A primera vista, Nicla Papakidis parecía una mujer frágil.
Quizá porque era baja de estatura y de caderas desproporcionadas. O tal vez fuera porque sus ojos albergaban una alegría triste que te hacía recordar la canción de un musical de Fred Astaire, o la foto de la velada de un viejo fin de año, o el último día de verano.
En cambio, era una mujer muy fuerte.
Había reunido esa fuerza poco a poco, durante años de pequeñas y grandes adversidades. Había nacido en un pueblecito, la primera de siete hijos, la única niña. Tenía sólo once años cuando murió su madre. Así que le había tocado a ella sacar adelante la casa, ocuparse del padre y de criar a sus hermanos. Consiguió que todos se sacaran un diploma para que pudieran encontrar un empleo decoroso, y gracias al dinero ahorrado mediante muchas renuncias, nunca les faltó de nada. Los vio casarse con buenas chicas, comprarse una casa y dar a luz a una veintena de sobrinitos que fueron su alegría y su orgullo. Cuando también el más pequeño de los hermanos dejó el hogar paterno, ella se quedó a cuidar al padre en su vejez, negándose a internarlo en un asilo. Para no cargar a los hermanos y a las cuñadas con ese peso, solía decir: «No os preocupéis por mí. Vosotros tenéis vuestras familias, yo estoy sola. No es ningún sacrificio».
Estuvo con el padre hasta que este pasó de los noventa años, cuidándolo como a un recién nacido. A su muerte reunió a los hermanos. «Tengo cuarenta y siete años, y creo que ya no me casaré —les dijo—. Nunca tendré hijos propios, pero considero a mis sobrinos como si lo fueran, y eso me basta. Os agradezco la invitación que me habéis hecho para que me vaya a vivir con vosotros, pero ya hice mi elección hace algunos años, aunque os la revelo sólo ahora. No volveremos a vernos, queridos hermanos… He decidido dedicar mi vida a Jesús; mañana mismo me recluiré en un convento de clausura hasta el final de mis días».
—¡Entonces, es una monja! —dijo Boris, que, mientras conducía, había escuchado en silencio la historia que Mila acababa de contar.
—Nicla no es solamente una monja. Es mucho más.
—Todavía no puedo creer que lograras convencer a Gavila. ¡Y, sobre todo, que luego él consiguiera convencer a Roche!
—Sólo es un intento, ¿qué podemos perder? Además, creo que Nicla es la persona apropiada para mantener en secreto todo el asunto.
—¡Ah, eso seguro!
En el asiento posterior había una caja con un gran lazo rojo.
—Los bombones son la única debilidad de Nicla —dijo Mila cuando le preguntó si podían parar en una pastelería.
—Pero si es una monja de clausura no puede venir con nosotros.
—Bueno, en realidad la historia es un poco más complicada…
—¿A qué te refieres?
—A que Nicla sólo ha pasado algunos años en el convento. Cuando se dieron cuenta de lo que sabía hacer, la devolvieron al mundo.
Llegaron poco después de mediodía. En aquella parte de la ciudad imperaba el caos. Al ruido del tráfico se añadía la música de los equipos estereofónicos y los gritos de las peleas que provenían de las casas además de las actividades más o menos lícitas que se desarrollaban en las calles. La gente que vivía en aquel lugar no se movía nunca de allí. El centro —que se hallaba tan sólo a unas pocas paradas de metro—, con sus restaurantes de lujo, sus boutiques y sus salones de té, estaba casi tan lejos para ellos como podía estarlo el planeta Marte.
Se nacía y se moría en barrios como ese, y nunca se salía de ellos.
El GPS del coche en el que viajaban dejó de dar indicaciones justo después del enlace con la carretera estatal. La única información sobre las calles de que disponían ahora estaba en las pintadas de las paredes que señalaban las fronteras de los territorios de las pandillas.
Boris dobló por una calle lateral que terminaba en un callejón sin salida. Ya desde hacía algunos minutos se había dado cuenta de que tenía a su espalda un vehículo ocupado en seguir su desplazamiento. El hecho de que circulara por allí un coche con dos policías no había pasado inadvertido a los centinelas que vigilaban cada rincón del barrio.
—Bastará con ir a paso de hombre y mantener las manos bien a la vista —le había dicho Mila, que ya había estado otras veces en lugares como ese.
El edificio al que se dirigían se encontraba al final del callejón. Aparcaron entre los chasis de dos coches calcinados. Descendieron y Boris empezó a mirar a su alrededor. Estaba a punto de accionar el mando a distancia del cierre centralizado cuando Mila lo detuvo:
—No lo hagas. Y deja también las llaves puestas. Esos serían capaces de forzar las puertas sólo por despecho.
—Perdona, pero entonces, ¿qué les impedirá llevarse mi coche?
Mila rodeó el vehículo y pasó al lado del conductor, hurgó en su bolsillo y sacó un rosario de plástico rojo, que ató alrededor del espejo retrovisor.
—Aquí, este es el mejor dispositivo antirrobo.
Boris la miró, perplejo. Luego la siguió hacia el edificio.
El cartel de cartón a la entrada decía: LA FILA PARA LA COMIDA EMPIEZA A LAS ONCE. Y como no todos los destinatarios del mensaje sabían leer, habían añadido al lado un dibujo con las manecillas de un reloj sobre un plato humeante.
El olor era una mezcla de comida y desinfectante. En el zaguán había algunas sillas de plástico desparejadas alrededor de un escritorio con revistas viejas encima. También había folletos informativos que cubrían muchos argumentos, desde la prevención de la caries en los niños hasta las distintas formas de no contraer enfermedades venéreas. El objetivo era que aquel sitio se pareciera a una sala de espera. En la pared se veían numerosos avisos y carteles que desbordaban de un tablero. Se oían voces por todos lados, aunque no se sabía exactamente de dónde provenían.
Mila tiró a Boris de una manga.
—Vamos, está arriba.
Empezaron a subir la escalera. No había un solo peldaño sano y la barandilla se balanceaba peligrosamente.
—Pero ¿en qué clase de sitio estamos? —Boris evitaba tocar cualquier cosa por miedo a quién sabe qué contagio. Siguió quejándose hasta que llegaron al descansillo de la escalera.
Delante de una puerta acristalada había una chica de unos veinte años, muy guapa. Estaba entregando un frasco de medicinas a un anciano vestido con harapos que apestaba a alcohol y a sudor rancio.
—Debes tomar una todos los días, ¿entendido?
A la chica no parecía molestarle el hedor. Hablaba con dulzura y en voz alta, recalcando bien las palabras, como se hace con los niños. El viejo asentía pero no parecía muy convencido.
Entonces la chica insistió:
—Es muy importante: no tienes que olvidarte nunca. De lo contrario, acabarás como la otra vez, que te trajeron aquí medio muerto.
Después se sacó del bolsillo un pañuelo y se lo anudó a la muñeca.
—Así no te olvidarás.
El hombre sonrió, contento. Cogió el frasco y se fue, contemplándose el brazo con aquel nuevo regalo.
—¿Qué necesitáis? —les preguntó la joven.
—Estamos buscando a Nicla Papakidis —dijo Mila.
Boris se encontró mirando hipnotizado a la joven; de repente había olvidado todas las quejas que había expuesto por la escalera.
—Creo que está al fondo, en la penúltima habitación —dijo ella, señalando el pasillo a sus espaldas.
Cuando pasaron por su lado, Boris bajó los ojos para mirarle el pecho y se topó con la cruz dorada que la chica llevaba al cuello.
—Pero si es una…
—Sí —le respondió Mila, intentando no reírse.
—¡Qué pena!
A medida que recorrían el pasillo, iban mirando a través de las puertas de las habitaciones; camas de acero, catres o simples sillas de ruedas. Todos los lugares estaban ocupados por humanos desahuciados, jóvenes y ancianos, sin distinciones. Eran enfermos de sida o drogadictos y alcohólicos con el hígado hecho papilla, o sencillamente viejos malparados.
Tenían dos cosas en común: la mirada cansada y la conciencia de haber vivido una vida equivocada. Ningún hospital los acogería en esas condiciones. Y probablemente no tenían una familia que pudiera ocuparse de ellos. O, si la tenían, los habían exiliado.
Iban a ese lugar a morir. Esa era su característica. Nicla Papakidis lo llamaba el «Puerto».
—Realmente hoy hace un día magnífico, Nora.
La monja estaba peinando con cuidado el largo cabello blanco de una anciana tendida en una cama vuelta hacia la ventana, y acompañaba sus gestos con palabras relajantes.
—Esta mañana, mientras paseaba por el parque, he dejado un poco de pan para los pájaros. Con toda esta nieve están en el nido todo el tiempo, calentándose unos a otros.
Mila llamó a la puerta entreabierta. Nicla se volvió y, cuando la vio, su rostro se iluminó.
—¡Mi chiquitina! —dijo, abrazándola—. ¡Qué bien volver a verte!
Llevaba una camiseta de color papel de azúcar, arremangada hasta los codos porque siempre tenía calor, una falda que le llegaba por debajo de la rodilla y calzaba unas zapatillas de deporte. Su cabello era gris y corto. En la piel blanca del rostro destacaban sus ojos intensamente azules. El conjunto daba una idea de candor y limpieza. Boris reparó en que llevaba un rosario rojo al cuello, igual que el que Mila había anudado al espejo retrovisor del coche.
—Te presento a Boris, un compañero mío.
Él dio un paso adelante en un ademán algo sumiso.
—Es un placer.
—Acabáis de encontraros a la hermana Mery, ¿verdad? —preguntó Nicla, apretándole la mano.
Boris se sonrojó.
—En realidad…
—No se preocupe, a muchos les provoca esa reacción… —Luego la mujer volvió a mirar a Mila—: ¿Por qué has venido al Puerto, pequeña?
Ella se puso seria.
—Imagino que habrás oído hablar del caso de las niñas desaparecidas.
—Aquí rezamos por ellas todas las noches. Pero los noticiarios no dicen mucho.
—Tampoco yo puedo hacerlo.
Nicla la miró a los ojos:
—Has venido por la sexta, ¿verdad?
—¿Qué puedes decirme al respecto?
La monja suspiró.
—Estoy intentando establecer contacto, pero no es fácil. Mi don ya no es lo que antaño fue: se ha debilitado mucho. Quizá deba estar contenta por eso, ya que si lo perdiera completamente me permitirían volver al convento con mis queridas hermanas de hábito.
A Nicla Papakidis no le gustaba que dijeran de ella que era una médium; alegaba que no era una palabra apropiada para definir un «regalo de Dios». Ella no se sentía especial. Lo era su talento. Nicla únicamente era el medio elegido por Dios para usarlo por el bien de los demás.
Entre las muchas cosas que le había dicho a Boris mientras se dirigían al Puerto, Mila le contó cómo Nicla descubrió que tenía una capacidad extrasensorial.
«A los seis años ya era famosa en su país porque lograba encontrar los objetos extraviados: anillos de compromiso, llaves de casa, testamentos demasiado bien escondidos por los difuntos en vida… Una tarde se presentó en su casa el jefe de la policía local: se había perdido un niño de cinco años y su madre estaba desesperada. La llevaron a la casa de la mujer, que le suplicó que encontrara a su hijo. Nicla la miró durante un instante, después dijo: “Esta mujer está mintiendo. Lo ha enterrado en el jardín que hay detrás de la casa”. Y allí fue precisamente donde lo encontraron».
Boris se había quedado muy turbado al oír la historia. Quizá también por eso se sentó aparte, dejando que fuera Mila la que hablara con la monja.
—Tengo que pedirte algo un poco diferente de lo habitual —le dijo la policía—. Necesito que vengas conmigo a un sitio e intentes establecer contacto con un hombre que se está muriendo.
Mila se había servido más veces de los favores de Nicla en el pasado. A veces, la solución de sus casos llegaba gracias a su intervención.
—Pequeña, yo no puedo desplazarme, ya lo sabes: aquí me necesitan permanentemente.
—Lo sé, pero no puedo evitar insistir. Tú eres la única esperanza que tenemos para salvar a la sexta niña.
—Ya te lo he dicho: no estoy segura de que mi «don» funcione todavía.
—He pensado en ti también por otro motivo… Hay una bonita suma a disposición de quien dé información que contribuya a hallar a la niña.
—Sí, lo he oído. Pero ¿qué haría yo con diez millones?
Mila miró a su alrededor, como si fuera natural pensar en el dinero de la recompensa para renovar aquel sitio.
—Créeme, cuando sepas toda la historia, te darás cuenta de que sería el mejor uso para ese dinero. Vamos, ¿qué me dices?
—Vera tiene que venir a verme hoy.
La que había hablado era la anciana de la cama. Hasta ese momento se había mantenido inmóvil y en silencio, mirando por la ventana.
Nicla se le acercó:
—Sí, Nora, Vera vendrá más tarde.
—Lo ha prometido.
—Sí, lo sé. Lo ha prometido y mantendrá su palabra, ya verás.
—Pero ese chico se ha sentado en su silla —dijo señalando a Boris, que en seguida hizo ademán de levantarse.
Nicla lo detuvo:
—Quédese ahí. —Después, en voz baja, añadió—: Vera era su gemela. Murió hace setenta años, cuando aún eran niñas.
La monja vio a Boris palidecer y estalló en una risotada:
—No, agente, Nora no es capaz de hablar con el más allá. Pero de vez en cuando le gusta decir que su hermana vendrá a verla.
Era el efecto de las historias que le había contado Mila, y Boris se sintió como un estúpido.
—Entonces ¿vendrás? —insistió ella—. Prometo que alguien te acompañará de vuelta antes de que se haga de noche.
Nicla Papakidis lo pensó aún un poco más.
—¿Has traído algo para mí? —dijo al cabo.
En el rostro de Mila se dibujó una amplia sonrisa.
—Los bombones te esperan abajo, en el coche.
Nicla asintió satisfecha, luego volvió a ponerse seria.
—Lo que percibiré en ese hombre no me gustará, ¿verdad?
—Creo que no.
Nicla apretó el rosario que llevaba al cuello.
—Está bien, vamos.
Se llama «pareidolia», y es la tendencia instintiva a encontrar formas familiares en imágenes desordenadas. En las nubes, en las constelaciones o también en los copos de cereales que flotan en un cuenco de leche.
Del mismo modo, Nicla Papakidis veía aflorar cosas en su interior, aunque no las visiones definitivas. Le gustaba esa palabra, «pareidolia», porque, como ella, tenía orígenes griegos.
Se lo explicó a Boris mientras se zampaba un bombón tras otro en el asiento posterior del coche. Lo que asombraba al agente no era tanto la explicación de la monja, sino el hecho de haber encontrado su propio coche intacto y en su sitio en aquel barrio horrible.
—¿Por qué lo llamáis el Puerto?
—Depende de aquello en lo que uno crea, agente Boris. Algunos sólo ven un punto de llegada; otros, de partida.
—¿Y usted?
—Ambas cosas.
A media tarde llegaron a la finca de los Rockford.
Delante de la casa los esperaban Goran y Stern. Sarah Rosa estaba en la primera planta, tratando de llegar a un acuerdo con el personal médico que cuidaba del moribundo.
—Habéis llegado justo a tiempo —dijo Stern—. La situación se ha precipitado desde esta mañana. Los médicos están seguros de que es sólo cuestión de horas.
Mientras se encaminaban, Gavila se presentó a Nicla y le explicó lo que tendría que hacer, no logrando esconder, sin embargo, su escepticismo. Anteriormente había tratado con médiums de todo tipo que ofrecían sus servicios a la policía. Pero, a menudo, su intervención acababa en nada, o bien contribuía a enturbiar las investigaciones, creando falsas pistas y expectativas inútiles.
La monja no se sorprendió de la perplejidad del criminólogo; había visto muchas veces esa misma expresión de incredulidad en el rostro de la gente.
Stern, religioso como era, no conseguía creer en el don de Nicla. Para él sólo eran charlatanerías. No obstante, que fuera justo una monja quien las practicara lo había confundido. «Al menos no lo hace por afán de lucro», le había dicho poco antes a una aún más escéptica Sarah Rosa.
—Me gusta el criminólogo —le confió Nicla a Mila en voz baja mientras subían a la planta alta—. Es desconfiado y no le importa no esconderlo.
Ese comentario no era fruto de su don; Mila comprendió que le había salido del alma. Al oír esas palabras de una amiga tan querida, Mila experimentó un sentimiento de gratitud. Y la afirmación acabó con todas las dudas que Sarah Rosa había tratado de sembrar en ella sobre Goran.
La habitación de Joseph B. Rockford estaba al fondo del largo pasillo revestido de tapices.
Las grandes ventanas apuntaban al este, hacia el sol naciente. Desde los balcones se podía disfrutar de la vista del valle.
La cama con dosel se encontraba en el centro de la habitación. A su alrededor, los aparatos médicos acompañaban las últimas horas del multimillonario. Señalaban para él un tiempo mecánico, hecho de los bips emitidos por el cardiomonitor, de los soplos y las inspiraciones del respirador, de goteos repetidos y de un bajo y continuo susurro eléctrico.
Rockford estaba recostado sobre varias almohadas. Tenía los brazos extendidos a lo largo de los costados, sobre la colcha bordada, y los ojos cerrados. Llevaba un pijama de seda, de color rosa pálido abierto en el cuello, por donde asomaba el estoma para la entubación endotraqueal. Su escaso pelo era blanco. El rostro estaba excavado alrededor de una nariz aguileña, y el resto del cuerpo formaba apenas un relieve bajo las mantas. Parecía tener casi cien años, aunque en realidad rondaba los cincuenta.
En ese momento, una enfermera estaba curándole la herida del cuello, cambiándole la gasa alrededor de la boquilla que lo ayudaba a respirar. De todo el personal que se turnaba alrededor de aquella cama durante las veinticuatro horas del día, sólo tenían permiso para quedarse su médico particular y su ayudante.
Cuando los miembros del equipo cruzaron el umbral, se encontraron con la mirada de Lara Rockford, que por nada del mundo se habría perdido aquella escena. Estaba sentada en un silloncito, aparte, y fumaba a pesar de todas las normas de higiene. Cuando la enfermera le había hecho notar que quizá no era procedente, visto el estado crítico del hermano, la mujer sencillamente contestó:
—Ciertamente, creo que ahora ya no puede hacerle daño.
Nicla avanzó segura hacia la cama, observando la escena de aquella privilegiada agonía; un fin muy diferente al de los miserables y obscenamente expuestos que veía a diario en el Puerto. Al llegar junto a Joseph B. Rockford, se santiguó. Luego se dirigió a Goran:
—Podemos empezar.
No podrían verbalizar lo que estaba a punto de ocurrir. Ningún jurado tomaría nunca en consideración algo así como prueba. Y tampoco convenía que la prensa tuviera conocimiento del experimento. Todo tenía que permanecer entre aquellas paredes.
Boris y Stern se situaron, de pie, junto a la puerta cerrada. Sarah Rosa fue hasta un rincón y se apoyó en la pared con los brazos cruzados sobre el pecho. Nicla se posicionó con una silla junto al dosel. Cerca de ella se sentó Mila, y en el lado opuesto, Goran, que quería observar bien tanto a la monja como a Rockford.
La médium se dispuso a concentrarse.
Los médicos se sirven de la Escala de Glasgow para valorar el coma de un paciente. A través de tres simples pruebas —la respuesta verbal, la apertura de los ojos y la reacción motora—, es posible establecer en qué grado está afectada la función neurológica.
Recurrir a una escala para referirse al estado de coma no es casual, porque en eso consiste precisamente: en bajar peldaños a medida que el estado de conciencia se degrada hasta agotarse.
A excepción de los testimonios de quienes han despertado de ese estado, que aluden a la percepción consciente del mundo que les rodea y la condición de inmovilidad carente de sufrimiento en la que flotan, no se sabe nada de lo que ocurre realmente en ese intervalo entre la vida y la muerte. A eso se suma que quien despierta de un coma ha bajado, a lo sumo, dos o tres peldaños de dicha escalera, y algunos neurólogos opinan que hay hasta cien peldaños.
Mila no sabía dónde se encontraba realmente Joseph B. Rockford en ese momento. Quizá estaba allí con ellos y a lo mejor incluso podía oírlos, o bien ya había bajado lo suficiente como para deshacerse de sus propios fantasmas.
De una cosa, sin embargo, estaba segura: Nicla tendría que descender por un profundo abismo para ir a buscarlo.
—Ya está, empiezo a sentir algo…
Nicla tenía las manos apoyadas sobre las rodillas. Mila reparó en que sus dedos empezaban a contraerse a causa de la tensión.
—Joseph aún está aquí —anunció la médium—, aunque se encuentra muy… lejos. Pero todavía puede percibir algo…
Sarah Rosa intercambió una mirada de perplejidad con Boris. A él se le escapó una media sonrisa incómoda, que no obstante logró contener.
—Está muy inquieto. Y enfadado… No soporta encontrarse aquí todavía… Querría marcharse, pero no lo logra: algo lo retiene… Le molesta el olor.
—¿Qué olor? —le preguntó Mila.
—El de las flores marchitas. Dice que es intolerable.
Olieron el aire en busca de una confirmación de aquellas palabras, pero sólo notaron un perfume agradable: sobre el alféizar de la ventana había un gran jarrón con flores frescas.
—Trata de hacerle hablar, Nicla.
—No creo que quiera hacerlo… No, él no quiere hablar conmigo…
—Tienes que convencerlo.
—Lo siento mucho…
—¿Cómo?
Pero la médium no acabó la frase. En cambio, dijo:
—Creo que quiere enseñarme algo… Sí, así es… Está enseñándome una habitación… Esta habitación. Pero nosotros no estamos en ella. Tampoco están las máquinas que ahora lo mantienen con vida… —Nicla se puso tensa—: Hay alguien con él.
—¿Quién es?
—Una mujer, es muy guapa… Creo que es su madre.
Mila vio por el rabillo del ojo que Lara Rockford se agitaba en su silloncito al tiempo que encendía el enésimo cigarrillo.
—¿Qué está haciendo?
—Joseph es muy pequeño… Ella lo tiene sobre sus rodillas y le cuenta algo… Le hace reproches y lo previene… Está diciéndole que el mundo de allí fuera sólo puede hacerle daño. Pero si se queda aquí, estará seguro… Le promete protegerlo, cuidar de él, no abandonarlo nunca…
Goran y Mila se miraron. La dorada reclusión de Joseph había empezado así, con su madre alejándolo del mundo.
—Está diciéndole que, entre todos los peligros del mundo, las mujeres son el peor… Allí fuera está lleno de mujeres que quieren quitárselo todo… Ellas lo querrán sólo por lo que posee… Lo engañarán y se aprovecharán de él… —Luego la monja repitió una vez más—: Lo siento mucho…
Mila miró a Goran de nuevo. Esa misma mañana, delante de Roche, el criminólogo había afirmado que el origen de la rabia de Rockford —la misma que con el tiempo lo transformaría en un asesino en serie— estaba en el hecho de que no aceptaba ser como era. Porque alguien, muy probablemente su madre, había descubierto un día sus preferencias sexuales, y no se lo había perdonado nunca. Matar a la pareja significaba borrar la culpa.
Pero evidentemente Gavila se equivocaba.
Las palabras de la médium desmentían en parte su teoría. La homosexualidad de Joseph estaba relacionada con las fobias de su madre. Quizá ella sabía lo de su hijo, pero no dijo nada al respeto.
Pero ¿por qué entonces Joseph mataba a sus amantes?
—Yo tampoco tuve nunca permiso para invitar a una amiga…
Todos se volvieron a mirar a Lara Rockford. La joven mujer apretaba entre sus dedos temblorosos el cigarrillo, y hablaba manteniendo la mirada baja.
—Era su madre la que hacía venir aquí a aquellos chicos —dijo Goran.
—Sí —admitió ella—, y les pagaba.
Las lágrimas empezaron a brotar del único ojo sano, transformándole el rostro en una máscara todavía más grotesca.
—Mi madre me odiaba.
—¿Por qué? —inquirió el criminólogo.
—Porque era una mujer.
—Lo siento mucho… —dijo una vez más Nicla.
—¡Cállate! —gritó Lara en dirección al hermano.
—Lo siento mucho, hermanita…
—¡Silencio!
Lo gritó con rabia, poniéndose en pie. El mentón le temblaba.
—Ustedes no se lo pueden imaginar. No saben qué significa volverse y encontrarse encima aquellos ojos. Una mirada que te sigue por todas partes y tú sabes qué significa, aunque no quieras admitirlo porque la sola idea ya te repugna. Creo que él está tratando de entender… por qué se sentía atraído por mí.
Nicla permanecía en trance, sacudida por un fuerte temblor, mientras Mila le cogía la mano.
—Por eso usted se fue de casa, ¿verdad? —Goran miró a Lara Rockford con la intención de obtener una respuesta a toda costa—. Y fue entonces cuando él empezó a matar…
—Sí, creo que así fue.
—Luego regresó, hace cinco años…
Lara Rockford se rio.
—No sabía nada. Me engañó diciendo que se sentía solo y abandonado por todos. Que yo era su hermana y que me quería, y que por eso teníamos que hacer las paces. Que todo lo demás sólo eran obsesiones mías. Lo creí. Cuando vine aquí, los primeros días se comportó con normalidad: era dulce, cariñoso, se ocupaba de mí. No parecía el mismo Joseph que conocí de pequeña. Hasta que…
Rio de nuevo, y su carcajada describió mejor que las palabras toda la violencia padecida.
—No fue un accidente de tráfico lo que la dejó así… —insinuó Goran.
Lara sacudió la cabeza.
—Así, por fin, estuvo seguro de que nunca me iría.
Todos los presentes se apiadaron de aquella joven mujer, prisionera no ya de aquella casa, sino de su propio aspecto.
—Perdónenme —dijo luego dirigiéndose hacia la puerta, renqueando a causa de la pierna incapacitada.
Stern y Boris se hicieron a un lado para dejarla pasar. Luego volvieron a mirar a Goran, a la espera de que tomara una decisión.
Él se dirigió a Nicla:
—¿Le apetece continuar?
—Sí —dijo la monja, a pesar de que la fatiga y el esfuerzo que estaba haciendo eran evidentes.
La siguiente pregunta era la más importante de todas, no tendrían otra ocasión para hacerla. De la respuesta dependía no sólo la supervivencia de la sexta niña, sino también la suya, porque si no lograban darle un sentido a lo que estaba ocurriendo, llevarían para siempre las cicatrices de aquellos hechos como una maldición.
—Nicla, pídale a Joseph que le diga cuándo encontró al hombre que se parecía a él…