Capítulo 15

La cena fue decepcionante. Me propuse decirles a mis doncellas que la semana siguiente me dejaran algo de espacio en el vestido para poder comer.

Ya en la habitación, Anne, Mary y Lucy querían ayudarme a desvestirme, pero les expliqué que aún no, que tenían que esperar un poco. Anne fue la primera en imaginarse el motivo —que Maxon iba a venir a verme—, pues yo siempre estaba deseando quitarme aquellas ropas tan apretadas.

—¿Quiere que nos quedemos hasta más tarde? Por nosotras no hay problema —se ofreció Mary, quizás ilusionada ante la perspectiva.

Tras el alboroto provocado con la anterior visita de Maxon, decidí hacer que se fueran lo antes posible. Además, no podía soportar la idea de tenerlas allí, mirándome, hasta que él llegara.

—No, no, estoy bien. Si tengo algún problema con el vestido más tarde, ya llamaré.

Se fueron a regañadientes y me dejaron esperando a Maxon. Yo no sabía cuánto tardaría, y no quería empezar un libro y tener que dejarlo a medias, o sentarme en el piano y que me diera un sobresalto. Acabé por echarme en la cama, esperando. Dejé vagar la mente. Pensé en Marlee y su amabilidad. Me di cuenta de que, salvo por algunos detalles, sabía muy poco de ella. Sin embargo, tenía la certeza de que su modo de actuar conmigo era sincero. Y luego pensé en las chicas que no lo eran en absoluto. Me pregunté si Maxon distinguiría a unas de las otras.

La experiencia que tenía Maxon con las mujeres daba la impresión de ser enorme y muy reducida a la vez. Era todo un caballero, pero cuando llegaba a las distancias cortas se venía abajo. Daba la impresión de que sabía cómo tratar a una dama, pero no si era la chica con la que tenía que salir.

Todo lo contrario que Aspen.

Aspen.

Su nombre, su rostro y su recuerdo me golpearon de repente. Aspen. ¿Qué sería de él en aquel momento? En Carolina estaría a punto de empezar el toque de queda. Aún estaría trabajando, si es que tenía trabajo. O quizás estuviera con Brenna, o con quienquiera con que hubiera decidido salir después de romper conmigo. Una parte de mí se moría por saberlo…, pero otra se entristecía con solo pensar en ello.

Miré mi frasco. Lo cogí y vi cómo se deslizaba el céntimo por la pared de vidrio, tan solo en el mundo.

—Como yo —murmuré—. Como yo.

¿Era una tonta por guardar aquello? Le había devuelto todo lo demás, así que… ¿de qué servía conservar un céntimo? ¿Era eso lo único que me iba a quedar? ¿Un céntimo en un frasco, para que pudiera enseñárselo a mi hija un día y hablarle de mi primer novio, del que nadie supo nada?

No tuve tiempo de regodearme con mis preocupaciones. Solo unos minutos más tardes Maxon llamó a la puerta con decisión y fui corriendo hacia allí.

Abrí la puerta con gran ímpetu. Maxon se me quedó mirando, sorprendido.

—¿Dónde están tus doncellas? —preguntó, mirando al interior de la habitación.

—No están. Les mando que se vayan cuando vuelvo de la cena.

—¿Cada día?

—Sí, claro. Puedo quitarme la ropa sola, gracias.

Maxon levantó las cejas y sonrió. Yo me ruboricé. No pretendía decirlo de aquel modo.

—Coge algo de abrigo. Fuera hace fresco.

Recorrimos el pasillo. Aún estaba algo ausente, perdida en mis pensamientos, y ya sabía que Maxon no era un experto en iniciar conversaciones. Eso sí, le pasé la mano por el brazo inmediatamente. Me gustaba que se hubiera creado cierta familiaridad entre nosotros.

—Si insistes en no tener doncellas cerca, voy a tener que ponerte un guardia en la puerta —dijo.

—¡No! No quiero que me vigilen como a una niña.

Él chasqueó la lengua.

—Estaría fuera de la puerta. Ni siquiera te enterarías de que está ahí.

—Sí que me enteraría. Sentiría su presencia.

Maxon soltó un suspiro en señal de agotamiento, pero sonreía. Yo estaba tan enfrascada en la discusión que no oí los susurros hasta que prácticamente las tuve delante: Celeste, Emmica y Tiny se cruzaron con nosotros en dirección a sus habitaciones.

—Señoritas —saludó Maxon, con una leve inclinación de la cabeza.

Quizás había sido una ingenua pensando que nadie nos vería. Sentí un calor que se me subía a la cabeza, pero no sabía muy bien por qué. Todas las chicas hicieron una reverencia y siguieron adelante. Miré por encima del hombre mientras nos dirigíamos a las escaleras. Emmica y Tiny parecían curiosas. Al cabo de unos minutos ya se lo habrían contado a las demás. Al día siguiente seguro que se me echaban todas encima. Celeste me atravesó con la mirada. No cabía duda de que se lo iba a tomar como una afrenta personal.

Me giré y dije lo primero que se me pasó por la cabeza.

—Ya te dije que las chicas que se pusieron tan nerviosas durante el ataque acabarían quedándose.

No sabía exactamente quiénes habían pedido marcharse, pero, según los rumores, Tiny era una de ellas. Se había desmayado. Alguien había señalado a Bariel, pero sabía que eso era mentira. Antes habría que arrancarle la corona de las manos.

—No te puedes imaginar qué alivio —repuso él. Parecía sincero.

Tardé un momento en saber qué responder, como si aquello no fuera exactamente lo que me esperaba, y además estaba muy concentrada en no caerme. No sabía muy bien cómo bajar escaleras cogida del brazo de alguien. Los tacones no ayudaban nada. Por lo menos, si me resbalaba, alguien me agarraría.

—Yo diría que habría resultado útil —dije, cuando llegamos al primer piso y recuperé la estabilidad—. Quiero decir que tiene que ser complicado escoger a una chica de entre tantas. Si las circunstancias eliminaran a algunas de la criba, ¿no haría eso más fácil la elección?

Maxon se encogió de hombros.

—Supongo que sí. Pero yo no lo vi así, te lo aseguro —de algún modo, parecía dolido—. Buenas noches, caballeros —saludó a los guardas, que abrieron las puertas del jardín sin vacilar.

Quizá tuviera que replantearme la oferta de Maxon de decirles que me gustaba salir. La idea de poder escapar con aquella facilidad resultaba de lo más atractiva.

—No lo entiendo —dijo, mientras me conducía a un banco (a nuestro banco) y me hacía sentar de cara a las luces del palacio.

Él se sentó con el cuerpo orientado en dirección contraria, de modo que estábamos prácticamente encarados. Así era fácil hablar.

No parecía muy seguro de compartir sus pensamientos, pero tomó aire y habló:

—A lo mejor he pecado de orgulloso, pero se me ha ocurrido pensar que quizá valga la pena correr algún riesgo para estar conmigo. No es que se lo desee a nadie, claro —precisó—. No quiero decir eso. Pero… no sé. ¿No veis todas el riesgo que corro yo?

—Hmmm, no. Tú tienes aquí a tu familia para pedirle consejo, y todas nosotras vivimos siguiendo tus horarios. En tu vida no ha cambiado nada, y la nuestra cambia constantemente de la noche a la mañana. ¿Qué riesgo podrías estar corriendo?

Maxon parecía estupefacto.

—America, yo tendré a mi familia, pero imagínate lo embarazoso que puede ser tener a tus padres observándote mientras tú intentas empezar a salir con una chica. Y no solo a tus padres: ¡todo el país! Peor aún, ni siquiera se trata de salir con alguien de un modo normal.

»¿Y lo de vivir siguiendo mis horarios? Cuando no estoy con vosotras, estoy organizando a las tropas, legislando, ajustando presupuestos…, y últimamente eso lo hago solo, mientras mi padre observa cómo voy dando palos de ciego, como un tonto, porque no tengo su experiencia.

»Y cuando hago algo diferente de cómo lo haría él, algo que parece inevitable, él me corrige. Y todo eso con la mente puesta en vosotras, que sois lo único en lo que puedo pensar: ¡me tenéis emocionado pero a la vez aterrado!

Movía las manos al hablar, más que nunca, agitándolas y pasándoselas por el pelo.

—¿Y tú crees que mi vida no está cambiando? ¿Qué oportunidades crees que tengo de encontrar a mi alma gemela entre vuestro grupo? Tendré suerte si encuentro a alguien capaz de soportarme toda la vida. ¿Y si es una de las que ya he enviado a casa pensando que debía de haber una química que no sentía? ¿Y si resulta que la elegida me deja a la primera adversidad? ¿Y si no aparece la persona ideal? ¿Qué hago entonces, America?

Había empezado a hablar con rabia y con pasión, pero al final sus preguntas habían perdido toda su retórica. En realidad lo que quería saber era una sola cosa: ¿qué iba a hacer si entre las chicas no había ninguna que pudiera llegar a despertar en él, aunque solo fuera, el amor más pequeño? Aunque parecía que su principal preocupación no era esa; lo que más le preocupaba era que ninguna pudiera llegar a quererle.

—En realidad, Maxon, creo que sí encontrarás aquí a tu alma gemela. De verdad.

—¿De verdad? —en contra de lo que pensaba, reaccionó con cierta esperanza.

—Seguro —le puse una mano en el hombro. Daba la impresión de que aquel simple contacto le reconfortaba. Me pregunté cuántas veces habría sentido ese simple contacto humano—. Si tu vida es tan caótica como dices, tendrá que estar en algún sitio. Por lo que yo sé, el amor verdadero suele aparecer siempre donde menos te lo esperas —dije, esbozando una sonrisa.

Aquellas palabras parecieron tener un efecto positivo en él, y a mí también me consolaban. Porque creía en lo que decía. Y si no podía encontrar el amor, lo mejor que podía hacer era ayudar a Maxon a encontrar el suyo.

—Espero que te vaya bien con Marlee. Es encantadora.

Maxon hizo una mueca rara.

—Sí, lo parece.

—¿Cómo? ¿Tiene algo de malo ser encantadora?

—No, no. Está bien —dijo, sin ir más allá—. ¿Qué es lo que andas buscando? —me preguntó de pronto.

—¿Cómo?

—Da la impresión de que no puedes mantener la mirada fija en un punto. Me escuchas, pero parece como si estuvieras buscando algo.

Me di cuenta de que tenía razón. Todo el tiempo que había durado su exposición, había estado escrutando el jardín y las ventanas, e incluso las torretas de la muralla. Me estaba volviendo paranoica.

—La gente…, las cámaras… —me excusé, negando con la cabeza y fijando la vista en la oscuridad.

—Estamos solos. Solo está el guardia junto a la puerta —me aseguró, señalando a la solitaria figura a la luz del farol, junto al palacio.

Tenía razón: no nos habían seguido; en todas las ventanas había luz, pero no parecía haber nadie. Me tranquilizó que me lo confirmara.

Sentí que mi cuerpo adoptaba una postura algo más relajada.

—No te gusta que te mire la gente, ¿eh? —preguntó.

—En realidad no. Prefiero pasar desapercibida. Es a lo que estoy acostumbrada, ¿sabes? —dije, siguiendo con la vista los surcos tallados en el bloque de piedra que tenía bajo los pies para evitar su mirada.

—Tendrás que acostumbrarte. Cuando salgas de aquí, la gente te mirará el resto de tu vida. Mi madre aún tiene contacto con algunas de las mujeres con las que estuvo durante la Selección. A todas se las considera mujeres importantes. Aún hoy.

—¡Genial! —refunfuñé—. Una cosa más que me animará cuando vuelva a casa.

Maxon se disculpó con la mirada, pero yo tuve que apartar la vista. Me acababa de recordar lo mucho que me iba a costar aquella estúpida competición, que nunca recuperaría lo que era para mí una vida normal. No me parecía justo…

Sin embargo, me lo pensé mejor. No debía culpar a Maxon. En aquella situación, él era tan víctima como el resto de nosotras, aunque de un modo muy diferente. Suspiré y volví a mirarle. Por su expresión, supe que había tomado una decisión.

—America, ¿puedo preguntarte algo personal?

—Quizá —respondí, a la defensiva.

Él me miró, sonriente.

—Es que…, bueno, está claro que esto no te gusta. Odias las normas y la competición, y el tener siempre a alguien encima, y la ropa, y la…, bueno, no, la comida te gusta —sonrió. Yo también—. Echas de menos tu casa y a tu familia…, y sospecho que a alguien más. Mucho. Tus sentimientos están a flor de piel.

—Sí, lo sé —concedí, levantando la vista al cielo.

—Pero prefieres sufrir la nostalgia y pasarlo mal «aquí» en lugar de volver a casa. ¿Por qué?

Sentí que se me hacía un nudo en la garganta, pero tragué saliva.

—No lo paso mal…, y tú sabes por qué.

—Bueno, a veces parece que estás bien. Cuando hablas con alguna de las chicas te veo sonreír, y pareces estar muy a gusto durante las comidas, eso sí. Pero hay otras ocasiones en las que se te ve muy triste. ¿No quieres contarme por qué? ¿Toda la historia?

—No es más que otra historia de amor fracasada. Nada espectacular ni interesante, de verdad —respondí, pero lo que pensé fue otra cosa: «Por favor, no me presiones. No quiero llorar».

—Sea como sea, me gustaría conocer alguna otra historia de amor de verdad, aparte de la de mis padres, una que se haya desarrollado fuera de estos muros y de estas normas… Por favor.

Lo cierto era que había cargado con el secreto durante tanto tiempo que no podía imaginarme contarlo en voz alta. Y me dolía muchísimo pensar en Aspen. ¿Podría siquiera pronunciar su nombre? Respiré hondo. Maxon era mi amigo. Hacía todo lo posible para que me sintiera bien. Y había sido tan sincero conmigo…

—Ahí fuera —dije, señalando al otro lado de las murallas— las castas se cuidan unas a otras. A veces. Por ejemplo, mi padre tiene tres familias que le compran al menos un cuadro cada año, y yo tengo familias que siempre me llaman para que cante en sus fiestas de Navidad. Son como nuestros patrones, ¿entiendes?

»Bueno, pues nosotros somos como patrones de su familia. Ellos son Seises. Cuando podemos permitirnos contratar a alguien para que limpie, o si necesitamos ayuda con el inventario, siempre llamamos a su madre. A él lo conocí cuando éramos niños, aunque él es mayor que yo, de la edad de mi hermano. Eran un poco brutos jugando, así que no solía ir con ellos.

»Mi hermano mayor, Kota, es un artista, como mi padre. Hace unos años vendió una escultura de metal en la que llevaba trabajando años por una cantidad enorme de dinero. Puede que hayas oído hablar de él.

—Kota Singer —dijo Maxon.

Pasaron algunos segundos, y de pronto vi que establecía la conexión cerebral.

Me aparté el cabello de los hombros y crucé los brazos.

—Estábamos todos muy contentos por Kota; había trabajado enormemente en esa pieza. Y en aquella época necesitábamos mucho el dinero, así que toda la familia estaba encantada. Pero Kota se quedó casi todo el dinero. Aquella escultura lo catapultó a la fama; la gente empezó a pedirle obras constantemente. Ahora tiene una lista de espera interminable y cobra precios astronómicos, porque puede. Creo que se ha vuelto adicto a la fama. Los Cincos raramente destacamos tanto.

Nuestras miradas se cruzaron por un momento, y yo sabía que, a sus ojos, ya no podría pasar desapercibida nunca más.

—En cualquier caso, en cuanto empezó a recibir pedidos, Kota decidió alejarse de la familia. Mi hermana mayor se acababa de casar, así que perdimos los ingresos que nos reportaba. Y justo cuando Kota empieza a ganar dinero de verdad, va y nos deja —apoyé las manos en el pecho de Maxon para subrayar la importancia de aquello—. Eso no se hace. Uno no deja a su familia así como así. Mantenerse unidos… es el único modo de sobrevivir.

En su mirada vi que me entendía.

—¿Se lo quedó todo él? ¿Quiso usar el dinero para ascender de casta?

Asentí.

—Se ha propuesto llegar a ser un Dos. Si le bastara con ser un Tres o un Cuatro, podía haber comprado el título y ayudarnos, pero está obsesionado. En realidad es estúpido. Vive muy cómodamente, pero lo que quiere es esa estúpida etiqueta. No parará hasta que la consiga.

Maxon sacudió la cabeza.

—Podría tardar toda la vida.

—Mientras consiga que en su lápida pongan que era un Dos, supongo que no le importa.

—Imagino que ya no tenéis tanto contacto…

—Ahora no —suspiré—. Al principio pensaba que se me había pasado algo por alto. Tal vez lo que estaba haciendo Kota era independizarse, no separarse de nosotros. Al principio, estaba de su lado. Así que, cuando consiguió su apartamento y su estudio, fui a ayudarle. Y él llamó a la misma familia de Seises a la que siempre recurríamos; el hijo mayor estaba disponible y encantado de trabajar con Kota unos días, ayudándole a instalarse.

Hice una pausa, recordando aquello.

—Así que ahí estaba yo, sacando cosas de las cajas…, y ahí estaba él. Nuestras miradas se cruzaron, y ya no me pareció tan mayor ni tan bruto. Hacía mucho que no nos habíamos visto. Ya no éramos críos.

»Todo aquel día íbamos tocándonos “accidentalmente” al mover las cosas de un lado al otro. Él me miraba y me sonreía, y yo me sentía viva por primera vez. Yo estaba…, estaba loca por él.

Por fin se me quebró la voz, y empezaron a salir las lágrimas que tanto tiempo había retenido.

—Vivíamos bastante cerca el uno del otro, así que a veces me iba de paseo solo para ver si me lo encontraba. Cuando su madre venía a ayudarnos, a veces él la acompañaba. Y nos limitábamos a mirarnos: era todo lo que podíamos hacer —se me escapó un sollozo imperceptible—. Él es un Seis, y yo una Cinco, y hay leyes… ¡Y mi madre! Ella se habría puesto furiosa. No podía saberlo nadie.

Las manos se me movían como espasmódicamente, con la tensión de haber mantenido aquel secreto durante tanto tiempo.

—Muy pronto empezaron a aparecer notas anónimas en mi ventana, que me decían lo guapa que era, o que cantaba como un ángel. Y yo sabía que eran suyas. La noche de mi decimoquinto cumpleaños mi madre dio una fiesta; su familia estaba invitada. Él vino a mi encuentro en un rincón y me dio una felicitación; me dijo que la leyera cuando estuviera sola. Cuando por fin pude hacerlo, vi que no llevaba su nombre, ni siquiera un «Feliz cumpleaños». Solo decía: «Casa del árbol. Medianoche».

Maxon abrió bien los ojos.

—¿Medianoche? Pero…

—Deberías saber que yo violo el toque de queda de Illéa con bastante frecuencia.

—Podías haber acabado en la cárcel, America —exclamó, agitando la cabeza.

Me encogí de hombros.

—En aquel momento, aquello no me pareció importante. La primera vez me sentí como si volara. Conocía su caligrafía por todas las otras notas, y me alegraba de haber sido lo suficientemente lista como para mantenerlo todo en secreto. Y él, por su parte, había estado buscando un modo para que nos pudiéramos ver. No podía creerme que quisiera estar a solas conmigo.

»Aquella noche esperé en mi habitación, mirando hacia la casa del árbol del patio. Hacia la medianoche, vi que alguien trepaba y se metía dentro. Recuerdo que fui a cepillarme los dientes de nuevo, por si acaso. Me escabullí por la puerta de atrás y fui hasta el árbol. Y ahí estaba él. No… podía creérmelo.

»No recuerdo cómo empezó, pero muy pronto los dos nos habíamos confesado nuestros sentimientos, y no lográbamos dejar de reír de lo contentos que estábamos de que nuestro sentimiento fuera correspondido. Ni siquiera podía pensar en lo que suponía violar el toque de queda o mentir a mis padres. Me daba igual ser una Cinco y que él fuera un Seis. No me preocupaba el futuro. Porque lo único que me importaba era que me quisiera…

»Y me quería, Maxon, me quería…

Más lágrimas. Me eché una mano al pecho, sintiendo la ausencia de Aspen como nunca antes. Hablar de ella la volvía más real. Ahora ya no podía hacer otra cosa más que acabar el relato.

—Nos vimos en secreto durante dos años. Éramos felices, pero a él siempre le preocupaba que tuviéramos que vernos a escondidas, así como no poder darme lo que consideraba que me merecía. Cuando nos enteramos de lo de la Selección, insistió en que me apuntara.

Maxon se quedó boquiabierto.

—Lo sé. Fue un tontería. Pero él se habría sentido culpable toda la vida si no lo intentaba. Y yo pensaba, la verdad, que no me escogerían. ¿Cómo iban a elegirme?

Levanté las manos al aire y las dejé caer. Aún estaba anonadada por todo lo sucedido.

—Por su madre me enteré de que había estado ahorrando para casarse con una chica misteriosa. Me emocioné. Le preparé una cena sorpresa, pensando que así conseguiría que se me declarara. Estaba esperándolo.

»Pero cuando vio todo el dinero que me había gastado en la cena, se disgustó. Es muy orgulloso. Quería ser él quien me diera todos los caprichos, no al revés, y supongo que entonces vio que nunca podría hacerlo. Así que decidió romper conmigo… Una semana más tarde, hicieron público mi nombre como una de las seleccionadas.

Oí que Maxon murmuraba algo ininteligible.

—La última vez que lo vi fue en mi despedida —recordé, con la voz entrecortada—. Iba con otra chica.

—¡¿Cómo?! —exclamó Maxon.

Hundí la cara entre las manos.

—Lo que me saca de mis casillas es que sé que hay otras chicas que le van detrás, siempre las ha habido, y que ahora no tiene ningún motivo para decirles que no. Puede que incluso siga aún con aquella del día de mi despedida. No lo sé. Y no puedo hacer nada al respecto. Pero la idea de volver a casa y encontrarme cara a cara con eso… No puedo, Maxon, no puedo…

Lloré y lloré, y él no me apremió para que dejara de hacerlo. Cuando por fin las lágrimas empezaron a desaparecer, proseguí:

—Maxon, espero que encuentres alguien que te haga sentir que no puedes vivir sin ella. De verdad. Y espero que nunca experimentes lo que puede ser vivir sin esa persona, todo el esfuerzo que conlleva.

El rostro de Maxon era como un reflejo de mi propio dolor. Parecía completamente desolado. Es más, furioso.

—Lo siento, America. Yo no… —ladeó un poco la cabeza—. ¿Es buena ocasión para darte unas palmaditas en el hombro?

Su inseguridad me hizo sonreír.

—Sí. Es una ocasión perfecta.

Parecía igual de vacilante que el otro día, pero esta vez, en lugar de limitarse a darme unas palmaditas en el hombro, se acercó y, sin saber muy bien cómo, me abrazó.

—En realidad la única persona a la que he abrazado en mi vida es a mi madre. ¿Lo hago bien? —preguntó.

Me reí.

—Es difícil dar un abrazo y hacerlo mal —pasado un rato, añadí—: Sé lo que quieres decir. En realidad, yo tampoco suelo abrazar a nadie, salvo a mi familia.

Me sentí agotada tras aquel día tan largo, con aquel vestido, el Report, la cena y la charla. Era agradable sentir el abrazo de Maxon, e incluso sus palmaditas. No estaba tan perdido como parecía. Esperó pacientemente a que me calmara y entonces se separó y me miró a los ojos.

—America, te prometo que te mantendré aquí todo lo que pueda. Sé que quieren que reduzca las opciones a tres chicas y que luego elija. Pero te juro que reduciré la elección a dos y que te mantendré hasta entonces. No te obligaré a marcharte hasta que no me resulte inevitable. O hasta que tú estés lista. Lo que llegue antes.

Asentí.

—Sé que nos acabamos de conocer, pero creo que eres maravillosa. Y me duele verte herida. Si ese tipo estuviera aquí, yo…, yo… —Maxon se agitó, frustrado, y luego suspiró—. Lo siento muchísimo, America.

Volvió a abrazarme, y apoyé la cabeza en su hombro. Sabía que Maxon cumpliría su promesa. Así que me dispuse a acomodarme en el último sitio en el que jamás habría pensado que hubiera podido encontrarme cómoda de verdad.