31

De noche la oía gritar.

Eran las migrañas, que no la dejaban en paz y le impedían dormir. La morfina tampoco conseguía calmar ya las repentinas punzadas. Se sacudía en la cama y gritaba hasta perder la voz. La belleza de un tiempo, que con tanto cuidado había tratado de preservar del paso inexorable de los años, se había desvanecido por completo y se había vuelto vulgar. Ella, que siempre había prestado tanta atención a las palabras, tan mesurada, se volvió grosera y fantasiosa en las blasfemias. Tenía para todos. Para su marido, que había muerto prematuramente. Para la hija, que había huido de ella. Y para aquel Dios que la había dejado así.

Sólo él lograba calmarla.

Iba a su habitación y le ataba las manos a la cama con un pañuelo de seda, para que no pudiera hacerse daño. Ya se había arrancado todo el cabello y tenía la cara estriada de sangre reseca por todas las veces que se había clavado las uñas en las mejillas.

—Joseph —lo llamaba mientras le acariciaba la frente—. Dime que he sido una buena madre. Dímelo, te lo ruego.

Y él, mirándola a unos ojos que se llenaban de lágrimas, se lo decía.

Joseph B. Rockford tenía treinta y dos años. Sólo le faltaban dieciocho para su cita con la muerte. No mucho tiempo antes, un conocido genetista había sido interpelado para verificar si también él compartiría la misma suerte que les había tocado al padre y al abuelo. Pero dados los aún escasos conocimientos de la época sobre la herencia genética de las enfermedades, la respuesta fue vaga: las probabilidades de que aquel raro síndrome estuviera dentro de él ya desde su nacimiento oscilaban entre el cuarenta y el setenta por ciento.

Desde entonces Joseph había vivido teniendo por delante aquella única meta. Todo lo demás eran sólo «etapas de acercamiento». Como la enfermedad de su madre. Las noches de la gran casa eran sacudidas por sus gritos inhumanos, transportados por el eco a través de las grandes habitaciones. Era imposible huir. Después de meses de insomnio forzado, Joseph había empezado a dormir con tapones en los oídos con tal de no pasar aquel suplicio.

Pero no bastaban.

Una madrugada, hacia las cuatro, se despertó. Había tenido un sueño, pero no lograba recordarlo. Sin embargo, no era eso lo que lo había despertado. Se sentó en la cama, tratando de entender qué había sido.

Había un insólito silencio en la casa.

Y Joseph comprendió. Se levantó y se vistió, poniéndose un par de pantalones, un jersey de cuello alto y su chaqueta Barbour de color verde. Luego salió de la habitación y pasó de largo junto a la puerta cerrada de la de su madre. Bajó la imponente escalera de mármol y, al cabo de pocos minutos, se encontró en el exterior.

Recorrió la larga avenida de la finca hasta llegar a la cancela del ala oeste, que era usada generalmente por los proveedores y la servidumbre. Para él, aquello era el confín del mundo. Muchas veces, cuando eran pequeños, él y Lara se habían acercado hasta allí en sus exploraciones. A pesar de que era mucho más joven que él, su hermana siempre quería ir más allá, demostrando una envidiable valentía. Pero Joseph siempre se echaba atrás. Lara se había ido desde hacía casi un año. Después de haber encontrado las fuerzas para cruzar ese límite, ya no había dado noticias suyas. Él la añoraba.

En aquella fría mañana de noviembre, Joseph permaneció durante algunos minutos inmóvil frente a la cancela. Luego se encaramó para saltar por encima de ella. Cuando sus pies tocaron el suelo, una nueva sensación se apoderó de él, unas cosquillas en medio del pecho que lo iluminaban todo a su alrededor. Por primera vez experimentaba la alegría.

Se encaminó a lo largo de la calle asfaltada.

El alba se anunciaba con la claridad del horizonte. La naturaleza alrededor de él era exactamente idéntica a la de la finca, tanto que por un instante tuvo la impresión de no haber dejado aquel lugar, y que la cancela sólo era un pretexto, porque la entera Creación empezaba y terminaba allí, y cada vez que se cruzaba ese límite comenzaba de nuevo, siempre igual a sí misma, y así hasta el infinito. Una serie interminable de universos paralelos, todos iguales. Antes o después volvería a ver su casa emerger por la senda, y tendría la certeza de haberse ilusionado en vano.

Pero no ocurrió así. A medida que aumentaba la distancia, afloraba la conciencia de poder conseguirlo.

Por allí no había nadie. Ni un coche, ni una casa a la vista. El sonido de sus pasos sobre el asfalto era la única huella humana entre el canto de los pájaros que empezaban a anunciar el nuevo día. No había viento que agitara los árboles, que parecían mirarlo a su paso, como a un extraño. Y él tuvo la tentación de saludarlos. El aire era placenteramente fresco y también tenía sabor. De escarcha, de hojas secas y hierba verde.

El sol era ya más que una promesa. Se deslizaba sobre los prados, ensanchándose y extendiéndose como una marea de aceite. Joseph no era capaz de decir cuántos kilómetros había recorrido. No tenía una meta. Pero eso era lo bonito: no le importaba. En los músculos de sus piernas pulsaba el ácido láctico. Nunca había sospechado que el dolor pudiera resultar agradable. Tenía energía en el cuerpo y aire que respirar. Serían esas dos variables las que decidieran el resto. Por una vez no quería razonar sobre las cosas. Hasta ese día su mente siempre había tenido ventaja, cerrándole el paso cada vez con un miedo diferente. Y aunque lo desconocido estuviera todavía al acecho a su alrededor, en esos pocos momentos ya había aprendido que, además del peligro, también podía aguardarlo algo valioso. Como el asombro, la capacidad de maravillarse.

Eso fue precisamente lo que sintió cuando percibió un nuevo sonido. Era bajo y lejano, pero se aproximaba paulatinamente, a su espalda. Pronto lo reconoció: era el ruido de un coche. Se volvió y vio aparecer el capó más allá de una cima. Luego el vehículo se hundió de nuevo en una pendiente para volver a emerger poco después. Era una vieja ranchera beige, y se dirigía hacia él. El parabrisas sucio no dejaba ver a los pasajeros en su interior. Joseph decidió ignorarla, se volvió y siguió caminando. Cuando el coche ya estuvo cerca, le pareció que ralentizaba la marcha.

—¡Eh!

Él titubeó, pero finalmente se volvió. Quizá era alguien que había ido a poner fin a su aventura. Sí, eso debía de ser. Su madre se habría despertado y empezado a gritar su nombre. Al no encontrarlo en su cama, habría mandado a la servidumbre a buscarlo por dentro y por fuera de la finca. Quizá el hombre que estaba llamándolo era uno de los jardineros, que había ido a buscarlo con su coche, saboreando una generosa recompensa.

—Eh, tú, ¿adónde vas? ¿Quieres que te lleve?

La pregunta lo alentó. No podía ser alguien de la casa. El vehículo se le acercó. Joseph no podía ver al conductor. Se detuvo, y la ranchera hizo otro tanto.

—Yo voy al norte —dijo el hombre al volante—. Podría hacer que te ahorraras unos pocos kilómetros. No es mucho, pero por aquí no encontrarás a nadie más que te lleve.

Su edad era indefinible. Podía tener cuarenta años, quizá menos. Era la barba rojiza, larga y sin afeitar, lo que hacía difícil saberlo. También llevaba el pelo largo, peinado hacia atrás y con la raya en el medio. Tenía los ojos grises.

—Entonces, ¿qué haces? ¿Subes?

Joseph lo pensó un instante, luego dijo:

—Sí, gracias.

Se acomodó junto al desconocido y el coche arrancó de nuevo. Los asientos estaban revestidos de terciopelo marrón, tan consumido en algunas zonas que mostraban la tela de debajo. En el habitáculo flotaba el olor del ambientador que colgaba del retrovisor. El asiento trasero había sido abatido para obtener un espacio más amplio, ocupado ahora por cajas de cartón y bolsas de plástico, herramientas y recipientes de distintas medidas. Todo estaba perfectamente ordenado. Sobre el salpicadero de plástico oscuro había rastros de adhesivo de viejas pegatinas. La radio, un viejo modelo con casete, reproducía una pieza de música country. El conductor, que había bajado el volumen para hablar con él, volvió a subirlo.

—¿Hace mucho que caminas?

Joseph evitaba mirarlo, por miedo a que pudiera darse cuenta de que estaba a punto de mentir.

—Sí, desde ayer.

—¿Y no has hecho autoestop?

—Sí. Me recogió un camionero, pero luego se desviaba hacia otra parte.

—¿Por qué?, ¿tú adónde vas?

No esperaba la pregunta, y dijo la verdad:

—No lo sé.

El hombre se echó a reír.

—Si no lo sabes, entonces, ¿por qué dejaste al camionero?

Joseph se volvió para mirarlo, serio

—Porque hacía demasiadas preguntas.

El hombre se rio aún más fuerte.

—Dios, me gusta tu carácter directo, chico.

Llevaba un anorak rojo, corto de mangas. Los pantalones eran de color marrón claro y el suéter de lana tenía motivos romboidales. Llevaba puestos unos zapatos de trabajo, con la suela de goma reforzada. Agarraba el volante con ambas manos. En la muñeca izquierda llevaba un reloj barato de plástico, de cuarzo líquido.

—Escucha, no sé cuáles son tus planes y no insistiré en saberlos pero, si te apetece, vivo aquí cerca y podrías venir a desayunar. ¿Qué me dices?

Joseph estaba a punto de decirle que no. Ya había sido bastante azaroso aceptar que lo llevara, así que ahora no lo seguiría quién sabe dónde para permitirle que lo atracara o algo peor. No obstante, se percató de que no era más que otro de sus miedos lo que lo estaba condicionando. El futuro era misterioso, no amenazador, lo había descubierto esa misma mañana. Y para saborear sus frutos, era necesario correr riesgos.

—De acuerdo —dijo finalmente.

—Huevos, beicon y café —prometió el desconocido.

Veinte minutos más tarde abandonaron la carretera principal para tomar un camino de tierra. Lo recorrieron lentamente, entre baches y tumbos, hasta llegar a las proximidades de una casa de madera con el techo inclinado. La pintura blanca que la revestía estaba desconchada en bastantes puntos. El porche tenía un aspecto ruinoso, y matojos de hierba brotaban aquí y allá entre los maderos. Aparcaron junto a la entrada.

«¿Quién es este tío?», se preguntó Joseph cuando vio dónde vivía, y advirtió, sin embargo, que la respuesta no sería tan interesante como la posibilidad de explorar su mundo.

—Bien venido —dijo el hombre en cuanto cruzaron el umbral de la puerta.

La primera estancia era de tamaño mediano. La decoración constaba de una mesa con tres sillas, una cómoda a la que le faltaban varios cajones y un viejo sofá con la tapicería arrancada en algunos puntos. De una de las paredes colgaba un cuadro sin marco que reproducía un paisaje anónimo.

Junto a la única ventana se veía una chimenea de piedra sucia de hollín que contenía ascuas ya frías. Sobre un tronco que servía de taburete se amontonaban algunas ollas manchadas de grasa requemada. Al fondo de la sala había dos puertas cerradas.

—Lo siento, no hay baño. Pero ahí fuera hay un montón de árboles —añadió el tipo, riendo.

Tampoco había electricidad ni agua corriente. Al cabo de un rato, el hombre descargó del vehículo los recipientes que Joseph había visto antes. Con viejos periódicos y leña que recogió de fuera, encendió fuego en la chimenea. Después de haber limpiado lo mejor que pudo una de las sartenes, puso a freír manteca y luego echó los huevos junto con el beicon. Aunque sencilla, la comida emanaba un aroma capaz de despertar el apetito.

Joseph, curioso, lo seguía con la mirada, al tiempo que lo atosigaba a preguntas como los niños a los adultos cuando llegan a la edad en que empiezan a descubrir el mundo. El hombre, sin embargo, no parecía molesto, más bien daba la impresión de que le gustaba hablar.

—¿Hace mucho que vives aquí?

—Hace un mes, pero esta no es mi casa.

—¿Eso qué quiere decir?

—La de ahí fuera es mi verdadera casa —dijo señalando con el mentón el vehículo aparcado—. Me gusta recorrer mundo.

—¿Por qué te has detenido, entonces?

—Porque este lugar me gusta. Un día pasaba por la carretera y vi el camino. Giré y llegué aquí. La casa estaba abandonada desde quién sabe cuándo. Probablemente pertenecía a unos campesinos: hay una cabaña con utensilios de labranza detrás.

—¿Eso qué fue de ellos?

—Ah, no lo sé. Quizá hicieron como muchos otros: cuando hubo la crisis en los campos, debieron de ir en busca de una vida mejor en la ciudad. Por esta zona hay muchas granjas abandonadas.

—¿Por qué no probaron a vender la propiedad?

El tipo soltó una risotada.

—¿Y quién iba a comprar un sitio como este? Esta tierra no da un céntimo, amigo mío.

Terminó de cocinar y vertió directamente el contenido de la sartén en los platos dispuestos sobre la mesa. Joseph, sin aguardarlo, hundió el tenedor en la papilla amarillenta. Estaba hambriento, y le pareció que su sabor era excelente.

—Te gusta, ¿eh? Come con calma, hay mucho más.

Él continuó comiendo de manera voraz. Luego, con la boca llena, preguntó:

—¿Piensas quedarte mucho tiempo por aquí?

—Probablemente hasta finales de semana: el invierno es duro en esta zona. Estoy acumulando provisiones, y voy por las otras granjas abandonadas con la esperanza de encontrar algún objeto que todavía pueda servir de algo. Esta mañana he encontrado una tostadora; creo que está rota, pero puedo arreglarla.

Joseph lo registraba todo en su cabeza como si estuviera componiendo una especie de manual con nociones de todo tipo: cómo se prepara un buen desayuno con huevos, manteca y beicon, cómo aprovisionarse de agua potable. Quizá pensaba que le sería útil en su nueva vida. La existencia de aquel desconocido se le antojaba envidiable. Aunque dura y difícil, era infinitamente mejor que la que él había tenido hasta entonces.

—¿Sabes que todavía no nos hemos presentado?

Joseph detuvo la mano con el tenedor a medio camino de la boca.

—Si no quieres decirme cómo te llamas, por mí está bien. Me pareces simpático de todos modos.

Joseph continuó comiendo. El otro no insistió, pero él sintió que debía recompensarlo de alguna manera por su hospitalidad y decidió revelarle algo de sí mismo:

—Es casi seguro que moriré a los cincuenta.

Y, acto seguido, le habló de la maldición con la que cargaban los herederos varones de su familia. El hombre escuchó con atención. Sin revelar nombres, Joseph le explicó que era rico, y le contó el origen de su riqueza. La historia de aquel abuelo intuitivo y atrevido que plantó la semilla de una gran fortuna. Y también le habló de su padre, que había sido capaz de multiplicar la herencia con su genio empresarial. Finalmente habló de sí mismo, del hecho de que no tenía metas que alcanzar porque otros ya lo habían conquistado todo para él. Había venido al mundo para dejar sólo dos cosas: un ingente patrimonio y un gen inexorablemente mortal.

—Entiendo que la enfermedad que ha matado a tu padre y a tu abuelo sea inevitable, pero con el dinero siempre hay una solución: ¿por qué no renuncias a tu riqueza si no te sientes suficientemente libre?

—Porque he crecido entre dinero, y sin él no sabría cómo sobrevivir ni un solo día. Como ves, haga la elección que haga, estoy destinado a morir.

—¡Tonterías! —replicó el otro mientras se levantaba para ir a fregar la sartén.

Joseph trató de explicarse mejor:

—Puedo tener todo lo que desee, pero, precisamente por eso, no sé qué es el deseo.

—¡Menuda mierda de discurso! El dinero no puede comprarlo todo.

—Créeme, sí puede. Si yo quisiera tu muerte, podría pagar a algunos hombres; ellos te matarían, y nadie se enteraría nunca.

—¿Lo has hecho alguna vez? —dijo el otro, serio de repente.

—¿El qué?

—¿Has pagado alguna vez a alguien para que matara por ti?

—Yo no, pero mi padre y mi abuelo sí lo hicieron, lo sé.

Hubo una pausa.

—Pero no puedes comprar la salud.

—Es verdad. Pero si sabes con antelación cuándo morirás, el problema está solucionado. Mira, los ricos son infelices porque saben que, antes o después, tendrán que dejar todo lo que poseen: no puedes llevarte el dinero a la tumba. En cambio, yo no tengo que torturarme pensando en mi muerte; ya hay alguien que lo ha hecho por mí.

El hombre se detuvo a reflexionar.

—Tienes razón —admitió—, pero es muy triste no desear nada. Habrá algo que te guste de verdad, ¿no? Podrías empezar por eso.

—Bueno, me gusta caminar. Y desde esta mañana, además, también me gustan los huevos con beicon. Y me gustan los chicos.

—Quieres decir que eres…

—En realidad, no lo sé. Me acuesto con ellos, pero no puedo decir que los desee de veras.

—Entonces, ¿por qué no pruebas con una mujer?

—Probablemente debería hacerlo. Pero primero tendría que desearlo, ¿comprendes? No sé cómo explicártelo mejor.

—No, está bien. Creo que has sido bastante claro.

El tipo dejó la sartén sobre las demás, en el taburete. Después miró el reloj de cuarzo que llevaba en la muñeca.

—Son las diez, tengo que ir a la ciudad: necesito las piezas de recambio para arreglar la tostadora.

—Entonces, me voy.

—No, ¿por qué? Quédate por aquí y descansa un poco si quieres. Estaré pronto de vuelta, a lo mejor podríamos comer de nuevo juntos y charlar un rato. Eres un tipo simpático, ¿sabes?

Joseph observó el viejo sofá con la tapicería arrancada y le pareció muy atrayente.

—Está bien —dijo—. Dormiré un poco, si no te molesta.

El hombre sonrió.

—¡Fantástico! —Estaba a punto de salir cuando se volvió—. A propósito, ¿qué te apetecería para cenar?

Joseph lo miró.

—No lo sé. Sorpréndeme.

Una mano lo sacudió dulcemente. Joseph abrió los ojos y descubrió que era tarde.

—¡Pues sí que estabas cansado! —dijo su nuevo amigo sonriendo—. ¡Has dormido nueve horas seguidas!

Joseph se desperezó. Hacía bastante tiempo que no descansaba tan bien. En seguida sintió que le faltaban las fuerzas.

—¿Ya es hora de cenar? —preguntó.

—Dame un minuto para encender el fuego y la preparo en seguida: he comprado pollo para hacer asado y patatas. ¿Te gusta como menú?

—Perfecto, tengo hambre.

—Mientras tanto, ábrete una cerveza, están en el alféizar.

Joseph nunca había bebido cerveza, aparte de la que su madre ponía en el ponche de Navidad. Sacó una lata del pack de seis y la abrió. Apoyó los labios en el borde de aluminio y se echó un trago largo. Rápidamente sintió la fría bebida bajarle por el esófago. Fue una sensación agradable, que le quitó la sed. Después del segundo trago, eructó.

—¡Salud! —exclamó el tipo.

Fuera hacía frío, pero dentro el fuego proporcionaba una agradable tibieza. La luz de la lámpara de gas, colocada en el centro de la mesa, iluminaba débilmente la habitación.

—El técnico me ha dicho que la tostadora se puede arreglar. También me ha dado un par de consejos sobre cómo repararla. Menos mal, pienso venderla en alguna feria.

—Entonces, ¿eso es lo que haces para vivir?

—Bueno, sí, de vez en cuando. La gente tira un montón de cosas que todavía pueden utilizarse. Yo las recupero, las arreglo y luego me saco algún dinero. Algunas cosas me las quedo, como ese cuadro, por ejemplo…

Señaló el paisaje que colgaba sin marco de la pared.

—¿Por qué precisamente ese? —preguntó Joseph.

—No lo sé, me gusta. Creo que me recuerda el lugar donde nací, o quizá no; ¿quién puede decirlo?, he viajado tanto…

—¿De veras has estado en tantos lugares diferentes?

—Sí, muchísimos. —Por un instante pareció perderse en sus pensamientos, pero en seguida continuó—: Mi pollo es especial, ya verás. Y, a propósito, tengo una sorpresa para ti.

—¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa?

—Ahora no, después de cenar.

Se sentaron a la mesa. El pollo con patatas estaba crujiente y sazonado en su justa medida. Joseph se llenó el plato unas cuantas veces. El tipo —en su cabeza lo llamaba de ese modo— comía con la boca abierta y ya se había bebido tres cervezas. Después de cenar sacó una pipa tallada a mano y tabaco. Mientras la preparaba, le dijo:

—¿Sabes?, he pensado mucho en lo que me has dicho esta mañana.

—¿En qué exactamente?

—Acerca de tu discurso sobre desear cosas. Me ha impresionado.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

—Yo no pienso que sea malo conocer exactamente el momento en que terminará tu vida. En mi opinión, es un privilegio.

—¿Cómo puedes decir algo así?

—Bueno, naturalmente depende de cómo veas las cosas. Si ves el vaso medio lleno o medio vacío. En fin, puedes quedarte sentado y hacer una lista de todo lo que no tienes. O bien puedes determinar el resto de tu vida en función de ese plazo de tiempo.

—No te sigo.

—Creo que el hecho de que sepas que morirás a los cincuenta años te hace pensar que no tienes ningún poder sobre tu vida. Pero, es ahí donde te equivocas, amigo mío.

—¿Qué entiendes tú por «poder»?

El tipo cogió una ramita del fuego y con el extremo incandescente se encendió la pipa. Aspiró una profunda bocanada antes de contestar.

—Poder y deseo van de la mano. Están hechos de la misma maldita sustancia. El segundo depende del primero, y viceversa. Y no lo dice ningún filósofo, sino que es la naturaleza misma la que lo determina. Esta mañana has dicho bien: sólo podemos desear lo que no tenemos. Tú crees tener el poder de conseguirlo todo y entonces no deseas nada. Pero eso ocurre porque tu poder deriva del dinero.

—¿Acaso hay otra clase de poder?

—Claro, el de la voluntad, por ejemplo. Tienes que ponerla a prueba para entenderlo. Pero tengo la sospecha de que no quieres hacerlo…

—¿Por qué lo dices? Puedo hacerlo.

El tipo lo observó.

—¿Estás seguro?

—Claro.

—Bien. Antes de cenar te he dicho que tenía una sorpresa para ti. Ahora es el momento de que te la enseñe. Ven.

Se levantó y se dirigió hacia una de las dos puertas cerradas al fondo de la habitación. Joseph, titubeante, lo siguió a través del umbral entreabierto.

—Mira.

Dio un paso en la oscuridad, y lo oyó. Había algo en la habitación que respiraba agitadamente. Pensó en seguida en un animal y dio un paso atrás.

—Ánimo —lo invitó el tipo—, mira mejor.

Joseph tardó algunos segundos en acostumbrarse a la oscuridad. La poca luz que llegaba de la lámpara de gas que estaba sobre la mesa era apenas suficiente para iluminar débilmente la cara del chico. Estaba tumbado en una cama, con las manos y los pies atados a los montantes con sogas gruesas. Vestía una camisa de cuadros y unos vaqueros, pero no llevaba zapatos. Un pañuelo alrededor de la boca le impedía hablar, por lo que se limitaba a emitir sonidos inconexos, como gruñidos. El pelo sobre la frente estaba empapado de sudor. Se agitaba como una bestia prisionera y tenía los ojos en blanco a causa del pánico.

—¿Quién es? —preguntó Joseph.

—Un regalo para ti.

—¿Y qué se supone que debería hacer con él?

—Lo que quieras.

—Pero no sé quién es.

—Tampoco yo. Hacía autoestop. Lo he subido al coche mientras volvía hacia aquí.

—Quizá debamos desatarlo y dejar que se vaya.

—Si eso es lo que quieres…

—¿Por qué no debería serlo?

—Porque esa es la demostración de qué es el poder, y de cómo va unido al deseo. Si tú deseas liberarlo, entonces hazlo. Pero si quieres algo más de él, eres dueño de elegir.

—¿Estás hablando por casualidad de sexo?

El tipo sacudió la cabeza, decepcionado.

—Tu horizonte es muy limitado, amigo mío. Tienes a tu disposición una vida humana, la más grande y asombrosa creación de Dios, y follártela es lo único que se te ocurre…

—¿Qué tendría que hacer con una vida humana?

—Tú lo has dicho hoy: si quisieras matar a alguien, te bastaría con contratar a otras personas para que lo hicieran por ti. Pero ¿crees realmente que eso te otorga el poder de quitar una vida? Tu dinero tiene ese poder, no tú. Hasta que no lo hagas con tus manos, no experimentarás qué significa.

Joseph miró de nuevo al chico, visiblemente aterrorizado.

—Pero yo no quiero saberlo —repuso.

—Porque tienes miedo. Miedo de las consecuencias, del hecho de que podrías ser castigado, o del sentimiento de culpa.

—Es normal tener miedo de ciertas cosas.

—No, no lo es, Joseph.

Ni siquiera se percató de que lo había llamado por su nombre, tan ocupado como estaba cruzando miradas con el chico.

—¿Y si te dijera que puedes hacerlo, que puedes quitarle la vida a alguien y que nadie lo sabrá jamás?

—¿Nadie? ¿Y tú, entonces?

—Yo soy quien lo ha secuestrado y lo ha traído hasta aquí, ¿recuerdas? Y luego también seré quien enterrará su cadáver…

Joseph bajó la cabeza.

—¿No lo sabrá nadie?

—Si te dijera que quedarías impune, ¿eso suscitaría tu deseo de probarlo?

Joseph se miró las manos durante un largo instante, su respiración se aceleró mientras dentro de él nacía una extraña euforia, nunca antes sentida.

—Necesitaría un cuchillo —dijo.

El tipo se fue a la cocina. En la espera, Joseph se fijó en el chico, que le suplicaba con la mirada y sollozaba. Frente a aquellas lágrimas que brotaban silenciosas, Joseph descubrió que no sentía nada. Nadie lloraría su muerte cuando, a los cincuenta, el mal de su padre y su abuelo llegara a por él. Para el mundo, él siempre sería el chico rico, indigno de cualquier forma de compasión.

El tipo volvió con un largo cuchillo afilado y se lo puso entre las manos.

—No hay nada más satisfactorio que quitar una vida —le dijo—. No la de una persona en particular, como un enemigo o alguien que te ha hecho daño, sino un hombre cualquiera. Te otorga el mismo poder que posee Dios.

Luego lo dejó solo y salió, cerrando la puerta a su espalda.

La luz de la luna se deslizaba entre las persianas rotas haciendo brillar el cuchillo entre las manos. El chico se agitaba y Joseph podía percibir su ansiedad, el miedo bajo la forma de sonidos pero también de olores. La respiración ácida, el sudor de las axilas. Se acercó a la cama, lentamente, dejando que sus pasos crujieran sobre el suelo, para que el muchacho pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. A continuación le apoyó la hoja del cuchillo plana sobre el tórax. ¿Tenía que decirle algo? No se le ocurría nada. Un escalofrío le recorrió la espalda y de repente sucedió algo que no esperaba: tuvo una erección.

Levantó el cuchillo algunos centímetros, deslizándolo lentamente a lo largo del cuerpo del chico hasta llegar al estómago. Luego se detuvo. Tomó aliento y empujó despacio el extremo de la hoja hasta traspasar el tejido de la camisa, hasta tocar la carne. El chico intentó gritar, pero únicamente consiguió emitir una patética imitación de un grito de dolor. Joseph hundió el cuchillo unos centímetros más, la piel se laceró profundamente, como si se rasgara. Reconoció el blanco de la grasa, pero la herida todavía no sangraba. Entonces empujó más la hoja, hasta sentir el calor de la sangre en la mano y advertir una exhalación intensa, liberada por las entrañas. El chico arqueó la espalda, favoreciendo involuntariamente su obra. Él apretó más, hasta que notó la punta del cuchillo que tocaba la columna vertebral. El muchacho era un manojo tenso de músculos y carne debajo de él. Permaneció en esa posición arqueada durante algunos segundos. Luego cayó pesadamente sobre la cama, sin fuerzas, como un objeto inanimado. Y, en ese instante, las alarmas

empezaron a sonar todas a la vez. El médico y la enfermera se colocaron alrededor del paciente con el carro de emergencias. Nicla, doblada sobre sí misma, intentaba recobrar el aliento: el shock de lo que había visto la había arrancado violentamente del estado de trance. Mila le puso las manos en la espalda, tratando de hacerla respirar. El médico abrió el pijama sobre el tórax de Joseph B. Rockford con un gesto limpio, arrancando todos los botones, que rodaron por la habitación. Boris estuvo a punto de resbalar y caer encima de Mila mientras acudía en su ayuda. Luego el médico colocó las placas del desfibrilador que la enfermera le había dado sobre el pecho del paciente y gritó «¡Fuera!» antes de la descarga. Goran se acercó a Mila.

—Saquémosla de aquí —dijo, ayudándola a levantar a la monja.

Mientras dejaban la habitación junto a Rosa y Stern, la agente se volvió una última vez hacia Joseph B. Rockford. El cuerpo se sacudía por las descargas pero, bajo las mantas, pudo notar lo que parecía una erección.

«Maldito bastardo», pensó.

El bip del monitor cardíaco se quedó fijo en una nota perentoria. Pero en ese momento Joseph B. Rockford abrió los ojos.

Sus labios empezaron a moverse sin emitir sonido alguno. Las cuerdas vocales habían resultado afectadas cuando le practicaron la traqueotomía para permitirle respirar.

Aquel hombre debería estar muerto. Las máquinas a su alrededor decían que ya era sólo un trozo de carne sin vida. Sin embargo, estaba tratando de comunicarse. Sus estertores hacían pensar en alguien que está a punto de ahogarse y busca, braceando, respirar todavía una bocanada de aire.

No duró mucho.

Al fin, una mano invisible lo empujó de nuevo hacia abajo, y el alma de Joseph B. Rockford fue deglutida por su lecho de muerte, dejando tan sólo como desecho un cuerpo vacío.