Capítulo 11

Por la mañana no me desperté con el ruido de las doncellas al entrar —aunque ya habían entrado— ni con la preparación del baño —aunque ya estaba preparado—. Me desperté con la luz que se coló por mi ventana cuando Anne retiró suavemente las pesadas y elaboradas cortinas, tarareando con dulzura alguna canción, encantada con su trabajo.

Yo aún no estaba lista para ponerme en marcha. Había tardado mucho en relajarme después de tanta tensión, y aún más tiempo en dormirme al darme cuenta de lo que significaría exactamente aquella conversación en el jardín. Si tenía ocasión, le pediría disculpas a Maxon. Sería un milagro si me daba incluso ocasión de hacerlo.

—¿Señorita? ¿Está despierta?

—Noooo —gimoteé, con la cara contra la almohada.

Pero Anne, Mary y Lucy se rieron ante mis lamentos, y eso bastó para hacerme sonreír y para que me decidiera a ponerme en marcha.

Es probable que con aquellas chicas fuera con las que más fácilmente podía llevarme bien de todo el palacio. Me pregunté si podrían llegar a convertirse en confidentes de algún tipo, o si la disciplina y el protocolo las habrían hecho completamente incapaces de compartir incluso una taza de té conmigo. Aunque fuera una Cinco de nacimiento, ahora mismo tenía todos los atributos de una Tres. Y si eran criadas, tenían que ser Seises. Pero a mí aquello no me importaba. Me encontraba bien en compañía de Seises.

Entré muy despacio en el monstruoso baño; cada paso que daba resonaba en aquel enorme espacio de azulejo y cristal. A través de los grandes espejos vi que Lucy se fijaba en las manchas de tierra de mi bata. Luego los ojos atentos de Anne cayeron en ellas. Y después los de Mary. Por suerte, ninguna de las dos hizo comentarios. Uno de mis temores era que me acribillaran a preguntas, pero estaba equivocada. Evidentemente les preocupaba muchísimo que me sintiera cómoda. Si me preguntaban qué había estado haciendo fuera de mi habitación —o, peor aún, fuera del palacio—, resultaría muy embarazoso.

Se limitaron a quitarme la bata con cuidado y a llevarme al baño. No estaba acostumbrada a desnudarme en presencia de otras personas —ni siquiera de mamá o de May—, pero no parecía que hubiera otra opción. Aquellas tres mujeres me ayudarían a cambiarme de ropa durante todo el tiempo que pasara allí, así que tendría que aguantarlo hasta el día de mi partida. Me preguntaba qué sería de ellas cuando yo me fuera. ¿Las asignarían a otras chicas que necesitaran más cuidados a medida que avanzara la competición? ¿O ya tenían otros trabajos en el palacio de los que habían sido excusadas temporalmente? Me pareció maleducado preguntarles qué era lo que hacían antes o insinuar que no estaría mucho tiempo allí, así que no lo hice.

Tras el baño, Anne me secó el cabello, levantándome la mitad de la melena con cintas que me había traído de casa. Eran azules, así que casualmente resaltaban las flores de uno de los vestidos de día que mis doncellas habían hecho para mí, y ese fue el que escogí. Mary me maquilló con tonos tan suaves como el día anterior, y Lucy me extendió una loción por los brazos y las piernas.

Había una gran variedad de joyas entre las que escoger, pero yo les pedí mi cajita. Allí dentro tenía un minúsculo collarcito con un ruiseñor que me había regalado mi padre, y era plateado, así que hacía juego con el broche con mi nombre. Sí me puse un par de pendientes de la colección de palacio, pero probablemente fueran los más pequeños que había.

Anne, Mary y Lucy me supervisaron con la mirada y sonrieron, satisfechas. Me tomé aquello como un indicador de que mi aspecto era correcto para el desayuno. Me despidieron con sonrisas, reverencias y buenos deseos, y me puse en marcha. A Lucy le temblaban las manos de nuevo.

Subí al vestíbulo de arriba, donde nos habíamos encontrado todas el día anterior. Era la primera, así que me senté a descansar en un pequeño sofá. Poco a poco empezaron a llegar las otras. Enseguida observé una constante: todas las chicas tenían un aspecto fenomenal. Lucían el cabello recogido en elaboradas trenzas o tirabuzones, dejando la cara despejada. Llevaban un maquillaje cuidado a la perfección y unos vestidos planchados inmejorablemente.

Yo había escogido el vestido más sencillo que tenía para el primer día; los vestidos de todas las demás tenían algún detalle brillante. Hubo dos chicas que, al llegar al vestíbulo, cayeron en la cuenta de que llevaban unos vestidos casi idénticos. Ambas dieron media vuelta y fueron a cambiarse. Todas querían destacar, y cada una lo hacía a su manera. Incluso yo.

Todas querían parecer Unos. Por mi parte, tenía el aspecto de una Cinco con un bonito vestido.

Pensé que había tardado mucho en prepararme, pero las otras chicas se retrasaron mucho más. Incluso después de que llegara Silvia para acompañarnos abajo, aún tuvimos que esperar a Celeste y a Tiny, que había necesitado que le encogieran el vestido.

Cuando estuvimos todas, nos dirigimos hacia las escaleras. Había un espejo dorado en la pared, y todas nos giramos para echar un último vistazo mientras bajábamos. En una imagen fugaz, me vi junto a Marlee y Tiny. Desde luego se me veía sencilla.

Pero al menos era yo misma, y aquello suponía todo un consuelo.

Bajamos, esperando que nos llevaran al comedor, donde nos habían dicho que comeríamos. Sin embargo, nos condujeron al Gran Salón, donde habían puesto mesas y sillas individuales en filas, todas con sus platos, sus copas y su cubertería de plata. No obstante, de la comida no había ni rastro. Ni siquiera un olor que prometiera. Más allá, en una esquina, observé un grupito de sofás. Unos cuantos cámaras, apostados en diferentes puntos, grababan nuestra llegada.

Fuimos entrando y nos sentamos donde quisimos, ya que allí no había cartelitos con nuestros nombres. Marlee estaba en la fila de delante de la mía, y Ashley se sentó a mi derecha. No me molesté en mirar dónde estaban las demás. Daba la impresión de que muchas habían hecho al menos una amiga, igual que yo tenía mi aliada en Marlee. Ashley había elegido sitio a mi lado, así que supuse que desearía mi compañía. Aun así, no decía nada. A lo mejor estaba contrariada por el informe de la noche anterior. Por otra parte, el día anterior también había estado muy callada. Quizá fuera su carácter. Pensé que lo peor que podía pasarme es que no me respondiera, así que decidí al menos saludarla.

—Ashley, estás preciosa.

—Oh, gracias —dijo, en voz baja. Ambas comprobamos que las cámaras estaban lejos. No es que la conversación fuera privada, pero no nos hacían ninguna falta—. ¿No es divertido llevar todas estas joyas? ¿Y las tuyas?

—Humm, a mí me pesaban demasiado. He preferido ir más ligera.

—¡Sí que pesan! Me da la impresión de que llevo diez kilos en la cabeza. Pero no podía dejar pasar la ocasión. ¿Quién sabe cuánto tiempo nos quedaremos?

Aquello tenía gracia. Ashley parecía bastante segura de sí misma desde el principio. Con aquel aspecto y aquella compostura, era ideal como princesa. Me parecía raro que dudara de sí misma.

—Pero ¿no crees que ganarás? —pregunté.

—Por supuesto —susurró—. ¡Pero es de mala educación admitirlo! —contestó, y me guiñó un ojo, lo que me hizo soltar una risita.

Otro error por mi parte. Aquella risita llamó la atención de Silvia, que estaba entrando en aquel momento.

—Chis, chis. Una dama nunca levanta la voz más allá de un leve murmullo.

Se hizo el silencio. Me pregunté si las cámaras habían registrado mi error, y me noté las mejillas calientes.

—Buenos días, señoritas. Espero que todas descansarais bien en vuestra primera noche en palacio, porque ahora empieza el trabajo. Hoy empezaremos las clases de conducta y protocolo, proceso que continuará durante toda vuestra estancia. Sabed que informaré de cualquier falta de comportamiento por vuestra parte a la familia real.

»Sé que puede sonar duro, pero esto no es un juego que podáis tomaros a la ligera. Una de las presentes en esta sala será la próxima princesa de Illéa, lo cual no es poco. Debéis esmeraros en mejorar, cualquiera que fuera vuestro origen. Os convertiréis en damas de la cabeza a los pies. Esta misma mañana recibiréis vuestra primera clase.

»Las buenas maneras en la mesa son muy importantes, y antes de que podáis comer frente a la familia real debéis tener en cuenta unas mínimas normas de etiqueta. Cuanto antes acabemos con esta clase, antes iréis a desayunar, así que mirad todas aquí, por favor.

Empezó a explicar que se nos serviría por la derecha, qué copa era para qué bebida y que nunca jamás debíamos coger una pastita con las manos. Había que usar siempre las pinzas. Las manos debíamos tenerlas sobre el regazo siempre que no las estuviéramos usando, con la servilleta debajo. No debíamos hablar, a menos que se nos preguntara. Por supuesto, podíamos hablar en voz baja con nuestros vecinos de mesa, pero siempre a un nivel adecuado para el palacio. Cuando dijo aquella última frase se me quedó mirando.

Silvia siguió, con su tono elegante. Noté que mi estómago empezaba a perder la paciencia. Aunque no fueran copiosas, estaba acostumbrada a mis tres comidas diarias. Necesitaba comer. Ya estaba empezando a ponerme de mal humor cuando oímos que llamaban a la puerta. Dos guardias se hicieron a un lado y entró el príncipe Maxon.

—Buenos días, señoritas —saludó.

La reacción en la sala fue tangible. Unas enderezaron la espalda, otras se echaron atrás el cabello, y alguna que otra se colocó bien el vestido. Yo no miré a Maxon, sino a Ashley, que respiraba agitadamente. Se lo quedó mirando de un modo que me hizo sentir incómoda solo de verlo.

—Alteza —saludó Silvia, con una reverencia.

—Hola, Silvia. Si no te importa, me gustaría presentarme ante estas jóvenes.

—Por supuesto —dijo ella, con una nueva reverencia.

El príncipe Maxon paseó la mirada por la sala y me localizó. Nuestros ojos se cruzaron un momento y sonrió. Aquello no me lo esperaba. Pensaba que habría cambiado de opinión sobre el trato que iba a dispensarme tras la noche pasada y que me llamaría al orden delante de todas. Pero quizá no estuviera enfadado. Tal vez le hubiera parecido divertido. Debía de aburrirse tremendamente en aquel lugar. Cualquiera que fuera el motivo, aquella breve sonrisa me hizo pensar que a fin de cuentas tal vez aquello no resultara ser una experiencia tan terrible. Tomé la decisión que no pude tomar la noche anterior y confié en que el príncipe Maxon quisiera aceptar mis disculpas.

—Señoritas, si no les importa, las iré llamando una por una para hablar con ustedes. Estoy seguro de que todas están deseosas de desayunar, como yo, así que no les quitaré demasiado tiempo. Les ruego que me disculpen si me cuesta aprender los nombres; son ustedes bastantes.

Se oyeron unas risitas apagadas. Rápidamente se dirigió a la chica del extremo derecho de la primera fila y se la llevó a los sofás. Hablaron unos minutos y luego ambos se levantaron. Él le hizo una reverencia, y ella hizo lo propio. Se dirigió a la mesa, habló con su compañera y se repitió el proceso. Las conversaciones solo duraron unos minutos y se desarrollaron en voz baja. Intentaba hacerse una idea de cómo era cada chica en solo cinco minutos.

—Me pregunto qué querrá saber —dijo Marlee, girándose.

—A lo mejor quiere saber qué actores te parecen más guapos. Ten la lista preparada en la mente —le susurré.

Marlee y Ashley contuvieron una risita.

No éramos las únicas que hablábamos. Por toda la sala se elevó un suave murmullo mientras esperábamos nuestro turno. Por otra parte, los cámaras iban moviéndose por todas partes, preguntándoles a las chicas por su primer día en palacio, si les gustaban sus doncellas, y cosas así. Cuando se pararon donde estábamos Ashley y yo, dejé que fuera ella la que hablara.

Seguí mirando hacia el sofá mientras entrevistaban a cada una de las seleccionadas. Algunas se mostraban tranquilas y elegantes; otras se agitaban de los nervios. Marlee se ruborizó cuando se acercó al príncipe Maxon, y el rostro se le iluminó cuando volvió. Ashley se alisó el vestido varias veces, como si tuviera un tic nervioso en las manos.

Yo estaba casi sudando cuando volvió. Era mi turno. Respiré hondo y procuré calmarme. Estaba a punto de pedirle un favor monumental.

Él se puso en pie y leyó mi broche cuando me acerqué.

—America, ¿verdad? —dijo, con una sonrisa en los labios.

—Sí. Y sé que he oído su nombre en algún sitio, pero… ¿me lo puede recordar? —me pregunté si arrancar con una broma sería una buena idea, pero Maxon se rio y me indicó que me sentara.

—¿Has dormido bien, querida? —preguntó, inclinándose hacia mí.

No sé qué diría la expresión de mi cara al oír aquel calificativo, pero los ojos de Maxon brillaron, divertidos.

—Sigo sin ser su querida —respondí, pero esta vez con una sonrisa—. Pero sí. Una vez que conseguí calmarme, he dormido muy bien. Mis doncellas han tenido que sacarme de la cama. Estaba muy a gusto.

—Me alegro de que estuvieras a gusto, querida…, America —se corrigió.

—Gracias —repuse. Jugueteé un momento con el vestido, intentando pensar en cómo decir lo que quería decir—. Siento mucho haberme portado así. Cuando me acosté me di cuenta de que, aunque sea una situación extraña para mí, no debería culparle a usted. No es usted el motivo de que yo me vea envuelta en esto, y todo el montaje de la Selección ni siquiera es idea suya. Además, estaba hundida y usted fue de lo más amable conmigo, aunque yo estuve…, bueno, odiosa. Podía haberme echado anoche, y no lo hizo. Gracias.

Los ojos de Maxon reflejaban ternura. Apuesto a que todas las chicas que habían pasado por allí antes de mí se habían fundido al verlos. También a mí podía haberme afectado que me mirara así, pero estaba claro que era parte de su naturaleza. Apartó la vista un momento. Cuando volvió a mirarme, se echó adelante, apoyando los codos sobre las rodillas como si quisiera que entendiera la importancia de lo que iba a decir.

—America, me has hablado muy claro desde el principio. Eso es una cualidad que admiro profundamente, y voy a pedirte que tengas la amabilidad de responderme una pregunta.

Asentí, algo asustada pensando en qué querría saber. Se acercó aún más y me susurró:

—Dices que estás aquí por error, así que supongo que no quieres estar aquí. ¿Hay alguna posibilidad de que llegues a… sentir algo por mí?

No pude evitar agitarme un poco. No quería herirle en sus sentimientos, pero aquello era algo en lo que no podía engañarle.

—Es usted muy amable, alteza, y atractivo…, y detallista —respondí.

Él sonrió.

—Pero hay motivos de peso por los que no creo que podría —añadí.

—¿Quieres explicármelo?

Lo disimuló muy bien, pero en su voz noté cierta decepción. Supongo que no estaría acostumbrado a algo así.

No era algo que deseara compartir con él, pero me pareció que no había otro modo de hacerle entender qué sucedía. Con una voz aún más baja que antes, le confesé la verdad.

—Me… temo que mi corazón está en otro lugar —sentí que los ojos se me empañaban.

—¡Oh, por favor, no llores! —dijo Maxon, con un susurro que denotaba una preocupación real—. ¡Nunca sé qué hacer cuando las mujeres lloran!

Aquello me hizo reír, y la amenaza del llanto desapareció momentáneamente. La expresión de alivio en su rostro era innegable.

—¿Querrías que te dejara irte con tu amado hoy mismo? —preguntó. Era evidente que mi preferencia por otra persona le molestaba, pero, en lugar de enfadarse, había decidido mostrar compasión. Aquel gesto me hizo confiar en él.

—Ese es el problema… No quiero ir a casa.

—¿De verdad? —se pasó los dedos por el pelo, y no pude evitar reírme de nuevo al verlo tan perdido.

—¿Puedo ser absolutamente honesta con usted?

Asintió.

—Necesito estar aquí. Mi familia necesita que esté aquí. Aunque solo me dejara quedarme una semana, para ellos sería una bendición.

—¿Quieres decir que necesitáis el dinero?

—Sí —admití, a mi pesar. Debía de parecer que lo estaba utilizando. Y quizá fuera así. Pero había más—. Y además hay alguien… —añadí, levantando la mirada— a quien no soportaría ver ahora mismo.

Maxon asintió en señal de que comprendía, pero no dijo nada.

Me quedé sin saber qué hacer. Supuse que lo peor que me podía pasar sería que me enviara a casa, así que seguí:

—Si tiene la bondad de dejar que me quede, aunque sea un poco, podría ofrecerle algo a cambio —dije.

Las cejas se le dispararon hacia arriba.

—¿A cambio?

Me mordí el labio.

—Si deja que me quede… —aquello iba a sonar muy tonto—. Bueno, a ver, hay que ser realistas: usted es el príncipe. Está ocupado todo el día, gobernando el país y todo eso. ¿Y se supone que va a encontrar tiempo suficiente para reducir la búsqueda entre treinta y cinco…, bueno, entre treinta y cuatro chicas, a una sola? Eso es mucho pedir, ¿no le parece?

Él asintió. Por su expresión estaba claro que le parecía una labor agotadora.

—¿No sería mucho mejor para usted si tuviera a alguien dentro? ¿A alguien que le ayudara? Como… ¿una amiga?

—¿Una amiga?

—Sí. Déjeme quedarme y le ayudaré. Seré su amiga —dije, y aquello le hizo sonreír—. No tiene que preocuparse por mí. Ya sabe que no estoy enamorada de usted. Pero puede hablar conmigo en cualquier momento, e intentaré ayudarle. Anoche dijo que le gustaría tener una confidente. Bueno, hasta que encuentre una definitiva, yo podría ser esa persona. Si quiere.

Su expresión era afectuosa pero comedida.

—He hablado con casi todas las chicas de esta sala y no se me ocurre ninguna que pudiera ser mejor como amiga. Estaré encantado de que te quedes.

El alivio que sentí era indescriptible.

—¿Tú crees —preguntó Maxon— que podría seguir llamándote «querida»?

—Ni hablar —le susurré.

—Seguiré intentándolo. No tengo costumbre de rendirme —respondió, y le creí. No me apetecía nada que siguiera por ahí, pero no había nada que hacer.

—¿Las ha llamado así a todas? —pregunté, indicando con un gesto de la cabeza a las otras.

—Sí, y parece que les gusta.

—Ese es precisamente el motivo por el que no me gusta a mí —dije, y me puse en pie.

Maxon también se levantó, con gesto divertido. Yo podría haber reaccionado frunciendo el ceño, pero en realidad era gracioso. Hizo una reverencia, yo también, y volví a mi sitio.

Tenía tanta hambre que me pareció una eternidad el tiempo que tardó en llegar hasta la última fila. Pero por fin regresó a su sitio la última chica. A mí ya se me hacía la boca agua pensando en mi primer desayuno en palacio.

Maxon se dirigió hacia el centro de la sala.

—A las que os he pedido que os quedéis, por favor, permaneced en vuestros sitios. Las demás, por favor, pasad con Silvia al comedor. Enseguida me reuniré con vosotras.

¿Que se quedaran? ¿Eso era buena señal?

Me puse en pie, con la mayoría de las chicas, y nos pusimos en marcha. Sería que deseaba pasar un rato más con las otras. Vi que Ashley era una de ellas. Sin duda era una chica especial, tenía todo el aspecto de una princesa. El resto eran chicas a las que no había llegado a conocer. Tampoco es que ellas tuvieran ningunas ganas de conocerme a mí. Las cámaras se quedaron atrás para capturar cualquier momento especial que pudiera producirse, y las demás salimos de allí.

Entramos en el salón de banquetes y allí, con un aspecto más majestuoso del que me habría podido llegar a imaginar, estaban el rey Clarkson y la reina Amberly. También había otros equipos de televisión pululando por la sala para captar nuestro primer encuentro. Dudé, preguntándome si deberíamos volver a la puerta y esperar a que nos hicieran pasar. Pero casi todas las demás, aunque vacilantes, siguieron adelante. Me dirigí rápidamente a mi silla, intentando no llamar mucho la atención.

Silvia entró apenas dos segundos más tarde y tomó las riendas de la situación.

—Señoritas, me temo que esto aún no se lo hemos enseñado —dijo—. Cada vez que entren en una estancia en la que estén el rey o la reina, o si ellos entran en el lugar donde están ustedes, lo correcto es hacer una reverencia. Luego, cuando se dirijan a ustedes, pueden volver a levantarse y tomar su asiento. Todas juntas, ¿de acuerdo? —y todas hicimos una reverencia en dirección a la cabecera de la mesa.

—Bienvenidas, chicas —saludó la reina—. Por favor, tomad asiento, y bienvenidas a palacio. Estamos muy contentos de que estéis aquí —había algo agradable en su voz. Era tranquila, al igual que su expresión, pero al mismo tiempo tenía personalidad.

Tal como había dicho Silvia, los criados acudieron a servirnos el zumo de naranja por la derecha. Nuestros platos llegaron cubiertos en grandes bandejas, y los criados los destaparon justo cuando los teníamos delante. Una deliciosa ráfaga de olor procedente de mis tortitas me impactó en la cara. Afortunadamente, los murmullos de admiración de toda la sala taparon los ruidos de mi estómago.

El rey Clarkson bendijo la mesa y empezamos a comer. Unos minutos más tarde entró el príncipe Maxon, pero antes de que tuviéramos tiempo de levantarnos se dirigió a nosotras:

—Por favor, no se levanten, señoritas. Disfruten de su desayuno.

Se dirigió a la cabeza de la mesa, le dio un beso a su madre en la mejilla, una palmadita a su padre en el hombro y se sentó, a la izquierda del rey. Hizo unos comentarios al mayordomo que tenía más cerca, que soltó una risita silenciosa, y se puso a comer.

Ashley no apareció. Ni ninguna de las otras chicas. Miré a mi alrededor, confusa, contando cuántas faltaban. Ocho. Ocho de las chicas no estaban allí.

Fue Kriss, que estaba sentada delante de mí, quien respondió la pregunta que había en mis ojos.

—Se han ido.

¿Ido? Oh. Se habían ido…

No conseguía imaginar qué podrían haber hecho en apenas cinco minutos que desagradara tanto a Maxon, pero de pronto me alegré de haber decidido ser sincera.

Así, de repente, solo quedábamos veintisiete.