Capítulo 20

La familia de la reina se quedó solo unos días, mientras que los invitados de Swendway permanecieron allí toda una semana. Les dedicaron una sección en el Report, en la que hablaron de relaciones internacionales y de las iniciativas para reafirmar la paz en ambas naciones.

Cuando se fueron, llegó otra cosa: la tranquilidad. Ya llevaba un mes en palacio, y me sentía como en casa. Mi cuerpo se había acostumbrado al nuevo clima. La calidez del palacio era estupenda, como estar de vacaciones. Septiembre ya casi había acabado, y por las noches refrescaba mucho, pero hacía mucho más calor que en casa. Aquel enorme lugar, con sus diferentes espacios, ya no era un misterio para mí. El sonido de los zapatos de tacón sobre el mármol, de las copas de cristal al brindar, de los guardias desfilando…, todo aquello empezaba a ser tan normal como el zumbido de la nevera o las patadas que le daba Gerad a la pelota de fútbol junto a mi casa.

Las comidas con la familia real y los ratos pasados en la Sala de las Mujeres eran elementos habituales de mi día a día, pero los momentos intermedios siempre eran nuevos. Pasaba más tiempo ensayando mi música; los instrumentos de palacio eran mucho mejores que los que tenía en casa. Debía admitir que me estaban malacostumbrando. La calidad del sonido era infinitamente mejor. Y la Sala de las Mujeres había adquirido un poco más de interés, ya que la reina se había presentado un par de veces. En realidad aún no había hablado con ninguna, pero se sentaba en una cómoda butaca con sus doncellas al lado, observando cómo leíamos o conversábamos.

En general, los ánimos también se habían calmado. Nos estábamos acostumbrando las unas a las otras. Por fin descubrimos las preferidas de la revista que había publicado nuestras fotografías. Me quedé impresionada al ver que era de las que iba en cabeza. Marlee era la primera de la clasificación, seguida de Kriss, Tallulah y Bariel. Cuando Celeste se enteró, no le habló a Bariel durante días, pero nadie hizo ni caso.

Lo que aún provocaba tensión eran ciertos rumores que corrían por ahí. Si una había estado con Maxon recientemente, enseguida corría a contar su breve encuentro. Por el modo en que hablaban todas, daba la impresión de que Maxon iba a tomar seis o siete esposas. Pero no todas estaban tan eufóricas ante sus encuentros.

Por ejemplo, Marlee había salido varias veces con Maxon, lo cual tenía a muchas chicas intranquilas. Aun así, nunca volvió tan emocionada de ninguna de esas citas como tras la primera.

—America, si te cuento esto, tienes que jurar que no se lo dirás a nadie —me dijo un día mientras salíamos al jardín.

Debía ser algo importante. Esperó a que estuviéramos a una distancia prudencial de la Sala de las Mujeres y fuera de la vista de los guardias.

—Por supuesto, Marlee. ¿Estás bien?

—Sí, estoy bien. Es solo… que quiero que me des tu opinión sobre una cosa —soltó, con aspecto preocupado.

—¿Qué pasa?

Ella se mordió el labio y me miró.

—Es Maxon. No estoy segura de que vaya a funcionar —confesó, y bajó la mirada.

—¿Qué te hace pensar eso? —pregunté, preocupada. Ahora que ya lo había soltado, seguimos caminando.

—Bueno, para empezar, yo no… No «siento» nada, ¿sabes? No hay chispa, no hay química.

—Maxon puede ser un poco tímido. Tienes que darle tiempo —era cierto. Me sorprendía que ella no lo supiera.

—No, quiero decir que… no creo que «a mí» me guste.

—Oh —eso era muy diferente—. ¿Ya lo has intentado? —qué pregunta más idiota.

—¡Sí! ¡Con todas mis fuerzas! No paro de buscar el momento en que diga o haga algo que me haga sentir que tenemos algo en común, pero nunca llega. Creo que es guapo, pero eso no basta como base para una relación. Tampoco sé siquiera si le atraigo. ¿Tú tienes alguna idea de lo que…, de lo que le gusta?

Lo pensé.

—En realidad no. Nunca hemos hablado de lo que busca, en cuanto al aspecto físico.

—¡Y eso es otra cosa! Nunca charlamos. Él habla y habla, pero nunca parece que tengamos nada que decirnos. Nos pasamos mucho tiempo en silencio, viendo alguna película o jugando a las cartas.

Parecía cada vez más preocupada.

—A veces a mí también me pasa. Nos sentamos y nos quedamos callados, sin decir nada. Además, sentimientos así no siempre surgen de la noche a la mañana. A lo mejor los dos os lo estáis tomando con calma —dije, intentando infundirle seguridad.

Marlee parecía estar a punto de echarse a llorar.

—Sinceramente, America, creo que el único motivo de que yo siga aquí es que le gusto mucho a la gente. Creo que a él le importa demasiado la opinión pública.

Aquello no se me había ocurrido, pero ahora que lo había dicho sonaba plausible. Tiempo atrás yo no habría dado importancia a lo que pensara el público, pero Maxon adoraba a su pueblo. Seguro que, a la hora de escoger a la que tenía que ser su princesa, lo tendría en cuenta mucho más de lo que la gente pensaba.

—Además —susurró—, todo entre nosotros parece tan… vacío.

Entonces llegaron las lágrimas.

Suspiré y la abracé. Lo cierto era que yo quería que se quedara, que estuviera allí, conmigo, pero si no quería a Maxon…

—Marlee, si no quieres estar con Maxon, creo que tendrías que decírselo.

—Oh, no. No creo que pueda.

—Tienes que hacerlo. Él no desea casarse con alguien que no le ame. Si no sientes nada por él, tiene que saberlo.

Ella negó con la cabeza.

—¡No puedo pedirle que me eche! Necesito quedarme. No podría volver a casa… Ahora no.

—¿Por qué, Marlee? ¿Qué es lo que te retiene?

Por un momento me pregunté si las dos compartíamos el mismo oscuro secreto. A lo mejor ella también necesitaba distanciarse de alguien. La única diferencia entre nosotras era que Maxon conocía mi secreto. ¡Yo quería que lo dijera! Deseaba saber que no era la única que había acabado allí por un cúmulo de ridículas circunstancias.

Sin embargo, las lágrimas de Marlee cesaron casi con la misma rapidez que habían empezado. Se sorbió la nariz un par de veces y levantó la cabeza. Se alisó su vestido, echó los hombros atrás y se giró hacia mí. Se esforzó en sonreír y por fin habló:

—¿Sabes qué? Supongo que tienes razón —dijo, echando a andar—. Estoy segura de que, si le doy tiempo, funcionará. Tengo que irme. Tiny me espera.

Marlee volvió al palacio casi a la carrera. ¿Qué bicho le había picado?

Al día siguiente, me evitó. Y el siguiente también. Decidí sentarme en la Sala de las Mujeres a una distancia prudencial y saludarla cada vez que nos cruzáramos. Quería que supiera que podía confiar en mí; no la obligaría a hablar.

Tardó cuatro días en dedicarme una sonrisa triste, ante la que me limité a asentir. Daba la impresión de que eso era todo lo que tenía que decir de lo que le rondaba por la cabeza.

El mismo día, mientras estaba en la Sala de las Mujeres, vinieron a decirme que Maxon solicitaba mi presencia. Mentiría si no admitiera que estaba flotando cuando salí de la sala y fui a echarme en sus brazos.

—¡Maxon! —suspiré, lanzándome hacia él.

Cuando me eché atrás, él se mostró vacilante y yo supe por qué. El día que nos habíamos alejado de la recepción preparada para los reyes de Swendway y habíamos entrado en palacio para hablar le había confesado lo que me costaba gestionar mis sentimientos. Le pedí que no volviera a besarme hasta que estuviera más segura. Me di cuenta de que aquello le dolía, pero había aceptado mi decisión y aún no había roto su promesa. Era demasiado difícil descifrar aquellos sentimientos cuando actuaba como si fuera mi novio, y evidentemente no lo era.

Aún quedaban veintidós chicas después de que Camille, Mikaela y Laila hubieran vuelto a casa. Camille y Laila, simplemente, eran incompatibles con el príncipe, y se fueron sin hacer mucho ruido. Mikaela tuvo un ataque de nostalgia tan intenso que dos días más tarde se echó a llorar durante el desayuno. Maxon la acompañó mientras salía del comedor, dándole palmaditas en el hombro. No parecía que le importara que se marcharan, y enseguida se dedicó a otras cosas, yo entre ellas. Pero ambos sabíamos que sería una tontería que pusiera todas sus esperanzas en mí, cuando ni siquiera yo sabía dónde tenía el corazón.

—¿Cómo estás hoy? —preguntó, dando un paso atrás.

—Perfectamente. ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar trabajando?

—El presidente del Comité de Infraestructuras está enfermo, así que han aplazado la reunión. Tengo libre toda la tarde —anunció, con un brillo en los ojos—. ¿Qué quieres hacer? —preguntó, tendiéndome su brazo.

—¡Lo que sea! ¡Hay tantos rincones del palacio que aún no he visto! Hay caballos, ¿no? Y el cine. ¡Aún no me has llevado!

—Pues hagamos eso. Me irá bien un poco de calma. ¿Qué tipo de películas te gusta más? —preguntó, mientras nos dirigíamos hacia donde imaginaba que estaba la escalera que conducía al sótano.

—La verdad es que no lo sé. No he tenido ocasión de ver muchas películas. Pero me gustan los libros románticos. ¡Y también las comedias!

—¿Te gusta lo romántico, dices? —y levantó las cejas como si fuera a hacer una travesura.

No pude evitar reírme.

Giramos una esquina y seguimos charlando. Al irnos acercando, un grupo de soldados de la guardia de palacio se echaron a un lado del pasillo y saludaron. Debía de haber más de una docena de hombres en el pasillo. Ya me había acostumbrado a su presencia. Ni siquiera ver a aquel grupo pudo distraerme de la diversión que tenía en perspectiva.

Lo que sí me detuvo fue el grito ahogado que se le escapó a alguien cuando pasamos por delante. Maxon y yo nos giramos.

Y ahí estaba Aspen.

Yo también reprimí un grito.

Unas semanas antes había oído a algún funcionario de palacio hablando del nuevo reemplazo de reclutas. Aquello me hizo pensar en Aspen por un momento, y desde entonces me había preguntado por su paradero. Pero como llegaba tarde a una de las numerosas clases de Silvia, no había tenido tiempo de especular demasiado.

Así que por fin lo habían reclutado. Y de todos los lugares a los que podía haber ido…

—America, ¿conoces a este joven?

Hacía más de un mes que no veía a Aspen, pero aquella era la persona con la que llevaba años haciendo planes, la persona que aún visitaba mis sueños. Lo habría reconocido en cualquier parte. Se le veía algo más fornido, como si hubiera comido bien, y debía de estar haciendo mucho ejercicio. Le habían cortado su enmarañado pelo y ahora lo llevaba muy corto, prácticamente rapado. Estaba acostumbrada a verlo vestido con prendas de segunda mano que apenas se sostenían, mientras que ahora lucía uno de los vistosos uniformes hechos a medida para la guardia del palacio.

Era alguien extraño y familiar a la vez. Había muchas cosas de él que me resultaban raras. Pero aquellos ojos… eran los ojos de Aspen.

Se me fue la vista a la placa identificativa de su uniforme: soldado Leger.

No me parecía que solo hubiera pasado un segundo.

Intenté mantener la compostura para que nadie viera la tormenta que se había desatado en mi interior, algo inexplicable. Quería tocarlo, besarle, gritarle, exigirle que se fuera de mi refugio. Deseaba fundirme y desaparecer, pero estaba muy claro que seguía allí.

Todo aquello no tenía sentido.

Me aclaré la garganta.

—Sí. El soldado Leger procede de Carolina. De hecho es de mi misma ciudad —respondí, con una sonrisa.

Seguro que Aspen nos habría oído reír a la vuelta de la esquina, seguro que habría notado que mi brazo seguía colgado del brazo del príncipe. Que pensara lo que quisiera.

Maxon parecía contento por mí.

—¡Vaya, qué coincidencia! Bienvenido, soldado Leger. Debe de estar muy contento de ver a nuestra campeona otra vez.

Maxon le tendió la mano, y Aspen, que se había quedado de piedra, se la estrechó.

—Sí, alteza. Muchísimo.

¿Qué significaba aquello?

—Estoy seguro de que usted apuesta por ella —apuntó Maxon, mientras me guiñaba el ojo.

—Por supuesto, alteza —repuso Aspen, inclinando la cabeza un poco.

¿Qué significaba eso?

—Excelente. Dado que America es de su provincia, no se me ocurre nadie mejor en palacio para que la proteja. Me aseguraré de incluirle en las rotaciones para montar guardia en su puerta. Esta chica se niega a tener una doncella en la habitación por la noche. He intentado convencerla, pero… —Maxon me miró y meneó la cabeza.

—Eso no me sorprende, alteza —respondió Aspen, que por fin parecía haberse relajado un poco.

Maxon sonrió.

—Bueno, estoy seguro de que todos tienen un día muy ocupado por delante. Nosotros nos vamos. Buenos días, soldados —Maxon hizo un gesto expeditivo con la cabeza y nos fuimos de allí.

Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para no mirar atrás.

En la oscuridad del cine, intenté pensar qué podía hacer. Desde la primera noche en que le había hablado de Aspen, Maxon había dejado clara su repulsa por alguien que me había tratado con tan poco respeto. Si le confesaba que el hombre al que acababa de asignar mi protección era esa misma persona, ¿le castigaría? No quería ponerlo a prueba. Había inventado todo un sistema de apoyo para el país solo porque yo le había hablado de los momentos de hambre pasados.

No podía decírselo. No se lo diría. Porque, por muy enfadada que estuviera con él, aún quería a Aspen. Y no podría soportar que le hicieran daño.

Entonces… ¿debería marcharme? Las dudas me reconcomían por dentro. Podía huir de Aspen, librarme de su rostro, un rostro que me torturaría a diario cuando lo viera, sabiendo que ya no era mío. Pero si me iba, tendría que abandonar también a Maxon. Y él era mi mejor amigo, quizás incluso algo más. No podía irme así como así. Además, ¿cómo se lo explicaría sin decirle que Aspen estaba allí? Y mi familia. Quizá los talones que recibían fueran algo menores, pero al menos les seguía llegando. May había escrito diciéndome que papá les había prometido las mejores Navidades de sus vidas, pero si renunciaba nunca más habría unas Navidades tan buenas. Si me iba, era imposible saber cuánto dinero le acarrearía a mi familia mi fama como exseleccionada. Teníamos que ahorrar todo lo que pudiéramos.

—No te ha gustado, ¿verdad? —preguntó Maxon, casi dos horas más tarde.

—¿Eh?

—La película. No te has reído, ni nada.

—Oh —intenté recordar algún dato, alguna escena que pudiera decir que me hubiera gustado. No recordaba nada—. Creo que hoy estoy algo distraída. Siento haberte hecho perder la tarde.

—Tonterías —dijo Maxon, quitándole importancia—. Disfruto solo con tu compañía. Aunque quizá deberías echar una siesta antes de la cena. Estás algo pálida.

Asentí. Lo cierto es que me estaba planteando meterme en mi habitación y no volver a salir nunca más.