Al llegar a casa de Yvonne Gress vio que no todos habían entrado: Sarah Rosa se estaba poniendo la bata y los cubrezapatos de plástico junto al furgón. Mila se dio cuenta de que, durante los últimos días, la mujer estaba mucho más tranquila cuando se encontraban. Pasaba de largo, casi siempre sumida en sus pensamientos; quizá fuera por sus problemas familiares.
Rosa la miró.
—¡Joder! No te pierdes una, ¿eh?
«Como si no hubiera dicho nada…», pensó Mila.
La ignoró e intentó subir al furgón para coger una bata. Pero Rosa se plantó en la escalerilla, impidiéndole el paso.
—¡Eh, estoy hablando contigo!
—¿Qué quieres?
—Te gusta mucho hacerte la sabelotodo, ¿verdad?
Estaba a pocos centímetros de su cara. Desde abajo, Mila pudo percibir su aliento, que olía a cigarrillos, chicle y café. Habría querido apartarla, o a lo mejor decirle cuatro cosas. Pero luego recordó lo que le había contado Goran a propósito de su separación y de la hija con trastornos alimentarios, y prefirió aplazarlo.
—¿Por qué me la tienes jurada, Rosa? Sólo estoy haciendo mi trabajo.
—Pues entonces ya deberías haber encontrado a la niña número seis, ¿no te parece? —La encontraré.
—¿Sabes?, no creo que te quedes mucho tiempo en este equipo. Por el momento parece que los has conquistado, pero antes o después comprenderán que podemos prescindir de ti.
Rosa se hizo a un lado, pero Mila permaneció donde estaba.
—Si tanto me odias, ¿por qué después de lo del orfanato, cuando Roche quiso echarme, tú también votaste para que me quedara?
La mujer se volvió hacia ella con una expresión divertida.
—¿Quién te lo ha dicho?
—El doctor Gavila.
Rosa dejó escapar una risotada y sacudió la cabeza.
—¿Ves, querida?, es precisamente por este tipo de cosas por lo que no durarás mucho. Si te lo reveló en confianza, lo has traicionado al decírmelo. Por otra parte, él se burló de ti… porque yo voté en contra.
Y la dejó allí, petrificada, mientras ella se encaminaba hacia la casa con paso seguro. Mila la siguió con la mirada, desconcertada por sus últimas palabras. Luego entró en el furgón para cambiarse.
Krepp había garantizado que sería su «capilla Sixtina», y, de hecho, la comparación con la habitación de la segunda planta de la casa de Yvonne Gress no era tan azarosa.
En la era moderna, la obra maestra de Miguel Ángel se había beneficiado de una restauración radical que había devuelto a las pinturas su esplendor original, a menudo liberándolas de la capa de polvo, humo y sebo animal acumulada durante siglos de uso de velas y braseros. Los expertos habían empezado su trabajo en una pequeña porción —casi del tamaño de un sello— para hacerse una idea de lo que se escondía debajo. Su sorpresa fue enorme: la espesa capa de hollín ocultaba colores extraordinarios, imposibles de imaginar antes.
Así que Krepp había empezado por una simple gota de sangre —aquella encontrada por Mila con la ayuda del terranova— para llegar a realizar su obra maestra.
—En los desagües de la casa no había material orgánico —dijo el experto de la científica—. Pero las tuberías estaban deterioradas y había rastros de ácido hidroclorhídrico. Suponemos que Feldher lo utilizó para disolver los restos y así deshacerse mejor de ellos. El ácido es muy eficaz incluso con los tejidos óseos.
Mila sólo oyó la última parte de la frase cuando llegaba al descansillo de la escalera de la segunda planta. Krepp se encontraba en el centro del pasillo y delante de él estaban Goran, Boris y Stern. Más atrás estaba Rosa, apoyada en la pared.
—Por tanto, el único elemento que tenemos para atribuirle la matanza a Feldher es esa pequeña mancha de sangre. —¿Ya la has hecho analizar?
—Chang sostiene que existe el noventa por ciento de posibilidades de que pertenezca al chiquillo.
Goran se volvió a mirar a Mila, luego se dirigió de nuevo a Krepp:
—Bueno, ya estamos todos. Podemos empezar…
La había esperado. Debería haberse sentido halagada, pero no podía olvidar las palabras de Sarah Rosa. ¿A quién creer? ¿A aquella loca histérica que la maltrataba ya desde el principio, o bien a Goran?
Mientras tanto Krepp, antes de hacerlos pasar a la habitación, les recomendó:
—Podremos estar dentro a lo sumo un cuarto de hora, por tanto, si tenéis preguntas hacedlas ahora.
Callaron.
—Bien, entremos.
La habitación estaba sellada por una doble puerta acristalada con un pequeño paso en el centro que permitía la entrada a una sola persona cada vez y que servía para preservar el microclima. Antes de acceder, un colaborador de Krepp tomó a cada uno la temperatura corporal con un termómetro de infrarrojos, parecido al que suele usarse con los niños. Luego introdujo los datos en un ordenador unido a los humectantes presentes en la habitación que corregirían las propias aportaciones para mantener constante la condición térmica del lugar.
El motivo de aquellas medidas fue explicado por el propio Krepp, que entró en la habitación en último lugar.
—El problema principal ha sido la pintura utilizada por Feldher para cubrir las paredes. No se podía retirar con un disolvente normal sin llevarse también por delante lo que había debajo.
—Entonces, ¿cómo lo has hecho? —quiso saber Goran.
—La hemos analizado y hemos descubierto que se trataba de un tinte al agua que usa como aglutinador una grasa de origen vegetal. Ha bastado con introducir en el aire una solución de alcohol fino y dejarla en suspensión durante algunas horas para liberar la grasa. Prácticamente hemos reducido el espesor de la pintura de las paredes. Si hay sangre ahí debajo, el luminol debería ser capaz de hacerla emerger…
La 3-aminoftalhidrazida, más conocida como luminol, es la sustancia sobre la que se apoya gran parte de la técnica de la policía científica moderna. Se basa en la actividad de catalizador del grupo eme contenido en la hemoglobina. El luminol, al reaccionar con ese elemento de la sangre, produce una fluorescencia azul, visible sólo en la oscuridad. Para poder ser eficaz, sin embargo, el producto debe combinarse antes con un agente oxidante, generalmente, peróxido de hidrógeno, y después pulverizarse en el aire con una solución acuosa.
El luminol sólo tiene un inconveniente: la duración del efecto fluorescente es de apenas treinta segundos. Lo que convierte la prueba en prácticamente irrepetible después de la primera vez.
Por eso una serie de cámaras de fotos con película de larga exposición documentarían cada resultado antes de que se desvaneciera para siempre.
Krepp distribuyó máscaras provistas de filtros especiales y gafas protectoras porque, aunque no se había demostrado todavía, se temía que el luminol pudiera ser cancerígeno.
Luego se dirigió a Gavila:
—Cuando quieras…
—Empecemos ya.
Con un walkie-talkie, Krepp transmitió a los suyos la orden de que se quedaran fuera.
Y apagaron todas las luces.
La sensación no fue agradable para Mila. En aquella oscuridad claustrofóbica, logró reconocer solamente su aliento, que, filtrado por la máscara, casi parecía un estertor sordo. Se sobrepuso a la respiración mecánica y profunda de los humectantes, que bombeaban continuamente sus vapores en la habitación.
Trató de conservar la calma, aunque la ansiedad crecía en su pecho y no veía la hora de que acabara aquel experimento.
Poco después, el ruido cambió. Las boquillas empezaron a introducir en el aire la solución química que haría visible la sangre de las paredes. El sutil silbido de la nueva sustancia sería acompañado en breve por un ligero reflejo azulado, que empezaba a componerse a todo su alrededor. Parecía la luz del sol filtrada por las profundidades marinas.
En un primer momento, Mila pensó que sólo era un efecto óptico, una especie de espejismo creado por su mente en respuesta a un estado de hiperventilación. Pero cuando el efecto se dilató, se dio cuenta de que podía ver de nuevo a sus compañeros. Como si alguien hubiera encendido las luces, reemplazando sin embargo el color helado de los focos halógenos por aquella nueva tonalidad de azul. Al principio se preguntó cómo era posible, luego lo comprendió.
Había tal cantidad de sangre en las paredes que el efecto del luminol los iluminaba a todos.
Las salpicaduras iban en varias direcciones, pero parecían partir todas del centro exacto de la habitación. Como si allí en medio hubiera habido una especie de altar para el sacrificio. El techo, además, parecía un cielo estrellado. La magnificencia de la representación sólo se quebraba por el conocimiento de qué era lo que había producido aquella ilusión óptica.
Feldher debía de haber usado una sierra mecánica para reducir los cuerpos a un montón de carne machacada, una papilla fácil de tirar por el váter.
Mila se percató de que también los demás estaban tan petrificados como ella. Miraban a su alrededor como autómatas, mientras las cámaras fotográficas de precisión, dispuestas a lo largo del perímetro, seguían disparando, inexorables y crueles. Habían pasado apenas quince segundos y el luminol seguía haciendo aparecer nuevas manchas, cada vez más evidentes.
Miraron aquel horror.
Luego Boris levantó el brazo hacia un lado de la habitación, señalando a los presentes lo que, poco a poco, afloraba en el muro.
—Mirad… —dijo.
Y ellos lo vieron.
En una zona de la pared, el luminol no había logrado arraigar, no había encontrado nada, y esa parte seguía quedando blanca. Estaba enmarcada por manchitas azules que dibujaban un contorno. Como cuando se utiliza pintura en aerosol sobre un objeto contra un muro y luego, detrás, queda impresa la forma. Como una silueta recortada contra el revoque. Como el negativo de una fotografía.
Cada uno de ellos pensó que la huella podía compararse vagamente con una sombra humana.
Mientras Feldher se encarnizaba con los cuerpos de Yvonne y sus hijos con escalofriante ferocidad, en un rincón de la habitación, alguien asistía impasible al espectáculo.