A un asesino en serie no se sobrevive.
Llorar, desesperarse, suplicar no sirve de nada. Al contrario, alimenta el placer sádico del homicida. La única posibilidad de la presa es la fuga. Pero el miedo, el pánico, la incapacidad de comprender lo que está ocurriendo, juegan a favor del depredador.
Sin embargo, en raras ocasiones sucede que el asesino en serie no lleva a cabo el asesinato. Esto ocurre porque, en el momento en que está a punto de completar el acto, algo —un resorte que es activado de repente por un gesto o una frase de la víctima— lo detiene.
Por eso Cinthia Pearl era una superviviente.
Mila la encontró en el pequeño apartamento que la chica había alquilado en una comunidad de propietarios cerca del aeropuerto. La casa era modesta, pero constituía el éxito más importante de la nueva Cinthia. La antigua había vivido un conjunto de experiencias negativas, de errores repetidos y elecciones equivocadas.
—Me prostituía para comprar droga.
Lo decía sin la más mínima indecisión, como si hablara de otra persona. Mila no lograba creer que la joven que tenía enfrente ya tuviera a sus espaldas una existencia tan dura.
Cinthia apenas aparentaba sus veinticuatro años. Había recibido a la agente de policía aún con el uniforme de trabajo puesto. Desde hacía unos meses estaba empleada como cajera en un supermercado. Su aspecto modesto, con el pelo rojo recogido en una cola y la cara sin una sombra de maquillaje, no lograba ahogar una belleza salvaje, que se acompañaba de un atractivo completamente involuntario.
—Fueron el agente Stern y su mujer los que me buscaron este piso —dijo orgullosa.
Mila miró a su alrededor para satisfacerla. Los muebles eran de estilos diferentes, puestos juntos más para llenar el espacio y garantizarle lo esencial que para decorar. Pero se veía que a ella no le importaba. Y cuidaba de la casa. Estaba todo limpio, y en orden. Había colocado aquí y allá algunas figuritas, sobre todo pequeños animales de porcelana.
—Son mi pasión. Las colecciono, ¿sabe?
También había fotos de un niño pequeño. Cinthia había sido madre soltera. Los de asuntos sociales le habían quitado a su hijo y lo habían dado en adopción a otra familia.
Para recuperarlo, la joven había emprendido un programa de desintoxicación. Después había entrado a formar parte de la Iglesia que Stern y su mujer frecuentaban. Tras muchas vicisitudes, finalmente había encontrado a Dios. Y se vanagloriaba de su nueva fe llevando al cuello una medallita de san Sebastián. Era la única joya, junto a un fino anillo del rosario que llevaba en el dedo anular.
—Escuche, señorita Pearl, yo no quiero obligarla a que me cuente cómo fueron las cosas con Benjamin Gorka…
—Oh, no, ahora ya hablo de ello abiertamente. Al principio, recordar era difícil, pero ahora creo que lo he superado. Hasta le he escrito una carta, ¿sabe?
Mila no podía saber la reacción de Gorka respecto de la misiva, pero pensando en el tipo estaba segura de que la habría usado para inspirar sus masturbaciones nocturnas.
—¿Y le ha respondido?
—No. Pero tengo intención de insistir: ese hombre tiene una desesperada necesidad de la Palabra.
Hablaba sentada frente a ella mientras se tiraba hacia abajo de la manga derecha de la blusa. Mila intuyó que se esforzaba por disimular algún tatuaje que ya era parte del pasado. Probablemente todavía no había reunido la suma necesaria para quitárselo.
—¿Cómo fueron las cosas?
Cinthia se entristeció.
—El encuentro ocurrió por una serie de coincidencias. No seducía a los clientes por la calle, prefería ir a los bares. Era mucho más seguro, y allí no hacía frío. Las chicas solíamos dejar siempre una propina al barman. —Hizo una pausa—. Nací en una ciudad donde la belleza puede ser una maldición. Pronto comprendes que puedes usarla para irte, mientras que muchos de tus amigos no se irán nunca, sino que se quedarán allí y se casarán entre sí, y serán infelices para siempre. Entonces te miran como si fueras especial, y te cargan de expectativas. Eres su esperanza.
Mila la comprendía, y probablemente también conocía todas las etapas siguientes de aquella historia. Cinthia se había marchado después del bachillerato, había llegado a la gran ciudad pero no había encontrado lo que esperaba. En cambio, había conocido a muchas chicas como ella, con el mismo aire reservado y el mismo miedo en el corazón. La profesión de prostituta no era un imprevisto desdichado, sino una natural consecuencia de cada paso dado en el pasado.
Lo que más la amargaba cuando escuchaba historias parecidas era la idea de que a los veinticuatro años una chica como Cinthia Pearl hubiera quemado ya toda la energía de su juventud. Había entrado en seguida en una espiral desesperada, y Benjamin Gorka simplemente estaba esperándola al final de la pendiente.
—Aquella tarde me lie con un tipo. Parecía legal. Nos fuimos en su coche, fuera de la ciudad. Al final se negó a pagarme y hasta me pegó. Me dejó allí, en medio de la carretera. —Suspiró—. No podía hacer autoestop: nadie recoge a una prostituta. Así que me puse a trabajar allí con la esperanza de que el siguiente cliente me llevara de nuevo a la ciudad.
—Y entonces llegó Gorka…
—Todavía recuerdo su enorme camión acercándose. Antes de subir, discutimos un poco sobre el precio. Parecía amable. Me dijo: «¿Qué haces ahí fuera? ¡Sube, te vas a helar!»
Cinthia bajó la mirada. No le molestaba hablar de las cosas que había hecho para sobrevivir, pero se avergonzaba de haber sido tan ingenua.
—Fuimos atrás, a la cabina, donde generalmente dormía. Era casi como una casa de verdad, ¿sabe? Había de todo. También ese tipo de pósteres… No era una novedad, todos los camioneros los llevan. Pero en aquellas imágenes había algo extraño…
Mila recordó el detalle que había leído en el informe: Gorka sacaba fotos a sus víctimas en posturas obscenas, luego hacía pósteres con ellas.
La particularidad de aquellas imágenes era que retrataban a cadáveres. Pero eso Cinthia no podía saberlo.
—Se subió encima de mí y lo dejé hacer. Apestaba bastante y esperaba que acabara de prisa. Tenía la cabeza hundida en mi cuello, así que pude ahorrarme un poco de teatro. Me bastó con hacerle los habituales gemidos. Mientras tanto tenía los ojos abiertos… —Otra pausa, un poco más larga, para retomar el aliento—. No sé cuánto tardaron mis pupilas en acostumbrarse a la oscuridad, pero cuando lo hicieron vi aquella inscripción en el techo de la cabina…
Estaba hecha con pintura fosforescente, Mila había visto una reproducción.
Decía: «Yo te mataré».
—Empecé a gritar… Él, en cambio, se echó a reír. Probé a patalear para quitármelo de encima, pero era más grande que yo. Entonces sacó un cuchillo y empezó a apuñalarme. La primera cuchillada la detuve con el antebrazo, la segunda me alcanzó en una cadera, la tercera me traspasó el abdomen. Sentía la sangre que corría fuera de mí y pensé: «Ya está, me muero».
—En cambio, él se detuvo… ¿Por qué?
—Porque, en un momento dado, le dije algo… Me vino a la cabeza de un modo espontáneo, quizá fue a causa del pánico, no lo sé. Le dije: «Te lo ruego, cuando esté muerta cuida de mi hijo. Se llama Rick y tiene cinco años». —Sonrió con amargura y sacudió la cabeza—. ¿Se imagina? Le pedí de veras a aquel asesino que cuidara de mi cachorro… No sé qué se me pasaría por la cabeza, pero entonces debí de pensar que era algo normal. Porque él estaba arrebatándome la vida y yo ya estaba dispuesta a dársela, pero luego tendría que recompensarme de alguna manera. ¡Es absurdo: pensaba que estaba en deuda conmigo!
—Será absurdo, pero sirvió para detener su furia.
—Aun así, yo no logro perdonármelo.
Cinthia Pearl dio rienda suelta a las lágrimas que había estado conteniendo.
—Wilson Pickett —dijo Mila en ese momento.
—Ah, sí, el recuerdo… Yo estaba medio muerta en aquella cabina y él empezó a conducir de nuevo. Al poco rato me habría dejado en algún aparcamiento, pero yo todavía no conocía sus intenciones. Estaba aturdida y débil por la sangre que había perdido. Mientras nos íbamos, por la radio sonaba aquella maldita canción… In the midnight hour… Luego me desmayé y me desperté en el hospital: no recordaba nada. La policía me preguntó cómo me había hecho aquellas heridas y yo no sabía qué contestar. Me dieron el alta y me fui a casa de una amiga. Una noche, en el telediario, oí la noticia de la detención de Gorka. Pero cuando mostraron su foto, su rostro no me dijo nada… En cambio, un martes por la tarde ocurrió: estaba sola en casa y puse la radio. De nuevo sonaba el tema de Wilson Pickett, y entonces todo volvió a mi memoria.
Mila comprendió que el equipo había puesto ese apodo a Gorka justo después de que lo hubieran capturado. Y lo habían elegido como advertencia y recuerdo de todos sus errores.
—Fue horrible —continuó Cinthia—. Fue como verlo ocurrir una segunda vez. Además, no dejo de pensar, ¿sabe? Si lo hubiera recordado antes, quizá podría haber ayudado a salvar a alguna otra chica…
Esas últimas palabras las dijo por compromiso, Mila lo intuyó por el tono que había utilizado. No porque a Cinthia no le importara la suerte de aquellas chicas, sino porque había puesto una especie de barrera entre lo que le había ocurrido a ella y la suerte que, en cambio, habían corrido las demás. Era una de las muchas defensas que se adoptan para seguir adelante después de una experiencia tan traumática como esa.
Casi como para confirmarlo, Cinthia añadió:
—Hace un mes me encontré con los padres de Rebecca Springher, la última chica asesinada.
«No fue asesinada —pensó Mila—. Fue mucho peor: él la obligó a suicidarse».
—Acudimos juntos a una misa en memoria de las víctimas de Benjamin Gorka. ¿Sabe?, ellos pertenecen a mi misma congregación. Me observaron durante todo el tiempo, y me sentí culpable.
—¿Por qué? —preguntó Mila, aunque ya sabía la respuesta.
—Por haber sobrevivido, creo.
Mila le dio las gracias y se dispuso a marcharse. Mientras se encaminaba hacia la puerta, reparó en que Cinthia estaba extrañamente silenciosa, como si quisiera preguntarle algo pero no supiera por dónde empezar. Entonces decidió darle todavía algunos segundos y, mientras tanto, le pidió si podía usar el baño. La chica le indicó dónde estaba.
Era un cubículo mal aireado. En la ducha había un par de medias colgadas secándose. También allí había animalitos de porcelana y predominaba el color rosa. La agente de policía se inclinó sobre el lavabo para refrescarse la cara. Estaba cansada, abatida. Había comprado otro antiséptico y lo necesario para cortarse; todavía debía rememorar la muerte de la quinta niña. Lo había pospuesto, pero lo haría esa misma noche.
Necesitaba sentir ese dolor.
Mientras se secaba las manos y la cara con una toalla, vio sobre una repisa el frasquito de un colutorio. El color del líquido era demasiado oscuro. Lo olisqueó: era bourbon. También Cinthia Pearl tenía un secreto. Una mala costumbre que le había quedado de su pasada vida. Mila se la imaginó, encerrada en aquel pequeño baño, sentada sobre la tapa del váter mientras se concedía un par de sorbos, con la mirada perdida en las baldosas. Aunque estaba muy cambiada, y para mejor, Cinthia Pearl no podía dejar de cultivar un pequeño lado oscuro.
«Forma parte de la naturaleza humana —pensó Mila—. Pero mi secreto viene de más lejos…»
Cuando por fin estuvo lista para marcharse, Cinthia encontró en la puerta el ánimo suficiente para preguntarle si tal vez podrían volver a verse para ir al cine o de compras. Mila comprendió que necesitaba desesperadamente a una amiga, y no fue capaz de negarle esa pequeña ilusión.
Para contentarla, grabó también su número en el móvil, aunque sabía que no se encontrarían jamás.
Veinte minutos después, Mila llegó al edificio de la policía federal. Vio a bastantes agentes de civil que mostraban su tarjeta de identificación en la entrada, y también a muchas patrullas que regresaban al mismo tiempo: alguien las había llamado.
Debía de haber pasado algo.
Tomó la escalera para no perder tiempo en la fila que se había formado delante de los ascensores. Alcanzó rápidamente la tercera planta del edificio, donde se había instalado el cuartel general después del hallazgo del cadáver en el Estudio.
—Mosca ha convocado a todo el mundo —oyó decir a un detective que hablaba por teléfono.
Se dirigió hacia la sala en la que tendría lugar la reunión. Alrededor de la entrada se amontonaba mucha gente que trataba de coger sitio. Alguien le cedió el paso con caballerosidad.
Mila encontró un hueco en una de las últimas filas. Delante de ella, aunque a un lado, Boris y Stern ya estaban sentados. Este último se dio cuenta de su presencia y la saludó con un gesto de la cabeza. Mila pensó decirle por señas cómo le había ido con Cinthia, pero lo pensó mejor y le dio a entender que hablarían de ello más tarde.
El pitido agudo de un altavoz interrumpió por un instante el parloteo: un técnico estaba preparando el micrófono sobre la tarima y tamborileaba con los dedos encima de él para cerciorarse de que funcionaba. La pizarra luminosa y la máquina de café habían sido desplazadas a un rincón para dejar espacio para más sillas. Aun así, no eran suficientes, y algunos policías ya se estaban colocando apoyados a lo largo de las paredes.
Aquella reunión no era habitual, y Mila en seguida pensó en algo grande. Además, aún no había visto ni a Goran ni a Roche. Los imaginó junto a Terence Mosca, encerrados en un despacho mientras acordaban la versión que iban a hacer pública.
La espera era enervante. Por fin vio al inspector jefe aparecer por la puerta: entró, pero no se dirigió a la tarima. Se acomodó en la primera fila, en el sitio que le dejó libre un diligente detective. Del rostro de Roche no se traslucía nada. Parecía tranquilo; cruzó las piernas y esperó como todos los demás.
Goran y Mosca llegaron juntos. Los agentes de la puerta se hicieron a un lado mientras ellos dos se dirigían a paso rápido hacia la tarima. El criminólogo fue a apoyarse en el escritorio que estaba colocado contra la pared, mientras que el capitán sacó el micrófono de su soporte y, tirando del cable, anunció:
—Señores, un poco de atención, por favor…
Se hizo el silencio.
—Bien… Veamos… Los hemos convocado aquí porque tenemos una importante noticia. —Mosca hablaba en plural, pero ahora era él la verdadera estrella—. Concierne al caso de la niña encontrada en el Estudio. Desafortunadamente, como suponíamos, el escenario del crimen ha sido limpiado. Pero nuestro hombre ya nos tiene acostumbrados a eso. Ninguna huella digital, ningún fluido corporal, ningún rastro extraño…
Era evidente que Mosca estaba tomándose su tiempo, y Mila no fue la única que se dio cuenta, porque a su alrededor más de uno comenzó a impacientarse. El único que parecía tranquilo era Goran, que, de brazos cruzados, miraba al auditorio. Su presencia era ya sólo una formalidad. El capitán había asumido el pleno control de la situación.
—No obstante —continuó Mosca—, quizá hayamos comprendido el motivo por el que el asesino dejó allí el cuerpo. Tiene que ver con un caso que seguramente todos recordarán: el de Benjamin Gorka…
El murmullo recorrió la sala como una repentina oleada. Mosca extendió los brazos para invitar a todo el mundo a que guardara silencio y lo dejaran concluir. Luego se metió una mano en el bolsillo y su tono de voz cambió.
—Por lo que parece, hace meses nos equivocamos. Se cometió un grave error.
Había usado una expresión genérica, sin indicar quién era el responsable de dicha equivocación, pero subrayando intencionadamente las últimas dos palabras.
—Por suerte, todavía somos capaces de remediarlo…
En ese momento, Mila vio un movimiento extraño por el rabillo del ojo. Stern seguía delante de ella, pero se había llevado lentamente una mano al costado derecho, había quitado el seguro de su cartuchera y liberado así el revólver.
Por un instante le pareció intuir algo, y tuvo miedo.
—Rebecca Springher, la última víctima de Gorka —siguió diciendo Mosca—, no fue asesinada por él…, sino por uno de los nuestros.
El murmullo se convirtió en confusión y Mila reparó en que el capitán miraba fijamente a alguien entre los allí congregados. Stern vio claramente al agente especial, que se ponía en pie y sacaba el arma reglamentaria. Presa de la incertidumbre, también ella estaba a punto de hacer lo mismo. Pero luego Stern se volvió hacia su izquierda, apuntando con el arma a Boris.
—¿Qué coño te pasa? —le preguntó su colega, descolocado.
—Quiero que pongas las manos a la vista, chico. Y no me lo hagas repetir, por favor.