5 de septiembre
Nubes blancas aisladas cruzaban el cielo, destacándose contra el azul purísimo. Puestas todas juntas, habrían cubierto irremediablemente el sol. En cambio, estaban allí, dejándose llevar por el viento.
Había sido una estación muy larga. El invierno había dado paso al verano sin solución de continuidad. Aún hacía calor.
Mila conducía con las ventanillas abiertas, disfrutando de la brisa que le mecía el pelo. Se lo había dejado crecer, y ese no era más que uno de los pequeños cambios de los últimos tiempos. Otra novedad era el vestido que llevaba. Había abandonado los vaqueros y ahora incluso llevaba una falda de flores.
Sobre el asiento del copiloto había una caja con un gran lazo rojo. Había elegido ese regalo sin pensarlo demasiado, porque ahora ya lo hacía todo fiándose sólo de su instinto.
Había descubierto la fértil imprevisibilidad de la existencia.
Ese nuevo curso de las cosas le gustaba. Pero el problema ahora eran los caprichos de su esfera emocional. Le ocurría, a veces, que se detenía justo en medio de una conversación, o mientras estaba despachando algún asunto, y se echaba a llorar. Sin motivo aparente, una extraña y agradable nostalgia se adueñaba de ella.
Durante mucho tiempo se había preguntado de dónde provenían aquellas emociones que la invadían regularmente, a oleadas o bien a espasmos.
Ahora lo sabía. Pero de todos modos no había querido conocer el sexo del bebé.
«Es una niña».
Mila evitaba pensar en ello, tratando de olvidar todo lo referente a esa historia. Sus prioridades eran otras. Estaba el hambre que la pillaba desprevenida demasiado a menudo, y que había devuelto un poco de feminidad a sus formas. Luego estaba la necesidad repentina y urgente de orinar. Y finalmente estaban aquellos leves puntapiés en la barriga, que había empezado a sentir desde hacía ya algo de tiempo.
Gracias a ellos, estaba aprendiendo a mirar sólo hacia adelante.
Aun así, era inevitable que, de vez en cuando, su mente volara hacia el recuerdo de aquellos acontecimientos.
El preso RK-357/9 había salido de prisión un martes del mes de marzo. Sin un nombre.
La treta de Mila, sin embargo, había funcionado.
Krepp había extraído el ADN de sus células epiteliales, que introdujo en todos los bancos de datos disponibles. La comparación también se realizó con el material orgánico no identificado que concernía a casos todavía sin solución.
Nada había salido a la luz.
«Quizá todavía no hemos descubierto todo el diseño», se decía Mila. Y sentía miedo de aquella previsión.
Cuando el recluso sin nombre recobró la libertad, en los primeros tiempos los policías lo tuvieron constantemente bajo vigilancia. Vivía en una casa puesta a su disposición por los servicios sociales e —ironías del destino— había empezado a trabajar como limpiador en unos grandes almacenes. No dejaba traslucir nada de sí mismo que no conocieran ya. Así, con el tiempo, la vigilancia de los agentes fue reduciéndose. Sus superiores ya no estaban dispuestos a asumir el pago de las horas extras y las rondas voluntarias sólo duraron unas pocas semanas. Al fin, todos habían abandonado.
Mila había seguido controlándolo, pero también para ella se hacía cada vez más pesado. Después del descubrimiento del embarazo abandonó la vigilancia.
Luego, un día de mediados de mayo, él desapareció.
No había dejado huellas tras de sí, ni pudieron tampoco imaginar su destino. Al principio Mila se enfadó, pero luego sintió un extraño alivio.
La agente de policía que hallaba a las personas desaparecidas, en el fondo, deseaba que aquel hombre desapareciera.
La señal vertical a su derecha indicaba el desvío hacia el barrio residencial. Ella lo tomó.
Era un lugar bonito: las avenidas estaban llenas de árboles y las plantas repetían siempre la misma sombra, como si no quisieran contrariar a nadie. Los chalets estaban adosados unos a otros, con una bonita parcela de tierra delante, y eran todos iguales.
Las indicaciones del folleto que Stern le había dado acababan en el cruce que tenía delante. Aminoró la velocidad, mirando a su alrededor.
—Joder, Stern, ¿dónde estás? —le dijo al teléfono.
Antes de que contestara lo vio pegado al móvil, haciéndole señas desde lejos con un brazo levantado.
Mila aparcó el coche donde le indicó y bajó.
—¿Qué tal?
—Aparte de las náuseas, los tobillos hinchados y las continuas carreras al baño…, diría que bien.
Él le pasó un brazo alrededor de los hombros:
—Ven, están todos en la parte de atrás.
Resultaba extraño verlo sin chaqueta ni corbata, con los pantalones cortos azules y una camisa de flores abierta en el pecho. Si no hubiera sido por el infalible caramelo de menta, habría estado casi irreconocible.
Mila se dejó conducir hacia el jardín trasero, donde la mujer del exagente especial estaba poniendo la mesa. Corrió a abrazarla.
—Hola, Marie, te veo muy bien.
—¡Por fuerza: ahora me tiene en casa todo el día! —rio Stern.
Marie le dio una palmadita en el hombro a su marido.
—¡Vete a cocinar de una vez!
Mientras Stern se alejaba hacia la barbacoa, listo para asar salchichas y mazorcas de maíz, Boris se les acercó con una botella de cerveza medio vacía en la mano. Estrechó a Mila entre sus poderosos brazos y la levantó en volandas.
—¡Pues sí que has engordado!
—¡Mira quién fue a hablar!
—¿Cuánto has tardado en llegar?
—¿Estabas preocupado por mí?
—No, sólo tenía hambre.
Rieron. Boris siempre la colmaba de atenciones, y no sólo porque lo había salvado de la cárcel. En los últimos tiempos había engordado a causa de la vida sedentaria y de la promoción de su cargo que había recibido de manos de Terence Mosca. El nuevo inspector jefe había querido borrar en seguida aquel pequeño «desliz» que habían cometido con él, y le había hecho una oferta a la que no había podido renunciar. Roche había presentado su dimisión justo después del cierre oficial del caso, no sin antes haber acordado con el Departamento un procedimiento de salida que incluía una ceremonia con la asignación de una medalla por méritos al servicio y otros honores. Se decía que estaba valorando la posibilidad de meterse en política.
—¡Qué tonta: he olvidado la caja en el coche! —recordó Mila de repente—. ¿Podrías ir a buscármela, por favor?
—Claro, voy en seguida.
En cuanto Boris desplazó su mole, se le abrió la vista a los demás presentes.
Bajo un cerezo estaba Sandra en una silla de ruedas. No conseguía caminar. Había transcurrido un mes después de que le dieran el alta en el hospital. Los médicos decían que el bloqueo neurológico era debido al shock. Ahora estaba siguiendo un rígido programa de rehabilitación.
Una prótesis sustituía el brazo izquierdo.
Junto a la niña estaba su padre, Mike. Mila lo había conocido yendo a visitar a Sandra, y lo encontraba simpático. A pesar de la separación de su mujer, seguía cuidando tanto de ella como de su hija con cariño y dedicación. Sarah Rosa estaba con ellos. Se la veía muy cambiada. Había perdido mucho peso en la cárcel y el pelo se le había puesto blanco en poco tiempo. La condena había sido severa: siete años y despido con deshonra, que también le había hecho perder el derecho a la pensión por jubilación. Estaba allí gracias a un permiso especial. Algo más lejos estaba Doris, la agente de vigilancia que la acompañaba, que saludó a Mila con un gesto de la cabeza.
Sarah Rosa se levantó para acercarse. Se esforzaba en sonreírle.
—¿Cómo estás? ¿Va bien el embarazo?
—El mayor inconveniente son los vestidos: mi talla cambia continuamente y no gano tanto como para renovar mi vestuario tan a menudo. ¡Uno de estos días tendré que salir en albornoz!
—Hazme caso: disfruta de estos momentos, porque lo peor aún está por llegar. Durante los primeros tres años, Sandra no nos dejó pegar ojo. ¿Verdad, Mike? —Él asintió.
Se habían visto otras veces antes. Pero nadie le había preguntado nunca a Mila quién era el padre del bebé. Quién sabe cómo habrían reaccionado si supieran que llevaba en su vientre al hijo de Goran.
El criminólogo todavía permanecía en coma.
Mila había ido a visitarlo sólo una vez. Lo había visto desde detrás de un cristal, pero no pudo aguantar más que algunos segundos y se marchó en seguida.
Lo último que le dijo, antes de arrojarse al vacío, fue que había matado a su mujer y a su hijo porque los quería. Era la lógica incontrovertible de quien justifica el mal con el amor. Y Mila no podía aceptarla.
En otra ocasión, Goran había afirmado: «Convivimos con personas de las que creemos conocerlo todo, pero en realidad no sabemos nada de ellos…»
Pensó que se refería a su mujer, y recordaba esa frase como una verdad banal, no a la altura de su inteligencia. Hasta que se vio implicada en eso que había dicho. Sin embargo, precisamente ella habría tenido que entenderlo mejor que nadie. Ella, que le había dicho: «Es de la oscuridad de donde vengo. Y es a la oscuridad donde tengo que regresar de vez en cuando».
También Goran había viajado muchas veces a esas mismas tinieblas. Pero un día, cuando emergió, algo lo había seguido. Algo que ya no lo abandonó nunca más.
Boris la alcanzó con el regalo.
—¿Por qué has tardado tanto?
—No conseguía cerrar ese cacharro. Deberías comprarte un coche nuevo.
Mila le quitó la caja de las manos y se la llevó a Sandra.
—¡Eh, feliz cumpleaños!
Se inclinó sobre ella para darle un beso. La jovencita siempre se alegraba de volver a verla.
—Mamá y papá me han regalado un iPod.
Se lo enseñó, y Mila dijo:
—Es fantástico. Ahora tendremos que llenarlo con un poco de honesto y sano rock.
Mike no estaba de acuerdo:
—Yo preferiría Mozart.
—Mejor los Coldplay —decidió Sandra.
Abrieron juntos el regalo de Mila. Era una chaqueta de ante con flecos, adornos de varios tipos y tachuelas.
—¡Vaya! —exclamó la homenajeada cuando reconoció la marca de un famoso diseñador.
—¿Ese «vaya» significa que te gusta?
Sandra asintió sonriente, sin levantar los ojos de la chaqueta.
—¡A comer! —anunció Stern.
Se sentaron a la mesa, a la sombra de un cenador. Mila reparó en que Stern y su mujer se buscaban y a menudo se tocaban como dos recién enamorados. Y sintió un poco de envidia. Sarah Rosa y Mike interpretaron el papel de buenos padres en beneficio de su hija. Pero él también estaba muy atento con Sarah. Boris contó muchos chistes, y rieron tanto que la agente Doris hasta se atragantó. Era un día agradable, sin preocupaciones. Y probablemente Sandra olvidó durante un rato su condición. Recibió muchos regalos y sopló las velas de su decimotercer cumpleaños sobre una tarta de chocolate y coco.
Acabaron de comer pasadas las tres. Se había levantado una brisa que invitaba a tumbarse en el prado y dormir. Las mujeres quitaron la mesa, pero Mila fue exonerada por la esposa de Stern a causa de su tripa. Aprovechó para estar con Sandra, bajo el cerezo. Con un poco de esfuerzo logró sentarse también en el suelo, junto a su silla de ruedas.
—Se está muy bien aquí —dijo la joven. Luego miró a su madre mientras llevaba dentro los platos sucios y le sonrió—. Querría que este día no acabara nunca. Echaba mucho de menos a mamá…
El uso de ese tiempo verbal era sintomático: Sandra evocaba una nostalgia diferente de la de cuando su madre volvía a la cárcel. Estaba hablando de lo que le había ocurrido.
Mila sabía bien que esas breves señales formaban parte del esfuerzo que la muchacha estaba haciendo para poner orden en su pasado. Debía resituar sus emociones y ajustar cuentas con un miedo que, aunque todo había acabado ya, seguiría acechándola durante muchos años.
Un día, ambas afrontarían juntas el relato de lo ocurrido. Mila pensaba contarle antes su historia. Quizá eso la ayudaría. Tenían tantas cosas en común…
«Encuentra primero las palabras, pequeña, tienes todo el tiempo…»
Mila sintió una gran ternura por Sandra. Al cabo de una hora, Sarah Rosa tendría que regresar a la penitenciaría. Y cada vez, aquella separación era un sufrimiento para madre e hija.
—He decidido revelarte un secreto —le dijo para distraerla de ese pensamiento—. Pero sólo te lo diré a ti… Quiero contarte quién es el padre de mi bebé.
Sandra compuso una sonrisa impertinente.
—Pero si lo sabe todo el mundo.
Mila se quedó paralizada por el estupor, luego ambas se echaron a reír.
De lejos, Boris las observaba sin entender qué estaba ocurriendo.
—Mujeres —exclamó en dirección a Stern.
Cuando por fin lograron dejar de reír, Mila se sentía mucho mejor. Una vez más había infravalorado a quienes la querían, creándose problemas inútiles, cuando a menudo las cosas eran condenadamente sencillas.
—Él estaba esperando a alguien… —dijo Sandra, seria. Y Mila entendió que estaba hablando de Vincent Clarisso.
—Lo sé —respondió simplemente.
—Tenía que llegar para unirse a nosotros.
—Ese hombre estaba en la cárcel, pero nosotros no lo sabíamos. Hasta le habíamos puesto un nombre, ¿sabes? Lo llamábamos Albert.
—No, Vincent no lo llamaba así…
Una ráfaga de viento cálido agitó las hojas del cerezo, pero eso no impidió a Mila advertir un escalofrío repentino que le subía por la espalda. Se volvió lentamente hacia Sandra y posó sus grandes ojos en los de ella, inconscientes de lo que acababa de decir.
—No… —repitió la chiquilla con calma—. Él lo llamaba Frankie.
El sol resplandecía en aquella tarde perfecta. Los pájaros entonaban sus cantos sobre los árboles y el aire estaba repleto de polen y perfumes. La hierba del prado invitaba a tumbarse en ella. Mila nunca olvidaría el instante preciso en que descubrió que tenía muchas más cosas en común con Sandra de lo que realmente imaginaba. Sin embargo, habían estado siempre ahí, delante de sus ojos.
Ha elegido sólo a niñas y no a niños.
También a Steve le gustaban las niñas.
Ha elegido a las familias.
Tanto ella como Sandra eran hijas únicas.
A todas les ha cortado el brazo izquierdo.
Ella se había roto el brazo izquierdo al caer por la escalera con Steve.
Las dos primeras eran hermanas de sangre.
Sandra y Debby. Como ella y Graciela muchos años antes.
«Los asesinos en serie, con sus acciones, intentan contarnos una historia», había dicho Goran en una ocasión.
Pero esa historia era su historia.
Cada detalle la devolvía al pasado a la fuerza, obligándola a mirar a la cara a la terrible verdad.
«Tu último alumno ha fracasado: Vincent Clarisso no ha logrado llevar a cabo tu diseño, porque la niña número seis todavía está viva… Y eso significa que tú también has fracasado».
En cambio, nada había ocurrido por casualidad. Y ese era el verdadero desenlace de Frankie.
Todo eso era por ella.
Un movimiento en su vientre la recondujo atrás. Entonces Mila bajó la mirada y se obligó a no preguntarse si también eso formaba parte del diseño de Frankie.
«Dios es silencioso —pensó—. El diablo susurra…»
Y, en efecto, el sol seguía brillando en aquella tarde perfecta. Los pájaros entonaban incansablemente sus cantos sobre los árboles, y el aire aún estaba repleto de polen y perfumes. La hierba del prado todavía invitaba.
Alrededor de ella, y en todas partes, el mundo transmitía el mismo mensaje.
Que todo era como antes.
Todo.
También Frankie.
De vuelta, para desaparecer de nuevo en las vastas extensiones de las sombras.