Tal como me había imaginado, las chicas que habían solicitado irse a casa cambiaron de opinión cuando las aguas volvieron a su cauce. Ninguna de nosotras sabía exactamente quiénes habían sido las que lo habían pedido, pero había algunas —Celeste en particular— que estaban decididas a descubrirlo. De momento, seguíamos siendo veintisiete.
Según el rey, el ataque registró tan pocos daños que apenas merecía que se hablara de él. No obstante, como aquella mañana estaban llegando a palacio algunos equipos de televisión, parte del ataque se emitió en directo, y por lo visto aquello no le gustó nada al monarca, lo que hizo que me preguntara cuántos ataques habría recibido el palacio de los que nunca nos habíamos enterado. ¿Sería un lugar menos seguro de lo que yo me pensaba?
Silvia nos explicó que, si el ataque hubiera sido mucho peor, nos habrían dejado llamar a nuestras familias para decirles que estábamos bien. Pero tal como habían ido las cosas nos dijeron que era mejor que les mandásemos una carta.
Escribí para decirles que estaba bien y que, tal vez, el ataque había parecido más grave de lo que realmente era. Y que el rey nos había protegido a todas. Les pedí que no se preocuparan por mí, les conté que les echaba de menos y le di la carta a una doncella.
El día posterior al ataque pasó sin incidentes. Pensaba ir a la Sala de las Mujeres para hablar sobre Maxon con las demás, pero, después de ver a Lucy tan agitada, decidí quedarme en mi habitación.
No sé en qué se ocupaban mis tres doncellas mientras yo estaba fuera, pero el tiempo que pasé en la habitación se dedicaron a jugar a las cartas y a charlar, introduciendo algún cotilleo en la conversación.
Me enteré de que por cada docena de personas que yo veía en palacio había un centenar más: los cocineros y las lavanderas de las que ya tenía constancia, pero también gente cuyo único trabajo era el de mantener limpias las ventanas. La brigada de limpiacristales tardaba toda una semana en limpiarlas todas, y para entonces el polvo ya se había colado por las paredes, pegándose a los cristales de nuevo, por lo que tenían que volver a empezar. También había joyeros que elaboraban piezas para la familia y regalos para los visitantes, y equipos de modistas y de compradoras que mantenían elegantemente vestidos a los miembros de la familia real, y ahora también a nosotras.
Asimismo, me enteré de otras cosas: de los guardias que ellas consideraban más guapos y del horrible diseño del nuevo vestido que la jefa del servicio les hacía llevar en las fiestas; de que había gente en palacio que hacía apuestas sobre la chica que saldría seleccionada, y de que yo estaba entre las diez mejor situadas; de que el bebé de una de las cocineras estaba tan enfermo que lo habían desahuciado, lo que le hizo soltar alguna lágrima a Anne. Resultaba que la cocinera en cuestión era muy amiga suya, y que la pareja había estado esperando aquel hijo mucho tiempo.
Mientras las escuchaba, participando en la conversación solo cuando se me ocurría algo que valiera la pena decir, me alegré de haberme quedado con ellas: no se me ocurría que abajo pudieran estar pasándoselo mejor. El ambiente en la habitación era alegre y distendido.
Me lo había pasado tan bien que el día siguiente también me lo pasé allí. Esta vez abrimos la puerta que daba al pasillo y la balconera, y el aire cálido entraba y nos envolvía. Aquello parecía tener un efecto especialmente positivo sobre Lucy, y me pregunté con qué frecuencia debía de salir al exterior.
Anne comentó lo inapropiado de aquella situación —yo, sentada con ellas, jugando a las cartas y con las puertas abiertas—, pero se rindió casi de inmediato. Ya se iba haciendo a la idea de que no podría convertirme en la dama que todos esperaban que fuera.
Estábamos en plena partida de cartas cuando detecté una presencia por el rabillo del ojo. Era Maxon, de pie, en el umbral de la puerta, que nos miraba con gesto divertido. Cuando nuestros ojos se encontraron, vi clara en su rostro la pregunta: ¿qué narices estaba haciendo? Yo me puse en pie, sonreí y me acerqué a él.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Anne, cuando se dio cuenta de que el príncipe estaba en la puerta. Inmediatamente tiró las cartas dentro del costurero y se puso en pie. Mary y Lucy la siguieron.
—Señoritas —se presentó Maxon.
—Alteza —dijo Anne, con una reverencia—. Es un honor, señor.
—El honor es mío —respondió él, sonriendo.
Las doncellas se miraron unas a otras, halagadas. Todos nos quedamos en silencio un momento, sin saber muy bien qué hacer. De pronto Mary reaccionó:
—Nosotras ya nos íbamos.
—¡Sí, eso! —añadió Lucy—. Íbamos…, esto… —soltó, y miró a Anne en busca de ayuda.
—A acabar el vestido de Lady America para el viernes —apostilló Anne.
—Eso es —asintió Mary—. Solo quedan dos días.
Pasaron a nuestro lado y se dirigieron a la puerta, con unas sonrisas enormes en el rostro.
—No querría entretenerlas —dijo Maxon, siguiéndolas con la mirada, absolutamente fascinado con su reacción.
Una vez que estuvieron en el pasillo, hicieron una serie de reverencias mal sincronizadas y se alejaron a paso ligero. En cuanto doblaron la esquina, las risitas de Lucy resonaron por todo el pasillo, y después se oyó a Anne haciéndola callar.
—Menudo grupito de doncellas tienes —observó Maxon, entrando en la habitación y escrutándola con la mirada.
—Se encargan de que siempre esté a punto —respondí, con una sonrisa.
—Es evidente que te tienen afecto. Eso es difícil de encontrar —dejó de observar la habitación y me miró a la cara—. No me imaginaba así tu habitación.
Levanté un brazo y lo dejé caer.
—En realidad no es mi habitación, ¿no? Te pertenece a ti; yo solo la ocupo.
Él hizo una mueca.
—Te habrán dicho que puedes hacer cambios, ¿no? Si quieres otra cama, o que la pinten de otro color…
—Una capa de pintura no la haría mía —dije, encogiéndome de hombros—. Las chicas como yo no viven en casas con suelos de mármol —bromeé.
Maxon sonrió.
—¿Cómo es tu habitación, en casa de tus padres?
—Hum… ¿Para qué has venido exactamente?
—¡Oh! Es que he tenido una idea.
—¿Sobre qué?
—Bueno —empezó, poniéndose a caminar por la habitación—, he pensado que, ya que tú y yo no tenemos la típica relación que sí tengo con las otras chicas, quizá deberíamos compartir… medios de comunicación alternativos —se detuvo frente a mi espejo y miró las fotografías de mi familia—. Tu hermana es idéntica a ti —observó, divertido.
Me acerqué.
—Nos lo dicen mucho. ¿Qué es eso de los medios de comunicación alternativos?
Maxon acabó de repasar las fotos y se acercó al piano, al fondo de la habitación.
—Dado que se supone que tienes que ayudarme, ser mi amiga y todo eso —prosiguió, mirándome a los ojos—, quizá no deberíamos confiar en las notas de siempre a través de las doncellas y en las invitaciones formales para vernos. Estaba pensando en algo menos ceremonioso —cogió una de las partituras que había encima del piano—. ¿Las has traído tú?
—No, esas estaban aquí. Si quiero tocar algo que me apetezca de verdad, me lo sé de memoria.
—Impresionante —dijo, levantando las cejas, y retrocedió, acercándose a mí, sin completar su explicación.
—¿Podrías dejar de curiosear y acabar de explicarme tu idea, por favor?
Maxon suspiró.
—Bueno. Lo que había pensado es que tú y yo podríamos tener una señal, o algo así, algún modo de decirnos que necesitamos hablar sin que nadie más lo sepa. ¿Qué tal frotarnos la nariz? —y se pasó un dedo adelante y atrás justo por encima del labio.
—Parecerá que estás resfriado. No queda muy bonito.
Se me quedó mirando, algo sorprendido, y asintió.
—Muy bien. ¿Qué tal si nos pasamos los dedos por entre el cabello?
Sacudí la cabeza casi al instante.
—Yo casi siempre llevo el pelo recogido con horquillas. Es prácticamente imposible que pueda pasarme los dedos por en medio. Además, ¿qué pasará si llevas la corona puesta? Se te caería al suelo.
Levantó el dedo y me señaló con él, considerando mi respuesta.
—Muy bien pensado. Hmmm…
Pasó a mi lado, concentrado, y se detuvo cerca de la mesilla de noche.
—¿Qué tal si te tiras suavemente de la oreja?
—Me gusta —respondí, después de pensármelo un momento—. Es lo bastante sencillo como para que se pase por alto, pero no tan frecuente como para que podamos confundirlo con cualquier otra cosa. Nos quedamos con lo del tirón de la oreja.
Maxon estaba mirando algo fijamente, pero se giró y me sonrió.
—Me alegro de que estés de acuerdo. La próxima vez que quieras verme, tírate con suavidad del lóbulo y yo vendré en cuanto pueda. Probablemente después de la cena —concluyó, encogiéndose de hombros.
Antes de que pudiera preguntarle cómo tenía que acudir yo si él me llamaba, Maxon atravesó la habitación con mi frasco en la mano.
—¿Qué diantres es esto?
Suspiré.
—Me temo que es algo imposible de explicar.
Llegó el primer viernes, y con él nuestro debut en el Illéa Capital Report. Era algo a lo que estábamos obligadas, pero al menos esa semana lo único que debíamos hacer era estar sentadas. Con la diferencia horaria saldríamos en antena a las cinco, estaríamos allí sentadas una hora y luego podríamos ir a cenar.
Anne, Mary y Lucy se esmeraron especialmente en vestirme. El vestido era de un azul intenso que se acercaba al morado. Me ajustaba por la cadera y luego se abría en unas suaves ondas satinadas por detrás. No podía creerme que pudiera tocar siquiera algo tan bonito. Mis doncellas me abrocharon botón tras botón por la espalda, me pusieron horquillas con perlas en el cabello, unos minúsculos pendientes con perlas y un collar con un cordoncito tan fino y más perlas tan separadas que parecían flotar sobre mi piel.
Miré al espejo. Seguía siendo yo. Era la versión más bonita de mí misma que había visto nunca, pero reconocía aquella cara. Desde que habían seleccionado mi nombre, mi gran temor era convertirme en una persona irreconocible —cubierta en capas de maquillaje y tan cargada de joyas que tuviera que escarbar durante semanas para encontrarme de nuevo—. Pero de momento seguía siendo America.
Y, como era habitual en mí, me encontré cubierta de una pátina de sudor en el momento en que me dirigía a la sala donde grababan los mensajes de palacio. Nos dijeron que llegáramos diez minutos antes de la hora. En mi caso, diez minutos significaban más bien quince. En el caso de Celeste, más bien significaban tres. Así que el grupo fue llegando a trompicones.
Había un enjambre de personas revoloteando a nuestro alrededor, dando los últimos toques al plató —en el que habían instalado unas gradas con asientos para las seleccionadas—. Los presentadores, que reconocía de haber visto el Report durante años, estaban ahí, leyendo sus guiones y ajustándose las corbatas. Algunas de las seleccionadas se examinaban en los espejos y se alisaban sus vistosos vestidos con la mano. La actividad era frenética.
Me giré y pillé a Maxon en un momento íntimo. Su madre, la bella reina Amberly, le estaba colocando unos cabellos rebeldes en su sitio. Él se alisó la chaqueta y le dijo algo. Ella asintió y Maxon sonrió. Habría seguido mirándolos un rato, pero apareció Silvia y, con su habitual dinamismo, me llevó a mi sitio.
—Suba a la fila superior, Lady America —me ordenó—. Puede sentarse donde quiera. Es que la mayoría de las chicas han solicitado la fila de delante —me lo dijo con voz apenada, como si me estuviera dando una mala noticia.
—Oh, gracias —respondí, y me fui tan contenta a sentarme en la fila de atrás.
No me hacía gracia la idea de subir aquellos escalones tan pequeños con un vestido tan ajustado y aquellos zapatos de tiras. (¿De verdad eran necesarios? ¡Nadie iba a verme los pies!). Pero lo conseguí. Vi entrar a Marlee, que me sonrió y me saludó, y se vino a sentar a mi lado. Para mí significaba mucho que hubiera escogido un lugar a mi lado en lugar de situarse en la segunda fila. Era una amiga fiel. Sería una gran reina.
Su vestido era de un amarillo intenso. Con su cabello rubio y su piel suavemente bronceada, parecía irradiar luz.
—Marlee, me encanta tu vestido. ¡Estás fantástica!
—Oh, gracias —se ruborizó un poco—. Tenía miedo de que fuera algo excesivo.
—¡En absoluto! Créeme, te queda perfecto.
—Quería hablar contigo, pero habías desaparecido. ¿Crees que podríamos hablar mañana? —me preguntó, en un susurro.
—Claro. En la Sala de las Mujeres, ¿verdad? Es sábado —respondí usando el mismo tono.
—De acuerdo —respondió, excitada.
Justo delante de nosotras estaba Amy, que se giró:
—Tengo la sensación de que se me salen las horquillas. ¿Podéis echarles un vistazo, chicas?
Sin decir palabra, Marlee metió sus finos dedos entre los rizos de Amy y tanteó en busca de horquillas sueltas.
—¿Mejor?
Amy suspiró.
—Sí, gracias.
—America, ¿tengo pintalabios en los dientes? —me preguntó Zoe.
Me giré a la izquierda y me la encontré con una sonrisa forzada, mostrándome unos dientes de un blanco perla.
—No, estás bien —respondí, comprobando por el rabillo del ojo que Marlee asentía en señal de confirmación.
—Gracias. ¿Cómo puede estar tan tranquilo? —preguntó Zoe, señalando a Maxon, que estaba hablando con un miembro del equipo. Entonces se inclinó hacia delante, metió la cabeza entre las piernas y se puso a hacer ejercicios de respiración controlada.
Marlee y yo nos miramos, desconcertadas, e intentamos no reírnos. Era difícil si seguíamos mirándola, así que echamos un vistazo a la sala y charlamos sobre lo que llevaban puestas las demás. Varias de las chicas llevaban vestidos de un rojo seductor y de alegres tonos verdes, pero ninguna iba de azul. Olivia se había atrevido a vestirse de naranja. Yo, desde luego, no sabía mucho sobre moda, pero Marlee y yo coincidimos en que alguien tendría que haberla advertido. Aquel color le daba a su piel un tono verdoso.
Dos minutos antes de que encendieran las cámaras nos dimos cuenta de que no era el vestido lo que le daba aquel color verde. Olivia vomitó estentóreamente en la papelera más cercana y cayó al suelo. Silvia acudió al momento y aparecieron varias personas para limpiarle el sudor y ayudarla a sentarse. La situaron en la fila de atrás, con un pequeño recipiente a sus pies, por si acaso.
Bariel estaba sentada justo delante de ella. No oí lo que le dijo desde mi posición, pero daba la impresión de que aquella chica estaba dispuesta a lanzarse sobre la pobre Olivia si volvía a tener vómitos cerca de ella.
Supuse que Maxon había visto u oído parte de la escena, y miré en su dirección para ver si reaccionaba de algún modo. Pero él no estaba mirando hacia el lugar del suceso; me observaba a mí. Rápidamente —tanto que cualquier otra persona habría pensado que se estaba rascando— Maxon levantó la mano y se tiró de la oreja. Yo repetí la acción, y ambos nos giramos.
Estaba nerviosa pensando que aquella noche, tras la cena, se pasaría por mi habitación.
De pronto sonó el himno y vi el escudo nacional en unas pequeñas pantallas repartidas por la sala. Levanté la cabeza y erguí el cuerpo. Lo único en lo que podía pensar era en que mi familia iba a verme aquella noche, y quería que estuvieran orgullosos de mí.
El rey Clarkson estaba en el estrado hablando del «breve e infructuoso» ataque al palacio. Yo no lo habría llamado infructuoso, ya que consiguió asustarnos a casi todos. Fueron dando las noticias una tras otra. Intenté prestar atención a todo lo que se decía, pero me costaba. Estaba acostumbrada a ver todo aquello desde la comodidad de mi sofá, con un cuenco de palomitas y entre los comentarios de mi familia.
Muchas de las noticias tenían que ver con los rebeldes, a los que se culpaba de diversos actos sin dejar margen de duda. Las obras de las carreteras que se estaban construyendo en Sumner iban con retraso a causa de los rebeldes, y el número de policías locales en Atlin había disminuido porque se había enviado un grupo de refuerzo para contener los disturbios provocados por los rebeldes en Saint George. Yo no tenía ni idea de que hubiera sucedido ninguna de aquellas dos cosas. Entre todo lo que había visto y oído durante mi infancia y lo que había aprendido desde mi llegada al palacio, empecé a preguntarme cuánto sabíamos exactamente sobre los rebeldes. Quizás estuviera equivocada, pero no me parecía que se les pudiera culpar de todo lo que ocurría en Illéa.
Y de pronto, como si hubiera salido de la nada, apareció Gavril en el plató, presentado por el coordinador de Eventos.
—Buenas noches a todos. Hoy tengo un anuncio especial que hacer. Se cumple una semana de Selección y ocho señoritas ya se han vuelto a casa, dejando atrás a veintisiete bellas jóvenes entre las que tendrá que escoger el príncipe Maxon. La semana que viene, pase lo que pase, dedicaremos la mayor parte del Illéa Capital Report a conocer a estas asombrosas jóvenes.
Sentí el sudor en las sienes. Estar ahí sentada y poner buena cara…, eso podía hacerlo, pero ¿responder preguntas? Sabía que no iba a ganar aquel jueguecito; aquella no era la cuestión. Sin embargo, desde luego, no quería quedar como una tonta delante de todo el país.
—Antes de pasar a las señoritas, hablemos un momento con el hombre de moda. ¿Cómo está, príncipe Maxon? —dijo Gavril, cruzando el plató.
Aquello era una emboscada. Maxon no tenía micrófono ni se había preparado la respuesta.
Justo entonces crucé una mirada con él y le guiñé el ojo. Aquella tontería bastó para que sonriera.
—Estoy muy bien, Gavril, gracias.
—¿Está disfrutando de la compañía hasta el momento?
—¡Sí, claro! Ha sido un placer conocer a estas señoritas.
—¿Son todas ellas tan dulces y amables como parecen? —preguntó Gavril. Y antes de que Maxon respondiera, la respuesta me hizo sonreír. Porque sabía que sería un sí…, más o menos.
—Hummm… —Maxon miró más allá de Gavril, en mi dirección—. Casi.
—¿Casi? —preguntó Gavril, sorprendido. Y se giró hacia nosotras—. ¿Alguna de ellas ha hecho alguna travesura?
Por fortuna, todas las chicas soltaron unas risitas, de modo que yo me uní a ellas. ¡El muy traidor!
—¿Qué es lo que han hecho exactamente estas chicas para portarse mal? —insistió Gavril.
—Bueno, te diré —Maxon cruzó las piernas y se puso cómodo. Probablemente era la vez que más relajado lo veía, ahí sentado, divirtiéndose a mi costa. Me gustaba esa faceta suya. Me habría gustado verla más a menudo—. Una de ellas tuvo el valor de gritarme bastante la primera vez que nos vimos. ¡Me gané una dura regañina!
Por detrás de Maxon, el rey y la reina intercambiaron una mirada. Daba la impresión de que era la primera vez que oían aquella historia. A mi lado, las chicas se miraban unas a otras, asombradas. No lo entendí hasta que Marlee dijo algo.
—Yo no recuerdo que nadie le gritara en el Gran Salón, ¿no?
Maxon parecía haber olvidado que nuestro primer encuentro debía permanecer en secreto.
—Supongo que está diciendo eso para gastar una broma. Yo le dije algunas cosas muy en serio. Puede que se refiera a mí.
—¿Una regañina, dice? ¿Por qué? —prosiguió Gavril.
—La verdad es que no estoy muy seguro. Creo que fue un arranque de nostalgia, motivo por el que se lo perdoné, por supuesto —dijo Maxon. Se le veía muy suelto, hablando con Gavril como si fuera la única persona de la sala. Se me ocurrió que tendría que decirle más tarde lo bien que lo había hecho.
—¿Así que es una de las chicas que sigue entre nosotros? —Gavril miró en nuestra dirección con una gran sonrisa en el rostro, y luego volvió a mirar a su príncipe.
—Oh, sí, continúa aquí —respondió Maxon, sin apartar la mirada de Gavril—. Y espero que nos acompañe un tiempo.