—¡El sillón de Alexander Bermann!
En el Pensatorio, el equipo se había concentrado en las palabras de Gavila. Regresaron con la memoria al gueto donde el pedófilo tenía su madriguera y el ordenador con el que salía de caza por Internet.
—¡Krepp no encontró huellas en el viejo sillón de piel que había en el sótano!
De repente, a Goran aquello le parecía una revelación.
—¡Sobre todo lo demás sí, a cientos, pero allí no! ¿Por qué? ¡Porque alguien se había tomado la molestia de borrarlas!
Luego el criminólogo se movió hacia la pared sobre la que estaban clavados con chinchetas todos los informes, las fotos y los papeles con los resultados del caso del orfanato. Despegó una y empezó a leer. Era la transcripción de la grabación en la que el Ronald Dermis niño se confesaba con el padre Rolf, contenida en la grabadora hallada en el ataúd de Billy Moore.
—«Tú sabes lo que le ha pasado a Billy, ¿verdad, Ron?» «Dios se lo ha llevado consigo». «No ha sido Dios, Ron. ¿Tú sabes quién ha sido?» «Se cayó. Se cayó de la torre». «Pero tú estabas con él…» «… Sí». Y después, más adelante, el cura afirma: «Nadie te castigará si dices lo que pasó. Es una promesa». Y se oye cómo responde Ronald: «Él me dijo que lo hiciera». ¿Lo entendéis? «Él».
Goran miró uno tras otro los rostros que lo observaban perplejos.
—Escuchad ahora lo que le pregunta el padre Rolf: «¿Él, quién? ¿Billy? ¿Te dijo Billy que lo empujaras?» «No», replica Ronald. «Entonces, ¿fue uno de los demás niños?», y Ronald de nuevo «No». «¿Entonces, quién? Vamos, respóndeme. Esa persona que dices no existe, ¿verdad? Es sólo fruto de tu imaginación…» Ronald parece seguro cuando lo niega de nuevo, pero el padre Rolf insiste: «No hay nadie más aquí. Sólo tus compañeros y yo». Y Ronald finalmente responde: «Él sólo viene por mí».
Poco a poco, todos empezaban a darse cuenta.
Goran, excitado como un crío, corrió de nuevo hacia los papeles de la pared y cogió una copia de la carta que el Ronald adulto les había mandado a los investigadores.
—De la carta me sorprendió una frase: «después llegó ÉL. ÉL me entendía, me ha enseñado».
Les mostró la carta señalando el pasaje.
—¿Veis? Aquí la palabra «él» ha sido escrita en letras mayúsculas a propósito… Ya había reflexionado sobre ello, pero la conclusión a la que llegué era errónea. Creí que era un claro ejemplo de disociación de la personalidad, en la que el yo negativo aparece siempre separado del yo agente. Y por eso se convierte en «Él»… «He sido YO. Pero ha sido ÉL quien me ha dicho que lo hiciera. La culpa de lo que soy ES SUYA». ¡Me equivocaba! ¡Y estaba cometiendo la misma equivocación que el padre Rolf treinta años antes! Cuando durante la confesión Ronald lo nombró a «Él», el cura creyó que se refería a sí mismo, y que sólo estaba tratando de exteriorizar la propia culpa. Es típico de los niños, pero el Ronald que nosotros conocimos ya no era un niño…
Mila vio disminuir un poco la energía en la mirada de Goran, lo que solía sucederle cada vez que cometía un error de valoración.
—¡Ese «Él» al que Ronald hace referencia no es una proyección de su psique, un doble al que atribuir la responsabilidad de las propias acciones! ¡No, es el mismo «Él» que se acomodaba en el sillón de Alexander Bermann cada vez que este se conectaba a Internet a la caza de niños! Feldher deja una miríada de huellas en la casa de Yvonne Gress pero se preocupa de repintar la habitación de la masacre porque en la pared está lo único que debe ocultar…, o tal vez evidenciar: ¡la imagen inmortalizada por la sangre del hombre que asiste al espectáculo! Por tanto, «Él» es Albert.
—Lo siento, pero no encaja —afirmó Sarah Rosa con una calma y una seguridad que asombró a todo el mundo—. Hemos visionado las filmaciones del sistema de seguridad de Cabo Alto y, aparte de Feldher, nadie más entró en aquella casa.
Goran se volvió hacia ella, señalándola con un dedo:
—Exacto, porque él desconectó las cámaras al provocar un pequeño apagón cada vez. Bien pensado, el mismo efecto en la pared podía conseguirse con un perfil de cartón o un maniquí. ¿Y eso qué nos enseña?
—Que es un experto creador de ilusiones —dijo Mila.
—¡Exacto también! Desde el principio ese hombre nos desafía a que comprendamos sus tretas. Tomad como ejemplo el secuestro de Sabine en el tiovivo… ¡Magistral! ¡Decenas de personas, decenas de pares de ojos en el parque de atracciones y nadie notó nada!
Goran daba la impresión de estar realmente admirado por la habilidad de su competidor, pero no porque no sintiera compasión por las víctimas; no era una demostración de falta de humanidad por su parte. Albert era su objeto de estudio, y comprender los dispositivos que movían su mente era un desafío fascinante.
—Personalmente, en cambio —prosiguió—, creo que Albert estaba presente en la habitación mientras Feldher descuartizaba a sus víctimas. Excluiría maniquíes o trucos parecidos, ¿y sabéis por qué? —El criminólogo disfrutó por un segundo de la expresión de incerteza en sus rostros—. En la disposición de las manchas de sangre en la pared alrededor de la silueta, Krepp ha localizado «variaciones constantes», así las ha definido. Lo que significa que cualquiera que fuera el obstáculo que se interpuso entre la sangre y la pared no estaba inmóvil, sino que se movía…
Sarah Rosa se quedó con la boca abierta. No había mucho más que decir.
—Seamos prácticos —dijo Stern—. Si Albert conoció a Ronald Dermis cuando este era un niño, ¿cuántos años podía tener? ¿Veinte, treinta? Por tanto, ahora tendrá cincuenta o sesenta.
—Justo —asintió Boris—. Y teniendo en cuenta las dimensiones de la sombra que se ha formado en la pared de la habitación de la masacre, diría que mide alrededor de un metro setenta.
—Un metro sesenta y nueve —precisó Sarah Rosa, que ya había hecho tomar la medida.
—Tenemos una descripción parcial del hombre que debemos buscar, ya es algo.
Goran retomó entonces la palabra:
—Bermann, Ronald, Feldher: son como lobos, y los lobos a menudo cazan en manada. Cada manada tiene un jefe, y Albert nos está diciendo precisamente eso: él es su líder. Ha habido un momento en la vida de esos tres individuos en que lo han encontrado, juntos o bien por separado. Ronald y Feldher se conocían, crecieron en el mismo orfanato. Pero es posible que no supieran quién era Alexander Bermann… El único elemento común es él, Albert. Por eso ha dejado su firma en cada escenario del crimen.
—¿Y ahora qué pasará? —preguntó Sarah Rosa.
—Podéis imaginarlo solos… Dos. En la lista todavía faltan los cadáveres de dos niñas y, por consiguiente, dos miembros de la manada.
—También está la niña número seis —recordó Mila.
—Sí… Pero esa Albert la reserva para sí mismo.
Llevaba media hora en la acera de enfrente sin encontrar el ánimo para llamar, buscando las palabras exactas para justificar su presencia allí. Estaba tan desacostumbrada a las relaciones interpersonales que hasta las aproximaciones más simples le parecían imposibles. Y, mientras tanto, se estaba helando allí fuera sin poder decidirse.
«Cuando pase el próximo coche azul, me muevo, prometido».
Eran las nueve pasadas y el tráfico era escaso. En las ventanas de la casa de Goran, en la tercera planta del inmueble, había luz. La calle mojada por la nieve caída era un concierto de goteos metálicos, cañerías gorgoteantes y chorreantes canalones de desagüe.
«Está bien, allá voy».
Mila salió del cono de sombra que la protegía hasta entonces de las miradas de posibles vecinos curiosos y alcanzó rápidamente el portón. Era un edificio viejo, que había albergado una fábrica a mediados del siglo XIX, con amplios ventanales, anchas cornisas y chimeneas que todavía adornaban los tejados. Había bastantes en la zona. Probablemente todo el barrio había sido recalificado por obra de algún arquitecto que había transformado los viejos talleres industriales en viviendas.
Llamó al portero automático y esperó.
Pasó casi un minuto antes de oír la voz chirriante de Goran.
—¿Quién es?
—Soy Mila. Perdóname, pero necesitaba hablar contigo y prefería no hacerlo por teléfono. Antes, en el Estudio, estabas muy ocupado, y entonces he pensado que…
—Sube. Tercera planta.
A continuación se oyó un breve zumbido y el portón se abrió.
Un montacargas hacía las veces de ascensor. Para accionarlo era necesario cerrar a mano las puertas correderas y maniobrar una palanca. Mila subió lentamente las plantas, hasta la tercera. En el descansillo de la escalera encontró una única puerta, entornada para ella.
—Entra, ponte cómoda.
La voz de Goran la alcanzó desde el interior del piso. Mila la siguió. Era un amplio loft, al que se asomaban varias habitaciones. El suelo era de madera tosca. Los radiadores, de hierro colado, estaban dispuestos alrededor de las columnas. Una gran chimenea encendida otorgaba al entorno un color ambarino. Mila cerró la puerta a su espalda, preguntándose dónde estaría Goran. Luego lo vio aparecer fugazmente en el umbral de la cocina.
—Un instante y voy.
—Tómate tu tiempo.
Miró a su alrededor. A diferencia del aspecto siempre descuidado del criminólogo, su casa estaba muy ordenada. No había un solo dedo de polvo y todo parecía reflejar el cuidado que aquel hombre estaba poniendo para aportar un poco de armonía a la vida de su hijo.
Poco después lo vio llegar con un vaso de agua en la mano.
—Lo siento, me he presentado aquí de improviso.
—No pasa nada, generalmente me voy a dormir tarde. —Y añadió, señalando el vaso—: Iba a acostar a Tommy. No tardaré mucho. Siéntate, o sírvete algo de beber: ahí al fondo hay un mueble bar.
Mila asintió y lo vio dirigirse hacia una de las habitaciones. Para sentirse un poco menos incómoda, fue a prepararse un vodka con hielo. Mientras bebía, de pie junto a la chimenea, vio al criminólogo a través de la puerta entreabierta de la habitación de su hijo. Estaba sentado en la cama del niño y le explicaba algo, mientras con una mano le acariciaba el costado. En la penumbra de aquella habitación, apenas alumbrada por una lámpara con forma de payaso, Tommy aparecía como un bulto bajo las mantas, descrito por las caricias del padre.
En ese contexto familiar, Goran parecía otro.
Quién sabe por qué le volvió a la mente el recuerdo de la primera vez que, de pequeña, fue a buscar a su padre al despacho. El hombre con traje y corbata que salía de casa todas las mañanas allí se transformaba: se convertía en una persona dura y seria, muy distinto de su dulce papá. Mila recordó haberse quedado un poco desconcertada.
Para Goran valía el razonamiento opuesto y verlo cumplir en su papel de padre le inspiraba una inmensa ternura.
Mila nunca experimentaba esa dicotomía. De ella solamente había una versión. No existía solución de continuidad en su vida. Nunca dejaba de ser la policía que buscaba a personas desaparecidas, porque siempre las estaba buscando. En sus días libres, cuando estaba de permiso, mientras hacía la compra. Escrutar los rostros de los extraños se había convertido en una costumbre para ella.
Los menores que desaparecen, como todos, tienen una historia. Pero esa historia se interrumpe en algún punto. Mila recorría sus pequeños pasos perdidos en la oscuridad. Nunca olvidaba sus rostros. Podían incluso pasar años, pero ella siempre sería capaz de reconocerlos.
«Porque los niños están entre nosotros —se dijo—. A veces basta con buscarlos en los adultos en que se han convertido».
Goran le estaba contando un cuento a su hijo, y Mila no quiso perturbar más esa escena tan íntima con su mirada. No era un espectáculo para sus ojos. Se volvió, pero en seguida se cruzó con la sonrisa de Tommy en una fotografía enmarcada. Si la hubiera visto, la habría hecho sentirse mal, así que tardó en levantar la mirada con la esperanza de encontrarlo en la cama.
Tommy era una parte de la vida de Goran que todavía no estaba preparada para conocer.
Poco después él se reunió con ella y, con una sonrisa, anunció:
—Se ha dormido.
—No quería molestar. Pero he creído que era importante.
—Ya te has excusado. Ahora adelante, dime qué sucede…
Se sentó en uno de los sofás y la invitó a sentarse junto a él. El fuego de la chimenea proyectaba en la pared sombras danzantes.
—Ha ocurrido de nuevo: me han seguido.
El criminólogo arrugó la frente.
—¿Estás segura?
—La otra vez no, pero ahora sí.
Mila le contó lo ocurrido tratando de no omitir ningún detalle. El coche con los faros apagados, el reflejo de la luna sobre la carrocería, el hecho de que su perseguidor hubiera preferido dar media vuelta una vez descubierto.
—¿Por qué alguien iba a seguirte precisamente a ti?
Anteriormente, ya le había hecho esa misma pregunta, en el restaurante, cuando ella le contó que en la plaza del motel había tenido la sensación de que la seguían. Esa vez, sin embargo, pareció que Goran se la hacía sobre todo a sí mismo.
—No logro encontrar una razón válida —concluyó después de una breve reflexión.
—No creo que sea útil que en este punto me pongáis a alguien a vigilarme las espaldas para tratar de coger in fraganti a mi acosador.
—Ahora que está seguro de que tú lo sabes, no lo repetirá.
Mila asintió.
—Sin embargo, no he venido sólo por esto.
Goran volvió a mirarla.
—¿Has descubierto algo?
—Más que descubrir, creo que he entendido algo. Uno de los trucos de ilusionismo de Albert.
—¿Cuál de tantos?
—Cómo consiguió llevarse a la niña del tiovivo sin que nadie se diera cuenta de nada.
Ahora los ojos de Goran brillaban de interés.
—Adelante, te escucho…
—Siempre hemos dado por hecho que fue Albert el secuestrador. Es decir, un hombre. Pero ¿y si se tratara de una mujer?
—¿Por qué piensas eso?
—En realidad ha sido la madre de Sabine la que me ha hecho considerar esa hipótesis por primera vez. Sin que se lo preguntara, me ha dicho que si hubiera habido un hombre extraño en aquel tiovivo, por tanto, no un padre, ella se habría percatado. También añadió que una madre tiene una especie de sexto sentido para esas cosas, y la creo.
—¿Por qué?
—Porque la policía ha visionado centenares de fotos disparadas aquella tarde y también las filmaciones particulares, y nadie ha visto a ningún hombre sospechoso. De eso también hemos deducido que nuestro Albert tiene un aspecto muy normal… Y entonces he pensado que para una mujer aún habría sido más fácil llevarse a la niña.
—Según tú, tiene una cómplice… —Al parecer, a Goran no le desagradaba la idea—. Pero no tenemos elementos que respalden una tesis de ese tipo.
—Lo sé. Y ese es el problema.
El criminólogo se levantó y empezó a caminar por la habitación, frotándose la incipiente barba mientras reflexionaba.
—No sería la primera vez…, ya ha ocurrido en el pasado. En Gloucester, por ejemplo, con Fred y Rosemary West.
Goran resumió rápidamente el caso de los cónyuges asesinos en serie. Él, albañil; ella, ama de casa. Diez hijos. Juntos seducían y mataban a chicas inocentes después de haberlas obligado a participar en sus fiestas eróticas, para luego enterrarlas en el patio de la casa, en el número 25 de Cromwell Road. Bajo el suelo del porche había acabado también la hija de dieciséis años de la pareja, que probablemente osó rebelarse. Otras dos víctimas atribuidas a Fred fueron halladas en otros lugares. Doce cadáveres en total. Pero la policía dejó de excavar en aquel chalet gris por temor a que se derrumbara.
A la luz de ese caso ejemplar, Gavila creyó que la teoría de Mila sobre la existencia de una cómplice de Albert no debía caer en saco roto.
—Quizá sea la mujer la que cuida de la sexta niña.
Goran parecía muy intrigado, pero no quería dejarse absorber por el entusiasmo.
—No me malentiendas, Mila: la tuya es una excelente intuición. No obstante, tenemos que verificarla.
—¿Se la contarás a los demás?
—La tendremos en consideración. Mientras tanto pediré a alguno de los nuestros que revise las fotos y las filmaciones del parque de atracciones.
—Podría hacerlo yo.
—Está bien.
—Hay otra cosa… Es sólo por curiosidad. Yo misma he buscado la respuesta, pero no he logrado encontrarla.
—¿De qué se trata?
—En los procesos de descomposición, los ojos de un cadáver sufren una transformación, ¿verdad?
—Bueno, generalmente el iris se aclara con el tiempo…
Goran la miró, no entendía adónde quería llegar.
—¿Por qué me lo preguntas?
Mila se sacó del bolsillo la foto de Sabine que la madre le había dado al final de su visita; la misma que había tenido durante todo el viaje de vuelta en el asiento junto al suyo. Aquella que, después del miedo de la persecución, se encontró mirando, y que le había engendrado aquella duda.
Había algo que estaba mal.
Goran la cogió, la miró.
—El cadáver de la niña que hemos encontrado en casa de los Kobashi tenía los ojos azules —le hizo notar Mila—. Los de Sabine, en cambio, eran marrones.
Durante el trayecto en taxi, Goran no dijo una palabra. Después de haberle hecho aquella revelación, Mila vio cómo su humor cambiaba de repente. Además, dijo algo que la afectó profundamente.
«Convivimos con personas de las que creemos conocerlo todo, pero en realidad no sabemos nada de ellas… —Y añadió—: Se han burlado de nosotros».
Al principio, Mila había pensado que el criminólogo se refería a Albert, pero no era así.
Luego asistió a una rápida ronda de llamadas que incluyó, además de a todos los miembros del equipo, a la canguro de Tommy.
—Tenemos que irnos —le había anunciado él después sin darle explicaciones.
—¿Y tu hijo?
—La señora Runa estará aquí dentro de veinte minutos, él seguirá durmiendo.
Y habían llamado a un taxi.
La sede de la policía federal todavía estaba iluminada a esa hora. En el edificio había un ir y venir de agentes que cambiaban el turno. Casi todos estaban ocupados en el caso, pues desde hacía días se sucedían los registros en las viviendas de sospechosos o en los lugares indicados por las llamadas de ciudadanos voluntariosos, en busca de la sexta niña.
Tras pagar al taxista, Goran se encaminó hacia la entrada principal sin esperar siquiera a Mila, a la que le costaba ir tras él. En la planta del Departamento de Ciencias de la Conducta Rosa, Boris y Stern los estaban esperando.
—¿Qué sucede? —preguntó el agente de más edad.
—Es necesaria una explicación —contestó Goran—. Tenemos que ver a Roche en seguida.
El inspector jefe lo vio llegar en medio de una reunión, que ya se estaba dilatando a lo largo de muchas horas, entre las altas jerarquías de la policía federal. El tema era precisamente el caso de Albert.
—Tenemos que hablar.
Roche se levantó del sillón y se dirigió a los presentes:
—Señores, todos conocen al doctor Gavila, que desde hace años presta su contribución a mi Departamento…
Goran insistió, susurrándole al oído:
—Ahora.
La sonrisa de circunstancias se apagó en el rostro de Roche.
—Les pido disculpas; al parecer, hay novedades que requieren mi presencia en otro lugar.
Mientras recogía sus papeles esparcidos sobre la mesa de reuniones, Roche notó encima de él las miradas de todos los presentes. Entretanto, Goran lo esperaba a un par de pasos, mientras que el resto del equipo se había quedado en la puerta.
—Espero que sea realmente importante —dijo el inspector jefe después de haber arrojado la carpeta con las hojas sobre el escritorio de su despacho.
Goran esperó a que todos entraran en la habitación. Luego cerró la puerta y se encaró con Roche.
—El cadáver encontrado en el cuarto de estar de los Kobashi no pertenecía a la tercera niña desaparecida.
El tono y la firmeza con que lo dijo no dejaron espacio a un mentís. El inspector jefe se sentó y entrelazó las manos.
—Continúa…
—Esa no era Sabine, sino Melissa.
Mila recordó a la niña número cuatro. Era la mayor de las seis, pero su cuerpo todavía inmaduro podía llevar a engaño.
Y tenía los ojos azules.
—Continúa, te escucho… —repitió Roche.
—Eso puede significar sólo dos cosas: que Albert ha modificado su modus operandi porque hasta ahora nos ha hecho encontrar a las niñas según el orden en el que las ha secuestrado, o bien que Chang ha confundido los exámenes de ADN…
—Creo que son plausibles ambas hipótesis —afirmó Roche, seguro de sí mismo.
—En cambio, yo pienso que la primera es casi imposible… ¡Y, acerca de la segunda, creo que tú le has ordenado falsificar los resultados antes de dárselos a Mila!
Roche se sonrojó.
—¡Escucha, doctor, no pienso quedarme aquí a escuchar tus acusaciones!
—¿Dónde ha sido encontrado el cuerpo de la niña número tres?
—¿Cómo?
El inspector jefe no sabía qué hacer para parecer sorprendido por aquella afirmación.
—Porque es evidente que ha sido encontrada; de otro modo Albert no habría seguido adelante con la progresión pasando al número cuatro.
—¡El cadáver estuvo en casa de los Kobashi durante más de una semana! Quizá encontráramos primero a la niña número tres, como tú dices. ¡O tal vez, sencillamente, encontramos primero a la cuatro y luego Chang se hizo un lío, yo qué sé!
El criminólogo miró al otro a los ojos.
—Por eso nos diste veinticuatro horas de libertad después de lo sucedido en el orfanato. ¡Para que no estorbáramos!
—¡Goran, ya estoy harto de oír acusaciones ridículas! ¡No puedes probar nada de lo que estás diciendo!
—Es por el caso Wilson Pickett, ¿no es cierto?
—Lo que pasó entonces no tiene nada que ver, te lo aseguro.
—Pero ya no te fías de mí. Y quizá no estés del todo equivocado… Pero si crees que esta investigación también se me está escapando de las manos, prefiero que me lo digas a la cara, sin jueguecitos políticos. No tienes más que decirlo y nosotros daremos todos un paso atrás, sin crearte problemas y asumiendo nuestras responsabilidades.
Roche no contestó en seguida. Tenía las manos entrelazadas bajo el mentón y se mecía en su sillón. Luego, con mucha calma, empezó:
—Honestamente, no sé de qué estás…
—Vamos, díganoslo.
Había sido Stern quien lo había interrumpido. Roche lo fulminó con la mirada.
—¡Tú mantente en tu puesto!
Goran se volvió a mirarlo. Luego también miró a Boris y a Rosa, y de inmediato cayó en la cuenta de que todos lo sabían, excepto él y Mila.
«Por eso Boris fue tan evasivo cuando le pregunté qué había hecho en su día libre», pensó ella. Y recordó también el tono levemente amenazador usado por el colega contra Roche en casa de Yvonne Gress, cuando este se negaba a mandarlo dentro antes que los equipos especiales. La amenaza velaba un chantaje.
—Sí, inspector. Cuénteselo todo y acabemos con esto de una vez —dijo Sarah Rosa, apoyando a Stern.
—No puede mantenerlo fuera, no es justo —añadió Boris, señalando al criminólogo.
Parecía que quisieran disculparse con él por haberle ocultado información y que se sintieran culpables por haber acatado una orden que creían injusta.
Roche todavía dejó pasar unos instantes, luego miró alternativamente a Goran y a Mila.
—De acuerdo… Pero si se os escapa una palabra, os arruino la vida.