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En el sueño está su madre.

Está hablándole con su sonrisa «mágica», así la llama ella, porque es bonito cuando no está enfadada, y entonces se convierte en la persona más amable del mundo. Pero eso sucede cada vez menos.

En el sueño, su madre le cuenta cosas de sí misma, pero también de su padre. Ahora sus padres están de nuevo de acuerdo y ya no se pelean. Mamá le cuenta lo que hacen, cómo va el trabajo y la vida en casa en su ausencia, y hasta le enumera las películas de vídeo que han visto. Pero no son sus favoritas. Para esas la esperarán. Le gusta oírselo decir. Querría preguntarle cuándo volverá, pero en el sueño su madre no puede oírla. Es como si le hablara a través de una pantalla. Por mucho que ella se esfuerza, no cambia nada. Y la sonrisa en el rostro de mamá ahora parece casi cruel.

Una caricia resbala dulcemente por su pelo y ella se despierta.

La pequeña mano se desliza arriba y abajo, de su cabeza al cojín, y una tierna voz murmura una canción.

—¡Eres tú!

La alegría es tan grande que olvida dónde se encuentra. Lo que ahora cuenta es que a esa niña no la ha imaginado.

—Te he esperado tanto tiempo… —le dice.

—Lo sé, pero no he podido venir antes.

—¿No te dejaban?

La niña la mira con sus ojos serios.

—No, he tenido cosas que hacer.

No sabe en qué pueden consistir los asuntos que la han mantenido tan ocupada como para que no pudiera ir a verla. Pero por el momento no le importa. Tiene mil preguntas para ella, y empieza con la que le urge más.

—¿Qué hacemos aquí?

Da por sentado que también la niña está prisionera. Aunque es ella la única que está atada a una cama, mientras que la otra, por lo que parece, es libre de merodear a su antojo por la barriga del monstruo.

—Esta es mi casa.

La respuesta la descoloca.

—¿Y yo? ¿Por qué estoy aquí?

La niña no dice nada y vuelve a concentrarse en su pelo. Ella entiende que está evitando la pregunta y no insiste, ya habrá tiempo para eso.

—¿Cómo te llamas?

La niña le sonríe:

—Gloria.

Pero ella la observa con detenimiento y replica:

—No…

—No, ¿qué?

—Yo te conozco… Tú no te llamas Gloria…

—Claro que sí.

Hace un esfuerzo por recordar. Ya la ha visto antes, está segura de ello.

—¡Tú aparecías en los cartones de leche! La niña la observa sin entender.

—Sí, y tu cara estaba también en las octavillas. La ciudad estaba llena. En mi escuela, en el supermercado. Pasó… —¿Cuánto tiempo había pasado? Ella todavía estaba en cuarto—. Pasó hace tres años.

La niña sigue sin entender.

—Hace poco que llegué aquí. Un mes como mucho.

—¡Te digo que no! Han pasado al menos tres años.

No la cree.

—No es verdad.

—¡Sí, y tus padres hicieron también un llamamiento por televisión!

—Mis padres están muertos.

—¡No, están vivos! Y tú te llamas… ¡Linda! ¡Tu nombre es Linda Brown!

La niña se pone tensa:

—¡Mi nombre es Gloria! Y la Linda que tú dices es otra persona. Estás confundiéndote.

Al oír su voz romperse de ese modo, decide no insistir. No quiere que se vaya y la deje sola de nuevo.

—Está bien, Gloria, como quieras. Me he equivocado, perdóname.

La niña asiente, satisfecha. Luego, como si no hubiera pasado nada, vuelve a acariciarle el pelo con los dedos y a canturrear.

Entonces ella prueba de otro modo.

—Estoy muy mal, Gloria. No logro mover el brazo, siempre tengo fiebre, y me desmayo a menudo…

—Dentro de poco estarás mejor.

—Necesito a un médico.

—Los médicos sólo traen problemas.

Esa frase parece desentonada en boca de ella. Es como si la hubiera oído tantas veces a otra persona que con el tiempo también se ha incorporado a su jerga. Y ahora la repite para sí.

—Voy a morir, lo presiento.

Se le escapan dos enormes lágrimas. Gloria se detiene y las recoge de sus mejillas. Luego empieza a mirarse los dedos, ignorándola.

—¿Has entendido lo que te he dicho, Gloria? Moriré si no me ayudas.

—Steve ha dicho que te curarás.

—¿Quién es Steve?

La niña está distraída, pero le contesta de todos modos:

—Steve es quien te ha traído aquí.

—¡Quien me ha secuestrado, querrás decir!

La niña vuelve a mirarla.

—Steve no te ha secuestrado.

Aunque tiene miedo de hacerla enfadar de nuevo, no puede transigir sobre ese punto: está en juego su supervivencia.

—Sí, y también ha hecho lo mismo contigo. Estoy segura.

—Te equivocas. Él nos ha salvado.

Le gustaría que no hubiera sido así, pero su respuesta la ha enfadado.

—¿Qué tonterías dices? ¿Salvado de qué?

Gloria vacila. Puede ver sus ojos vaciarse, dejando lugar a un extraño temor. Da un paso atrás, pero ella logra agarrarle la muñeca. Gloria querría escapar, intenta librarse, pero ella no dejará que se vaya sin una respuesta.

—¿De quién?

—De Frankie.

Gloria se muerde los labios. No quería decirlo, pero lo ha hecho.

—¿Quién es Frankie?

Consigue zafarse, ella está demasiado débil para impedírselo.

—Nos vemos luego, ¿vale?

Gloria se aleja.

—No, espera. ¡No te vayas!

—Ahora tienes que descansar.

—¡No, por favor! ¡No volverás!

—Claro que volveré.

La niña se aleja. Ella se echa a llorar. Un nudo amargo de desesperación le sube por la garganta y se extiende por su pecho. Los sollozos la azotan, su voz se rompe mientras le grita una pregunta al vacío:

—¡Te lo ruego! ¿Quién es Frankie?

Pero nadie le contesta.