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—¡Mila, la señora Runa no responde al teléfono! Ya amanecía.

—No te preocupes, nosotros casi hemos llegado, falta poco.

—Os estoy alcanzando, estaré ahí dentro de unos minutos.

El coche de la policía se detuvo con un chirrido de neumáticos en la tranquila calle de aquel bonito barrio. Los inquilinos de los edificios todavía dormían. Sólo los pájaros habían empezado a saludar al nuevo día, posados entre los árboles y sobre las cornisas.

Mila corrió hacia la puerta. Llamó al portero automático unas cuantas veces, pero nadie respondió. Luego probó con otro timbre.

—Sí, ¿quién es?

—Señor, somos la policía: abra en seguida, por favor.

La puerta se abrió con un zumbido eléctrico. Mila la empujó y se precipitó hacia la tercera planta seguida por los dos agentes que iban con ella. No usaron el montacargas que hacía las veces de ascensor, sino que tomaron la escalera para llegar antes.

«Por favor, haz que no haya sucedido nada… Haz que el niño esté bien…»

Mila invocaba a una entidad divina en la que había dejado de creer desde hacía mucho. Aunque era el mismo Dios que la había liberado de su torturador valiéndose de las dotes de Nicla Papakidis, la agente se había encontrado demasiadas veces frente a un niño menos afortunado que ella como para poder conservar la fe.

«Pero tú haz que no pase de nuevo, haz que no pase esta vez…»

Al llegar al descansillo de la escalera, Mila empezó a llamar con insistencia a la puerta cerrada.

«A lo mejor sólo es que la señora Runa tiene el sueño pesado —pensó—. Ahora vendrá a abrir y todo estará bien…»

Pero nada ocurría.

Uno de los policías se le acercó.

—¿Quiere que la echemos abajo?

Le faltaba el aliento para contestar, y simplemente asintió. Los vio tomar un breve impulso y dar juntos una patada. La puerta se abrió.

Silencio. Pero no un silencio normal, sino un silencio vacío, opresor. Un silencio sin vida.

Mila sacó su revólver y precedió a los policías.

—¡Señora Runa!

Su voz se esparció por las habitaciones, pero nadie le devolvió una respuesta. Luego les hizo una seña a los dos agentes para que se separaran. Ella se dirigió hacia los dormitorios.

Mientras avanzaba lentamente por el pasillo, notó que la mano derecha le temblaba apretada alrededor de la empuñadura del revólver. Sintió las piernas torpes y los músculos de la cara contraídos, mientras que los ojos empezaban a arderle.

Llegó a la habitación de Tommy y vio que la puerta estaba entornada. La empujó con la mano abierta, hasta que la estancia se reveló. Las contraventanas estaban cerradas, pero la lámpara en forma de payaso sobre la mesilla de noche giraba proyectando sobre las paredes figuras de animales del circo. En la cama apoyada contra la pared, intuyó bajo las mantas un cuerpecito.

Estaba acurrucado en posición fetal. Mila se acercó a pequeños pasos.

—Tommy… —le dijo en voz baja—. Tommy, despierta…

Pero el cuerpecito no se movía.

Al llegar junto a la cama, dejó su revólver junto a la lámpara. Se sentía mal. No quería apartar las mantas, no quería descubrir lo que ya sabía. En cambio, tenía ganas de dejarlo todo y salir de inmediato de aquella habitación. ¡De no tener también que afrontar aquello, maldita sea! Porque lo había visto en demasiadas ocasiones, y ya temía que sería así siempre.

No obstante, se esforzó en mover la mano hacia el borde de la manta. Lo agarró y tiró de él hacia atrás con un golpe seco.

Durante algunos segundos se quedó con la manta levantada, mirando a los ojos a un viejo oso de peluche que le sonreía con expresión cándida e inmutable.

—Disculpe…

Mila, aturdida, se sobresaltó. Los dos agentes estaban en la puerta y la observaban.

—Allí hay una puerta cerrada con llave.

Mila estaba a punto de ordenarles que la echaran abajo cuando oyó la voz de Goran que entraba en casa y llamaba a su hijo:

—¡Tommy! ¡Tommy!

Fue a su encuentro.

—No está en su habitación.

Goran estaba desesperado.

—¿Cómo que no está? Entonces, ¿dónde está?

—Ahí hay una habitación cerrada con llave, ¿es normal?

Confuso y angustiado, Goran no la entendía.

—¿Cómo?

—La habitación que está cerrada con llave…

El criminólogo se detuvo…

—¿Has oído?

—¿El qué?

—Es él…

Mila no entendía a qué se refería. Goran la apartó y se dirigió velozmente hacia el estudio.

Cuando vio a su hijo escondido debajo del escritorio de caoba, no pudo contener las lágrimas. Se agachó bajo la mesa, y lo estrechó fuertemente contra su pecho.

—Papá, he tenido miedo…

—Sí, lo sé, mi amor. Pero ahora todo ha terminado.

—La señora Runa se ha ido. Me he despertado y no estaba…

—Pero ahora ya estoy yo, ¿no?

Mila se había quedado en el umbral y devuelto el revólver a su funda, alentada por las palabras de Goran, agachado debajo del escritorio.

—Ahora vayamos a desayunar. ¿Qué te gustaría comer? ¿Quieres unas tortitas?

Mila sonrió. El susto había pasado.

—Ven, te cogeré en brazos… —dijo entonces Goran.

Y lo vio salir de debajo del escritorio, haciendo un esfuerzo para ponerse de nuevo de pie.

Pero entre sus brazos no había ningún niño.

—Te presento a una amiga mía. Se llama Mila…

Goran esperaba que a su hijo le gustara. Generalmente era siempre un poco retraído con quien no conocía. Pero Tommy no dijo nada, sino que se limitó a señalarle el rostro de ella. Entonces Goran la miró mejor: estaba llorando.

Las lágrimas llegaron de quién sabía dónde, inesperadas. Pero, esta vez, el dolor que las había provocado no era de origen físico. La herida que se había abierto no estaba sobre la carne.

—¿Qué te pasa? ¿Qué sucede? —le preguntó Goran, comportándose como si sostuviera de verdad un peso humano entre los brazos.

Ella no sabía qué contestarle. No parecía que él estuviera fingiendo. Goran realmente creía que llevaba en brazos a su hijo.

Los dos policías, que habían llegado entretanto, lo miraban asombrados, listos para intervenir. Mila les hizo una seña para que se quedaran donde estaban.

—Esperadme abajo.

—Pero nosotros no…

—Id abajo y llamad al Departamento, decidles que manden aquí al agente Stern. Si oís un disparo, no os preocupéis: habré sido yo.

Ambos hombres, aunque reacios, obedecieron.

—¿Qué está sucediendo, Mila? —En el tono de la pregunta de Goran ya no había resistencia. Parecía tan asustado por la verdad que no lograba reaccionar de ningún modo—. ¿Por qué quieres que venga Stern?

Mila se llevó un dedo a los labios, indicándole así que guardara silencio.

Luego se volvió y salió al pasillo. Se dirigió hacia la habitación de la puerta cerrada. Disparó a la cerradura haciéndola añicos, luego empujó la hoja.

La habitación estaba a oscuras, pero pudo percibir los restos de los gases de la descomposición. Sobre la gran cama de matrimonio había dos cuerpos.

Uno más grande, el otro más pequeño.

Los esqueletos ennegrecidos, envueltos todavía por restos de piel que caían como trozos de tela, estaban fundidos en un abrazo.

Goran entró en la habitación. Notó el olor. Vio los cuerpos.

—Oh Dios mío… —dijo sin entender a quién pertenecían aquellos dos cadáveres en su dormitorio. Se volvió hacia el pasillo para impedirle a Tommy que entrara…, pero no lo vio.

Miró de nuevo la cama. Aquel cuerpecito… La verdad le cayó encima con una fuerza despiadada. Y entonces lo recordó todo.

Mila lo encontró junto a la ventana. Miraba afuera. Después de días de nieve y lluvia, el sol volvía a resplandecer.

—Esto era lo que Albert quería decirnos con la quinta niña.

Goran no dijo nada.

—Tú desviaste la investigación hacia Boris. Te bastó con sugerirle a Terence Mosca en qué dirección indagar: el informe sobre el caso Wilson Pickett que vi en su portafolios se lo diste tú… Y siempre eras tú el que tenía acceso a las pruebas del caso Gorka, así sustrajiste las braguitas de Rebecca Springher del depósito judicial para colocarlas en casa de Boris durante el registro.

Goran asintió.

El aire era como un cristal que se rompía cada vez que ella respiraba y lo dejaba entrar en sus pulmones.

—¿Por qué? —preguntó Mila con un hilo de voz.

—Porque, después de haberse ido, ella volvió a esta casa. Porque no volvió para quedarse. Porque quería llevarse lo único que todavía me quedaba para amar. Y porque él quería irse con ella…

—¿Por qué? —repitió Mila, sin poder contener las lágrimas que ya brotaban libremente.

—Porque una mañana desperté y oí la voz de Tommy que me llamaba desde la cocina. Fui y lo vi sentado en su lugar habitual. Me pedía el desayuno. Y yo estaba tan feliz que olvidé que, en cambio, él ya no estaba…

—¿Por qué? —suplicó ella.

Y esta vez él lo pensó bien antes de contestarle:

—Porque los quería.

Y, sin que ella pudiera impedírselo, Goran abrió la ventana y se arrojó al vacío.