Cuando me desperté, por la mañana, me sentí algo culpable. Incluso asustada. Solo porque no le hubiera devuelto a Maxon el tirón de oreja no quería decir que no pudiera presentarse en mi habitación en cualquier momento. Podrían habernos pillado. Si alguien tuviera la más mínima idea de lo que había hecho…
Aquello era traición, y en palacio solo tenían una respuesta para la traición. Pero había una parte de mí a la que no le importaba. En los confusos momentos del despertar reviví cada mirada en los ojos de Aspen, cada caricia, cada beso. ¡Lo echaba tanto de menos! Ojalá hubiéramos tenido más tiempo para hablar. Necesitaba saber qué pensaba Aspen, aunque la noche anterior me había dado algunas pistas. ¡Era tan increíble —después de intentar con tanto ahínco dejar de desearlo— que aún me quisiera!
Era sábado, y se suponía que debía ir a la Sala de las Mujeres, pero no podía soportar la idea. Necesitaba pensar, y sabía que con el incesante parloteo de allí abajo aquello sería imposible. Cuando llegaron mis doncellas, les dije que me dolía la cabeza y que me quedaría en la cama.
Fueron de lo más solícitas, me trajeron comida y me limpiaron la habitación haciendo el mínimo ruido posible. Casi me sentí mal por mentirles. Pero tenía que hacerlo; no podía enfrentarme a la reina y a las chicas, y tal vez a Maxon, mientras tuviera la mente tan bloqueada con la imagen de Aspen.
Cerré los ojos pero no dormí. Intenté averiguar cómo me sentía. Entonces alguien llamó a la puerta. Me giré en la cama y me encontré con la cara de Anne, que me preguntaba en silencio si debía responder. Me senté en la cama, me alisé el pelo y asentí.
Recé por que no fuera Maxon —temía que pudiera verme la expresión de culpabilidad en el rostro—, pero lo que no me esperaba era ver la cara de Aspen asomando por mi puerta. Noté que inconscientemente erguía más el cuerpo, y esperé que mis doncellas no se hubieran dado cuenta.
—Disculpe, señorita —le dijo a Anne—. Soy el soldado Leger. He venido a hablarle a Lady America sobre algunas medidas de seguridad.
—Sí, claro —repuso ella, sonriendo más de lo habitual e indicándole a Aspen que pasara. Por la esquina vi que Mary le hacía una mueca a Lucy, a quien se le escapó una risita mal disimulada.
Al oírlas, Aspen se giró hacia ellas y se tocó el sombrero.
—Señoritas.
Lucy bajó la cabeza y Mary se ruborizó tanto que sus mejillas se pusieron más rojas que mi pelo, pero no respondieron. Pese a que el aspecto de Aspen también parecía haber impresionado a Anne, esta al menos consiguió sobreponerse y hablar.
—¿Quiere que nos vayamos, señorita?
Me lo planteé. No quería que fuera demasiado evidente, pero estaba deseando disfrutar de cierta intimidad.
—Solo un momento. Estoy segura de que el soldado Leger no me necesitará mucho tiempo —decidí, y ellas salieron de la habitación rápidamente.
En cuanto desaparecieron por la puerta, Aspen habló:
—Me temo que te equivocas. Voy a necesitarte mucho tiempo —dijo, y me guiñó el ojo.
Meneé la cabeza.
—Aún no puedo creerme que estés aquí.
Aspen no perdió un momento: se quitó el sombrero y se sentó al borde de mi cama, acercando las manos, de modo que nuestros dedos se tocaran apenas.
—Nunca pensé que tuviera que dar gracias al Ejército, pero, si al menos me da la oportunidad de pedirte disculpas, le estaré agradecido para siempre.
Guardé silencio. No podía decir nada. Aspen me miró a los ojos.
—Por favor, perdóname, Mer. Fui un tonto, y he lamentado aquella noche en la casa del árbol desde el momento en que bajé por la escalera. Fui un cabezota al no querer decir nada, y luego salió tu nombre en la Selección… No sabía qué hacer —se paró un momento. Parecía que tenía lágrimas en los ojos. ¿Podía ser que Aspen hubiera llorado por mí como yo había llorado por él?—. Aún te quiero. Muchísimo.
Me mordí el labio, conteniendo las lágrimas. Tenía que estar segura de una cosa antes de poder plantearme aquello siquiera.
—¿Qué hay de Brenna?
Su expresión cambió por completo de pronto.
—¿Qué?
Cogí aire, casi temblando.
—Os vi a los dos juntos en la plaza cuando me iba. ¿Has acabado con ella?
Aspen hizo una mueca, como intentando recordar, y luego se le escapó la risa. Se tapó la boca con las manos y se dejó caer atrás, sobre la cama, y se levantó al instante.
—¿Es eso lo que crees? Oh, Mer. Se cayó. Tropezó y yo la cogí.
—¿Tropezó?
—Sí, la plaza estaba atestada de gente apretujada. Ella se me cayó encima y bromeó con lo patosa que era, algo que, y tú la sabes, es cierto —pensé en la vez en que la había visto caerse de la acera sin motivo aparente—. En cuanto me la quité de encima, salí corriendo hacia el escenario.
Recordé aquellos momentos. El intento desesperado de Aspen por acercarse a mí. No estaba fingiendo. Sonreí.
—¿Y qué pensabas hacer exactamente cuando llegaras a mi altura?
Se encogió de hombros.
—En realidad no había pensado tanto. Estaba planteándome rogarte que te quedaras. Estaba dispuesto a ponerme en evidencia si con eso conseguía que no te subieras a aquel coche. Pero tú parecías tan enfadada…, y ahora entiendo por qué —suspiró—. No podía hacerlo. Además, quizás esto te hiciera feliz —miró alrededor, a la habitación, con todas esas cosas bonitas que, aunque fuera temporalmente, podía considerar mías, y entendí lo que quería decir—. Luego pensé que podría conquistarte cuando volvieras a casa —prosiguió, pero de pronto su voz se tiñó de preocupación—. Estaba seguro de que querrías salir de aquí y volver a casa lo antes posible. Pero… no lo hiciste.
Hizo una pausa para mirarme, pero afortunadamente no preguntó por la relación que había entre Maxon y yo. En parte ya lo había visto, pero no sabía que nos habíamos besado, ni que teníamos señales secretas, y yo no quería explicarle todo aquello.
—Luego llegó el sorteo de los reclutas, y pensé que sería injusto plantearse siquiera escribirte. Podía morir en el campo de batalla. No quería intentar que volvieras a quererme para luego…
—¿Volver a quererte? —pregunté, incrédula—. Aspen, nunca he dejado de quererte.
Con un movimiento decidido pero delicado, se echó adelante para besarme. Me puso la mano en la mejilla, acercándome a él, y volví a sentir lo mismo que en los dos últimos dos años. Daba gracias a Dios de que no se hubieran perdido en la nada.
—Lo siento muchísimo —murmuró, entre besos—. Lo siento, Mer.
Se apartó para mirarme, insinuando una sonrisa en medio de aquel rostro perfecto, y con una mirada que parecía preguntarme exactamente lo mismo que me planteaba yo: ¿y ahora qué?
Justo en aquel momento se abrió la puerta y, horrorizada, vi la expresión de asombro de mis doncellas al ver a Aspen tan cerca de mí.
—¡Gracias a Dios que han vuelto! —les dijo él, mientras me apretaba la mano con más fuerza contra la mejilla, y luego me la ponía en la frente—. No creo que tenga fiebre, señorita.
—¿Qué pasa? —preguntó Anne, corriendo a mi lado con cara de preocupación.
Aspen se puso en pie.
—Decía que se encontraba mal, algo de la cabeza.
—¿Ha empeorado su dolor de cabeza, señorita? —preguntó Mary—. ¡Está palidísima!
Seguro que sí. No tenía duda de que cada gota de mi sangre había abandonado mi cara en el momento en que nos habían pillado juntos. Pero Aspen había sabido mantener la calma y lo había arreglado en una fracción de segundo.
—Traeré los medicamentos —se ofreció Lucy, corriendo al baño.
—Perdóneme, señorita —se disculpó Aspen, mientras mis doncellas se ponían manos a la obra—. No quiero molestarla más. Volveré cuando se encuentre mejor.
En sus ojos veía la misma cara que había besado mil veces en la casa del árbol. El mundo a nuestro alrededor era completamente nuevo, pero aquella conexión entre nosotros era la misma de siempre.
—Gracias, soldado —dije, sin fuerzas.
Él hizo una pequeña reverencia y se dirigió a la puerta.
Enseguida tuve a mis doncellas revoloteando alrededor, intentando curarme de una enfermedad inexistente.
La cabeza no me dolía; me dolía el corazón. El deseo que sentía de que Aspen me abrazara me era tan familiar que daba la impresión de no haber desaparecido nunca.
Me desperté zarandeada por los hombros y me encontré con que era Anne, y que aún era de noche.
—¿Qué…?
—¡Por favor, señorita, tiene que levantarse! —dijo, agitada, presa del terror.
—¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal?
—No, no. Tenemos que llevarla al sótano; están atacándonos.
Aún estaba atontada; no tenía claro que lo que oía fuera cierto. Pero vi que Lucy, tras ella, ya estaba llorando.
—¿Han entrado? —pregunté, incrédula.
El llanto aterrado de Lucy me confirmó que así era.
—¿Qué hacemos? —pregunté.
Una ráfaga de adrenalina me despertó de pronto, y salté de la cama. En cuanto estuve en pie, Mary me calzó unos zapatos y Anne me puso una bata. Lo único que me venía a la cabeza era: «¿Norte o sur? ¿Norte o sur?».
—Hay un pasadizo aquí, en la esquina. La llevará directamente al refugio del sótano. Los guardias están esperándolas. La familia real ya debería estar allí, y también la mayoría de las chicas. Dese prisa, señorita.
Anne me arrastró al pasillo y empujó un tabique. Se abrió un trozo, como un pasaje oculto de una novela de misterio. Efectivamente, tras la pared había una escalera. En aquel momento, Tiny salió como una flecha de su habitación y se escabulló por el pasadizo.
—Muy bien, vamos —dije. Anne y Mary se me quedaron mirando. Lucy estaba temblando hasta el punto de que apenas se mantenía en pie—. Vamos —repetí.
—No, señorita. Nosotras vamos a otro sitio. Tiene que darse prisa antes de que lleguen. ¡Por favor!
Sabía que si las encontraban podían resultar heridas, en el mejor de los casos; en el peor, podían morir. No podía soportar la idea de que les pasara algo. A lo mejor me estaba sobrevalorando, pero si Maxon se había apartado de lo estipulado para hacer todo lo que había hecho hasta ahora, quizá le preocuparan mis doncellas, teniendo en cuenta lo importantes que eran para mí. Aunque estuviéramos peleados. Quizás aquello era contar con demasiada generosidad por su parte, pero no iba a dejarlas allí. El miedo me hizo actuar más rápido. Agarré a Anne del brazo y la empujé. Ella avanzó trastabillando, y no pudo detenerme mientras agarraba a Mary y Lucy.
—¡Moveos! —les ordené.
Echaron a caminar, pero Anne no dejaba de protestar.
—¡No nos dejarán entrar, señorita! Ese lugar es solo para la familia… ¡Nos echarán en cuanto lleguemos!
Pero a mí no me importaba lo que dijera. Fuera como fuera el refugio, seguro que no había ningún lugar más seguro que el elegido para esconder a la familia real.
La escalera estaba iluminada cada pocos metros, pero, aun así, estuve a punto de caerme varias veces con las prisas. La preocupación no me dejaba pensar con claridad. ¿Hasta dónde habían conseguido penetrar los rebeldes anteriormente? ¿Sabían que existían esos pasadizos? Lucy estaba medio paralizada, y tuve que tirar de ella para que no se rezagara.
No sé cuánto tiempo tardamos en llegar abajo, pero por fin el estrecho pasaje se abrió, dando paso a una gruta artificial. Vi otras escaleras y otras chicas, todas ellas corriendo hacia lo que parecía una puerta de medio metro de grosor. Corrimos hacia el refugio.
—Gracias por traer a la joven. Ya pueden marcharse —les dijo un guardia a mis doncellas.
—¡No! Vienen conmigo. Se quedan —exclamé, con voz autoritaria.
—Señorita, tienen sus propios lugares donde resguardarse —respondió él.
—Muy bien. Si ellas no entran, yo tampoco. Estoy segura de que al príncipe Maxon le gustará saber que mi ausencia se debe a usted. Vámonos, señoritas —dije, tirando de las manos de Mary y Lucy.
Anne estaba paralizada de la sorpresa.
—¡Espere! ¡Espere! Está bien, entre. Pero si alguien tiene alguna objeción, será responsabilidad suya.
—No hay problema —repuse.
Di media vuelta con las chicas de la mano y entré en el refugio con la cabeza bien alta.
En el interior había un gran alboroto. Algunas chicas estaban reunidas en grupitos, llorando. Otras rezaban. Vi al rey y a la reina sentados, solos, rodeados de más guardias. A su lado, Maxon cogía a Elayna de la mano. Ella parecía algo agitada, pero evidentemente el contacto de Maxon la calmaba. Observé la posición de la familia real… tan cerca de la puerta. Me pregunté si tenía que ver con la imagen del capitán que se hunde con su barco. Harían todo lo posible por mantener aquel lugar a flote, pero, si se iba a pique, ellos serían los primeros en ahogarse.
Todo el grupo me vio entrar con mis doncellas. Observé las caras de confusión en sus rostros, asentí una vez y seguí adelante con la cabeza bien alta. Pensé que, mientras yo pareciera segura de mí misma, nadie cuestionaría mi decisión.
Me equivoqué.
Di unos pasos más y Silvia salió a mi encuentro. Parecía increíblemente tranquila. Estaba claro que aquello no la pillaba por sorpresa.
—Estupendo, un poco de ayuda. Chicas, id inmediatamente a los depósitos de agua de atrás y empezad a servir refrescos a la familia real y a las señoritas. Venga, en marcha —ordenó.
—No —dije, girándome hacia Anne y dándole mi primera orden de verdad—. Anne, por favor, llevad refrescos al rey, a la reina y al príncipe, y luego venid conmigo —me encaré a Silvia—. El resto se las puede arreglar solas. Han escogido dejar a sus doncellas a su suerte, así que pueden ir a buscarse ellas solitas el agua. Mis doncellas se sentarán conmigo. Adelante, señoritas.
Sabía que estábamos muy cerca de la familia real y que me habrían oído. Con la intención de mostrar cierta autoridad, puede que hubiera levantado demasiado la voz. Pero no me importaba que pensaran que era una maleducada. Lucy estaba más asustada que la mayoría de los presentes. Estaba temblando de la cabeza a los pies y, en su estado, no iba a permitir que tuviera que ponerse a servir a gente que no valía la mitad que ella. A lo mejor era consecuencia de mis años de experiencia como hermana mayor, pero sentía que debía proteger a aquellas chicas.
Encontramos un rinconcito al fondo de la sala. Quienquiera que se ocupara de mantener a punto aquel lugar no debía de haber pensado en la superpoblación que provocaría la Selección, porque no había suficientes sillas. Pero vi las reservas de comida y de agua, y tuve claro que bastarían para pasar meses allí abajo, en caso necesario.
Éramos una curiosa colección de gente muy diversa. Varios soldados llevaban de guardia toda la noche, y aún iban de uniforme. Hasta Maxon iba completamente vestido. Pero casi todas las chicas portaban finos camisones, prendas pensadas para dormir en la calidez de sus habitaciones. Con las prisas, no todas habían podido coger una bata. Por mi parte, aun con la bata puesta, tenía algo de frío.
Varias chicas se habían amontonado en la parte frontal de la sala. Evidentemente, serían las primeras en morir si alguien llegaba a entrar. ¡Pero si eso no ocurría, pasarían un montón de tiempo junto a Maxon! Unas cuantas estaban más cerca de nosotras, y la mayoría estaba en un estado similar al de Lucy: temblando, llorando y petrificadas de miedo.
Mientras Anne iba atendiendo a los demás, rodeé a Lucy con un brazo, y Mary se le acurrucó al otro lado. No había nada agradable que decir del refugio ni de la situación, así que nos quedamos en silencio un buen rato, escuchando el ruido de las voces. Aquel parloteo me recordó mi primer día en el palacio, cuando nos vistieron y nos maquillaron. Cerré los ojos y me imaginé aquel momento en un intento por tranquilizarme.
—¿Estás bien?
Levanté la vista y me encontré con Aspen, elegantísimo con su uniforme. Hablaba en tono formal, y no parecía afectado en absoluto por la situación. Suspiré.
—Sí, gracias.
Permanecimos un momento en silencio, observando cómo la gente se iba distribuyendo por la sala. Era obvio que Mary estaba exhausta: ya dormía, apoyada en el costado de Lucy. Ella estaba bastante tranquila, dentro de lo que cabía esperar. Ya había dejado de llorar y estaba ahí sentada, mirando a Aspen como encandilada.
—Ha sido un detalle que trajeras a tus doncellas. No todo el mundo es tan amable con gente que considera inferior —dijo.
—Las castas nunca me han importado demasiado —respondí, en voz baja.
Él esbozó una sonrisa.
Lucy cogió aire, como si fuera a hacerle una pregunta a Aspen, pero un sonoro grito atravesó la cámara. En el otro extremo de la sala, un guardia ordenó silencio.
Aspen se alejó, lo cual no me disgustó. Temía que alguien pudiera ver algo.
—Es el mismo guardia de antes, ¿no? —preguntó Lucy.
—Sí.
—Lo he visto de guardia en su puerta últimamente. Es encantador —señaló.
Estaba segura de que Aspen habría saludado a mis doncellas con la misma amabilidad con que me saludaba a mí cuando nos cruzábamos por los pasillos. Al fin y al cabo, ellos eran todos Seises.
—Y es muy guapo —añadió Lucy.
Sonreí y me planteé decir algo, pero el mismo guardia nos dio instrucciones de que permaneciéramos calladas. Las voces se fueron apagando y un silencio sobrecogedor se extendió por la sala.
Entonces lo oímos. Por encima de nuestras cabezas había gente luchando. Intenté distinguir disparos, o cualquier cosa que nos dijera de dónde era ese grupo. Sin darme cuenta había ido acercando a las chicas hacia mí, como si pudiéramos protegernos las unas a las otras de lo que se nos venía encima.
El ruido siguió durante horas. El único que se movía en nuestro refugio era Maxon, que iba de un sitio a otro para ver cómo estaban las chicas. Cuando llegó a nuestro rincón, solo Lucy y yo estábamos despiertas, y de vez en cuando intercambiábamos unas palabras entre susurros. Se acercó y sonrió al ver el montón de personas apiladas sobre mí. No se le veía en la cara ni rastro de enfado por nuestra discusión, aunque yo seguía teniendo ganas de aclarar las cosas. Se limitó a sonreír, contento de ver que estaba bien. Me sentí culpable… ¿En qué lío me había metido?
—¿Estás bien? —preguntó.
Asentí. Miró a Lucy y se inclinó por delante de mí para hablarle. Aspiré y sentí el olor de Maxon. No olía a nada que pudiera embotellarse en un frasquito. No era canela, ni vainilla ni —enseguida me vino a la cabeza— jabón casero. Maxon tenía su propio olor, una mezcla de sustancias que emanaban de él mismo.
—¿Y tú? —le preguntó a Lucy.
Ella también asintió.
—¿Estás sorprendida de encontrarte aquí abajo? —le preguntó de nuevo, sonriendo.
—No, alteza. Con ella no —respondió la chica, señalándome con un gesto de la cabeza.
Maxon se giró hacia mí. Tenía su rostro increíblemente cerca. Me sentí incómoda. Había demasiadas personas a mi alrededor; no podía moverme. Y demasiadas personas que podían vernos, Aspen incluido. Pero el momento pasó enseguida, y volvió a girarse hacia Lucy.
—Te entiendo perfectamente —le dijo, y sonrió de nuevo. Parecía como si fuera a decir algo más, pero se lo pensó mejor e hizo ademán de ponerse en pie.
Le agarré del brazo y le susurré:
—¿Norte o sur?
—¿Te acuerdas de la sesión fotográfica? —preguntó, muy bajito.
Sobrecogida, asentí. Aquel grupo se abría paso hacia el noroeste, quemando cosechas y matando a la gente por el camino. «Interceptadlos», había dicho. Aquellos rebeldes, aquellos asesinos, habían estado acercándose lentamente a nosotros todo aquel tiempo, y no habían podido detenerlos. Eran asesinos. Eran sureños.
—No se lo digas a nadie —dijo, y se fue a donde estaba Fiona, que lloraba tapándose la cara con las manos.
Me esforcé en respirar poco a poco, intentando imaginar cómo podía huir si llegaban hasta allí, pero me estaba engañando. Si los rebeldes conseguían llegar hasta allí abajo, todo se habría acabado. No había nada que hacer, solo esperar.
Las horas fueron pasando. No tenía ni idea de qué hora era, pero las que se habían dormido al llegar ya se habían despertado, y las que habíamos aguantado despiertas todo aquel tiempo estábamos empezando a caer rendidas.
El ruido de arriba no acabó de pronto, pero fue yendo a menos según pasaban las horas. Al final se hizo el silencio.
Se abrió la puerta y unos cuantos guardias salieron a investigar. Tardaron un tiempo en repasar todo el palacio, y al final volvieron.
—Damas y caballeros —anunció uno de los guardias—, los rebeldes han sido sometidos. Les rogamos que vuelvan todos a sus habitaciones por las escaleras auxiliares. El edificio no presenta buen aspecto y hay muchos guardias heridos. Es mejor que todos eviten las salas y salones principales hasta que podamos limpiarlos. Las participantes en la Selección, por favor, vayan a sus habitaciones y permanezcan en ellas hasta nuevo aviso. He hablado con los cocineros; se les llevará comida dentro de menos de una hora. Necesitaré que todo el personal médico se presente en el hospital de palacio.
Al momento todos nos pusimos en pie y nos dirigimos a la salida como si nada. Algunos hasta parecían aburridos. Salvo por las caras de gente como Lucy, daba la impresión de que todo el mundo le quitaba importancia al ataque, como si fuera algo previsible.
Mi habitación había sido arrasada. El colchón estaba en el suelo, los vestidos fuera del armario y las fotografías de mi familia rotas por el suelo. Busqué mi frasco, que seguía intacto, con su céntimo dentro, oculto bajo la cama. Intenté no llorar, pero se me escapaban las lágrimas. No era tanto el miedo. Lo que no soportaba era que el enemigo hubiera puesto las manos en mis cosas y lo hubiera estropeado todo.
Tardamos un buen rato en ponerlo todo en orden, pues estábamos agotadas. No obstante, lo logramos. Anne incluso consiguió un poco de cinta adhesiva, con la que pude volver a recomponer mis fotos. En el momento en que me dieron la cinta adhesiva mandé a mis doncellas a la cama. Anne protestó, pero yo no quería oír hablar del tema. Ahora que había descubierto mis dotes de mando, no me asustaba en absoluto usarlas.
Una vez sola, me dejé llevar y lloré. Aunque ya no había motivo para el miedo, seguía llevándolo dentro.
Saqué los vaqueros que Maxon me había regalado y la única blusa que había traído de casa y me los puse. Así me sentía un poco más normal. Tenía el cabello revuelto tras los acontecimientos de la noche, así que me lo recogí en un moño informal sobre la cabeza, del que algunos mechones se escapaban y me caían sobre la cara.
Vi los fragmentos de las fotografías sobre la cama, e intenté pensar cómo combinaban. Era como tener las fichas de cuatro puzles mezcladas en la misma caja. Solo había conseguido completar uno cuando llamaron a la puerta.
«Maxon —pensé—. Por favor, que sea Maxon». Y abrí la puerta, esperanzada.
—Hola, querida.
Era Silvia. Tenía una mueca en la cara que supuse que quería ser de consuelo. Se coló en mi habitación, se giró y vio lo que llevaba puesto.
—Oh, no me digas que tú también te vas —exclamó—. La verdad es que no ha sido nada —añadió, intentando quitar importancia al incidente con un gesto de la mano.
Yo no lo llamaría nada. ¿No se daba cuenta de que había estado llorando?
—No me voy —repuse, mientras me apartaba un mechón colocándomelo tras la oreja—. ¿Se va alguna de las chicas?
—Sí —suspiró—. Tres, de momento. Y Maxon, pobrecillo, me ha dicho que deje irse a quien lo desee. Ahora mismo ya están haciendo los preparativos. Es gracioso. Es como si supiera que alguna iba a marcharse. Si estuviera en vuestro lugar, me lo pensaría dos veces antes de irme por esta tontería.
Silvia se puso a caminar por mi habitación, fijándose en cómo estaba todo. ¿Tontería? Pero ¿qué le pasaba a esa mujer?
—¿Se han llevado algo? —preguntó, con naturalidad.
—No, señora. Lo han puesto todo patas arriba, pero no parece que falte nada.
—Muy bien —se me acercó y me entregó un minúsculo teléfono móvil—. Esta es la línea más segura de palacio. Tienes que llamar a tu familia y decirles que estás bien. No te entretengas mucho. Aún tengo que ir a ver a otras chicas.
Me maravillé al ver aquel minúsculo objeto. Lo cierto era que nunca había tenido un teléfono móvil. Los había visto antes, en manos de Doses y de Treses, pero nunca había pensado que llegaría a usar uno. Las manos me temblaban de la emoción. ¡Iba a oír sus voces!
Marqué el número con impaciencia. Después de todo lo sucedido, aquello me hizo sonreír. Mamá cogió el teléfono a los dos tonos.
—¿Diga?
—¿Mamá?
—¡America! ¿Eres tú? ¿Estás bien? Estábamos preocupadísimos. Nos llamó un guardia diciéndonos que posiblemente no sabríamos de ti hasta dentro de unos días, y enseguida supimos que esos malditos rebeldes habían entrado en el palacio. ¡Hemos pasado tanto miedo! —se echó a llorar.
—No llores, mamá. Estoy bien —dije, y miré a Silvia, que parecía aburrida.
—Espera.
Se oyó un pequeño revuelo.
—¿America? —en la voz de May se notaba que había llorado. Debía de haber pasado un día terrible.
—¡May! ¡Oh, May, te echo muchísimo de menos! —sentí que las lágrimas estaban a punto de salir.
—¡Pensaba que habrías muerto! America, te quiero. Prométeme que no te morirás —dijo May, entre llantos.
—Te lo prometo —contesté, y no pude evitar sonreír.
—¿Vendrás a casa? ¿No puedes? No quiero que sigas ahí —suplicó ella.
—¿Volver a casa?
Un montón de sensaciones se acumularon en mi interior. Echaba de menos a mi familia, y estaba cansada de esconderme de los rebeldes. Cada vez me sentía más confusa con respecto a mis sentimientos hacia Aspen y Maxon, y no sabía cómo gestionarlos. Lo más fácil sería marcharse. Pero, aun así…
—No, May, no puedo volver a casa. Tengo que quedarme aquí.
—¿Por qué? —protestó May.
—Porque sí —me limité a responder.
—Pero ¿por qué?
—Porque sí, nada más.
May se quedó un momento en silencio, pensando.
—¿Estás enamorada de Maxon? —preguntó, y por un momento oí a la May que conocía, siempre tan loca por los chicos. Ya se le pasaría.
—Humm, no sé, pero…
—¡America! ¡Estás enamorada de Maxon!
—¡Oh, Dios mío! —oí que exclamaba papá.
—¿Qué? —dijo mamá a lo lejos—. ¡Sí, sí, sí!
—May, yo no he dicho…
—¡Lo sabía! —May no paraba de reír. De pronto todo su miedo a perderme se había desvanecido.
—May, tengo que dejarte. Las otras chicas necesitan el teléfono. Solo quería que supierais que estoy bien. Escribiré pronto, lo prometo.
—Vale, vale. ¡Pero cuéntame de Maxon! ¡Y manda más dulces! ¡Te quiero! —gritó.
—Yo también te quiero. Adiós.
Colgué el teléfono antes de que pudiera preguntar nada más. No obstante, en cuanto desapareció su voz, la eché de menos, más incluso que antes.
Silvia no perdió un momento. Me cogió el teléfono de la mano y al cabo de unos instantes ya estaba dirigiéndose a la puerta.
—Buena chica —dijo, y desapareció por el pasillo.
Desde luego no me sentía a gusto. Pero sabía que, una vez que supiera cómo arreglar las cosas con Aspen y Maxon, todo iría mejor.