Departamento de Ciencias de la Conducta
25 de febrero
Vincent Clarisso era Albert.
El hombre salido de la cárcel hacía menos de dos meses, después de haber cumplido una parte de su condena por atraco a mano armada.
Una vez en libertad, había empezado su diseño.
Ningún precedente por crímenes violentos. Ningún síntoma de enfermedad mental. Nada que hiciera pensar en él como en un potencial asesino en serie.
El atraco a mano armada había sido un «accidente», según los abogados que defendieron a Vincent en el proceso. La tontería de un chico afligido por una grave dependencia de la codeína. Clarisso procedía de una buena familia burguesa, su padre era abogado, y su madre profesora. Había estudiado y se había graduado como enfermero. Durante un tiempo había trabajado en una clínica como asistente de quirófano. Allí, probablemente, había adquirido los conocimientos necesarios para mantener con vida a Sandra después de haberle amputado el brazo.
La hipótesis del equipo de Gavila, que Albert pudiera ser un médico, no estaba tan lejos de la verdad.
Vincent Clarisso había dejado sedimentar todas aquellas experiencias en una capa embrionaria de su personalidad para luego transformarse en un monstruo.
Pero Mila no se lo creía.
«No es él», seguía repitiéndose mientras llegaba en taxi al edificio de la policía federal.
Después de haber oído la noticia en la televisión, Goran había hablado por teléfono durante unos veinte minutos con Stern, que lo informó sobre los últimos acontecimientos. El criminólogo había caminado adelante y atrás por la habitación del hotel, bajo la mirada ansiosa de Mila. Después se habían separado. Él había llamado a la señora Runa para que se quedara con Tommy también aquella noche, y luego se apresuró hacia el lugar del hallazgo de Sandra. Mila habría querido ir con él, pero su presencia no habría estado justificada. Así que quedaron en verse más tarde en el Departamento de Ciencias de la Conducta.
Ya era más de medianoche, pero había un gran alboroto en las calles. La gente había salido, despreocupándose de la lluvia, para celebrar el final de una pesadilla. Parecía como si estuvieran en fin de año, tocando las bocinas y saludándose todos con grandes abrazos. Para complicar la situación del tráfico estaban los puestos de control para interceptar a eventuales cómplices de Clarisso en fuga, pero también para mantener alejados a los curiosos del lugar donde se había desarrollado el epílogo de aquella historia.
En el taxi que avanzaba a paso de hombre, Mila pudo escuchar en la radio un nuevo informe. Terence Mosca era el personaje del día. El caso se había solucionado por un golpe de suerte, pero, como ocurría a menudo, sólo se beneficiaba directamente de ello el jefe de las operaciones.
Cansada de esperar que la fila de coches avanzara, Mila decidió hacer frente a la intensa lluvia y bajarse del taxi. El edificio de la policía federal distaba un par de manzanas. Se cubrió la cabeza con la capucha de la parka y continuó a pie, absorta en sus razonamientos.
La figura de Vincent Clarisso no coincidía con el perfil de Albert trazado por Gavila.
Según el criminólogo, su hombre usaba los cadáveres de las seis niñas como una especie de indicadores. Los había colocado en lugares específicos para revelar horrores que nunca habían emergido a la luz, de los que él, en cambio, tenía conocimiento. Valoraba la hipótesis de que fuera un socio oculto de aquellos criminales, y que todos se lo hubieran encontrado en el transcurso de sus vidas.
«Son como lobos, y los lobos a menudo cazan en manada. Cada manada tiene un jefe, y Albert nos está diciendo precisamente eso: él es su líder», había afirmado Goran.
La convicción de Mila de que Vincent no era Albert quedó confirmada cuando oyó la edad del asesino en serie: treinta años. Demasiado joven para conocer a Ronald Dermis de niño en el orfanato y también a Joseph B. Rockford: el equipo había deducido que debía de tener entre cincuenta y sesenta años. Además, no se parecía en nada a la descripción trazada por Nicla después de haberlo visto en la mente del millonario.
Y, mientras caminaba bajo la lluvia, Mila también encontró otro motivo que acentuaba su escepticismo: ¡Clarisso estaba en la cárcel mientras Feldher asesinaba a Yvonne Gress y a sus hijos en la casa de Cabo Alto, por lo que no había podido presenciar la matanza dejando su perfil recortado en la sangre de la pared!
«No es él, están cometiendo un error. Aunque seguro que Goran se habrá dado cuenta y estará explicándoselo».
Cuando llegó al edificio de la policía federal notó que había cierta euforia en los pasillos. Los agentes se daban palmaditas en la espalda, muchos todavía llegaban de la escena del crimen con el uniforme de las unidades de asalto y contaban las últimas novedades. El relato, pues, circulaba de boca en boca y se enriquecía con nuevos detalles.
Mila fue interceptada por un policía que la informó de que el inspector jefe Roche quería verla con urgencia.
—¿A mí? —preguntó, sorprendida.
—Sí, la espera en su despacho.
Mientras subía la escalera, pensó que Roche la había convocado porque se había dado cuenta de que algo no encajaba en la reconstrucción de los hechos. Quizá toda aquella excitación pronto se apagaría o se redimensionaría.
En el Departamento de Ciencias de la Conducta estaban presentes sólo unos pocos agentes de civil, y ninguno de ellos estaba celebrando nada. La atmósfera era la de cualquier día laborable, salvo porque ya era de noche y aún se encontraban todos de servicio.
Tuvo que esperar un buen rato antes de que la secretaria de Roche la hiciera pasar a su despacho. Desde el otro lado de la puerta, Mila pudo captar algunas palabras del inspector jefe, que probablemente mantenía una conversación telefónica. Sin embargo, cuando colgó, descubrió para su sorpresa que no estaba solo. Con él se encontraba Goran Gavila.
—Pase, pase, agente Vasquez —Roche la invitó a acercarse con un gesto de la mano. Tanto él como Goran estaban de pie, frente a frente junto al escritorio.
Mila avanzó acercándose a Gavila. Él apenas se volvió hacia ella, con un gesto vago. La intimidad compartida una hora antes había desaparecido repentinamente.
—Estaba diciéndole a Goran que querría que ustedes también estuvieran presentes en la rueda de prensa que se celebrará mañana por la mañana. El capitán Mosca está de acuerdo conmigo. Nunca lo habríamos capturado sin su ayuda. Tenemos que agradecérselo.
Mila no lograba contener su estupor, y vio que Roche parecía confuso por su reacción.
—Señor, con todo el respeto… Creo que estamos cometiendo una equivocación.
Roche se dirigió a Goran:
—¿Qué coño está diciendo esta ahora?
—Mila, todo está en orden —dijo el criminólogo, sereno.
—No, no lo está. Ese no es Albert, hay demasiadas incongruencias, yo…
—Supongo que no se le ocurrirá decir eso en la rueda de prensa —protestó el inspector jefe—. Si es así, su participación queda excluida.
—También Stern estará de acuerdo.
Roche blandió una hoja de papel que estaba sobre el escritorio.
—El agente especial Stern ha presentado su dimisión con efectos inmediatos.
—¿Cómo? Pero ¿qué está pasando? —Mila no comprendía nada—. Ese Vincent no coincide con el perfil.
Goran intentó explicárselo y, por un instante, ella vio de nuevo en sus ojos la misma dulzura con la que le había besado las cicatrices.
—Hay decenas de pruebas que indican que él es nuestro hombre. Cuadernos repletos de notas sobre los secuestros de las niñas y sobre cómo colocar sucesivamente sus cadáveres, copias de los proyectos del sistema de seguridad de Cabo Alto, un plano del colegio de Debby Gordon y manuales de electrónica e informática que Clarisso había empezado a estudiar cuando todavía estaba en la cárcel…
—¿Y también habéis encontrado todas las conexiones con Alexander Bermann, Ronald Dermis, Feldher, Rockford y Boris? —preguntó Mila, exasperada.
—Hay un equipo entero de investigadores en esa casa, y siguen encontrando pruebas. Verás cómo pronto aparecerá también algo sobre esas conexiones.
—No es suficiente, creo que…
—Sandra lo ha identificado —la interrumpió Goran—. Nos ha dicho que fue él quien la secuestró.
Mila pareció calmarse durante un instante.
—¿Cómo está?
—Los médicos son optimistas.
—¿Ya está más contenta? —intervino Roche—. Si tiene intención de armar follón, mejor vuélvase a su casa ahora mismo.
En ese momento, la secretaria informó al inspector jefe por el intercomunicador de que el alcalde quería verlo con urgencia. Roche recuperó su chaqueta del respaldo de una silla y se encaminó hacia la puerta, no sin antes advertirle a Goran:
—¡Explícale que la versión oficial es esa: o la suscribe o que ni se le ocurra tocarme las pelotas! —Después salió dando un portazo.
Mila esperaba que, al quedarse a solas, Goran le diría algo diferente. En cambio, él remachó:
—Los errores, por desgracia, son solamente nuestros.
—¿Cómo puedes decir algo así?
—Ha sido un fracaso total, Mila. Creamos una pista falsa y la seguimos a ciegas. Yo soy el principal responsable: todas aquellas conjeturas eran mías.
—¿Por qué no te preguntas cómo conoció Vincent Clarisso a todos esos otros criminales? ¡Él fue quien nos hizo descubrirlos!
—Esa no es la cuestión… La cuestión, en cambio, es por qué nosotros no reparamos en ellos durante tanto tiempo.
—No creo que estés siendo objetivo en este momento, y creo intuir la razón. En el caso Wilson Pickett, Roche salvó tu reputación y te echó una mano para mantener en pie el equipo cuando sus jefes querían desarticularlo. ¡Ahora tú estás devolviéndole el favor: si aceptas esta versión de los hechos, le quitarás un poco de mérito a Terence Mosca y salvarás el puesto del inspector jefe!
—¡Se ha acabado! —sentenció Goran.
Durante algunos segundos, ninguno dijo nada. Luego el criminólogo se dirigió hacia la puerta.
—Dime una cosa… ¿Boris ha confesado ya? —casi no tuvo tiempo de preguntarle Mila.
—Todavía no —dijo él sin volverse.
Se quedó sola en la habitación. Los puños cerrados a los lados del cuerpo, maldiciendo ese momento y a sí misma. Vio la carta de dimisión de Stern, y la ojeó. En aquellas pocas líneas formales no había ni rastro de los verdaderos motivos de su decisión. Pero para ella estaba claro que el agente especial debía de haberse sentido traicionado de alguna manera, primero por Boris y ahora también por Goran.
Cuando estaba a punto de devolver la carta a su sitio sobre el escritorio, Mila reparó en un registro telefónico a nombre de Vincent Clarisso. Probablemente Roche lo había solicitado para comprobar si entre los conocidos del maníaco había algún pez gordo al que proteger. Puesto que en el asunto ya estaba de por medio alguien como Joseph B. Rockford, nunca se sabía.
Pero el asesino en serie no debía de tener una gran vida social, porque sólo había una llamada y se remontaba al día anterior.
Mila leyó el número y le pareció extrañamente familiar.
Extrajo su móvil del bolsillo, tecleó el número y de pronto apareció el nombre y el apellido.