verás qué sorpresa!

Cogimos la nacional en dirección norte. Mi padre parecía contento y ni siquiera protestaba por no poder adelantar una caravana de camiones. De vez en cuando sacudía la cabeza y decía como para sí:

—Me gustaría poder ver su cara…

No nos detuvimos hasta que el indicador de la gasolina señaló la reserva. Llenamos el depósito y, cosa rara en él, mi padre dio una buena propina al mozo que nos limpió el parabrisas. Un rato después paramos a comer en un restaurante de carretera ante el que estaban aparcados varios de los camiones que no habíamos podido adelantar.

—Nada de menú —dijo mi padre—. A la carta.

Yo seguía tan callado como al principio. Mi padre pidió una ración doble de sesos rebozados, su plato preferido, y dijo de ellos que eran un lujo asiático, su frase preferida.

—Come, hombre —me animaba—. ¡A la salud del majadero del administrador!

Mencionó al administrador y se creyó obligado a darme una explicación:

—La gasolina, esta comida… Las paga él. Se lo tiene merecido por haber tratado de tomarme el pelo.

Ahora mi padre no parecía tan eufórico. Habló del apartamento, de la cantidad que el pasado septiembre había tenido que dejar en depósito, de cómo el administrador se había negado a devolverle ese dinero pretextando que rescindíamos el contrato de alquiler antes de lo previsto.

—La vida es una partida de ajedrez. Él ha movido sus piezas, yo he movido las mías.

Dijo esto con una convicción excesiva, como replicando a una objeción que nadie le había hecho. No sé si estaba tratando de justificarse o de convencerme de algo.

—Por esas birrias de muebles no me han dado casi nada. Pero eso es lo de menos. Alguien tenía que darle una lección, y ese alguien he sido yo, tu padre.

Yo comía en silencio y él creía que con mi actitud le estaba reprochando la apresurada mudanza, el apartamento vacío y todo lo demás. Mi padre soltó una carcajada, pero una carcajada como las de los malos actores, demasiado ruidosa, demasiado perfecta, y añadió:

—¿Sabes quién me lo va a agradecer? ¡Los nuevos inquilinos, que tendrán nevera nueva y estrenarán muebles y ropa de cama!

Su chiste no obtuvo la acogida prevista y mi padre, repentinamente serio, dijo que yo era muy joven y que había cosas que todavía no podía entender. Luego habló de la justicia y dijo que había momentos en la vida en los que tenías que elegir entre pisotear y ser pisoteado. Cuando ya no supo qué decir, dijo simplemente que ya no tenía hambre y apartó su plato. Permaneció el resto de la comida en silencio, como yo mismo. Quería parecer enfadado pero yo sabía que sólo se sentía avergonzado e inerme, tal vez ridículo.

El televisor estaba situado sobre una repisa a unos tres metros del suelo, y el camarero necesitó una vara para encenderlo a distancia. El presentador del telediario dijo que el día anterior había sido secuestrada Patricia Hearst, hija de un magnate norteamericano. Después nos trajeron la cuenta, y el dinero de los muebles quedó un rato sobre la mesa. Mi padre lo miró como miraría un automovilista el cuerpo de un peatón atropellado, y luego juntó las palmas de las manos y me dijo:

—No te lo tomes así, por favor.

Qué infeliz. A mí todo eso me traía sin cuidado, pero él se negaba a entenderlo. Por mí podía haber quemado esos muebles y esa nevera y hasta la urbanización entera con el administrador dentro, y yo jamás se lo habría recriminado. Ya he dicho que yo estaba enfadado por lo de siempre, por lo del perro.

Yo quería tener un perro pero mi padre siempre me soltaba las mismas gilipolleces, que quizá más adelante, cuando las cosas nos fueran mejor, cuando tuviéramos una casa en propiedad. Una casa en propiedad. Con los adultos no hay forma de entenderse: yo le hablaba de tener un perro y él me hablaba de tener una casa, como si entre las propiedades y los perros existiera una relación mágica que a mí se me escapaba.

—El coche es nuestro —replicaba yo para ver hasta dónde llegaba esa relación, y mi padre soltaba un momento el volante y daba una palmada breve y triunfal:

—¡Precisamente!

O sea que no teníamos un perro porque teníamos un coche y no una casa.

—También esas maletas y esa televisión son nuestras.

—¡Precisamente, precisamente!

O sea que no teníamos un perro porque teníamos un coche, tres maletas y un televisor portátil pero no una casa en propiedad. Ya he dicho que a los adultos no hay quien los entienda, aunque ahora pienso que no es tan difícil hablarles en su mismo idioma. A mi padre tendría que haberle dicho:

—Tenemos una playa en invierno, no tenemos vecinos, ¿por qué no tener un perro?

Eso yo creo que lo habría comprendido, pero vete a saber si no habríamos vuelto al principio, a las gilipolleces de siempre y al quizá más adelante y a la casa en propiedad.

Y después de todo, la casa ¿para qué? No era yo el que se quejaba de nuestra forma de vida, de nuestro eterno deambular por muertas urbanizaciones de verano, inhóspitas y fantasmales en esos meses de temporada baja, por apartamentos baratos, impersonales y como desagradecidos, idénticos todos en su olor a piso abandonado y en su silencio de cañerías goteantes. Al contrario: a mí todo eso me gustaba. Yo no recordaba haber vivido de otro modo, y me gustaba pensar que cada invierno sería para mí una playa diferente pero en el fondo la misma, mi playa. ¿Sabéis lo que es pasear por la orilla una fría tarde de enero, hundiendo los pies en la arena húmeda, orgulloso de tus propias huellas, las únicas que aquella playa acogerá durante semanas o incluso meses? Había veces que no hacía otra cosa que mirar mis huellas, a la espera de la ola que había de borrarlas. No voy a decir que eso fuera la felicidad porque, os lo podéis imaginar, yo nunca sería totalmente feliz mientras no tuviera un perro, pero era algo que yo no habría cambiado por ninguno de los lujos de la gente de la ciudad.

Mi padre hablaba a veces de las playas en agosto y de su bullicio de heladerías, motoristas y chicas semidesnudas tomando el sol. Yo eso ni lo había conocido ni quería conocerlo, y casi me ponía de mal humor que él suspirara por tener el dinero suficiente para alquilar uno de esos apartamentos en verano, como todo el mundo. Eso era lo que él quería, tener un piso en la ciudad para los inviernos y alquilar un apartamento en la playa los veranos. Vivir como todo el mundo y no como vivíamos nosotros, que llegábamos cuando todos los veraneantes se iban y nos marchábamos justo antes de que volvieran.

Pero es que mi padre no sabía lo que quería.

—Date una vuelta —me decía—. Los muebles son correctos y hasta bonitos. La nevera funciona. Y asómate a la terraza. Fíjate qué vistas. Estamos en primera línea de playa. ¿Sabes cuánto costaría un apartamento así en Madrid?

Entonces se echaba a reír y decía que ni el más caro de los apartamentos de Madrid tendría jamás esa vista sobre el mar. Luego hablaba de lo que nos costaba a nosotros vivir ahí y repetía varias veces la cifra como en homenaje a su propia sagacidad.

—Un lujo asiático —decía yo, para concluir.

—Exacto. Un lujo. Un lujo asiático.

Era absurdo. Mi padre odiaba ese apartamento como había odiado todos los apartamentos en los que habíamos vivido. Eso, sin embargo, no impedía que pudiera pasarse una tarde entera elogiándolo, elogiando sus hermosas vistas sobre la playa y sus muebles gastados y su nevera con la bombilla siempre fundida. Así era de complicado y contradictorio: él decía que le gustaba precisamente lo que no le gustaba porque creía ser lo contrario de lo que realmente era. A mí, qué queréis que os diga, todo eso me traía sin cuidado. Lo que me sacaba de quicio era que me metiera de por medio y que fingiera desear para mí lo que en realidad deseaba para sí mismo. ¿Me explico?

Pondré un ejemplo, por si acaso. Mi padre se asomaba a la terraza, soltaba su habitual sarta de gilipolleces sobre las bondades de aquel sitio y luego ponía cara de mártir y añadía:

—Lástima que esto no pueda durar siempre. El próximo invierno, me guste o no, lo pasaremos en una ciudad. Tu educación es ahora lo más importante, y este tipo de vida no le conviene a un chico de tu edad.

Eso decía. Otra cosa era lo que tendría que haber dicho:

—A mí tu educación me la trae floja, y me importa un pepino lo que pueda convenirle a un chico de tu edad. El próximo invierno lo pasaremos en una ciudad porque estoy hasta las narices de ir por la vida como puta por rastrojo.

O ni siquiera eso, sino más bien:

—Tu educación me la trae floja, etcétera, y lo que me jode es que el próximo invierno seguiré como hasta ahora porque soy un pobre diablo y no tengo dónde caerme muerto.

Así que yo no quería cambiar de vida y mi padre sí, pero mi padre decía que era por mí por lo que teníamos que cambiar y que si por él fuera seguiríamos así hasta el final. ¿No os decía yo que es absurdo?

Lo que ocurría, sencillamente, era que mi padre y yo éramos diferentes y nunca podríamos llegar a entendernos. Teníamos gustos distintos, y ya está. Mi padre, por ejemplo, estaba orgulloso de su coche, un Citroën Tiburón con matrícula de Madrid comprado de segunda mano. Como era grande, negro y extranjero, mi padre lo consideraba un automóvil de categoría. Tenía, es verdad, cierto aire de coche oficial, y yo creo que él habría sido capaz de colocarle un banderín en la punta de la antena para que la gente nos tomara por embajadores o ministros o algo así. Yo, en cambio, detestaba ese coche, su tapizado de rombos diminutos, el olor espeso y agridulce que despedía, una mezcla de ambientador de cine y meados de gato que obligaba a tener las ventanillas abiertas hasta en invierno. Me parecía un automóvil feo, pasado de moda, triste, y para alegrarlo me dedicaba a llenar de adhesivos la luna trasera. Así por lo menos ya no tenía ese aspecto de coche oficial, porque yo supongo que en eso los embajadores deben de ser como mi padre, que se desesperaba cada vez que descubría un nuevo adhesivo y me amenazaba con el dedo y se lamentaba de no haberme pegado en su momento un buen par de soplamocos. Pero es que mi padre cuando se enfadaba siempre hacía lo mismo, hablaba de zurras y de azotainas como con nostalgia, como si todo aquello formara parte, junto a mi madre y quién sabe qué, de un pasado dichoso e irrecuperable.

Ya lo he dicho: teníamos gustos distintos. Con las calcomanías pasaba lo mismo: yo solía llevar los brazos y el pecho cubiertos de unas calcomanías de colores que vendían en los quioscos, y eso a mi padre le ponía frenético.

—¡Lávate esos tatuajes inmediatamente! —decía—. ¡Pareces un presidiario!

Qué manía. A mi padre le molestaba casi todo lo que a mí me gustaba, aunque él decía que era al contrario, que a mí sólo me gustaba aquello que pudiera molestarle. Había noches en que le daba por ponerse solemne y me salía con alguna de esas teorías suyas: que si la adolescencia no sé qué, que si la adolescencia no sé cuánto. Ganas de complicarse la vida, eso de la adolescencia: éramos diferentes y basta, ¿no es mucho más fácil así?

Veamos más cosas que me gustaban. Me gustaban los posters de tías desnudas, preferiblemente negras, me gustaba echarme en el asiento de atrás y sacar los pies por la ventanilla, me gustaban los concursos de televisión y las tiendas de pepinillos y aceitunas, me gustaba masticar aspirinas y pegar la oreja a la vía para oír el tren, ya sabéis que me gustaban los perros, también me gustaba el olor de las farmacias y salir a la calle con el pelo mojado, me gustaba blasfemar, llevar la camiseta por fuera del pantalón, eructar después de la comida. ¿Queréis saber qué es lo que no me gustaba? No me gustaban las cintas con música de películas, no me gustaba Frank Sinatra porque mi padre decía que se le parecía bastante, no me gustaban los deportes, ningún deporte, no me gustaba ver a mi padre pelar la naranja con cuchillo y tenedor ni la cara que ponía cuando comprobaba los aciertos de su quiniela, no me gustaban las páginas de pasatiempos, los pantalones de cheviot, la naturaleza, los hombres con pelos en las orejas, las gafas de sol, no me gustaba la gente, no me gustaba ninguna de las personas que conocía, y sobre todo no me gustaban las mujeres rubias que se llamaban Estrella. ¿Os parezco un tipo especial?

Estrella nos estaba esperando junto al cartel de la nueva urbanización.

—Apartamentos Sol y Mar —leyó mi padre, tratando de sonreír—. Suena prometedor…

Casi todas las urbanizaciones por las que habíamos pasado tenían nombres compuestos en los que aparecían la palabra Sol y la palabra Mar: Urbanización Vistamar, Apartamentos Playasol, Edificios Cara al Mar. Éstos se llamaban directamente Sol y Mar, Apartamentos Sol y Mar, y mi padre lo leyó como si hubiera algún motivo secreto por el que aquel nombre tuviera que gustarme.

—¿Qué está haciendo ella aquí? —pregunté.

—¿Quién? ¿Estrella?

—Quién va a ser…

—Ya te lo dije. Estrella necesita un agente artístico y yo necesito un trabajo.

Agente artístico. Ahora resultaba que mi padre iba a trabajar como agente artístico y que su artista era esa mujer rubia y rechoncha, con los párpados pintados de azul como las putas. Mi padre detuvo el coche para recogerla, y Estrella me saludó revolviéndome el pelo con la mano, que es una de las dos cosas que más detesto.

—Sigue —le indicó a mi padre—. El tercer portal.

Luego salimos del coche y Estrella me observó con una sonrisa.

—¿Has dado otro estirón? Estás hecho todo un hombre —me dijo.

Que me digan que estoy hecho un hombre: ésa es precisamente la otra cosa que más detesto.

Yo en ese momento sólo tenía una idea en la cabeza: que esa mujer no se quedara a vivir con nosotros. Entramos en el apartamento y lo primero que vi fueron unos marquitos con fotos suyas repartidos por la estantería. Me asomé a uno de los dormitorios y sobre la cama de matrimonio descubrí, todavía a medio deshacer, unas maletas que no podían ser sino suyas. ¿Desde cuándo las artistas compartían habitación con sus agentes? «Te odio», le dije a mi padre con la mirada. Se lo dije con más claridad que si lo hubiera formulado de viva voz, y mi padre apartó los ojos e improvisó un par de apresurados elogios al apartamento.

—Pero todavía no has visto lo mejor —anunció Estrella señalando la chimenea.

Era una de esas chimeneas eléctricas, con leños de plástico que se iluminan por dentro como si fueran ascuas. En ese momento estaba apagada y Estrella, con aire satisfecho, pulsó un interruptor. Mi padre vio encenderse aquella incandescencia falsa y temblona y se echó a reír como un tonto, enseñando una horrible caries en una de las muelas superiores.

—¡Qué gracia! ¡Y además calienta de verdad! —exclamó acercando las palmas de las manos—. Nunca había visto una cosa así…

No aguanté más. Cogí mi bolsa y busqué mi dormitorio. Tenía literas y en la de abajo la cama ya estaba hecha. Me llamó la atención el embozo de la sábana, igualado, sin arrugas, insólito. Coloqué los posters y dejé algunas de mis cosas en la litera de arriba. Luego con mi navaja suiza de ocho usos me dediqué a escribir la palabra mierda en el lateral del armario. Guardé mi ropa, mis libros, mi álbum de recortes. Al cabo de un rato llamaron a la puerta y Estrella me trajo una cocacola con una paja y un emparedado. El emparedado recordaba la bandera japonesa, porque en el centro tenía un primoroso agujero por el que asomaba una yema de huevo. Del cuarto de estar me llegaba la voz de mi padre, colgado del teléfono:

—Tiene usted que oírla. Es sencillamente genial. La nueva María Callas.

Estrella se quedó un momento a verme merendar y me dirigió una de esas sonrisas de señora gorda que todo el mundo califica de maternales. Cuando por fin se marchó, yo pensé: «Menos mal que no me ha pedido que la llame mamá, porque soy capaz de clavarle mi navaja de ocho usos».

Lo que más me fastidiaba era que mi padre también hacía esas cosas por mí, por mi bien, o al menos eso decía. Ocurría lo mismo que con nuestra forma de vida. Yo ni quería ni necesitaba tener una madre. Era él el que no podía vivir sin una mujer que le planchara las camisas por la tarde y se le abriera de piernas por la noche. Claro que mi padre jamás lo habría enfocado así. Él se lamentaba siempre de la temprana muerte de mi verdadera madre y luego hablaba de mi desarrollo emocional y de lo delicada que era la edad en la que yo me encontraba. Gilipolleces. También decía que estaba dispuesto a sacrificar su independencia por mí y que lo importante en esos momentos era darme una familia para que me sintiera arropado, protegido. Más gilipolleces, y el caso es que cada cierto tiempo me aparecía con una fulana que me estampaba dos sonoros besos en los carrillos y acababa pidiéndome que la llamara mamá. Primero fue la hortera de Vicky, que se pasaba todo el día en casa haciendo solitarios y limándose las uñas, luego Marisa, la de los bajorrelieves en estaño. Ahora Estrella.

Entró poco después y vio casi intacta la bandera japonesa del emparedado. Yo me había metido en la cama y me tapaba la cabeza con la almohada.

—Este chico debe de estar malo —oí que le decía a mi padre.

—Voy a ver —dijo él.

—¡Estoy bien! ¡No me pasa nada! —grité yo desde la cálida profundidad de las sábanas.

Mi padre había estudiado medicina pero nunca llegó a ejercer de verdad, y yo creo que no sabía ni poner una inyección. Antes de que yo naciera había trabajado como médico forense en un juzgado. Él nunca hablaba de aquellos años, y casi mejor así. Médico forense. No es que a mí me gustara ser hijo de un señor que un día se presentaba como agente artístico y otro como vete a saber qué, pero, desde luego, es seguro que me habría sentido muy poco orgulloso de él si hubiera seguido trabajando como médico forense. Médico forense. Yo puedo comprender que una persona quiera ser médico y que aspire a sentirse útil a la sociedad, salvando vidas y haciendo cosas así. Puedo comprender que uno quiera ser psiquiatra y pretenda que los locos recuperen la razón, o que quiera ser cardiólogo y pasarse la vida resucitando señores fulminados por un infarto. Hasta entendería que alguien aspirara a ser dentista y a sentirse orgulloso de la honesta artesanía de los empastes y las dentaduras postizas. Pero ¿médico forense? ¿Puede existir gente en el mundo con una vocación así? ¿Conocéis a alguien capaz de estudiar medicina para luego encerrarse en un juzgado a rellenar formularios, redactar informes y aguantar a jueces viejos y malhumorados?

Claro que tampoco mi padre debía de suspirar por esa clase de vida, y yo supongo que lo que él habría querido ser era cirujano. Sí, un cirujano eminente, mundialmente reconocido, como el doctor Barnard, a quien tanto admiraba. De hecho, mi colección de recortes de revistas la había empezado él. Fue él quien un día de finales del sesenta y siete compró un portafolios y le puso el título de «Doctor Barnard, el as de corazones».

—Un trasplante de corazón, ¿te das cuenta? —me explicaba con un temblor de entusiasmo en la voz—. Ya nada será igual a partir de ahora. ¿Quién podía imaginar hace unos meses que un hombre podría vivir con el corazón de otro?

Yo tenía entonces ocho años, y también a mí me parecía que el mundo había cambiado de repente, que ese médico sudafricano había abierto las puertas de un futuro en el que todo era posible. Mi padre buscó las tijeras y recortó las fotos que aparecían en los reportajes de las revistas. Luego las fue pegando en diferentes cuartillas, al lado de la fecha y de algún comentario personal.

—Mira ésta. Aquí está Criss Barnard con su equipo de médicos en Ciudad del Cabo.

Barnard era un hombre apuesto, elegante, con aspecto de antiguo campeón de tenis, y sonreía como el hermano pequeño de Bonanza, mi serie favorita de aquellos años.

—¿Y éste que está en la cama?

—¡Louis Washkansky! ¡El primer hombre que ha tenido el honor de llevar en su pecho un corazón ajeno!

—Está sonriendo.

—¡Claro! La operación ha sido un éxito.

Mi padre hablaba de aquella operación como si él fuera el cirujano jefe y adoptaba una actitud de cardiólogo experto cuando leía en voz alta los términos especializados que reproducían los periódicos: aquellas ocasiones fueron tal vez las únicas en las que le vi comportarse como lo haría un médico.

Un día apareció por el apartamento con aspecto decaído y arrojó sobre la mesa un periódico abierto.

—Washkansky ha muerto —anunció, luctuoso.

—No puede ser… —dije.

Mi padre asintió tristemente con la cabeza y explicó algo sobre el rechazo del organismo al nuevo corazón y sobre mecanismos de inmunidad. Yo no entendía nada pero estaba igualmente desolado. Permanecimos luego unos minutos en silencio, y yo cogí el periódico y pregunté:

—¿Lo recorto?

Mi padre se encogió de hombros. El fracaso de Barnard le había afectado muy profundamente.

A partir de ese día fui yo quien se ocupó de la colección. Pasé el resto de la tarde poniendo en orden los recortes que ya teníamos y hojeando periódicos atrasados en busca de alguno que se nos hubiera escapado. Unas semanas después dijeron por la televisión que el doctor Barnard había vuelto a realizar otro trasplante. Corrí a avisar a mi padre.

—El paciente se llama Philip Blaiberg —decía el locutor—. Es dentista, y parece que su evolución posterior a la intervención está siendo satisfactoria.

En aquella época todavía no teníamos el Tiburón. Teníamos un Seat 1500 gris con una bocina en la que sonaban las primeras notas de El puente sobre el río Kwai. Fuimos en el 1500 a comprar un periódico vespertino y guardé el recorte que hablaba de la operación. Las semanas siguientes las pasé pendiente del estado de salud de ese desconocido dentista sudafricano. Llegaba mi padre con el periódico y me decía:

—Página siete. Blaiberg ha superado la reacción de rechazo. Los médicos se muestran optimistas.

Yo buscaba la página indicada y la incorporaba a mi colección. Día tras día, iba haciendo un completo y cuidadoso seguimiento de la evolución del corazón de Blaiberg, en el que no faltaban artículos de opinión de prestigiosos especialistas españoles ni entrevistas con familiares y amigos del enfermo y con médicos del equipo de Barnard. Las notas de prensa, sin embargo, eran cada vez más escuetas y, para mi decepción, hubo incluso algún día en que ni siquiera se mencionó el asunto, como si los periodistas hubieran decidido desentenderse de él. Pero Blaiberg seguía vivo, y cada día que pasaba era un triunfo para Barnard. Un triunfo también para mi padre y para mí.

Cuando se cumplieron los dieciocho días del trasplante apareció un pequeño titular que decía «El corazón de Blaiberg resiste más que el de Washkansky». Decidimos celebrarlo por todo lo alto. Abrimos una botella de litro de cocacola y unas latas de sardinas y berberechos.

—¡Por Blaiberg! —brindamos.

—¡Por el doctor Barnard, as de corazones! —brindamos.

—¡Por todos los médicos del Groote Schuur! ¡Y por las enfermeras! —brindamos.

Yo creo que ni siquiera en esa lejana clínica sudafricana lo celebraron con el feliz entusiasmo con que nosotros lo hicimos. Seguimos brindando hasta que se nos acabó la cocacola. Y con ella prácticamente se acabó todo. A partir de entonces los periódicos dejaron de informar sobre la evolución del enfermo. Nada. Ni una simple nota, ni un par de líneas perdidas en la sección de ciencia y salud.

—No te lo tomes así —me decía mi padre—. Si no dicen nada será porque todo va bien.

A mí eso me parecía injusto. Si Blaiberg se hubiera muerto como se murió Washkansky, seguro que le habrían dedicado páginas enteras. Qué silencioso estaba siendo el éxito de Barnard y qué ruidoso habría sido su fracaso.

Pasaron varias semanas sin noticias de Blaiberg, y también yo fui olvidándome del asunto. Me despreocupé hasta tal punto de mi colección de recortes que ya ni siquiera me molestaba en echar un vistazo al periódico cuando mi padre lo dejaba abandonado en el sofá.

—¡Ven! ¡Date prisa! —me llamó una noche desde su dormitorio.

Debíamos de estar ya en mayo. Mi padre tenía dificultades para conciliar el sueño y solía meterse en la cama a escuchar la radio hasta altas horas de la madrugada. Llegué a su habitación. Con una mano me pidió silencio mientras con la otra señalaba la radio-despertador.

—Estenosis aórtica —susurró, sacudiendo la cabeza arriba y abajo con solemnidad.

—¿Qué?

Mi padre me chistó para hacerme callar y volvió a señalar la radio. El locutor estaba hablando de una operación que iba a realizarse por la mañana en una clínica madrileña.

—Acto seguido, y en presencia de algunos de nuestros más prestigiosos cardiólogos, procederá a hacer una demostración de sus técnicas quirúrgicas, efectuando un trasplante de corazón de un perro a otro perro.

Prosiguieron luego con la información deportiva, y yo miré a mi padre con ansiedad.

—¿Dónde? —pregunté.

—En Madrid.

—¡Sí, pero dónde!

—En la clínica La Paz…

Permanecimos un momento en silencio, mirándonos nada más. Luego mi padre echó un vistazo al reloj de la radio y dijo:

—Vístete. Nos vamos dentro de media hora.

Entonces vivíamos en una urbanización en la provincia de Murcia, no muy lejos del Mar Menor. Nos esperaban una noche cerrada y cuatrocientos kilómetros de carreteras mal asfaltadas. El viaje iba a ser largo y pesado, pero eso nos traía sin cuidado. Mi padre me dijo que me echara a dormir en el asiento de atrás. Yo, sin embargo, estaba demasiado nervioso para pensar en dormir. Me senté a su lado. Mi padre me cubrió las piernas con una manta de cuadros escoceses y arrancó. Luego estuvo unos minutos manipulando la radio y encontró una emisora en la que sonaban las canciones de My Fair Lady y Los paraguas de Cherburgo. Nos pasamos más de una hora tarareándolas, porque en aquella época a mí todavía no me disgustaba la música de películas, y recuerdo que me sentía feliz así, envuelto en aquella manta al lado de mi padre, siguiendo con la mirada las rayas blancas de la carretera, canturreando. Volvimos a hablar de Barnard y de sus operaciones prodigiosas, y yo tragaba saliva y trataba de imaginar lo que ocurriría horas después, cuando consiguiéramos verlo en la clínica. Fijaos qué absurdo. Yo me lo imaginaba viniendo desde el final de un largo pasillo en el que había un cartel con una flecha que decía «Quirófanos». Yo estaba en el otro extremo del pasillo y le veía avanzar hacia mí, lento, solo, impenetrable. Llevaba puesta su ropa de trabajo y, a medida que avanzaba, se quitaba alguna prenda. Primero un guante, luego el otro, después el gorrito verde. Llevaba la boca cubierta por una mascarilla también verde, y sólo se la quitaba al llegar junto a mí. Entonces me mostraba la franca sonrisa de las fotografías y me decía en un castellano perfecto: «La intervención ha sido un éxito». Y, claro, yo sonreía también, y me ponía a aplaudir hasta que las manos casi me dolían: ¡tres hurras por el doctor Barnard…!

—Aprovecha para dormir —me insistía mi padre.

—No tengo sueño.

Dije esto, pero lo cierto es que la mayor parte del viaje la pasé durmiendo. Desperté cuando ya estábamos en Madrid y mi padre preguntaba a un guardia la dirección de la clínica. Dimos no sé cuántas vueltas hasta encontrarla. Por fin, mi padre aparcó el 1500 y dijo:

—Ya estamos.

Yo miré la fachada de la clínica y automáticamente me eché a temblar. Así es. Estaba tan nervioso que me temblaban las manos, las rodillas, los pies. Era como si me estuviera muriendo de frío: respiraba sin compás ninguno y los dientes me castañeteaban igual que cierto día de Reyes en que probando un barco de juguete me caí a un estanque. Pero aquella mañana no hacía frío en Madrid.

—¿Sales o no? —me preguntó mi padre.

Salí. Le seguí por la acera y por las escaleras hasta la entrada, y allí un hombre de uniforme nos paró y nos preguntó qué queríamos.

—Queremos ver al doctor Barnard.

El hombre nos dijo que, si no éramos periodistas ni familiares de enfermos, no estábamos autorizados a entrar. Tuvimos, pues, que esperar en el exterior. Yo me senté en un rincón y mi padre fue a un bar cercano a buscar unos bocadillos de salchicha. De la clínica entraba y salía gente sin parar, y en las escaleras había una docena de personas esperando. A mí me gustaba creer que eran todos periodistas pero la verdad es que tenían aspecto de simples curiosos, como nosotros. Yo miraba a mi alrededor y pensaba que, por supuesto, nada iba a ser como había imaginado. Llegó mi padre con los bocadillos. Estuvo un rato explicándome lo que íbamos a hacer, y yo observaba las comisuras de sus labios manchadas de mostaza y seguía temblando.

—No creo que tarde demasiado. He visto que ya han llegado los de la tele. Nosotros iremos a recibirle a la puerta del coche. Le saludaremos. Tú le pedirás un autógrafo y yo os haré una foto juntos.

Yo sólo hablaba para poner objeciones: ¿y si tenía prisa?, ¿y si no conseguíamos hablar con él?, ¿y si resultaba que la gente le molestaba? Mi padre sacudía la cabeza con la boca llena de salchicha.

—El doctor Barnard es un caballero. Y a los caballeros la gente como nosotros no les puede molestar.

La espera se prolongó tanto que, acostumbrado a mi propio nerviosismo, acabé dejando de temblar. Seguía llegando gente y, sin embargo, en las escaleras permanecíamos más o menos los mismos que antes.

—¿Lo ves? No tendremos ningún problema para acercarnos a saludarle —decía mi padre.

Llegó Barnard. Mejor dicho: llegaron tres Mercedes Benz. Nosotros corrimos hacia el primero pero no era el de Barnard. Corrimos después hacia el segundo, y tampoco. El tercero, por supuesto, sí que era el coche que traía a Barnard, pero, para cuando nos dimos cuenta, era tal la cantidad de gente que se había congregado a su alrededor que resultaba imposible acercarse a menos de seis o siete metros. ¿De dónde habían salido todos aquellos periodistas con sus cámaras y sus micrófonos? Mi padre me tenía cogido de la mano, y yo sólo veía nucas, espaldas, culos que pugnaban por acercarse unos cuantos centímetros más hacia donde previsiblemente se encontraba Barnard.

—¡Sí, es él! ¡Ya lo he visto! —anunció mi padre, alzándose sobre las puntas de los pies y oscilando como un tentetieso.

Me cogió por las axilas y me subió a sus hombros para que también yo pudiera verle. Y en efecto le vi. Estaba de pie junto a la puerta abierta del Mercedes, contestando a las preguntas que le hacían, y con una mano se alisaba el pelo despeinado por el viento. Luego saludó con una sonrisa y trató de abrirse camino hacia los escalones. Entonces mi padre echó a correr y yo vi que nos dirigíamos hacia la puerta de la clínica, donde una comitiva de médicos de bata blanca y señores con traje y corbata esperaba pacientemente al ilustre cirujano. Nos colocamos a escasos metros de ellos y mi padre me bajó al suelo. Me dio un bolígrafo y una libreta y sacó su cámara de bolsillo.

—Cuando yo te diga, corres hacia él —me dijo.

Se había formado un estrecho pasillo de gente en dirección a la entrada, y Barnard avanzaba flanqueado por media docena de señores con aire de peces gordos y autoridades.

—¡Ahora! —me gritó mi padre.

Yo vi que Barnard pasaba por delante de nosotros pero no me moví.

—¡Venga! ¡Ya! ¡No seas tonto!

Yo seguí quieto en mi sitio. Hubiera querido obedecer pero una fuerza secreta me tenía como paralizado.

—¡Corre!

Si ahora corrí fue porque mi padre me empujó. De golpe me encontré abalanzándome hacia el grupo de Barnard. Llevaba en una mano el bolígrafo y en la otra la libreta y, cuando ya me hallaba a apenas un metro de Barnard, alguien me puso la mano en el pecho y me apartó. Fue entonces cuando él me miró. Se detuvo a mirarme y todos los que estaban con él también lo hicieron. De algún modo me convertí momentáneamente en el centro de atención. Barnard sonrió, dijo unas palabras que yo no entendí y señaló mi libreta. Se la tendí, tembloroso, y Barnard garabateó unos signos incomprensibles y me la devolvió con un gesto amable. Lo demás fue cosa de muy pocos segundos. De repente todos desaparecieron en el interior de la clínica y mi padre y yo, solos en las escaleras, nos miramos.

—¡La tengo! ¡Tengo la foto! —proclamó él, alzando su cámara de bolsillo.

Yo no podía creérmelo. Barnard me había sonreído y me había firmado un autógrafo. Unos instantes de su vida me habían pertenecido. Estaba feliz.

—¿Qué te había dicho? —sonrió mi padre—. Barnard es un caballero.

Nos tomamos otro bocadillo de salchicha y emprendimos el viaje de vuelta. Mientras salíamos de Madrid hicimos sonar varias veces El puente sobre el río Kwai con la bocina.

—La foto y la firma serán las joyas de tu colección —me dijo mi padre.

—Sí —dije yo, sacando la cabeza por la ventanilla.

En cuanto al corazón de Blaiberg, más tarde supe que resistió un año y pico. Cuando se murió, yo ni siquiera me enteré.

—Y tu padre, ¿qué es?

Claro, yo nunca decía que mi padre fuera médico. Eso me sonaba a mentira y, puestos a decir mentiras, prefería elegir alguna que me gustara.

—Instructor de astronautas. Les enseña cómo conducir el cohete, cómo realizar un alunizaje, cosas así. Hasta la semana pasada vivíamos en Cabo Kennedy. Teníamos una piscina en forma de corazón y Armstrong venía todas las semanas a bañarse con nosotros. Es un buen amigo de mi padre. Los otros dos también, pero sobre todo Armstrong.

En el año sesenta y nueve mi padre había sido instructor de astronautas, en el setenta corresponsal de guerra en Vietnam, en el setenta y uno director técnico del equipo ciclista en el que corría Ocaña, en el setenta y dos agente secreto al servicio de una organización internacional, en el setenta y tres realizador de programas de televisión. Ahora mi padre era agente artístico de Estrella y yo eso no lo podía tolerar.

—Y tu padre, ¿qué es?

—Mi padre es científico. Tenemos en casa una computadora que llega hasta el techo. Grandísima.

—¿Más grande que la gorda ésa que te ha traído en coche?

El que había hablado era Marañón, un chico grandote, repetidor, orgulloso de los cuatro pelillos que le crecían sobre las comisuras de los labios. Los otros rieron. Yo miré a Marañón y pensé: «Ésta te la guardo, gilipollas. Aquí nadie se ríe de mi padre ni de sus novias sin mi permiso».

Yo sabía lo que era ser nuevo en un colegio. También sabía lo que tenía que hacer para ganarme el respeto de los demás. El hermano Ramón tocó el silbato y todos volvimos al aula para la clase de geografía. Después teníamos gimnasia. Bajamos al vestuario y yo esperé a que hubieran entrado todos para cerrar la puerta. Luego me subí de un salto a uno de los bancos y grité:

—¡Marañón, ven aquí!

Se volvió Marañón y se volvieron todos. Me miraban como tenían que mirarme, con una media sonrisa de curiosidad, esperando que fuera a hacer alguna payasada para granjearme su admiración. A lo mejor pensaban que iba a hacer el pino sobre el banco o a dar un salto con voltereta incluida.

—¡Marañón! —repetí.

—Qué pasa… —contestó él, indolente, y se fue abriendo camino hacia mí con pasos lentos, calculados, como un hombre duro en una película de vaqueros.

Cuando lo tuve delante le dediqué mi más amplia sonrisa. Marañón agitó la cabeza en un ademán de impaciencia. Los demás, expectantes, habían hecho lo que yo sabía que harían: formar un corro a nuestro alrededor. Para ellos era la primera vez. Para mí no. Yo montaba una escenita así siempre que cambiaba de colegio. Marañón me devolvió la sonrisa como en anteriores ocasiones me la habían devuelto otros: Hurtado, Gutiérrez, aquel desdentado del que ya ni me acuerdo. Lo importante era escoger al más chulo de la clase.

—¡Qué! —gritó él, mostrándome las palmas de las manos, y yo me bajé la cremallera del pantalón y le dije:

—O me comes la polla o te hincho un ojo.

Bueno, el resto casi no vale la pena contarlo. Todos los chavales, incluido Marañón, me observaron boquiabiertos, como si no creyeran lo que acababan de oír. Al fin y al cabo ninguno pasaba de los catorce años. Yo disfrutaba diciendo guarradas y amenazando a la gente, así que me puse a gritar como un energúmeno. ¿Me había oído o no? ¡No se lo repetiría más! ¡O me comía la polla o le hinchaba un ojo!

Marañón, por supuesto, no me comió nada, y yo tuve que hincharle un ojo, que era lo que quería. Al momento llegó el hermano Ramón, que me cogió de una oreja y me arrastró hasta el despacho del rector. Me soltaron unos cuantos sermones y luego llamaron a mi casa para que alguien viniera a buscarme.

—Una semana de expulsión —decretaron.

Una semana, un mes, un año. A mí eso me daba lo mismo. Lo que me importaba era que, cuando volviera, sería el más respetado de toda aquella pandilla de mamones.

Estrella me había llevado aquella mañana al colegio porque le cogía de paso para El Vendrell, donde recibía lecciones de canto tres días a la semana. Los lunes, los miércoles y los viernes. Estrella quería ser cantante de ópera. O de zarzuela, sí, de zarzuela, y si yo hasta entonces había concentrado mis odios en la música de películas, ahora tenía ya otro género al que detestar. Pensaréis que soy un maniático o algo así, pero es que vosotros no sabéis lo que es vivir con una persona que se pasa el día cantando zarzuelas. Una pesadilla. Un auténtico suplicio. A lo que más se parecía mi vida era a esos inaguantables programas de televisión que se llamaban Antología de la zarzuela o Páginas de oro de la historia de la zarzuela. Y todo por culpa de Estrella y de los malditos consejos de su profesor de canto.

—Ayer don Sebastián me dijo los tres secretos de las grandes divas…

—Ensayar, ensayar y ensayar. ¡Es la cuarta vez que lo repites!

—Pues eso. A ensayar, a ensayar y a ensayar.

Estrella ensayaba mientras fregaba o barría, y entonces cantaba aquello de «pobre chica la que tiene que servir». Ensayaba cuando tendía la ropa, y yo desde la playa la oía gritar «¡salero, salero!, ¡él me tiene muy ufana porque hay muchas que le quieren y se quedan con las ganas!». Ensayaba también en el Tiburón cuando me llevaba al colegio: «De España vengo, soy española, en mis ojos traigo luz de su cielo». Ensayaba, en fin, siempre que me tenía al lado, y si había algo que de verdad me sacaba de quicio era que de golpe me mirara con ojos de chulapona enamorada y me soltara aquello de «ay, Felipe de mi alma, Mari Pepa de mi vida…». Porque no sé si lo he dicho, pero yo me llamo Felipe, y si cualquiera de sus canciones me molestaba, os podéis imaginar que aquélla directamente me indignaba. Una canción dedicada a mí: era lo que me faltaba. Esa mujer había confundido la vida con un musical y pretendía darme un papelito en su película.

Bueno, a lo mejor he exagerado cuando he dicho que cantaba a todas horas y en todas partes. Lo cierto es que por la tarde solía tumbarse en el sofá a hojear sus revistas de decoración y comer bombones de licor. Comía tantos que acababan sentándole mal y se ponía a hipar como una endemoniada. Nunca he visto a nadie que hipara como ella. Sus hipos eran lo más parecido a un movimiento sísmico: el epicentro se situaba en un lugar indeterminado en el interior de su inmensa cavidad torácica, y de allí brotaba un espasmo descomunal que recorría su organismo entero, subiendo primero hacia la coronilla y descendiendo después hasta los dedos de los pies, y sacudiéndole, por este orden y con energía decreciente, las enormes tetas blandas, la papada, la melena rubia teñida, otra vez las tetas, para seguir con la tripa y el culo y acabar agotándose en los muslos y las pantorrillas. No te podías sentar a su lado cuando se ponía así. Yo, al menos, no: tenía la impresión de que ese terremoto se comunicaba a los muelles del sofá y a las baldosas del suelo, y de que desde allí las ondas sísmicas se repartían retumbando por la habitación y llegaban como amplificadas hasta la vitrina de la pared, donde la vajilla que mi padre compró como recuerdo de Benidorm temblaba levemente y emitía un último tintineo de desaprobación.

—Perdón —decía ella entonces, tapándose la boca con la mano, pero eso no había manera de perdonarlo.

Las revistas que Estrella leía se llamaban El hogar y la moda y El mueble español. Ella soñaba con llegar a ser algún día rica y famosa y con tener una casa como las de las fotos.

—Fíjate qué salón, qué dormitorios… ¡Pero si son tan grandes como todo este apartamento! —exclamaba, volviendo la revista hacia el sillón en el que suponía que yo estaba—. ¿Qué te parecería, eh? ¿Qué te parecería vivir en una casa así?

—¡Esas casas son una gilipollez, y los que viven en ellas unos gilipollas! —contestaba yo desde mi cuarto, desde la litera de arriba, que era donde me tumbaba cuando no quería dormir sino sólo dejar que el tiempo pasara.

Una vez la vi llorar por una de esas casas de las revistas. Esa tarde no me había movido de ese sillón, el sillón en el que nunca estaba cuando se suponía que estaba, y de repente oí un sollozo entrecortado y vi cómo Estrella se sacaba el pañuelo de la bocamanga para enjugarse las lágrimas. El suyo fue un llanto prolongado y silencioso, casi placentero, y yo contuve la respiración porque esas cosas me ponen nervioso: poca gente podrá decir que me ha visto llorar.

Estrella empezó a moquear y se sonó ruidosamente. Luego soltó un hipo, agitó la cabeza y acarició la página con delectación. Claro, ella creía que estaba sola, y justo eso es lo que yo hubiera querido. Yo seguía ahí, en el sillón, sin mover una ceja y sin entender lo que ocurría. Entonces Estrella se incorporó un poco en el sofá y de alguna extraña manera advirtió mi presencia. Se volvió hacia mí y me tendió su revista. Estaba abierta por una página en la que se veía un cuarto de baño con las paredes de mármol y una inmensa bañera triangular en una esquina. Yo la interrogué con la mirada.

—Sensibilidad, Felipe, sensibilidad —me dijo—. No puedo evitarlo. La belleza siempre me ha hecho llorar. Empiezo con escalofríos y al cabo de un rato estoy llorando a moco tendido… Por eso sé que nunca me equivoco cuando estoy ante una obra de arte.

¿Un lavabo? ¿Un lavabo podía ser una obra de arte? Eché un nuevo vistazo a la foto y le devolví la revista. Estrella cerró los ojos con emoción y sonrió.

—Te has vuelto loca —le dije, pero se lo dije con cariño. Lo cierto es que en aquel instante me daba un poco de lástima, con tanto lagrimeo y tanta sensibilidad.

Había una cosa que me gustaba de Estrella: que jamás me reñía ni me daba órdenes ni me pedía explicaciones. Todo lo contrario que mi padre, que cada dos días me venía con alguno de sus sermones.

—Empezaste como era de esperar, haciendo tu numerito de todos los años —me decía con ademanes de persona que no se escandaliza por nada.

Se refería al episodio de Marañón y el vestuario. Él lo llamaba así, mi numerito de todos los años, y yo me encogí de hombros igual que había hecho en las ocasiones anteriores.

—Esta tarde han vuelto a llamar —prosiguió—. Supongo que sabrás la razón…

—Ni idea.

Estábamos viendo la televisión. Ponían una película con James Mason o con Laurence Olivier, siempre los confundo. Estrella me trajo uno de esos horribles yogures que hacía con la yogurtera y lo revolvió con una cucharilla. Yo, sin probarlo, lo dejé sobre la mesita. Mi padre se frotó el puente de la nariz como suelen hacer los que llevan gafas. Pero mi padre nunca ha llevado gafas.

—Me han mandado el parte de asistencias y has faltado la mitad de los días.

Dijo esto y luego se me quedó mirando como quien espera una respuesta. Yo, sin embargo, no dije nada. Me levanté un momento del sofá y subí el volumen de la televisión. Ésa era una de las cosas que más le irritaban. Le oí tragar una larga bocanada de aire.

—Tal vez se hayan equivocado, no lo sé. Tal vez me hayan mandado las faltas de otro chico… —agregó.

«Tal vez», asentí yo con un gesto. Mi padre trató de sonreír y Estrella intervino desde la cocina:

—Cuando yo lo llevo, seguro que no falta.

Mi padre ni se inmutó, y yo sabía que ahora volvería a las gilipolleces de siempre, a lo de que me encontraba en una edad delicada, a lo de que no se nos podía tratar a todos como si fuéramos iguales.

—Yo, a tus años, era también muy reservado —continuó—. Y muy rebelde. ¿Quieres que te diga un secreto?

Yo negué con la cabeza pero igualmente mi padre me contó no sé qué sobre una gamberrada que había hecho muchos años atrás, algo con unas chinchetas o unos clavos o algo así. Yo estaba temiendo por la vida de James Mason o Laurence Olivier, al que en ese instante encañonaban con una pistola, y mi padre me hablaba de unas chinchetas y de la persona en cuyo culo se habían clavado esas chinchetas.

—Fui a verle y le dije: «He sido yo, lo siento». Y él, ¿sabes qué hizo? Me dio la mano. Como a un hombre, como a una persona mayor.

Estrella se sentó a mi lado y en un susurro me preguntó si no me apetecía el yogur. Me dijo que esa vez le habían salido espesos, como a mí me gustaban, y luego soltó un hipo.

—«Si tienes edad para ser libre, también la tienes para ser responsable», dijo. Fue una gran lección —afirmó mi padre, satisfecho de sí mismo y de su pasado.

Al final no hubo ningún disparo en la televisión, y de lo que mi padre decía yo sólo percibía unas cuantas palabras, casi todas terminadas en -ad: libertad, responsabilidad, dignidad. Su discurso era como los ripios de un poeta con pretensiones.

—El dinero, la fama, el poder… La dignidad no tiene nada que ver con eso. La dignidad es otra cosa.

La dignidad, la dignidad: ya os hablaré de mi padre y de su famosa dignidad. Entonces él me miró a los ojos y se enfadó conmigo porque yo no le miraba.

—¿Me lo prometes? —me preguntó muy solemne—. ¿Me prometes que no volverás a faltar?

—Te lo prometo —dije, todavía sin mirarle.

En ese momento Estrella soltó otro hipo, y mi padre se volvió rabioso hacia ella:

—Has vuelto a beber, ¿verdad? ¿Y así quieres llegar a ser una gran cantante? ¡Una grandísima borracha! ¡Eso es lo que acabarás siendo!

Estrella juró que no había bebido y era verdad. Lo único que había hecho era zamparse una caja entera de bombones de licor.

Al día siguiente volví a faltar al colegio. Supongo que sería un martes o un jueves, que eran los días en que Estrella no me llevaba en el Tiburón. Los martes y los jueves me levantaba a la hora debida, desayunaba cualquier cosa en la cocina y luego me echaba a correr hacia la parada del autobús. Lo normal, sin embargo, era que me detuviera a medio camino y me sentara en la arena a mirar el mar. Os parecerá una tontería pero eso era todo lo que hacía, mirar el mar, y así me encontraba a gusto. Escuchaba la voz de las olas: bueeeno, bueeeno, vaaamos… Las veía acercarse y crecer y acabar rompiendo contra la orilla, y luego escogía una de ellas y perseguía su regreso con la mirada y, aunque enseguida la perdía, yo sabía que esa ola no había desaparecido, que no se había ido del todo, y que mi pensamiento podía viajar con ella hacia algún sitio mejor y más dichoso, hacia una playa desconocida en la que tal vez hubiera alguien que me estuviera esperando. Y había momentos en los que en efecto tenía la sensación de estar viajando, pero viajando como en los sueños felices, sin esfuerzo, sin cansancio, deseoso únicamente de prolongar ese viaje el mayor tiempo posible. ¿Sabéis una cosa? Yo creo que la felicidad tiene música de trompeta. Yo al menos, cuando me sentía arrastrado hacia aquellas playas remotas, acababa oyendo una melodía suave, cálida, susurrante, casi humana, y aunque luego habría sido incapaz de reproducirla y tal vez hasta de reconocerla, sabía que aquel instrumento era una trompeta, una trompeta con sordina como la que tiempo atrás le había visto tocar a un músico negro en televisión. Oía esa música de trompeta muy cerca de mí, como si me estuvieran hablando al oído. La sentía en la mejilla como una caricia y se me erizaban las escamas de la piel, y yo entonces contenía la respiración porque sabía que en cualquier instante vería a la persona que me estaba esperando en esa playa desconocida al otro lado del mar, y esa persona era una chica, mi chica, que se me aparecía como en los duermevelas, sin rostro o con un rostro oscuro e indefinido, y de la que sólo sabía que era bailarina porque llevaba siempre un tutú blanco, reluciente. La veía. La veía durante un rato que se me antojaba siempre demasiado breve. Luego, de golpe, volvía a encontrarme en mi playa, en la misma playa en la que había iniciado ese viaje, y trataba de retener la imagen de mi bailarina como quien se aferra a un sueño placentero que un timbrazo inoportuno acaba de interrumpir.

—¡Cabrón! ¡Esta vez me has dado! —gritó Marañón, y yo cogí otra piedra y se la lancé.

Esa mañana estaba lloviendo pero a mí no me importaba. Le volví la espalda y anduve por la orilla hasta el lugar en el que había dejado la cartera y las zapatillas. Marañón me seguía, oscuro y silencioso, y yo lo sabía sin necesidad de mirarle. Yo había pasado por muchos colegios y todos me parecían iguales. En todos había un gordo, un pelirrojo y un tonto. En todos había también un repetidor que quería ser amigo mío y me seguía a todas partes.

Me senté sobre la cartera y dejé que el agua de lluvia me resbalara por la cara. Marañón se sentó a un par de metros. Yo ni le miré. No lo quería como amigo porque a mí los amigos me duraban muy poco. Un par de años antes había tenido uno. Se llamaba Wilfredo. Tenía sesenta y tantos años y un detector de metales. Recorría las playas buscando monedas, anillos, cadenitas, y a mí me gustaba acompañarle. Había días en que no encontraba más que unas cuantas llaves oxidadas, pero una vez halló un reloj de oro. Aquello debía de valer un dineral.

Cerré los ojos y traté de imaginar que estaba solo.

—Oye, ¿tú te haces pajas? —me preguntó Marañón, el muy cerdo.

Fingí no haberle escuchado.

—Yo me hago muchas —prosiguió él—. Tres al día. Una en la cama, cuando me despierto. Otra antes de comer, en el lavabo. Y otra en…

—¡Cállate, gilipollas! —le grité y, como no tenía a mano ninguna piedra, le lancé una zapatilla.

Marañón se puso a hacer montañitas con la arena húmeda y yo pensé que finalmente me dejaría en paz. Pero no. Al cabo de un rato volvió a hablar de lo mismo. ¿Por qué tenía que contarme todas esas guarradas?

—¿Sabes lo que hago? Me la meneo con un calcetín. Así da más gusto. ¿Y has probado a ponerte una mosca? Coges una mosca, le arrancas las alas y te la pones en el capullo. Cuando estás en la bañera no hay nada mejor. La cuestión es mantener la polla fuera del agua. Como un periscopio, ¿entiendes?

No pude aguantarlo más. Me levanté de un salto, me eché sobre él y le apreté la cara contra la arena. Él trató de zafarse pero yo le tenía inmovilizado. Le había doblado un brazo a la espalda, y cada vez que se lo apretaba Marañón profería un aullido de dolor.

—¿No te había dicho que te callaras? ¡Gilipollas!

—¡Suéltame, por favor! ¡Te juro que me callaré! —me suplicó.

Le solté finalmente. Marañón escupió la arena de la boca y se frotó el brazo dolorido.

—Eres un cabrón, eres un cabrón… —lloriqueaba con voz de marica.

¿Por qué se quejaba tanto? Podía haberle roto el brazo y no lo hice. Marañón se levantó y fue a lavarse a la orilla. Había dejado de llover.

No sé si fue esa mañana u otra parecida cuando vi a Estrella y a mi padre bailando junto al búnker. Aquel bunker de los tiempos de la guerra separaba nuestra playa de la siguiente, pero a mí no me gustaba frecuentarlo porque había bichos y olía a mierda. Marañón y yo los mirábamos subidos al tejadillo de un quiosco abandonado.

—¿Se han vuelto locos? —preguntó Marañón.

Muy cuerdos no parecían. Por encima del rumor de las olas nos llegaba la voz de Estrella cantando aquello de «un mantón de la China-na, China-na, China-na» y, de forma más irregular, el sonido de las risas de mi padre, que con los brazos en jarras daba saltitos en torno a Estrella como un bailarín escocés. Luego ella tarareó un vals y mi padre con muchos melindres la cogió por la cintura. Estuvieron un buen rato girando sobre sí mismos como una peonza, pero al final cayeron torpemente sobre la arena, ella encima de él, gorda, regocijada, aplastándolo a conciencia y negándose con risitas pueriles a atender sus gritos de auxilio.

Nos acercamos Marañón y yo. En esas circunstancias era improbable que me cayera otra bronca por haber faltado a clase. Nos detuvimos a unos cinco o seis metros de ellos, y ahora Estrella le estaba haciendo cosquillas. Mi padre, entre carcajadas y gestos de dolor, se revolvía desesperadamente bajo su peso.

—¡Para, por favor, para! —le suplicaba—. ¿Así me lo agradeces?

Marañón me lanzó un vistazo como pidiéndome permiso para sonreír. Yo me encogí de hombros, y entonces mi padre nos vio y logró por fin retener las muñecas de Estrella. Ésta se levantó sin dejar de reír. Le hacía gracia ver a mi padre tan azorado y a la vez tan enérgico.

—Bueno, bueno. Te estaba buscando —me dijo, mientras se levantaba y recomponía su atuendo—. Nos vas a echar una mano. Y tu amigo también, si quiere.

Al cabo de un rato íbamos los cuatro camino del pueblo en el Tiburón. Estrella parecía muy excitada. Hablaba de la ropa que se quería comprar y de una diadema con brillantitos que había sido de su madre y que había guardado cuidadosamente durante años. También hablaba de someterse a un régimen de adelgazamiento que había visto anunciado en una revista.

—Garantizado. Pierda cuatro kilos en una semana. Sin ejercicio físico. Sin pasar hambre —recitó, como si tuviera la revista ante sus ojos—. A mí me sobran ocho kilos. Dos semanas serán suficientes.

—Olvídate —dijo mi padre—. Si adelgazas demasiado puedes perder la voz.

A mi padre le gustaban gordas. Mi madre, sin embargo, era muy delgada. Recuerdo unas fotos suyas de recién casados. Aparecía en ellas con ropa de verano, y las clavículas le asomaban como dos cintas. Mi madre se parecía bastante Audrey Hepburn. Si mi padre se parecía a Frank Sinatra, mi madre se parecía a Audrey Hepburn. Era tan delgada como Audrey Hepburn pero bastante más menuda. Mi padre nunca ha sido un hombre alto, y ella en esas fotos casi no le llegaba a los hombros.

—Cuatro kilos sí —dijo Estrella, concluyente, y se puso a cantar a voz en grito una de sus horribles zarzuelas.

Marañón y yo íbamos en el asiento de atrás, él un poco acobardado, yo aguardando una explicación. Mi padre se volvió a mirarnos en un ceda el paso. Marañón se aclaró la garganta y dijo:

—¿Es difícil manejar una computadora gigante? A mí me gustaría saber hacerlo.

Qué tonto era Marañón, se había creído todas mis mentiras. Mi padre me miró sin comprender, y yo le hice una seña que quería decir: «No le hagas caso, ya te explicaré». Paramos delante de un taller de artes gráficas. Entraron mi padre y Estrella.

—¿Cuándo podré ir a tu casa a ver la computadora?

—La tenemos en Suiza, en un sótano de nuestra casa. Aquí esas computadoras están prohibidas porque sirven para hacer bombas atómicas.

—¿Y no tenéis miedo de que os la roben?

—Hay un vigilante. Por eso no nos hemos traído a los perros. Él se ocupa de ellos cuando no estamos.

—¿Perros?

—Doce.

—Me gustaría tener doce perros y una casa en Suiza.

Aparecieron Estrella y mi padre. Llevaban varios rollos como de papel pintado. Eran carteles. Estrella, nerviosa, sacó uno de ellos y lo desenrolló parcialmente. Permaneció unos instantes observándolo complacida, como esos sastres que salen a la calle para comprobar el color de un tejido a la luz del sol. Luego lo exhibió alborozada, y a través de la ventanilla pude leer lo que ponía en el cartel: el próximo viernes, día tal, a tal hora, presentación mundial en el casino de esta localidad de la gran cantante ESTRELLA PINSEQUE, que interpretará romanzas de El niño judío, La revoltosa, El huésped del sevillano, La rosa del azafrán, etcétera, acompañada al piano por el maestro Sebastián Armengol…

Así que era eso. Ése era el motivo de tanto baile y tanta excitación.

—Sigo pensando que una foto mía no habría estado mal. Una foto con la diadema —dijo Estrella con expresión pensativa—. ¿Y don Nicolás? ¿No tendría que aparecer su nombre en alguna esquinita? Como patrocinador…

Se metieron en el coche y mi padre le guiñó un ojo.

—Don Nicolás es un hombre muy poderoso. No necesita ir pregonándolo. Tú déjame a mí.

Estrella le agarró por los mofletes y le estampó un beso en la frente.

—Claro que sí, cariñito.

—Yo sé cómo se manejan estas cosas.

—Si es que eres un genio…

—Pues la verdad…

—¡Ay, ay, ay! ¿Qué haría yo sin ti?

—¿Nos vamos ya? —interrumpí desde atrás. Todo aquello me parecía ridículo.

Nos pusimos otra vez en marcha. Pero no volvimos por la carretera sino que nos metimos por una calle que llevaba al centro. Marañón se me acercó al oído y me preguntó por don Nicolás. «¿Otro científico?», susurró, y yo asentí sin prestarle atención. Mi padre, eufórico, no paraba de hablar:

—Vamos a empapelar toda la ciudad. ¿Qué digo? ¡Toda la comarca! ¡No quedará ni un poste sin cartel!

Estrella reía sin cesar y daba palmaditas como una niña pequeña:

—¡Sí! ¡Que se entere todo el mundo!

A mí tanto entusiasmo me hacía desconfiar. Nos metimos por la calle del cine y mi padre detuvo el coche encima de la acera. Entonces se volvió hacia nosotros y nos guiñó el ojo. Yo conocía muy bien esa forma de guiñar el ojo, acompañada de un leve cabeceo y de una mueca de pretendida complicidad. Solía hacer eso cuando quería pedirme un favor, y en esas ocasiones lo normal era que comenzara soltándome alguno de sus habituales discursitos.

Por ejemplo, el de que él quería que le tratara no como a mi padre sino como a mi mejor amigo.

—No —dije.

—¿Que no qué?

—Que no pienso pegar ningún cartel.

La mueca de complicidad se borró de su rostro y en su lugar apareció la del rencor: los párpados entornados, el labio inferior por encima del superior. En ese instante mi padre estaba dudando entre enfurecerse o tratar de mostrarse razonable. Optó por esto último, y con un movimiento de manos que nos abarcaba a todos dijo que Estrella era la artista, Estrella Penseque, el cartel mismo lo decía: ¿habíamos visto alguna vez a una artista pegando sus propios carteles? Y él, mi padre, era su representante, su agente artístico: ¿habíamos visto…?

—No —dije.

—¡Cómo que no! ¿Es que no lo entiendes? Nosotros tenemos una posición. ¡Una posición! ¿Qué pensaría el público si nos viera…?

—No voy a pegar ningún cartel. Y Marañón tampoco.

Claro que tuvimos que pegar carteles. Empapelamos medio pueblo entre Marañón y yo. Nosotros solos porque, con eso de que ellos tenían una posición, con eso de que Estrella era la artista y mi padre el no sé qué de la artista, ni siquiera se rebajaron a salir del coche. Nos seguían a poca distancia por las calles, satisfechos y solemnes, sintiéndose importantes, y de vez en cuando bajaban la ventanilla para decirnos que este cartel estaba torcido o que aquel otro se iba a despegar. ¿A vosotros os parece sensato? ¿No habría sido más lógico que los hubiéramos puesto entre los cuatro? Pero, bueno, eso era lo que mi padre entendía por dignidad. Eso y lo de pelar la naranja con cuchillo y tenedor, y lo de saludar a las mujeres con un beso en la mano, y lo de no querer ponerse una corbata que no fuera de la sastrería Sucesores de Bonet, fundada en 1893…

A mí su idea de la dignidad siempre me pareció una gilipollez, y con más motivo aquel día mientras pegábamos los carteles. Acabamos verdaderamente agotados. Al final mi padre se nos acercó complacido y nos dio una buena propina. Y todo porque estaba Marañón. Era muy típico de él hacerse el generoso delante de extraños.

Me acuerdo de la excursión que hicimos a Morella. Eso ocurrió un par de años antes de lo que os acabo de contar. Me acuerdo de esa excursión porque entonces comprendí lo importante que era para mi padre la opinión que los desconocidos pudieran tener de él.

Morella está en lo alto de un peñasco, y por esa zona dijo mi padre que había peleado el Cid Campeador. Puede ser, no digo que no. Llegamos a la ciudad en el Tiburón. Mi padre hablaba de moros y de cristianos, y yo tenía ganas de bajar porque me estaba meando.

—En el castillo —dijo él—, pararemos en el castillo.

Yo le pregunté si conocía el camino y él contestó:

—Cuesta arriba. Siempre cuesta arriba.

Sí, aquello sonaba lógico, pero lo cierto es que nos metimos por una calle y luego por otra y por otra, todas cuesta arriba, y el castillo no aparecía por ningún lado.

—¿Por qué no preguntamos? —sugerí, pero mi padre se lo tomó a mal.

—Tú me has preguntado a mí y yo te he contestado. ¿No tienes bastante?

La calle siguiente también era de subida, y sin duda mi padre pensaba que todas esas cuestas conducían al castillo. Llegamos, sin embargo, a una plazoleta y allí las calles empezaban a bajar. ¿Dónde quedaba ahora el castillo? ¿Era posible que nos hubiéramos perdido en una ciudad tan pequeña? En uno de los balcones había una mujer morena secándose el pelo. Yo pensaba que mi padre pararía el coche y preguntaría pero no. Se limitó a dedicarle una sonrisa cortés y a pasar de largo.

—Esta calle es cuesta abajo —dije.

—Ya sé que esta calle es cuesta abajo. ¿Te lo he preguntado? Tú me has preguntado antes y yo te he contestado. ¿Te he preguntado yo algo? Entonces, ¿por qué me contestas? Esta calle es cuesta abajo, y luego hay una calle cuesta arriba y otra calle cuesta arriba y luego está el castillo.

Volvimos a recorrer una calle que ya conocíamos. Unos hombres sentados a la puerta de un bar nos miraron con curiosidad. Estaba claro que nos habíamos perdido. Yo aproveché para recordar que me estaba meando pero mi padre siguió adelante. Le gustaba dar la sensación de ser un hombre con recursos, alguien capaz de manejar todas las situaciones. Le gustaba la imagen de sí mismo al volante del Tiburón. Eso le daba seguridad, le hacía creer que estaba impresionando a alguien, y a lo mejor temía que esa ilusión pudiera desvanecerse si se detenía a preguntar.

—Es por aquí. ¿Lo ves? Cuesta arriba. Siempre cuesta arriba.

Ahora la calle era realmente empinada, y tan estrecha que ni siquiera habríamos podido abrir las puertas del coche. Yo creo que muy pocos conductores se habrían arriesgado a meterse con su automóvil por un callejón así.

—Detrás de esa esquina aparecerá el castillo.

No fue así. Detrás de esa esquina la calle parecía aún más estrecha, y el castillo seguía sin aparecer.

—Por allí —dijo mi padre, señalando una curva.

—¿Estás seguro?

—¡Seguro! —replicó él, casi enfadado.

Volvió el volante a la derecha para tomar la curva, pero estaba claro que el ángulo era insuficiente. Era una maniobra complicada. Había muy poco espacio para un coche como aquél. Mi padre, además, no podía permanecer parado sin dejar de pisar el freno, porque ahí la cuesta se había vuelto particularmente pronunciada. Hizo la primera maniobra ayudándose con el freno de mano. Consiguió ganar unos centímetros pero saltaba a la vista que todavía no podíamos pasar. Volvió a intentarlo. Retrocedió hasta rozar la pared, y no sé qué ocurrió entonces que, al tratar de cambiar de marcha, el motor se le caló y ya no podíamos ir ni para adelante ni para atrás. Hizo girar la llave de contacto una y otra vez, pero el coche no se ponía en marcha. La situación era absurda. Estábamos encajonados, atrapados en una callejuela desierta. El coche se negaba a moverse y las puertas estaban prácticamente bloqueadas por las paredes de las casas.

—Me estoy meando —dije.

—¿Puedes salir?

Pude salir por la ventanilla, trepando desde ahí al techo y deslizándome después por el capot. Miré a mi padre encerrado en el interior del coche. Él me miró también, con los brazos cruzados sobre el volante, y lo cierto es que no podíamos dejar de advertir lo cómico de las circunstancias.

—Corre a mear. Yo no me moveré de aquí —dijo él.