En realidad no tuve mucho tiempo de avergonzarme o de preocuparme. Cuando a la mañana siguiente mis doncellas me vistieron con toda normalidad, supuse que podía presentarme al desayuno. El simple hecho de permitirme asistir era un gesto de amabilidad inesperada por parte de Maxon: me ofrecía una última comida, un último momento como una de las seleccionadas.
Cuando estábamos a medio desayuno, Kriss reunió el valor para preguntarme por nuestra cita.
—¿Qué tal fue? —preguntó en voz baja, tal como se suponía que teníamos que hablar durante las comidas. Pero aquellas tres breves palabras provocaron una reacción inmediata, y todas las que estaban lo suficientemente cerca como para oír aguzaron el oído.
Respiré hondo.
—Indescriptible.
Las chicas se miraron unas a otras, a la espera de más.
—¿Cómo se comportó? —preguntó Tiny.
—Humm —intenté escoger las palabras con cuidado—. Muy diferente de cómo me esperaba.
Esta vez los murmullos se extendieron por toda la mesa.
—¿Lo haces aposta? —protestó Zoe—. Si es así, es de lo más rastrero.
Negué con la cabeza. ¿Cómo podía explicarlo?
—No, es que…
Pero una serie de ruidos confusos procedentes del otro lado del pasillo me interrumpieron, lo que evitó que tuviera que buscar una respuesta.
Los gritos eran raros. En mi breve estancia en palacio, no había oído ni un sonido que se acercara siquiera a aquel volumen. Acto seguido se oyeron los pasos rítmicos de los guardias en el suelo, las enormes puertas al abrirse y el tintineo de los cubiertos contra los platos. Aquello era un caos absoluto.
La familia real entendió lo que sucedía antes que nosotras.
—¡Al fondo de la sala, señoritas! —gritó el rey Clarkson, que corrió hacia una ventana.
Estábamos confundidas, pero no queríamos desobedecer, y nos trasladamos lentamente hacia la cabecera de la mesa. El rey bajó una persiana, pero no era de las usadas para tapar la luz.
Era metálica, y se ajustó en su posición definitiva con un chirrido. Maxon acudió a su lado y bajó otra. Y, a su lado, la encantadora y delicada reina se apresuró a bajar la siguiente.
Entonces llegó una oleada de guardias a la sala. Vi una serie de ellos en formación tras las puertas, que cerraron con llave y aseguraron con barras.
—Han atravesado los muros, majestad, pero los estamos conteniendo. Las señoritas deberían marcharse, pero estamos tan cerca de la puerta…
—Entendido, Markson —respondió el rey, zanjando la cuestión.
Estaba claro lo que había pasado: los rebeldes habían penetrado en el recinto.
Ya me imaginaba que podía pasar algo así, con tantos invitados en palacio y tantos preparativos. Cualquiera podía cometer algún desliz que comprometiera nuestra seguridad. Y aunque no fuera fácil entrar, era un momento ideal para organizar una protesta. Cuando menos, la Selección podía resultar molesta. Estaba segura de que los rebeldes la odiaban, al igual que tanta gente de Illéa.
Comoquiera que fuera, yo no iba a quedarme de brazos cruzados.
Eché la silla atrás tan rápido que se cayó, y corrí hacia la ventana más próxima para bajar la persiana de metal. Algunas otras de las chicas, conscientes del peligro en que nos encontrábamos, hicieron lo mismo.
Tardé solo un momento en bajarla, pero ajustarla era algo más difícil. Apenas había puesto el cierre en posición cuando algo impactó contra la protección metálica desde el exterior, cosa que me hizo retroceder con un grito hasta tropezar con mi silla y caer al suelo.
Maxon apareció inmediatamente.
—¿Te has hecho daño?
Hice una evaluación rápida. Era probable que me saliera un cardenal en la cadera, y estaba asustada, pero nada más.
—No, estoy bien.
—Al fondo de la habitación. ¡Venga! —ordenó, mientras me ayudaba a ponerme en pie.
Él atravesó la sala, agarrando a algunas chicas que se habían quedado paralizadas del miedo y conduciéndolas a la esquina más alejada.
Obedecí y corrí al fondo de la estancia, donde estaban todas las chicas, amontonadas. Algunas lloraban en silencio; otras tenían la mirada perdida. Tiny se había desmayado. Lo más tranquilizador fue ver al rey Clarkson hablando animadamente con un guardia en la pared contraria, lo bastante lejos como para que las chicas no le oyeran. Rodeaba a la reina con el brazo en un gesto protector, y ella se mostraba tranquila y confiada a su lado.
¿A cuántos ataques habría sobrevivido? Había oído que se producían varias veces al año. Aquello debía de ser exasperante. Las probabilidades de sobrevivir eran cada vez menores para ella… y para su marido… y para su único hijo. Con el tiempo, los rebeldes descubrirían cómo aprovechar las circunstancias a su favor y conseguir lo que querían. Y sin embargo, allí estaba, con la cabeza alta, la mirada clara y el rostro sereno.
Eché un vistazo a las chicas. ¿Alguna de ellas tendría la fuerza necesaria para ser reina? Tiny seguía inconsciente en los brazos de alguien. Bariel y Celeste charlaban. Esta última parecía estar tranquila, aunque yo sabía que no era cierto. Aun así, en comparación con otras, ocultaba sus emociones muy bien. Algunas chicas estaban al borde de la histeria, de rodillas y lloriqueando. Otras se habían bloqueado, evadiéndose de aquella pesadilla, y se retorcían las manos con aire ausente, esperando a que acabara.
Marlee estaba llorando un poco, pero no daba la impresión de estar deshecha. La agarré del brazo e hice que se irguiera.
—Sécate los ojos y levanta la cabeza —le grité al oído.
—¿Qué?
—Confía en mí, hazlo.
Marlee se secó la cara con el borde del vestido e irguió un poco el cuerpo. Se tocó la cara en varios sitios, comprobando que no se le hubiera corrido el maquillaje, supuse. Luego se giró y me miró en busca de mi aprobación.
—Buen trabajo. Perdona que me ponga tan mandona, pero confía en mí esta vez, ¿vale? —no me gustaba tener que darle órdenes en medio de aquella situación angustiosa, pero debía mantener el aspecto sereno de la reina Amberly. Sin duda, Maxon apreciaría aquello en una reina, y Marlee tenía que ganar.
Ella asintió.
—No, tienes razón. Quiero decir que de momento todo el mundo está a salvo. No debería estar tan preocupada.
Asentí, aunque sin duda estaba equivocada. «Todo el mundo» no estaba a salvo.
Los guardias montaron guardia junto a las enormes puertas mientras los rebeldes seguían tirando cosas contra la fachada y las ventanas. Allí no había reloj. Yo no tenía ni idea de cuánto tiempo iba a durar el ataque, y aquello no hacía más que aumentar mi ansiedad. ¿Cómo sabríamos si entraban? ¿No nos enteraríamos hasta que empezaran a golpear las puertas? ¿Estarían ya dentro, y no lo sabíamos?
No podía soportar los nervios. Me quedé mirando un jarrón con flores de diverso tipo —cuyos nombres no conocía, por supuesto— y me mordí una de mis uñas de manicura perfecta, concentrándome en aquellas flores como si fueran lo único importante en el mundo.
Al final Maxon vino a interesarse por mí, igual que había hecho con las demás. Se puso a mi lado y también se quedó mirando las flores. Ninguno de los dos sabía bien qué decir.
—¿Estás bien? —preguntó por fin.
—Sí —susurré.
—Pareces alterada —insistió él, tras una breve pausa.
—¿Qué les ocurrirá a mis doncellas? —dije, poniendo en palabras mi mayor preocupación. Yo sabía que estaba a salvo, pero ¿dónde estarían ellas? ¿Y si la incursión de los rebeldes había pillado a alguna de ellas por los pasillos?
—¿Tus doncellas? —preguntó él, con un tono que me dejaba como una idiota.
—Sí, mis doncellas —le miré a los ojos, para que se diera cuenta de que en realidad solo una minoría escogida de la multitud de personas que vivían en el palacio estaban a salvo. Estaba a punto de echarme a llorar. No quería hacerlo, y respiraba a gran velocidad para intentar controlar mis emociones.
Me miró a los ojos y pareció entender que en realidad estaba a apenas un paso de ser una sirvienta. Aquel no era el motivo de mi preocupación, pero me parecía extraño que un sorteo marcara la diferencia entre alguien como Anne y como yo.
—Ahora mismo deben de estar escondidas. El servicio tiene sus propios lugares donde ocultarse. Los guardias saben muy bien cómo tomar posiciones rápidamente y alertar a todo el mundo. Deberían estar bien. Tenemos un sistema de alarma, pero, la última vez que entraron, los rebeldes lo desbarataron por completo. Están trabajando para arreglarlo, pero… —Maxon suspiró.
Fijé la mirada en el suelo, intentando aplacar todas mis preocupaciones.
—America, por favor…
Me giré hacia Maxon.
—Están bien. Los rebeldes han sido lentos, y todo el mundo en palacio sabe qué hacer en caso de emergencia.
Asentí. Nos quedamos allí, de pie, un minuto, hasta que noté que se disponía a marcharse.
—Maxon —susurré.
Él se giró, algo sorprendido de que alguien se dirigiera a él de un modo tan informal.
—Sobre lo de anoche… Deja que te explique. Cuando vinieron a casa, a prepararnos para venir aquí, un hombre me dijo que yo nunca debía decirte que no. Pidieras lo que pidieras. En ningún caso.
—¿Qué? —respondió él, atónito.
—Lo dijo de un modo que hacía pensar que podrías pedir ciertas cosas. Y tú me habías dicho que no habías tratado con muchas mujeres. Después de dieciocho años…, y luego pediste a los cámaras que se alejaran. Me asusté cuando te acercaste tanto.
Maxon sacudió la cabeza, intentando procesar todo aquello. La humillación, la rabia y la incredulidad se reflejaban en su rostro, habitualmente sereno.
—¿Eso se lo han dicho a todas? —dijo, horrorizado.
—No lo sé. Supongo que a muchas de las chicas no les hacía falta que se lo advirtieran. Probablemente «ya estén» deseando abalanzarse sobre ti —observé, señalando con un gesto de la cabeza a las demás.
Él chasqueó la lengua, molesto.
—Pero tú no, así que no tuviste ningún reparo en darme un rodillazo en la entrepierna, ¿es eso?
—¡Te di en el muslo!
—Por favor… Un hombre no tarda tanto en recuperarse de un rodillazo en el muslo —respondió, dejando claro su escepticismo.
Se me escapó la risa. Afortunadamente, Maxon también se rio. Pero justo entonces otro proyectil golpeó contra las ventanas, y nos detuvimos en seco. Por un momento se me había olvidado dónde estaba. Era algo que no me sucedía mucho, y que me iría muy bien para conservar la cordura.
—¿Y cómo te vas a enfrentar a una habitación llena de mujeres llorando? —pregunté.
Su expresión de asombro tenía algo de cómico.
—¡No hay nada en el mundo que me descoloque más! —susurró, desesperado—. No tengo ni la más mínima idea de cómo pararlo.
Aquel era el hombre que iba a gobernar nuestro país: un tipo que se venía abajo ante las lágrimas. Divertidísimo.
—Dales unas palmaditas en el hombro o en la espalda y diles que todo irá bien. La mayoría de las veces, cuando las chicas lloran, no esperan que les resuelvas el problema; solo quieren que las consueles.
—¿De verdad?
—Más bien.
—No puede ser tan sencillo —dijo, intrigado.
—He dicho la mayoría de las veces, no siempre. Pero probablemente en esta ocasión a muchas de las chicas les bastaría.
Resopló.
—No estoy seguro. Dos ya me han preguntado si las dejaré marcharse cuando acabe esto.
—Pensaba que eso no nos estaba permitido —dije, aunque no debería haberme sorprendido. Si había accedido a dejar que me quedara como amiga, no debían de importarle mucho los aspectos técnicos—. ¿Qué vas a hacer?
—¿Qué otra cosa puedo hacer? No voy a retener a nadie contra su voluntad.
—A lo mejor luego cambian de opinión.
—Quizá —hizo una pausa—. ¿Y tú? ¿También estás asustada y dispuesta a marcharte? —preguntó, casi como en broma.
—La verdad es que estaba convencida de que, en cualquier caso, me enviarías a casa después del desayuno —admití.
—La verdad es que yo también me lo había planteado.
Se produjo un silencio entre nosotros, y los dos sonreímos. Nuestra amistad —si es que podía llamarse así— desde luego era rara e imperfecta, pero al menos era honesta.
—No me has respondido. ¿Quieres marcharte?
Otro proyectil impactó contra la pared, y la idea iba ganando atractivo. El peor ataque que había sufrido en casa había sido el de Gerad, cuando intentó quitarme comida del plato. Aquí las chicas no me apreciaban, los vestidos eran encorsetados, la gente intentaba herir mis sentimientos y la experiencia en conjunto resultaba incómoda. Pero era positiva para mi familia y se comía bien. Maxon parecía un poco perdido, y quizá podría seguir manteniéndolo a raya un poco más. Y, quién sabe, a lo mejor podría ayudarle a escoger a la próxima princesa.
Le miré a los ojos.
—Si tú no me echas, yo no me voy.
—Bien —sonrió—. Tendrás que explicarme más trucos, como ese de las palmaditas en la espalda.
Yo también le sonreí. Sí, todo iba mal, pero quizá saliera algo bueno de todo aquello.
—America, ¿podrías hacerme un favor?
Asentí.
—Por lo que sabe la gente, anoche pasamos mucho rato juntos. Si alguien te pregunta, ¿podrías decirles que yo no soy…, que yo nunca haría…?
—Por supuesto. Y siento muchísimo lo que pasó.
—Debería haberme imaginado que, si alguna de vosotras iba a desobedecer una orden, serías tú.
Unos cuantos proyectiles dieron contra la pared, lo cual provocó los chillidos entre las chicas.
—¿Quiénes son? ¿Qué es lo que quieren? —pregunté.
—¿Quiénes? ¿Los rebeldes?
Asentí.
—Depende de a quién se lo preguntes. Y de qué grupo estés hablando —respondió.
—¿Quieres decir que hay más de uno?
Aquello empeoraba mucho las cosas. Si aquello era un solo grupo, ¿qué podrían hacer dos o más juntos? Me parecía increíblemente injusto que nos mantuvieran oculto todo aquello. Por lo que yo sabía, todos los rebeldes eran iguales, pero Maxon hacía que sonara como si los hubiera mejores y peores.
—¿Cuántos hay? —insistí.
—Básicamente dos, los norteños y los sureños. Los norteños atacan con mucha más frecuencia. Están más cerca. Viven en la zona húmeda de Likely, cerca de Bellingham, al norte. Es un lugar en el que nadie quiere vivir (prácticamente está en ruinas), así que lo han convertido en su base, aunque supongo que viajan. Lo de los viajes es una teoría mía a la que nadie hace mucho caso. Pero es mucho menos probable que consigan entrar, y, cuando entran, los ataques son… casi tímidos. Supongo que esto es un ataque de los norteños —dijo, levantando la voz entre el estruendo.
—¿Por qué? ¿Qué los hace tan diferentes de los sureños?
Maxon se lo pensó, como si dudara de si debía contármelo. Miró alrededor para ver si alguien podía oírnos. Yo también miré, y vi que había varias personas que nos observaban. En particular, Celeste parecía querer fundirme con la mirada. No mantuve el contacto visual con ella mucho rato. Aun así, pese a todas las mironas, no había nadie lo suficientemente cerca como para oírnos. Cuando Maxon llegó a la misma conclusión, se acercó y me susurró al oído:
—Sus ataques son mucho más… letales.
—¿Letales? —me estremecí.
Él asintió.
—Solo vienen una o dos veces al año, por lo que parece. Creo que todos intentan esconderme las estadísticas, pero no soy tonto. Cuando vienen, muere gente. El problema es que a nosotros ambos grupos nos parecen iguales (son tipos desaliñados; la mayoría, hombres, delgados pero fuertes, y sin emblemas reconocibles), así que no sabemos a qué nos enfrentamos hasta que ha acabado.
Recorrí la sala con la mirada. Si Maxon se equivocaba y resultaba que eran sureños, había mucha gente en peligro. Pensé de nuevo en mis pobres doncellas.
—Pero sigo sin entenderlo. ¿Qué es lo que quieren?
Maxon se encogió de hombros.
—Parece que los sureños quieren acabar con nosotros. No sé por qué, pero supongo que porque están hartos de vivir al margen de la sociedad. Técnicamente ni siquiera son Ochos, ya que no participan del tejido social. Pero los norteños son un misterio. Padre dice que solo quieren molestarnos, alterar nuestra labor de gobierno, pero yo no lo creo —dijo, adoptando un aspecto muy digno por un momento—. Sobre eso también tengo otra teoría.
—¿Y me la vas a contar?
Maxon vaciló de nuevo. Supuse que esa vez no se trataba tanto del miedo a asustarme, sino de que se temía que no me lo tomara en serio.
Se me acercó de nuevo y me susurró:
—Creo que están buscando algo.
—¿El qué?
—Eso no lo sé. Pero cada vez que vienen los norteños, siempre es lo mismo: los guardias están fuera de combate, heridos o atados, pero nunca los matan. Es como si no quisieran que los siguieran. Aunque suelen llevarse algún rehén, y eso nos crea muchos problemas. Y luego, las habitaciones (bueno, las habitaciones a las que llegan) están patas arriba: todos los cajones sacados, los estantes revueltos, la alfombra del revés… Rompen muchas cosas. No te creerías la de cámaras que he perdido a lo largo de los años.
—¿Cámaras?
—Sí, bueno —repuso, tímidamente—. Me gusta la fotografía. A pesar de todo, nunca acaban llevándose gran cosa. Padre piensa que mi idea es una tontería, por supuesto. ¿Qué podrían andar buscando un puñado de bárbaros analfabetos? Aun así, creo que debe de haber algo.
Aquello era un misterio. Si yo no tuviera un céntimo y supiera cómo entrar en el palacio, supongo que me llevaría todas las joyas que pudiera, cualquier cosa que lograra vender. Aquellos rebeldes debían de tener algo en la mente cuando llegaban allí, más allá de la reivindicación política o su supervivencia.
—¿Te parece un razonamiento tonto? —preguntó Maxon, sacándome de mis cábalas.
—No, tonto no. Perturbador, pero no tonto.
Intercambiamos una breve sonrisa. Me di cuenta de que si Maxon fuera Maxon Schreave, sin más, y no Maxon, el futuro rey de Illéa, sería el tipo de persona que me gustaría tener como vecino, alguien con quien poder hablar.
Se aclaró la garganta.
—Supongo que tendré que completar mi ronda.
—Sí, imagino que habrá unas cuantas señoritas preguntándose por qué te demoras tanto.
—Bueno, «amiga», ¿alguna sugerencia de con quién debería hablar ahora?
Sonreí y miré hacia atrás, para asegurarme de que mi candidata a princesa seguía manteniendo el tipo. Así era.
—¿Ves a la chica rubia de allí, vestida de rosa? Es Marlee. Es un encanto, muy amable; le encanta el cine. Anda, ve.
Maxon soltó una risita y se fue hacia ella.
El tiempo que pasamos en el comedor nos pareció una eternidad, pero el ataque solo había durado poco más de una hora. Más tarde descubrimos que no habían penetrado en el palacio; solo en el recinto. Los guardias no habían disparado a los rebeldes hasta que estos habían intentado dirigirse a la puerta principal, lo que explicaba lo de los ladrillos —que habían arrancado de la muralla exterior— y la fruta podrida que habían estado lanzando contra la ventana tanto rato. Al final, dos hombres acabaron por acercarse demasiado a las puertas, les dispararon y todos salieron huyendo. Si la distinción hecha por Maxon era correcta, aquellos debían de ser de los norteños.
Nos tuvieron encerradas un poquito más, mientras rastreaban el perímetro del palacio. Cuando se convencieron de que todo estaba como correspondía, dejaron que nos dirigiéramos a nuestras habitaciones. Marlee y yo fuimos cogidas del brazo. A pesar de haber mantenido la calma, la tensión del ataque me había dejado agotada, y estaba encantada de tener a alguien que me distrajera.
—¿Entonces te ha dejado que te pongas pantalones igualmente? —me preguntó.
Yo me había puesto a hablar de Maxon a las primeras de cambio, deseosa de saber cómo había ido su conversación.
—Sí, se mostró muy generoso.
—Es un detalle por su parte, después de haber ganado.
—Es un buen ganador. Incluso es gracioso cuando se le lleva a ciertos extremos —«como cuando se le da un rodillazo en la joya de la corona, por ejemplo», pensé.
—¿Qué quieres decir?
—Nada —aquello no quería explicárselo—. ¿De qué habéis hablado antes?
—Bueno, me ha preguntado si me gustaría quedar con él esta semana —contestó, ruborizándose.
—¡Marlee! ¡Eso es estupendo!
—¡Calla! —dijo, mirando alrededor, aunque el resto de las chicas ya había subido las escaleras—. Intento no hacerme demasiadas ilusiones.
Nos quedamos calladas un minuto hasta que por fin estalló:
—¿A quién quiero engañar? ¡Estoy tan nerviosa que casi no lo soporto! Espero que no tarde mucho en llamarme.
—Si ya te lo ha pedido, estoy segura de que no dejará pasar mucho tiempo. Quiero decir, en cuanto haya acabado con sus labores de gobierno del día, supongo.
Ella se rio.
—¡No me lo puedo creer! Quiero decir… que sabía que era guapo, pero nunca sabes cómo puede comportarse. Me preocupaba que fuera…, no sé, pomposo, o algo así.
—A mí también. Pero en realidad es… —¿Qué era Maxon, en realidad? Sí, era algo pomposo, pero no tanto que resultara cortante, como me había imaginado. Era innegable que se portaba como un príncipe, pero, aun así, era muy…, muy…— Es normal —dije por fin.
Marlee ya no estaba mirando. Se había perdido en sus ensoñaciones mientras caminábamos. Esperaba que Maxon estuviera a la altura de la imagen que se estaba haciendo mi amiga de él, y que ella fuera el tipo de chica que él quería. La dejé en su puerta, me despedí con un gesto y me dirigí a mi habitación.
La imagen de Marlee y Maxon desapareció de mi mente en cuanto abrí la puerta. Anne y Mary estaban inclinadas sobre Lucy, que parecía muy agitada. Estaba congestionada, y tenía las mejillas cubiertas de lágrimas; el ligero temblor habitual en ella se había convertido en una gran agitación, y le sacudía todo el cuerpo.
—Cálmate, Lucy, todo va bien —le susurraba Anne, mientras le acariciaba el cabello alborotado.
—Ya ha acabado todo. Nadie ha resultado herido. Estás a salvo, cariño —le decía Mary, sosteniéndole la mano.
Yo estaba tan impresionada que no podía hablar. El difícil momento por el que pasaba Lucy era algo privado; no debería haberlo visto. Di media vuelta, pero Lucy me detuvo antes de que pudiera salir de la habitación.
—Lo…, lo… siento… Lady… Lady… —balbució.
Las otras contemplaron la escena con cara de preocupación.
—No te angusties. ¿Estás bien? —pregunté, cerrando la puerta para que nadie más pudiera vernos.
Lucy intentó seguir hablando, pero no le salían las palabras. Las lágrimas y el temblor tenían dominado aquel cuerpecito tan pequeño.
—Estará bien, señorita —intercedió Anne—. Tardará unas horas, pero, cuando la cosa acaba, siempre se calma. Si sigue mal, podemos llevarla al ala de la enfermería —dijo, y luego bajó la voz—. Solo que Lucy no quiere. Si consideran que no eres apta para el servicio, te mandan a la lavandería o a la cocina. Y a Lucy le gusta ser doncella.
Yo no sabía de quién pensaba Anne que teníamos que ocultarnos. Todas estábamos alrededor de Lucy, y ella podía oírnos claramente, incluso en aquel estado.
—Por…, por… favor, señorita. Yo no…, yo no…
—Chis. Nadie va a delatarte —le aseguré. Miré a Anne y a Mary—. Ayudadme a meterla en la cama.
Entre las tres no debería habernos costado un gran esfuerzo, pero Lucy se retorcía tanto que sus brazos y sus piernas se nos escapaban de las manos. Tuvimos que emplearnos a fondo para conseguirlo. Una vez instalada entre las sábanas, la comodidad de la cama surtió un efecto mayor que todas nuestras palabras. Los espasmos de Lucy fueron remitiendo y ella fijó la mirada en el dosel que había por encima de la cama.
Mary se sentó al borde y empezó a tararear una cancioncilla, que me recordó a cómo solía arrullar yo a May cuando estaba enferma. Me llevé a Anne a un rincón, lejos del alcance de los oídos de Lucy.
—¿Qué ha pasado? ¿Ha entrado alguien? —le pregunté. Si algo así hubiera ocurrido, esperaba que me lo dijeran.
—No, no —aseguró Anne—. Lucy siempre se pone así cuando vienen los rebeldes. El mero hecho de hablar de ellos hace que se ponga a llorar. Ella…
Anne bajó la mirada y la posó en sus brillantes zapatos negros, intentando decidir si debía decirme algo. Yo no quería hurgar en la vida de Lucy, pero sí deseaba entender. Respiró hondo y me explicó:
—Algunas de nosotras hemos nacido aquí. Mary nació en el castillo, y sus padres siguen aquí. Yo era huérfana, y me trajeron porque el palacio necesitaba personal —se alisó el vestido, como si así pudiera quitarse de encima aquel pedazo de su historia que parecía pesarle—. Lucy fue vendida al palacio.
—¿Vendida? ¿Cómo puede ser? Aquí no hay esclavos.
—No, legalmente no, pero eso no quiere decir que no pueda pasar. La familia de Lucy necesitaba dinero para una operación que tenía que hacerse su madre. Ofrecieron sus servicios a una familia de Treses a cambio del dinero necesario. Su madre no mejoró y no consiguieron quitarse la deuda de encima, de modo que Lucy y su padre llevaban muchísimo tiempo viviendo con aquella familia. Por lo que yo sé de cómo los trataban, no era mucho mejor que vivir en un granero.
»El hijo de la familia se fijó en Lucy, y ya sé que a veces no importa la diferencia de castas, pero de una Seis a un Tres la distancia es muy grande. Cuando su madre descubrió las intenciones de su hijo, vendió a Lucy y a su padre al palacio. Recuerdo cuando llegó. Se pasó días llorando. Debían de estar terriblemente enamorados.
Miré a Lucy. Por lo menos en mi caso uno de los dos pudo decidir. En el suyo, no tuvo ninguna opción y perdió al hombre al que amaba.
—El padre de Lucy trabaja en los establos. No es muy rápido ni muy fuerte, pero muestra una dedicación increíble. Y Lucy es doncella. Sé que puede parecerle tonto, pero ser una doncella en palacio es un honor. Somos la primera línea. Somos las que han considerado suficientemente preparadas, listas y atractivas como para poder presentarnos ante cualquiera. Nos tomamos nuestro trabajo muy en serio, y con motivo. Si la fastidias, te meten en la cocina, donde te pasas el día trabajando, mal vestida. O te mandan a cortar leña, o a rastrillar el jardín. Se puede servir de muchas formas diferentes.
Me sentía tonta. Para mí, todas eran Seises. Sin embargo, dentro de aquella categoría había clases, distinciones que no alcanzaba a comprender.
—Hace dos años el palacio sufrió un ataque en plena noche. Les quitaron los uniformes a los guardias y se creó una gran confusión. Fue tal el barullo que nadie sabía a quién atacar o defender, y la gente se coló por todas partes… Fue terrible.
Me estremecí solo de pensarlo. La oscuridad, la confusión, las dimensiones del palacio. En comparación con lo de la mañana, parecía obra de los sureños.
—Uno de los rebeldes atrapó a Lucy —Anne bajó la vista un minuto y luego añadió en voz baja—: No creo que tengan muchas mujeres en sus grupos, no sé si me entiende.
—¡Oh!
—Eso no lo vi personalmente, pero Lucy me contó que el tipo estaba cubierto de suciedad. Me dijo que no paraba de lamerle la cara.
Anne se estremeció solo de pensarlo. A mí se me encogió el estómago, y temí que pudiera devolver el desayuno. Era asqueroso, y entendía perfectamente que alguien que había pasado tanto miedo se viniera abajo ante un ataque similar.
—El tipo se la llevaba a rastras, y ella gritó con todas sus fuerzas. Con el tumulto reinante era difícil oírla. Pero apareció otro guardia, este de verdad. Apuntó y disparó al hombre justo en la cabeza. El rebelde cayó al suelo, con Lucy aún agarrada. Quedó cubierta de sangre.
Me tapé la boca. No podía imaginarme que alguien tan delicado como aquella chica hubiera tenido que pasar por todo aquello. No era de extrañar que hubiera reaccionado así.
—Le curaron unas cuantas heridas, pero nadie se preocupó de su estado emocional. Ahora se pone nerviosa a la mínima, pero intenta ocultarlo lo mejor que puede. Y no solo lo hace por ella, sino también por su padre. Él está orgullosísimo de que su hija se haya ganado el puesto de doncella, y ella no quiere decepcionarle. Intentamos evitar que se angustie, pero cada vez que vienen los rebeldes se pone en lo peor y cree que alguien va a llevársela, a hacerle daño o a matarla.
»Hace lo que puede, señorita, pero no sé hasta cuándo va a poder aguantarlo.
Asentí y miré hacia Lucy, que estaba postrada en la cama. Había cerrado los ojos y se había dormido, aunque aún era bastante temprano.
Me pasé el resto del día leyendo. Anne y Mary limpiaron la habitación, aunque no estaba sucia. Todas mantuvimos silencio mientras Lucy descansaba.
Me prometí a mí misma que, si podía evitarlo, Lucy no volvería a pasar por aquello.