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Alphonse Bérenger era un sesentón con cara de niño.

Su rostro rubicundo estaba surcado por una espesa red de vasos capilares. Cada vez que sonreía achinaba los ojos hasta convertirlos en dos rayas. Dirigía la penitenciaría desde hacía veinticinco años y le faltaban pocos meses para la jubilación. Sentía pasión por la pesca, en un rincón de su despacho había una caña y una caja con anzuelos y cebos. En breve, esa sería la principal ocupación de sus días.

Bérenger era considerado un buen hombre. Durante los años de su gestión, en la cárcel nunca se habían desarrollado episodios graves de violencia. Dispensaba un trato humano a los reclusos, y sus carceleros raramente recurrían a la fuerza física.

Alphonse Bérenger leía la Biblia y era ateo. Pero creía en las segundas oportunidades y siempre decía que cada individuo, si quiere, tiene derecho a merecerse el perdón. Cualquiera que sea el pecado que haya cometido.

Tenía fama de ser un hombre íntegro y se consideraba en paz con el mundo. Pero desde hacía algún tiempo ya no lograba dormir por las noches. Su mujer le decía que era porque se aproximaba a su jubilación, pero no era así. Lo que atormentaba sus sueños era el pensamiento de tener que volver a dejar en libertad al preso RK-357/9 sin saber en realidad quién era y si había cometido algún crimen atroz.

—Ese tipo es… absurdo —le dijo a Mila mientras cruzaban una de las cancelas de seguridad, directos al ala donde estaban situadas las celdas de aislamiento.

—¿En qué sentido?

—Es absolutamente imperturbable. Le cortamos el agua corriente con la esperanza de que dejara de lavarse. Pero él siguió limpiándolo todo sólo con los trapos. Cuando le requisamos también los trapos, empezó a usar el uniforme. Lo obligamos a utilizar los cubiertos de la cárcel, pero entonces dejó de comer.

—¿Y qué hicieron luego?

—¡No podíamos matarlo de hambre, claro! A cada tentativa nuestra siempre ha contrapuesto una tenacidad desarmante… o una templada determinación.

—¿Y la científica?

—Pasaron tres días en esa celda, pero no encontraron el suficiente material orgánico para extraer su ADN. Y yo me pregunto: ¿cómo es posible? Todos nosotros perdemos millones de células a diario, bajo la forma de minúsculas escamas de piel o de pestañas…

Bérenger había ejercitado toda la paciencia de experto pescador con la esperanza de que bastara. Pero no había sido suficiente. Su último recurso era esa agente de policía que se había presentado por sorpresa esa mañana, contando una historia tan absurda que parecía cierta.

Tras recorrer un largo pasillo, llegaron delante de una puerta de hierro pintada de blanco. Era la celda de aislamiento número 15.

El director miró a Mila.

—¿Está segura?

—Dentro de tres días este hombre saldrá de aquí, y tengo la impresión de que ya no volveremos a verlo. Por tanto, sí, estoy absolutamente segura.

La pesada puerta fue abierta y cerrada en seguida a su espalda. Mila dio el primer paso en el pequeño universo del preso RK-357/9.

Era diferente de cómo se lo había imaginado y del retrato que Nicla Papakidis había trazado después de haberlo visto en los recuerdos de Joseph B. Rockford. A excepción de un detalle: los ojos grises.

Era pequeño de estatura. Tenía los hombros estrechos y los huesos de las clavículas muy prominentes. El mono naranja de la cárcel le quedaba grande, tanto que lo obligaba a doblarse las mangas y los bajos de los pantalones. Tenía poco cabello, concentrado a los lados de la cabeza.

Estaba sentado sobre el catre y tenía sobre las rodillas una escudilla de acero, que repasaba con un paño de fieltro amarillo. A su lado, sobre la cama, se encontraban ordenadamente los cubiertos, un cepillo de dientes y un peine de plástico. Probablemente acababa de lustrarlos. Apenas levantó la cabeza para mirar a Mila, sin dejar de frotar ni un instante.

Ella tuvo la convicción de que el hombre sabía por qué estaba allí.

—Hola —dijo—. ¿Le molesta si me siento un rato?

Él asintió educadamente, indicándole un taburete cerca de la pared. Mila lo cogió y se acomodó.

El frotar insistente y regular de la bayeta sobre el metal era el único sonido en la celda de reducidas dimensiones. Los ruidos típicos de la cárcel estaban exiliados de la sección de aislamiento, para hacer más incómoda la soledad de la mente. Pero al preso RK-357/9 eso no parecía disgustarle.

—Aquí todos se preguntan quién es usted —empezó Mila—. Se ha convertido en una especie de obsesión, creo. Lo es para el director de esta penitenciaría. Y también para la oficina del procurador. Los demás presos ya cuentan su leyenda.

Él siguió mirándola, imperturbable.

—Yo no me lo pregunto; yo lo sé. Usted es la persona a la que hemos llamado Albert. La persona a la que estamos dando caza.

El hombre no reaccionó.

—Usted era quien se sentaba en el sillón de Alexander Bermann en su madriguera de pedófilo. Quien encontró a Ronald Dermis en el orfanato, cuando todavía era un niño. Estaba presente en la casa de Yvonne Gress mientras Feldher descuartizaba a la mujer y a sus hijos: es suyo el perfil en la sangre de la pared. También estaba junto a Joseph B. Rockford cuando asesinó por primera vez en aquella casa abandonada… Ellos eran sus discípulos. Instigó su abominación, inspiró sus maldades, manteniéndose siempre oculto en la sombra…

El hombre frotaba, sin perder siquiera el ritmo por un instante.

—Luego, hace algo más de cuatro meses, decidió forzar su detención. Porque lo hizo a propósito, no me cabe duda. En la cárcel encontró a Vincent Clarisso, su compañero de celda. Tenía casi un mes para instruirlo, antes de que Clarisso acabara de cumplir la pena. Después Clarisso, en cuanto estuvo fuera, empezó a ejecutar su plan… Secuestrar a seis niñas, amputarles el brazo izquierdo, disponer los cadáveres para revelar todos aquellos horrores que nadie nunca sería capaz de descubrir… Mientras Vincent llevaba a cabo la tarea, usted estaba aquí. Por eso nadie puede incriminarlo. Estas cuatro paredes son su coartada perfecta… Pero su obra maestra es Goran Gavila.

Mila recuperó del bolsillo una de las cintas de audio que había encontrado en el estudio del criminólogo y la lanzó sobre el catre. El hombre miró la parábola que describió antes de caer a pocos centímetros de su pierna izquierda. No se movió, ni tampoco hizo ademán de esquivarla.

—El doctor Gavila no lo había visto nunca, no lo conocía. Pero usted sí lo conocía a él.

Mila notó cómo se le aceleraban los latidos del corazón. Era rabia, resentimiento, y también algo más.

—Encontró el modo de establecer contacto con él estando aquí dentro. Fue genial: cuando lo pusieron en aislamiento, empezó a hablar solo como si fuera un pobre mentecato, a sabiendas de que le colocarían un micrófono para luego hacerle escuchar las grabaciones a un experto. No a uno cualquiera, sino al mejor en su campo…

Mila señaló la cinta.

—Las he escuchado todas, ¿sabe? Horas y horas de grabaciones ambientales… Aquellos mensajes no iban dirigidos a la nada. Eran para Goran… «Matar, matar, matar…» Él le hizo caso y mató a su mujer y a su hijo. Fue un paciente trabajo sobre su psique. Dígame algo: ¿cómo lo hace? ¿Cómo lo logra? Es usted muy bueno.

El hombre no entendió el sarcasmo, o no le importaba. Sin embargo, parecía sentir curiosidad por descubrir el resto de la historia porque no le quitaba los ojos de encima.

—Pero no es usted el único que sabe introducirse en la cabeza de la gente… Últimamente he aprendido mucho sobre los asesinos en serie. He aprendido que se dividen en cuatro clases: visionarios, misioneros, hedonistas y buscadores de poder… Pero hay una quinta categoría: los llaman asesinos subliminales.

Se hurgó en los bolsillos, sacó una hoja doblada y la desplegó.

—El más célebre es Charles Manson, que empujó a los miembros de su famosa «Familia» a llevar a cabo la matanza de Cielo Drive. Pero creo que hay dos casos aún más emblemáticos… —Leyó—: «En 2005, un japonés llamado Fujimatzu logró convencer a dieciocho personas, a las que había conocido en un chat y estaban repartidas por todo el mundo, de que se quitaran la vida el día de San Valentín. Diferentes en edad, sexo, condición económica y extracción social, eran hombres y mujeres normales, sin problemas aparentes». —Levantó los ojos hacia el recluso—: Cómo logró convencerlos es todavía un misterio… Pero escuche, esta es mi preferida: «En 1999 Roger Blest, de Akron, Ohio, mató a seis mujeres. Cuando lo capturaron, contó a los investigadores que se lo había “sugerido” un tal Rudolf Migby. El juez y el jurado pensaron que quería hacerse pasar por loco y lo condenaron a muerte por inyección letal. En el año 2002, en Nueva Zelanda, un obrero analfabeto llamado Jerry Hoover mató a cuatro mujeres y luego declaró a la policía que se lo había “sugerido” un tal Rudolf Migby. El psiquiatra de la acusación recordó entonces el caso del año 1999 y, siendo improbable que Hoover pudiera conocer el hecho, descubrió que un compañero de trabajo del hombre se llamaba efectivamente Rudolf Migby, y que había residido en Akron, Ohio, en 1999». —Mila observó de nuevo al hombre—: Bueno, ¿qué me dice? ¿Encuentra similitudes?

El hombre no respondió. Su escudilla brillaba, pero él todavía no estaba completamente satisfecho con el resultado.

—Un «asesino subliminal» no comete materialmente el crimen. No es imputable, no es punible. De hecho, para procesar a Charles Manson recurrieron a un artificio jurídico. Algún psiquiatra los define como susurradores por su capacidad de incidir en las personalidades más débiles. Yo prefiero llamarlos lobos… Los lobos cazan en manada. Cada manada tiene un líder, y a menudo los demás lobos cazan para él.

El preso RK-357/9 acabó de frotar la escudilla y la depositó a su lado. Luego apoyó las manos en las rodillas, a la espera de oír el resto de la historia.

—Pero usted los supera a todos… —Mila se echó a reír—. No hay nada que demuestre su implicación en los crímenes cometidos por sus discípulos. Sin pruebas para inculparlo, dentro de poco volverá a ser un hombre libre… Y nadie podrá impedirlo.

Mila dejó escapar un profundo suspiro. Se miraron.

—Qué pena: si sólo supiéramos su verdadera identidad, se haría célebre y pasaría a la historia, se lo aseguro.

Se inclinó hacia él y su tono de voz se tornó sutil y amenazador:

—De todos modos, descubriré quién eres.

Poniéndose en pie, se limpió las manos de un polvo inexistente y se preparó para salir de la celda. Antes, sin embargo, todavía se concedió algunos segundos junto a aquel hombre.

—Tu último alumno ha fracasado: Vincent Clarisso no ha logrado llevar a cabo tu diseño, porque la niña número seis todavía está viva… Y eso significa que tú también has fracasado.

Estudió su reacción y por un instante le pareció que algo se había movido en aquel rostro inescrutable.

—Nos vemos fuera —dijo Mila, y le tendió la mano.

Él se sorprendió, como si no lo esperara. La observó por un largo instante. Luego levantó el brazo con apatía, y se la estrechó. Al tacto de aquellos dedos blandos, Mila sintió repulsión.

Él dejó resbalar la mano de la suya.

Acto seguido, ella le dio la espalda y se encaminó hacia la puerta de hierro. Llamó tres veces y esperó, sabiendo que sus ojos todavía la estaban siguiendo, clavados entre sus omóplatos. Afuera, alguien empezó a girar la llave en la cerradura. Antes de que la puerta se abriera, el preso RK-357/9 habló por primera vez:

—Es una niña —dijo.

Mila se volvió hacia él, creyendo que no lo había entendido. El detenido había vuelto a su trapo, a frotar meticulosamente otra escudilla.

Salió, la puerta de hierro se cerró a su espalda y Bérenger fue a su encuentro. Con él también estaba Krepp.

—Entonces…, ¿lo has conseguido?

Mila asintió y le tendió la mano con la que había estrechado la del preso. El experto de la científica extrajo unas tenazas y le despegó delicadamente de la palma una sutil pátina transparente en la que habían sido capturadas las células de la epidermis del hombre. Para preservarla, la metió en seguida en una cubeta de solución alcalina.

—Y ahora veamos quién es ese hijo de puta.