Un tímido amanecer se esparcía por los campos.
Apenas alumbraba los perfiles de las colinas que se sucedían como gigantescas olas de tierra. El verde intenso de los prados libres de nieve destacaba contra las nubes grises. Una tira de asfalto se deslizaba entre los valles, bailando en armonía con aquella idea de movimiento impresa en el paisaje.
Con la frente apoyada en la ventanilla posterior del coche, Mila advirtió una extraña quietud, quizá debida al cansancio, quizá a la resignación. Fuera lo que fuese lo que descubriera al final de aquel breve viaje, no la sorprendería. Roche no se había soltado mucho. Después de haberlos intimidado a ella y a Goran para que mantuvieran las bocas cerradas, se había encerrado en su despacho con el criminólogo para un enfrentamiento cara a cara.
Ella se había quedado en el pasillo, donde Boris le explicó los motivos por los que el inspector jefe había decidido mantenerlos fuera a ella y a Gavila.
—Él, en efecto, es un civil, y tú… Bueno, tú estás aquí como consultora, por tanto…
No había mucho más que añadir. Cualquiera que fuera el gran secreto que Roche trataba de custodiar, la situación debía quedar bajo control. Por eso era necesario evitar fugas de noticias. El único modo era reservar el conocimiento a los que estaban bajo su mando directo y que por eso mismo podían ser intimidados.
Aparte de eso, Mila no sabía nada más. Y tampoco había hecho preguntas.
Después de un par de horas, la puerta del despacho de Roche se abrió y el inspector jefe ordenó a Boris, Stern y Rosa que condujesen al doctor Gavila al tercer lugar. Incluso sin nombrarla directamente, consintió que también Mila participara en la expedición.
Salieron del edificio y fueron hasta un garaje que se encontraba algo alejado. Una vez allí, cogieron dos berlinas con matrículas anónimas, no atribuibles a la policía, para evitar ser seguidos por los periodistas que aparcaban constantemente frente al inmueble.
Mila subió en el coche con Stern y Gavila, evitando intencionadamente el que llevaba a Sarah Rosa. Después de su intento de sembrar de dudas su relación con Goran, no creía que pudiera soportarla más, y temía estallar de un momento a otro.
Recorrieron muchos kilómetros, y ella también trató de dormir un poco. Y en parte lo consiguió. Al despertarse, ya casi habían llegado.
No era una carretera con mucho tráfico. Mila reparó en tres coches oscuros aparcados en el arcén cada uno con dos hombres a bordo.
«Centinelas —pensó—. Puestos a propósito para detener a eventuales curiosos».
Discurrieron paralelos a un alto muro de ladrillo rojo durante un kilómetro escaso, hasta que llegaron a una pesada cancela de hierro.
La carretera se interrumpía allí.
No había timbre ni portero automático. En lo alto de una barra había una cámara de seguridad que, en cuanto se detuvieron, los enfocó con su ojo electrónico y se quedó fija en ellos. Tras un minuto por lo menos, la cancela empezó a abrirse de forma automática. La carretera continuaba, para desaparecer casi en seguida detrás de un desnivel. No se veía casa alguna más allá de ese límite, sólo una extensión de prado.
Pasaron al menos otros diez minutos antes de divisar las agujas de un antiguo edificio. La casa apareció delante de ellos como si estuviera emergiendo de las entrañas de la Tierra. Era inmensa y austera. El estilo era el típico de las casas de principios del siglo XIX edificadas por los magnates del acero o del petróleo para celebrar la propia fortuna.
Mila reconoció el escudo de armas de piedra que dominaba la fachada. Una enorme R sobresalía en bajorrelieve.
Era la casa de Joseph B. Rockford, el presidente de la fundación que llevaba el mismo nombre y que había ofrecido una recompensa de diez millones para encontrar a la sexta niña.
Superaron la casa y estacionaron las dos berlinas cerca de las cuadras. Para alcanzar el tercer lugar, que se encontraba en el margen oeste de una finca de bastantes hectáreas, tuvieron que montarse en unos coches eléctricos parecidos a los que se ven en los campos de golf.
Mila subió en el que conducía Stern, que empezó a explicarle quién era Joseph B. Rockford, así como los orígenes de su familia y de su enorme riqueza.
La dinastía se había iniciado hacía más de un siglo con Joseph B. Rockford I, el bisabuelo. La leyenda contaba que este había sido el único hijo de un barbero inmigrante, que, no sintiéndose capacitado para las tijeras y las cuchillas de afeitar, había vendido la tienda de su padre para buscar fortuna. Mientras todos en la época invertían en la naciente industria del petróleo, Rockford I tuvo la feliz intuición de emplear sus ahorros en la creación de una empresa para la perforación de pozos artesanos. Partiendo del supuesto de que el petróleo casi siempre se encuentra en los sitios menos hospitalarios de la Tierra, Rockford concluyó que a aquellos hombres que estaban echando a perder la vida para enriquecerse de prisa muy pronto les faltaría un bien esencial: el agua. La que era extraída de pozos artesanos, colocados en las cercanías de los principales yacimientos de oro negro, casi era vendida al doble del precio del petróleo.
Joseph B. Rockford I había muerto multimillonario. Su final había llegado poco antes de cumplir los cincuenta, a causa de una forma bastante rara y fulminante de cáncer de estómago.
Joseph B. Rockford II había heredado de su padre una fortuna enorme, que había conseguido doblar especulando con todo aquello que se le había puesto a tiro: del hachís a la construcción, de la cría de bovino a la electrónica. Para coronar su ascensión, se casó con una reina de la belleza que le dio dos hijos hermosos.
Pero, poco antes de cruzar la meta de los cincuenta años, había mostrado los primeros síntomas del cáncer de estómago que se lo llevaría antes de dos meses.
Su hijo mayor, Joseph B. Rockford III, lo sucedió muy joven en la dirección del vasto imperio. Su primer y único acto de mando fue eliminar de su nombre el molesto apéndice de números romanos. No teniendo metas económicas que alcanzar y pudiendo permitirse cualquier lujo, Joseph B. Rockford llevaba una existencia privada de objetivos.
La homónima fundación de la familia había sido una idea de su hermana Lara. La institución se proponía asegurar alimentos, un techo, adecuados cuidados médicos y una buena educación a niños menos afortunados de lo que lo habían sido ella y su hermano. A la Fundación Rockford se destinó en seguida la mitad del patrimonio familiar. A pesar de la generosidad de esta disposición, según los cálculos de sus consultores, los Rockford vivirían en la abundancia durante al menos un siglo más.
Lara Rockford tenía treinta y siete años y a los treinta y dos se había salvado milagrosamente de un pavoroso accidente de coche. Su hermano Joseph tenía cuarenta y nueve. El cáncer de estómago que había acabado primero con el abuelo y luego con el padre también se había manifestado en él apenas once meses antes.
Desde hacía treinta y cuatro días, Joseph B. Rockford estaba en coma, a la espera de morir.
Mila escuchó cuidadosamente la exposición de Stern mientras el coche eléctrico en el que viajaban renqueaba por las irregularidades del terreno. Estaban siguiendo una senda que debía de haberse formado en aquellos dos días, a causa del continuo paso de vehículos como ese.
Después de una media hora divisaron el perímetro del tercer sitio. Mila reconoció de lejos las industriosas batas blancas que animaban cada escena del crimen. Aun antes de llegar a ver con sus propios ojos el espectáculo que Albert había preparado esta vez para ellos, fue precisamente esa visión lo que más la afectó.
Los especialistas en pleno trabajo eran más de un centenar.
Una lluvia llorosa caía sin piedad alguna. Mientras se abría paso entre los empleados absortos en remover grandes cantidades de tierra, Mila se sentía mal. A medida que los huesos iban saliendo a la superficie, alguien iba catalogándolos y metiéndolos en sobres transparentes sobre los que se adhería una etiqueta, para luego ser introducidos en las cajas correspondientes.
En una de ellas, Mila contó al menos unos treinta fémures. En otra, diez caderas.
Stern se dirigió a Goran.
—La niña fue encontrada más o menos allí…
Señaló una zona vallada, cubierta por unos plásticos para preservarla de la intemperie. En el suelo destacaba una silueta del cuerpo realizada con látex. La línea blanca reproducía el contorno. Pero sin el brazo izquierdo.
Sabine.
—Estaba tendida en la hierba, en avanzado estado de descomposición. Ha quedado expuesta durante demasiado tiempo como para que los animales no olfatearan su presencia.
—¿Quién la encontró?
—Uno de los monteros que vigila la finca.
—¿Habéis empezado a excavar en seguida?
—Primero hemos traído a los perros, pero no olieron nada. Luego hemos sobrevolado la zona con un helicóptero para ver si había desigualdades evidentes en la disposición del terreno, y nos hemos percatado de que alrededor del punto en que ha sido hallado el cuerpo la vegetación era diferente. Hemos enseñado las fotos a un botánico y nos ha confirmado que las variaciones podían indicar que había algo enterrado debajo.
Mila ya había oído hablar de ello: técnicas parecidas fueron usadas en Bosnia para encontrar las fosas comunes que contenían a las víctimas de la limpieza étnica. La presencia de cuerpos en el subsuelo tiene efectos sobre la vegetación, porque el terreno se enriquece con las sustancias orgánicas derivadas de la descomposición.
Goran miró a su alrededor.
—¿Cuántos serán?
—Treinta, cuarenta cuerpos, quién puede decirlo…
—¿Y cuánto tiempo hace que se encuentran ahí debajo?
—Hemos hallado huesos muy viejos, otros parecen más recientes.
—¿A quiénes pertenecieron?
—Varones. La mayoría jóvenes, entre los dieciséis y los veintidós, veintitrés años. El análisis dental lo ha confirmado en bastantes casos.
—Algo para hacer olvidar cualquier precedente —comentó el criminólogo, que ya pensaba en las consecuencias cuando aquella historia se supiera—. Roche no creerá en absoluto que puede enterrar el asunto, ¿verdad? Con toda la gente que hay por aquí…
—No, el inspector jefe sólo está tratando de posponer el anuncio hasta que todo se aclare.
—Y eso porque todavía nadie se explica qué hace una fosa común en la bonita finca de los Rockford. —Lo dijo con un punto de indignación que no se le escapó a ninguno de los presentes—. Aunque yo creo que nuestro inspector jefe ya se ha hecho una idea… ¿Y vosotros?
Stern no sabía qué responder. Tampoco Boris, ni Rosa.
—Stern, por curiosidad… ¿El hallazgo ha ocurrido antes o después de que se anunciara la recompensa?
El agente admitió con un hilo de voz:
—Antes.
—Lo sospechaba.
Cuando regresaron a las cuadras, encontraron a Roche esperándolos junto al vehículo del Departamento con el que había llegado. Goran bajó del coche eléctrico y fue a su encuentro con aire decidido.
—Así, ¿todavía debo ocuparme yo de esta investigación?
—¡Por supuesto! ¿Qué crees, que ha sido fácil para mí mantenerte fuera?
—Fácil no, puesto que, en todo caso, lo he descubierto. Pero sí diría que ha sido conveniente.
—¿A qué te refieres?
El inspector jefe empezaba a mosquearse.
—Que yo ya habría señalado al responsable.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de su identidad?
—Porque si tú no hubieras pensado también que es Rockford el verdadero artífice de todo esto, no te hubieras molestado tanto en mantener esta historia en secreto.
Roche lo cogió por un brazo.
—Escucha, Goran, tú piensas que esto es sólo cosa mía. Pero no es así, créeme. Hay tanta presión desde arriba que ni puedes imaginártelo.
—¿A quién intentas encubrir? ¿Cuánta gente está implicada en esta mierda?
Roche se volvió y le hizo una seña al chófer para que se alejara. Después se dirigió de nuevo al equipo.
—Está bien, dejemos las cosas claras de una vez… Siento náuseas cuando pienso en esta historia. Y no tengo que amenazaros para que mantengáis la boca cerrada porque, si se os escapara una sola palabra, perderíais todo lo que tenéis en un instante. Adiós carrera y pensión de jubilación. Y lo mismo me sucedería a mí.
—Entendido… Ahora, ¿qué hay detrás de todo esto? —insistió Goran.
—Joseph B. Rockford no ha salido de esta casa desde que nació.
—¿Cómo es posible? —preguntó Boris—. ¿Nunca?
—Nunca —confirmó Roche—. Parece que al principio era una obsesión de su madre, la antigua reina de la belleza. Lo alimentó con un amor morboso, impidiéndole vivir su infancia y su adolescencia con normalidad.
—Pero cuando ella murió… —probó a objetar Sarah Rosa.
—Cuando ella murió ya era demasiado tarde: aquel chico no era capaz de establecer el más mínimo contacto humano. Hasta entonces sólo había estado rodeado de personas respetuosas, al servicio de su familia. Además, pesaba sobre él la llamada maldición de los Rockford. Es decir, el hecho de que todos los herederos varones morían alrededor de los cincuenta años por un cáncer de estómago.
—Quizá su madre trataba inconscientemente de salvarlo de ese destino —aventuró Goran.
—¿Y su hermana? —preguntó Mila.
—Una rebelde —respondió Roche—. Más pequeña que él, fue capaz de evitar a tiempo las fijaciones maternas. Luego ha hecho con su vida lo que le ha dado la gana: ha visto mundo, despilfarrando su fortuna, consumiéndose en las relaciones más improbables y probando todo tipo de drogas y experiencias. Todo para parecer diferente del hermano prisionero de este lugar… Hasta que el accidente de tráfico de hace cinco años la obligó a permanecer prácticamente encerrada junto a él en esta casa.
—Joseph B. Rockford es homosexual —dijo Goran.
—Sí, lo es… —asintió Roche—. Y nos lo dicen también los cadáveres hallados en la fosa común. Todos en la flor de la vida.
—¿Por qué matarlos, entonces? —preguntó Sarah Rosa.
Fue Goran el que contestó. Lo había visto otras veces.
—El inspector jefe me corregirá si me equivoco, pero creo que Rockford no aceptaba ser como era. O quizá, cuando era joven, alguien descubrió sus preferencias sexuales y no se lo perdonó nunca.
Todos pensaron en la madre, aunque nadie la nombró.
—Así que, cada vez que repetía el acto, experimentaba un sentimiento de culpa. Pero en lugar de castigarse a sí mismo, castigaba a sus amantes… con la muerte —concluyó Mila.
—Los cadáveres están en la finca y él no se ha movido nunca de este lugar —dijo Goran—. Entonces, los mató aquí. ¿Es posible que nadie (el servicio, los jardineros, los monteros) se diera cuenta de nada?
Roche tenía una respuesta, pero dejó que los demás la intuyeran.
—No puedo creerlo —afirmó Boris—. ¡Los sobornó!
—Ha comprado su silencio durante todos estos años —añadió Stern, asqueado.
«¿Cuánto cuesta el alma de un hombre?» pensó Mila. Porque en el fondo se trataba de eso. Un ser humano descubre que posee una personalidad malvada, que sólo experimenta placer a través del asesinato de sus semejantes. Para él existe un nombre: asesino o asesino en serie. Pero los demás, los que están a su alrededor y no impiden todo eso, sino que, más bien, incluso sacan provecho de ello, ¿cómo pueden definirse?
—¿De qué manera conseguía atraer a los chicos? —preguntó Goran.
—Aún no lo sabemos. Hemos emitido una orden de captura para su secretario personal, que, desde que fue hallado el cuerpo de la niña, se ha desvanecido en la nada.
—¿Y con el resto del personal qué haréis?
—Estoy esperando hasta que aclaremos si han cobrado dinero o no y cuánto sabían.
—Pero Rockford no se ha limitado a corromper a los que tenía a su alrededor, ¿verdad?
Goran leyó el pensamiento de Roche, que admitió:
—Hace algunos años, un policía sospechó de él: estaba investigando la desaparición de un adolescente que se había escapado de casa y había atracado unos grandes almacenes. Su pista lo llevó hasta aquí. En ese momento, Rockford se puso en contacto con amigos poderosos y el oficial fue trasladado… En otra ocasión, una pareja se metió por el camino que bordea el muro que rodea la finca. Vieron a alguien que saltaba: era un chico semidesnudo, herido en una pierna y en estado de shock. Lo subieron al coche y lo llevaron a un hospital. Pero sólo permaneció unas horas allí: alguien fue a buscarlo diciendo que era policía. Desde entonces no se ha sabido nada más del chico. Los médicos y las enfermeras fueron silenciados con abundantes cifras. La pareja del coche eran amantes, así que bastó la amenaza de contárselo todo a sus correspondientes cónyuges.
—Es terrible —dijo Mila.
—Lo sé.
—¿Y de la hermana qué puede decirnos?
—Creo que Lara Rockford no está muy bien de la cabeza. El accidente de tráfico la dejó realmente mal. Ocurrió no muy lejos de aquí. Lo hizo todo sola: se salió de la carretera y se estrelló contra una encina.
—En cualquier caso, deberíamos hablar con ella, y también con Rockford —afirmó Goran—. Probablemente ese hombre sabe quién es Albert.
—¿Cómo diablos vas a hablar con él? ¡Está en coma irreversible!
—Entonces, ¡se ha burlado de nosotros con su tumor! —Boris era una máscara de rabia—. ¡No sólo no puede sernos de ninguna ayuda, sino que además no pasará un solo día en la cárcel por lo que ha hecho!
—Ah, no, te equivocas —dijo Roche—. Si existe un infierno, es allí donde lo están esperando. Pero se está yendo muy lenta y dolorosamente: es alérgico a la morfina, el muy bastardo, por lo que no pueden calmar su sufrimiento.
—Entonces ¿por qué lo mantienen aún con vida?
Roche sonrió con ironía, levantando las cejas:
—Es su hermana quien quiere que sea así.
El interior de la casa de los Rockford hacía pensar en un castillo. Los mármoles negros dominaban la arquitectura de los espacios, sus vetas se apoderaban de toda la luz. Pesados cortinajes de terciopelo oscurecían las ventanas. Los cuadros y los tapices generalmente reproducían escenas bucólicas o de caza, y del techo colgaba una enorme araña de cristal.
Mila notó una sensación de frío intenso en cuanto traspasó el umbral. Por muy lujosa que fuera aquella casa, estaba dominada por una atmósfera decadente. Si uno prestaba atención, podía oír el eco de silencios pasados, sedimentados en el tiempo hasta constituir aquella quietud granítica y perentoria.
Lara Rockford había «accedido a recibirlos». Sabía bien que no podría evitarlo, pero haber hecho que les dijeran esa frase era indicativo del tipo de persona con la que se encontrarían.
Los esperaba en la biblioteca. Mila, Goran y Boris la interrogarían.
Mila la vio de perfil, sentada en un sofá de cuero, el brazo describiendo una elegante parábola mientras se llevaba a los labios un cigarrillo. Era muy hermosa. A distancia todos quedaron cautivados por la leve curva de su frente, que descendía a lo largo de una nariz sutil hasta una boca carnosa. El ojo, de un verde intenso, magnético, enmarcado por unas largas pestañas.
Pero cuando llegaron a su altura y la vieron de frente, quedaron desconcertados a la vista de la otra mitad de su cara. Estaba devastada por una enorme cicatriz que, partiendo del nacimiento del pelo, continuaba excavándole la frente para luego hundirse en una órbita vacía y precipitarse como el surco de una lágrima, para terminar por fin bajo el mentón.
Mila reparó también en la pierna rígida, que por mucho que estuviera cruzada por debajo de la otra no podía esconder por completo. Junto a ella, Lara tenía un libro. Estaba boca abajo y no se veían ni el título ni el autor.
—Buenos días —los recibió—. ¿A qué debo su visita?
No los invitó a sentarse. Se quedaron de pie sobre la gran alfombra que casi cubría la mitad de la habitación.
—Querríamos hacerle algunas preguntas —dijo Goran—. Si es posible, naturalmente…
—Por supuesto, los escucho.
Lara Rockford apagó lo que quedaba del cigarrillo en un cenicero de alabastro. Luego cogió otro del paquete que tenía en el regazo dentro de un estuche de piel, junto a un mechero de oro. Mientras lo encendía, sus dedos temblaron imperceptiblemente.
—Fue usted quien ofreció la recompensa de diez millones para encontrar a la sexta niña —dijo Goran.
—Me pareció lo mínimo que podía hacer.
Estaba desafiándolos en el terreno de la verdad. Quizá quería provocarlos, o quizá sólo fuera por su raro anticonformismo, que contrastaba claramente con la austeridad de la casa en que había elegido retirarse.
Goran decidió aceptar el desafío.
—¿Usted sabía lo de su hermano?
—Todos lo sabían, y todos han callado.
—¿Por qué esta vez no?
—¿A qué se refiere?
—El montero que encontró el cuerpo de la niña…, imagino que también él estaba a sueldo…
Mila intuyó lo que Goran ya había comprendido. Es decir, que Lara podría haber enterrado fácilmente todo el asunto, pero no había querido hacerlo.
—¿Usted cree en la existencia del alma?
Mientras lo preguntaba, Lara acarició el perfil del libro que tenía a su lado.
—¿Y usted?
—Estoy reflexionando sobre ello desde hace algún tiempo…
—¿Por eso no les permite a los médicos desconectar a su hermano de las máquinas que todavía lo mantienen con vida?
La mujer no contestó de inmediato. Sin embargo, levantó la mirada al techo. Joseph B. Rockford estaba en la planta de arriba, en la cama en la que había dormido desde niño. Su habitación había sido transformada en una sala de vigilancia intensiva digna de un moderno hospital. Estaba conectado a máquinas que respiraban por él, que lo nutrían de fármacos y líquidos, le limpiaban la sangre y las vísceras.
—No me malinterpreten: yo quiero que mi hermano muera.
Parecía sincera.
—Probablemente su hermano conocía al hombre que ha secuestrado y matado a las cinco niñas, y que ahora mantiene prisionera a la sexta. Usted no imagina quién puede ser, ¿verdad?…
Lara volvió su único ojo hacia Goran: por fin lo miraba a la cara. O, mejor, se dejaba mirar por él claramente.
—Quién sabe, podría ser algún miembro del personal. Alguno de los de ahora o tal vez alguien que estuvo aquí en el pasado. Deberían comprobarlo.
—Ya lo estamos haciendo, pero temo que el hombre que buscamos sea demasiado listo para concedernos un favor semejante.
—Como ya habrán comprendido, en esta casa sólo entraba la gente a la que Joseph pagaba. Contratados y asalariados, bajo su control. Nunca he visto a extraños.
—Y a los chicos, ¿los veía? —preguntó Mila impulsivamente.
La mujer se tomó un largo instante para contestar.
—También les pagaba a ellos. De vez en cuando, especialmente en las últimas ocasiones, se divertía sometiéndolos a una especie de contrato por el que le vendían su alma. Pensaban que era un juego, una broma para sacarle un poco de dinero a un multimillonario chiflado. Así que firmaban. Todos firmaban. Encontré algunos de los pergaminos en la caja fuerte del estudio. Las firmas son bastante legibles, aunque lo utilizado no es propiamente tinta…
Se rio de la macabra alusión con una risotada extraña, que turbó a Mila. Le había salido de lo más hondo. Como si hubiera estado macerándose durante mucho tiempo en los pulmones y luego la hubiera escupido fuera. Era ronca de nicotina, pero también de dolor. Finalmente cogió entre las manos el libro que tenía a su lado.
Era Fausto.
Mila dio un paso hacia ella.
—¿Tiene usted algo en contra de que intentemos interrogar a su hermano?
Goran y Boris la miraron como si hubiera perdido el juicio.
Lara rio de nuevo.
—¿Y cómo va a hacerlo? Ya está más muerto que vivo. —Después se puso seria y añadió—: Es demasiado tarde.
Pero Mila insistió:
—Déjenos probar.