23

La habían tenido siempre delante de los ojos.

La casa de enfrente los había observado, muda, durante todo el día, en sus afanosas tentativas de llegar a la solución del enigma. Estaba allí, a pocos metros, y los llamaba repitiendo su rara y anacrónica solicitud de socorro.

La casa de dos plantas pertenecía a Yvonne Gress. La pintora, como la llamaban los vecinos. La mujer vivía con sus dos hijos, un niño de once años y una chica de dieciséis. Se habían trasladado a Cabo Alto después del divorcio de Yvonne, y ella había vuelto a sentir la pasión por el arte figurativo que había abandonado en su juventud para casarse con el joven y prometedor abogado Gress.

Al principio, los cuadros abstractos de Yvonne no habían tenido muy buena aceptación. La galería en que habían sido expuestos cerró su exposición personal sin haber vendido una sola pieza. Yvonne, sin embargo, convencida de su talento, no cejó en su empeño, y cuando una amiga le encargó un retrato al óleo de su familia para colgar sobre la chimenea, descubrió que poseía un insospechable rasgo naif. En poco tiempo llegó a ser la retratista más solicitada por quienes, cansados de las usuales fotografías, querían inmortalizar a la propia estirpe sobre una tela.

Cuando el mensaje en morse llamó la atención sobre la casa del otro lado de la calle, uno de los guardas jurados observó que, efectivamente, hacía bastante tiempo que Yvonne Gress y sus chicos no se veían por allí.

Las cortinas de las ventanas estaban echadas, por lo que era imposible ver el interior.

Antes de que Roche diera la orden de entrar en la casa, Goran intentó llamar al número de teléfono de la mujer. Poco después, en el silencio general de la calle, se oyó un timbre que provenía, débil pero nítido, del interior de la casa. Nadie contestó.

También probaron a ponerse en contacto con el exmarido, con la esperanza de que al menos los chicos estuvieran con él. Cuando lograron encontrarlo, dijo que no hablaba con sus hijos desde hacía bastante. No era extraño, ya que había abandonado a la familia por una modelo veinteañera y creía suficiente ejercicio de su deber de padre el puntual ingreso del cheque para su alimentación.

Los técnicos colocaron sensores térmicos alrededor del perímetro de la casa, para buscar eventuales fuentes de calor en el entorno.

—Si hay algo vivo en esa casa, lo sabremos pronto —dijo Roche, que confiaba a ciegas en la eficacia de la tecnología.

En el ínterin, también se comprobaron los suministros de luz, gas y agua. No habían sido cortados porque los recibos habían sido pagados por el banco, pero los contadores llevaban parados unos tres meses, señal de que hacía unos noventa días que allí dentro nadie había encendido una bombilla.

—Es más o menos cuando acabaron la casa de los Kobashi y el dentista se trasladó aquí con la familia —señaló Stern.

—Rosa —pidió Goran—, quiero que examines las grabaciones de las cámaras del circuito cerrado de vigilancia: hay un enlace entre estas dos casas y tenemos que descubrir cuál es.

—Esperemos que no haya habido más apagones del sistema —deseó la mujer.

—Preparémonos para entrar —anunció Gavila.

Mientras tanto, Boris se colocaba las protecciones de kevlar en la unidad móvil.

—Quiero entrar —declaró cuando vio aparecer a Mila en el umbral de la autocaravana—. No pueden impedírmelo, quiero ir.

No aceptaba la idea de que Roche pudiera pedirles a los equipos especiales que entraran primero.

—Sólo saben armar jaleo. En la casa será necesario moverse en la oscuridad…

—Bueno, imagino que sabrán apañárselas —comentó Mila, pero sin intención de contradecirlo demasiado.

—¿Y también sabrán salvaguardar las pruebas? —preguntó él en tono irónico.

—Entonces yo también quiero entrar.

Boris se detuvo un instante y la miró sin decir nada.

—Creo que me lo merezco, en el fondo he sido yo quien ha descubierto que el mensaje se encontraba…

Él la interrumpió lanzándole un segundo chaleco antibalas.

Al cabo de poco salieron de la autocaravana para reunirse con Goran y Roche, decididos a imponer sus razones.

—Ni hablar —los liquidó en seguida el inspector jefe—. Esta es una operación para las fuerzas especiales. No puedo permitirme una ligereza como esa.

—Escuche, inspector… —Boris se colocó frente a Roche, de modo que este no pudiera apartar la mirada—. Mándenos a Mila y a mí como avanzadilla. Los demás sólo entrarán si realmente es necesario. —Roche no quería ceder—. Yo soy un exsoldado, estoy adiestrado para estas cosas. Stern tiene veinte años de experiencia en el campo y podrá confirmárselo, y si no le hubieran sacado un riñón estaría aquí a mi lado, y lo sabe muy bien. Y está la agente Mila Vasquez, que ha entrado sola en casa de un maníaco que tenía prisioneros a un niño y a una chica.

Si Boris hubiera sabido cómo fue realmente, con ella a punto de perder el pellejo junto a los rehenes, no habría apoyado su candidatura de un modo tan vehemente, pensó Mila con amargura.

—En fin, piense: hay una niña viva en alguna parte, pero no lo estará durante mucho más tiempo. Cada escena del crimen nos desvela algo más sobre su secuestrador. —Boris señaló entonces la casa de Yvonne Gress—: Si hay algo ahí que pueda acercarnos a Albert, hay que asegurarse de que no sea destruido. Y el único modo es mandarnos a nosotros.

—No lo creo, agente especial —fue la respuesta seráfica de Roche.

Boris dio un paso hacia él, mirándolo fijamente a los ojos.

—¿Quiere más complicaciones? Ya es bastante difícil así…

Esa frase podía parecer una amenaza sibilina, pensó Mila. Estaba sorprendida de que Boris se dirigiera a su superior en ese tono. Parecía haber algo entre ellos, que los excluía tanto a Goran como a ella.

Roche miró a Gavila un instante de más: ¿necesitaba un consejo o sencillamente a alguien con quien compartir la responsabilidad de la decisión?

Pero el criminólogo no vio oportunidades al respecto, y simplemente asintió:

—Espero que no nos arrepintamos de ello. —El inspector jefe usó intencionadamente el plural para subrayar la corresponsabilidad de Goran.

En ese momento, un técnico se acercó con un monitor de visión térmica.

—Señor Roche, los sensores han localizado algo en la segunda planta… Algo vivo.

Y la mirada de todos se dirigió de nuevo hacia la casa.

—El sujeto se encuentra en la segunda planta; no se mueve de allí —anunció Stern por radio.

Boris recalcó bien con los labios los números de la cuenta atrás, antes de girar el pomo de la puerta de entrada. La copia de la llave se la había dado el jefe de los guardias de seguridad: había un ejemplar de cada casa, y las tenían por si ocurría una emergencia.

Mila observó la concentración de Boris. Detrás de ellos, los hombres de los equipos especiales estaban listos para intervenir. El agente especial fue el primero en cruzar la puerta, ella lo siguió. Habían desenfundado las armas y, además de las protecciones de kevlar, llevaban gorros con auriculares, micrófono y una pequeña linterna a la altura de la sien derecha. Desde fuera, Stern los guiaba por radio, mientras controlaba en una pantalla los movimientos de la figura detectada por los sensores térmicos. Aquella figura presentaba múltiples gradaciones de color que indicaban las distintas temperaturas del cuerpo, que iban del azul, al amarillo o el rojo. No era posible distinguir su forma.

Pero parecía un cuerpo tendido en el suelo.

Podía tratarse de un herido. Pero, antes de verificarlo, Boris y Mila tendrían que realizar un esmerado registro, según los procedimientos que preveían asegurar primero el entorno.

En el exterior de la casa se habían colocado dos enormes y potentes reflectores que iluminaban ambas fachadas. Pero la luz penetraba débilmente en el interior, a causa de las cortinas corridas. Mila trató de acostumbrar sus ojos a la oscuridad.

—¿Todo bien? —le preguntó Boris en voz baja.

—Todo bien —confirmó ella.

Mientras tanto, donde antes estaba el jardín de los Kobashi se había colocado Goran Gavila, ansioso por fumarse un cigarrillo como no lo estaba desde hacía mucho tiempo. Estaba preocupado. Sobre todo por Mila. Cerca de él, Sarah Rosa visionaba las filmaciones de las cámaras de seguridad sentada delante de cuatro monitores dentro de una unidad móvil. Si de veras había una relación entre aquellas dos casas enfrentadas, dentro de poco lo sabrían.

Lo primero que Mila notó en la casa de Yvonne Gress fue el desorden.

Desde la entrada podía tener una vista completa del cuarto de estar a su izquierda y de la cocina a su derecha. Sobre la mesa había amontonadas cajas de cereales abiertas, botellas de zumo de naranja semivacías y cartones de leche rancia. También había latas de cerveza vacías. La despensa estaba abierta y parte de la comida se hallaba esparcida por el suelo.

Alrededor de la mesa había cuatro sillas. Pero sólo una había sido desplazada.

El fregadero estaba repleto de platos sucios y ollas con restos incrustados. Mila dirigió el haz de su linterna hacia la nevera: bajo un imán en forma de tortuga vio la foto de una mujer rubia de unos cuarenta años, que abrazaba sonriente a un muchacho y a una chica un poco mayor.

En el cuarto de estar, la mesa baja delante de una enorme pantalla de plasma estaba llena de botellas de bebidas alcohólicas vacías, más latas de cerveza y ceniceros que desbordaban de colillas. Un sillón había sido arrastrado al centro de la habitación, y se podían ver señales de zapatos enfangados sobre la moqueta.

Boris llamó la atención a Mila y le enseñó el plano de la casa, dándole a entender que se dividirían para luego encontrarse en la base de la escalera que llevaba a la planta superior. Le indicó la zona tras la cocina, reservándose la biblioteca y el estudio.

—Stern, ¿todo sigue bien en la planta de arriba? —susurró Boris por radio.

—No se mueve —fue la respuesta.

Se dirigieron una señal y Mila se encaminó en la dirección que le había sido asignada.

—Lo tengo —dijo en ese momento Sarah Rosa señalando en dirección al monitor—. Mire esto…

Goran se asomó por encima de su hombro: según la sobreimpresión al margen de la pantalla, aquellas imágenes habían sido tomadas nueve meses antes. La casa de los Kobashi aún estaba en construcción. En la visión acelerada de la videocámara, los obreros vagaban alrededor de la fachada incompleta como hormigas frenéticas.

—Y mire ahora…

Rosa hizo correr un poco la grabación, hasta el ocaso, cuando todos dejaron la obra para irse a casa y volver al día siguiente. Luego puso el vídeo a velocidad normal.

En ese momento se entrevió algo en el recuadro de la puerta de entrada de la casa de los Kobashi.

Era una sombra, quieta, como a la espera. Y fumaba.

El ascua intermitente del cigarrillo desvelaba su presencia. El hombre se hallaba dentro de la casa del dentista y estaba esperando que cayera la noche definitivamente. Cuando estuvo suficientemente oscuro, salió al exterior. Miró a su alrededor, recorrió los pocos metros que lo separaban de la casa de enfrente y entró sin llamar.

—Escuchadme…

Mila se encontraba en el taller de Yvonne Gress, entre telas amontonadas aquí y allá, caballetes y colores esparcidos. Cuando oyó la voz de Goran en el auricular, se detuvo.

—Probablemente hemos entendido lo que ha sucedido en esa casa.

Mila se quedó en espera de la continuación:

—Nos las estamos viendo con un parásito.

Mila no entendía nada, pero Goran aclaró la definición:

—Uno de los obreros ocupados en la construcción de la casa de los Kobashi esperaba todas las tardes al cierre de la obra para luego meterse en la vivienda de enfrente. Tememos que pueda haber… —el criminólogo se concedió una pausa para definir mejor la escalofriante idea— secuestrado a la familia en su propia casa.

El huésped toma posesión del nido, asumiendo los comportamientos de la otra especie. Reproduciéndolos en una grotesca imitación, se convence de formar parte de ella. Lo justifica todo con su amor infecto. No acepta ser rechazado como un cuerpo extraño. Pero cuando se cansa de esa ficción, se deshace de sus nuevos parientes y se busca otro nido que infestar.

Mientras observaba en el taller de Yvonne las señales podridas de su paso, Mila recordó las larvas de Sarcophaga carnaria que se retorcían en la alfombra de los Kobashi.

Luego oyó a Stern, que preguntaba:

—¿Durante cuánto tiempo?

—Seis meses —fue la respuesta de Goran.

Mila sintió un nudo en el estómago. Porque durante seis meses, Yvonne y sus hijos habían sido prisioneros de un psicópata que podía haber hecho con ellos lo que había querido. Y además, entre decenas de otras casas, de otras familias, que se habían aislado en aquel lugar para ricos creyendo huir de las cosas malas del mundo, encomendándose a un absurdo ideal de seguridad.

Seis meses. Y nadie se había dado cuenta de nada.

El jardín se podaba todas las semanas y las rosas en los bancales seguían recibiendo los cuidados cariñosos de los jardineros del complejo residencial. Las luces del porche se habían encendido todas las noches, con el temporizador sincronizado con el horario indicado por el reglamento del condominio. Los niños habían jugado con las bicicletas o a pelota en la avenida de delante de la casa, las señoras habían paseado charlando sobre el pan y los peces e intercambiado recetas de postres. Los hombres habían hecho jogging el domingo por la mañana y habían lavado sus coches delante del garaje.

Seis meses. Y nadie había visto nada.

No se habían preguntado el porqué de aquellas cortinas corridas también de día. No se habían fijado en el correo que se acumulaba en el buzón mientras tanto. Nadie había reparado en la ausencia de Yvonne y de sus hijos en los actos sociales del club, como el baile de otoño y la tómbola del 23 de diciembre. Los adornos navideños —iguales para todo el complejo— habían sido dispuestos por los empleados alrededor y sobre la casa, como era habitual, y luego retirados después de las fiestas. El teléfono había sonado, Yvonne y los chicos no habían ido a abrir la puerta cuando alguien había llamado. Sin embargo, nadie había sospechado nada.

Los únicos parientes de los Gress vivían lejos. Pero tampoco a ellos les había parecido extraño ese silencio dilatado durante tanto tiempo.

En todo aquel larguísimo período, la pequeña familia había invocado, esperado, rezado diariamente para recibir una ayuda o una atención que no llegaron nunca.

—Probablemente se trata de un sádico. Y ese era su juego, su diversión.

«Su casa de muñecas», lo corrigió mentalmente Mila, recordando cómo estaba vestido el cadáver que Albert había dejado en el sofá de los Kobashi.

Pensó en toda la violencia que Yvonne y sus hijos habrían sufrido en aquel larguísimo período de tiempo. Seis meses de suplicios. Seis meses de torturas. Seis meses de agonía. Pero, bien mirado, había bastado menos para que el mundo entero se olvidara de ellos.

Y tampoco los «guardianes de la ley» se habían percatado de nada, ¡incluso estando más de veinticuatro horas en alerta!, justo delante de la casa. También ellos eran de alguna manera culpables, cómplices. También ella.

Una vez más, reflexionó Mila, Albert había sacado a la luz la hipocresía de aquella porción del género humano que se siente «normal» sólo porque no suele matar a niñas inocentes cortándoles un brazo, pero que es capaz de cometer otro crimen igual de grave: la indiferencia.

Boris interrumpió el flujo de los pensamientos de Mila.

—Stern, ¿cómo va en la planta de arriba?

—El camino sigue libre.

—Está bien, entonces nos movemos.

Como habían acordado, se encontraron en la base de la escalera que conducía a la segunda planta, la de los dormitorios.

Boris le hizo un gesto a Mila para que lo cubriera. Desde ese momento observarían en el más absoluto silencio para no revelar su posición. Stern estaba autorizado a quebrantarlo únicamente para advertirles en caso de desplazamiento de la figura viva.

Empezaron a subir. También la moqueta que revestía los peldaños estaba cubierta de manchas, huellas y restos de comida. En la pared, a lo largo de la escalera, fotos de vacaciones, cumpleaños y fiestas familiares y, encima, un retrato al óleo de Yvonne con sus hijos. Alguien le había arrancado los ojos a la pintura, quizá fastidiado por aquella mirada insistente.

Cuando llegaron al descansillo, Boris se hizo a un lado para permitirle a Mila que se acercara. Entonces avanzó el primero: diversas puertas entreabiertas se asomaban al pasillo, que, al fondo, giraba a la izquierda.

Tras ese último rincón se encontraba la única presencia viva en toda la casa.

Boris y Mila empezaron a caminar lentamente en esa dirección. Al pasar junto a una de las puertas, Mila reconoció el sonido cadencioso del mensaje en morse que habían hallado en el éter. Abrió despacio la puerta y se encontró frente a la habitación del chico de doce años. Había pósteres de planetas en las paredes y libros de astronomía en los estantes. Delante de la ventana atrancada se veía un telescopio.

Sobre el pequeño escritorio había un diorama de ciencias: la reproducción a escala de un puesto telegráfico de principios del siglo XIX. Consistía en una tablilla de madera con dos pilas secas conectadas, a través de los electrodos y el hilo de cobre, a un disco agujereado que giraba sobre un carrete a intervalos regulares: tres puntos, tres rayas, tres puntos. Todo ello unido con un pequeño cable a un walkie-talkie en forma de dinosaurio. Sobre el diorama había una placa de latón en la que se podía leer 1.er PREMIO.

De allí provenía la señal.

El chico de once años había transformado su trabajo de la escuela en una estación transmisora, evitando los controles y las restricciones del hombre que los tenía prisioneros.

Mila movió el haz de la linterna hacia la cama deshecha. Debajo había un cubo de plástico sucio. Luego también vio señales de roces en los bordes de la cabecera.

Justo en el lado opuesto del pasillo estaba la habitación de la chica de dieciséis años. En la puerta, letras de colores componían un nombre: Keira. Mila echó un vistazo rápido desde el umbral. Las sábanas estaban amontonadas en el piso. Un cajón del armario, que contenía ropa íntima, estaba volcado en el suelo. El espejo de la cómoda había sido colocado frente a la cama. No era difícil imaginar la causa. También en este caso, sobre los montantes había señales de roces.

«Esposas —pensó Mila—. De día los mantenía atados a sus camas».

Esta vez, el cubo de plástico sucio estaba en un rincón. Debía de servir para las necesidades fisiológicas.

Un par de metros más adelante se encontraba la habitación de Yvonne. El colchón estaba mugriento, y sólo había una sábana. En la moqueta se veían manchas de vómito y había esparcidas compresas usadas. En una pared había un clavo que quizá antes había sujetado un cuadro, pero del que ahora colgaba un cinturón de cuero bien visible, mostrando quién mandaba y cómo.

«¡Esta era tu habitación de los juegos, bastardo! ¡Y quizá de vez en cuando también visitabas a la jovencita! Y cuando te cansabas de ellas, entrabas en la habitación del niño, aunque sólo fuera para pegarle…»

La rabia era el único sentimiento que le habían concedido en esta vida. Y Mila se aprovechaba de ello, obteniéndola ávidamente de aquel pozo oscuro.

Quién sabía cuántas veces Yvonne Gress se había forzado a resultar «atractiva» a ojos de aquel monstruo sólo para retenerlo consigo en aquella habitación y evitar que fuera a desahogarse con sus hijos.

—Chicos, algo se está moviendo —el tono de Stern era de alarma.

Boris y Mila se volvieron simultáneamente hacia el rincón donde acababa el pasillo. No había más tiempo para inspeccionar, así que apuntaron las armas y las linternas en esa precisa dirección, esperando ver recortarse algo de un momento a otro.

—¡Quieta ahí! —dijo Boris.

—Va hacia vosotros.

Mila desplazó el índice al gatillo e inició una ligera presión. En sus oídos notaba el corazón latirle cada vez más de prisa.

—Está detrás de la esquina.

La presencia soltó un gemido sumiso. Asomó el morro peludo, luego los miró. Era un terranova. Mila levantó el arma y vio que Boris hacía lo mismo.

—Todo bien —le dijo él a la radio—, sólo es un perro.

Tenía el pelo revuelto y pegajoso, los ojos enrojecidos, y estaba herido en una pata.

«No lo ha matado», pensó Mila al tiempo que se acercaba a él.

—Hola, bonito, ven aquí…

—Ha resistido aquí solo durante al menos tres meses; ¿cómo lo ha hecho? —se preguntó Boris.

A medida que Mila avanzaba hacia él, el perro retrocedía.

—Ten cuidado, está asustado, podría morderte.

Mila no prestó atención a las recomendaciones de Boris y siguió acercándose lentamente al terranova. Se mantenía arrodillada, para tranquilizarlo, y mientras tanto lo llamaba:

—Vamos, precioso, ven conmigo.

Cuando estuvo bastante cerca, vio que llevaba una chapa colgada del collar. A la luz de la linterna leyó el nombre.

Terry, ven conmigo, valiente…

Por fin, el perro se dejó alcanzar. Mila le puso una mano delante del morro, para que la olisqueara.

Boris mientras tanto estaba impaciente.

—Bien, terminemos de comprobar la planta y después dejemos entrar a los demás.

El perro levantó la pata hacia Mila, como si quisiera enseñarle algo.

—Espera…

—¿Qué pasa?

Mila no contestó, sino que se levantó y vio que el terranova se volvía hacia el rincón oscuro del pasillo.

—Quiere que lo sigamos.

Fueron tras él. Doblaron la esquina y vieron que el pasillo acababa unos metros más allá. Al fondo, a la derecha, había una última habitación.

Boris lo comprobó en el plano.

—Da a la parte de atrás, pero no sé qué es.

La puerta estaba cerrada. Delante de ella había objetos arrinconados. Un edredón con dibujos de huesos estampados, un cuenco, una pelota de colores, una correa y restos de comida.

—Él es el que ha saqueado la despensa —dijo Mila.

—¿Por qué habrá traído aquí sus cosas?

El terranova se acercó a la puerta como para confirmar que aquella era su caseta.

—Dices que se ha instalado solo ahí… ¿Por qué?

Como si quisiera contestar a la pregunta de Mila, el perro empezó a rascar la madera de la puerta y a aullar.

—Quiere que entremos…

Ella cogió la correa y ató al animal a uno de los radiadores.

—Sé bueno, quédate aquí, Terry.

El perro ladró, como si la hubiera entendido. Apartaron los objetos y Mila agarró el pomo de la puerta mientras Boris la mantenía a tiro: los sensores térmicos no habían detectado otras presencias en la casa, pero nunca se sabía. Ambos, en cambio, estaban convencidos de que tras aquella sutil barrera se escondía el trágico epílogo de lo que había ocurrido durante muchos meses.

Mila hizo girar el pomo y luego empujó. La luz de las linternas traspasó la oscuridad. Los haces se movieron de un lado a otro.

La habitación estaba vacía.

Medía cerca de veinte metros cuadrados, el suelo no tenía moqueta y las paredes estaban pintadas de blanco. La ventana estaba cerrada por una gruesa cortina. Del techo colgaba una bombilla. Era como si aquella habitación nunca se hubiera utilizado.

—¿Por qué nos ha traído aquí? —preguntó Mila, más para sí que para Boris—. ¿Y dónde están Yvonne y sus hijos?

Aunque la pregunta exacta era: «¿Dónde han acabado los cuerpos?»

—Stern.

—¿Sí?

—Haz entrar a la científica; nosotros hemos acabado aquí.

Mila volvió al pasillo y desató al perro, que huyó de su control, metiéndose en la habitación. La agente corrió tras él y lo vio colocarse en un rincón.

—¡Terry no puedes estar aquí!

Pero el perro no se movía. Entonces ella se le acercó con la correa entre las manos. El animal ladró de nuevo, pero no parecía amenazador. Finalmente empezó a olfatear el suelo al lado del zócalo. Mila se inclinó junto a él, le apartó el morro y apuntó mejor su linterna. No había nada en aquel punto. Pero luego la vio.

Una manchita marrón.

Tenía un diámetro inferior a tres milímetros. Se acercó más, vio que era oblonga y con la superficie ligeramente arrugada.

Mila no tuvo dudas de lo que era.

—Aquí fue donde sucedió —dijo.

Boris no la entendió.

Entonces Mila se volvió hacia él:

—Aquí fue donde los mató.

—En realidad nos dimos cuenta de que alguien había entrado en aquella casa… Pero ¿sabe?, la señora Yvonne Gress era una mujer sola, agradable… Por eso pensamos que era normal que recibiera visitas masculinas del vecindario a altas horas.

El jefe de los vigilantes jurados le hizo un gesto de complicidad, al que Goran reaccionó levantándose de puntillas para mirarlo mejor a los ojos.

—No se atreva jamás a volver a insinuar algo así.

Lo dijo con un tono neutro, pero que contenía todo el sentido de aquella amenaza.

El falso policía había tenido que justificarse ante sus subordinados por aquel grave incumplimiento. Pero ahora estaba soltando lo acordado con los abogados del complejo de Cabo Alto. Su estrategia consistía en hacer parecer que Yvonne Gress era una mujer fácil porque estaba soltera y era independiente.

Goran le hizo notar que el ser —porque no era posible definirlo de otro modo— que durante seis meses había entrado y salido de su casa se había aprovechado del mismo pretexto para cometer todas sus perversidades.

El criminólogo y Rosa habían visionado muchos días filmados de aquel largo período de tiempo. Tuvieron que acelerar la grabación, pero más o menos siempre se repetía la misma escena. A veces, el hombre no se quedaba por la noche, y Goran imaginó que aquellos serían los mejores momentos para la familia segregada. Pero quizá también los peores, ya que no podían desatarse de sus camas, ni tampoco conseguir comida ni agua si él no se ocupaba de ellos.

Ser violados significaba sobrevivir, perennemente desesperados en la búsqueda del mal menor.

En aquellas filmaciones, el hombre también se veía de día, mientras estaba trabajando en la obra. Siempre llevaba una gorra con visera, que impedía a las cámaras de vigilancia grabar los rasgos de su rostro.

Stern interrogó al propietario de la empresa constructora que lo había contratado como temporal. Este dijo que el hombre se llamaba Lebrinsky, pero ese nombre resultó ser falso. Ocurría a menudo, sobre todo porque en las obras se empleaban extranjeros sin permiso de residencia. Por ley, el empresario sólo tenía la obligación de pedirles la documentación, pero no la de averiguar también que fuera auténtica.

Algunos obreros que trabajaron en la casa de los Kobashi en aquel período dijeron que era un tipo taciturno, que iba siempre a la suya, y pusieron a disposición sus recuerdos para trazar un retrato. Pero las reconstrucciones resultaron demasiado diferentes unas de otras para poder ser útiles.

Cuando hubo acabado con el jefe de los vigilantes privados, Goran se reunió con los demás en la casa de Yvonne Gress que, mientras tanto, se había vuelto dominio exclusivo de Krepp y los suyos.

Los piercings del experto en huellas tintineaban alegres sobre su cara, mientras se movía por aquel lugar como un duendecillo por un bosque encantado. Porque eso era precisamente lo que ahora parecía la casa: la moqueta estaba completamente cubierta por telas de plástico transparente, y las lámparas halógenas iluminaban aquí y allá, resaltando una zona o sólo un detalle. Hombres con batas blancas y gafas protectoras de plexiglás rociaban cada superficie con polvos y reactivos.

—Bien, nuestro hombre no es muy listo —empezó Krepp—. Aparte del lío que ha organizado el perro, él ha dejado por ahí toda clase de restos: latas, colillas de cigarrillo, vasos usados. ¡Hay tanto ADN que podríamos clonarlo! —ironizó el experto.

—¿Huellas digitales? —preguntó Sarah Rosa.

—¡A montones! Pero por desgracia nunca se ha hospedado en una cárcel, y no está fichado.

Goran sacudió la cabeza: semejante cantidad de huellas y no era posible relacionarlas con un sospechoso. Ciertamente, el parásito era mucho menos prudente que Albert, que se había apresurado a desconectar las cámaras de seguridad antes de introducirse con el cadáver de la niña en la casa de los Kobashi. Justo por eso, había algo que no le encajaba a Goran.

—¿Qué me decís de los cuerpos? Hemos visionado las filmaciones y el parásito nunca ha sacado nada de esta casa.

—Porque no han salido por la puerta…

Todos se interrogaron con la mirada, intentando encontrarle el sentido a esa frase. Krepp añadió:

—Estamos comprobando las alcantarillas, creo que se deshizo así de ellos.

Los había descuartizado, concluyó Goran. Aquel maníaco había jugado a hacer de maridito dulce y de papaíto adorado. Y luego, un día, se había cansado, o quizá simplemente había acabado su trabajo en la casa de enfrente y entró allí por última vez. Quién sabía si Yvonne y sus hijos se habían dado cuenta de que se estaba acercando el fin.

—Lo extraño, sin embargo, me lo he reservado para el final… —dijo Krepp.

—¿Qué es lo extraño?

—La habitación vacía de la planta superior, donde nuestra amiga policía ha encontrado esa pequeña mancha de sangre.

Mila se sintió cohibida por la mirada de Krepp. Goran la vio ponerse rígida, a la defensiva. El experto producía ese efecto en mucha gente.

—La habitación de la segunda planta será mi «capilla Sixtina» —enfatizó él—. Esa mancha nos hace suponer que llevó a cabo la masacre allí. Y que después él lo limpió todo, aunque se le escapó ese detalle. Pero también hizo algo más: ¡incluso repintó las paredes!

—¿Por qué motivo? —preguntó Boris.

—Porque es estúpido, obviamente. Después de haber dejado semejante montón de pruebas tras de sí y de haberse deshecho de los restos arrojándolos a la alcantarilla, ya se había ganado la cadena perpetua. Así pues, ¿por qué tomarse la molestia de pintar una habitación?

También a Goran le resultaba aún oscuro el motivo.

—Entonces, ¿cómo procederás?

—Quitando la pintura y mirando qué hay debajo. Tardaremos un poco, pero con las nuevas técnicas puedo recuperar todas las manchas de sangre que ese idiota trató de ocultar de una manera tan pueril.

Goran no estaba convencido.

—Por el momento solamente tenemos secuestro de personas y ocultación de cadáver. Le caerá cadena perpetua, pero eso no significa que hayamos hecho justicia. Para hacer salir la verdad y también colgarle la acusación de asesinato, necesitamos esa sangre.

—La tendrás, doctor.

Por el momento, lo que tenían era una descripción muy sumaria del sujeto que debían buscar. La confrontaron con los datos recogidos por Krepp.

—Diría que se trata de un hombre de entre cuarenta y cincuenta años —empezó a enumerar a Rosa—. Corpulento, de un metro setenta y ocho de altura.

—Las huellas de los zapatos en la moqueta son de un 43, por tanto, diría que se corresponde.

—Fumador.

—Lía los cigarrillos, con picadura y papel de fumar.

—Como yo —dijo Boris—. Siempre es un placer tener algo en común con gente de esa calaña.

—Y diría que le gustan los perros —concluyó Krepp.

—¿Sólo porque ha dejado con vida al terranova? —preguntó Mila.

—No, querida. Hemos hallado pelos de un perro callejero.

—Pero ¿cómo sabemos que fue ese tipo quien lo llevó a la casa?

—Los pelos se encontraban en el lodo del que estaban compuestas las huellas de zapatos que el hombre dejó en la moqueta. Obviamente, también había material de la obra (cemento, colas, disolventes), que sirvió como receptor de todo lo demás. Y, por tanto, también incluía lo que el tipo traía de los alrededores de su casa.

Krepp miró a Mila con la expresión de quien ha sido desafiado de manera inconsciente y al final ha prevalecido con su astucia aplastante. Después de ese paréntesis de gloria, apartó la mirada de ella para volver a ser el frío profesional que todos conocían.

—Y hay otra cosa, pero todavía no he decidido si es digna de mención.

—Tú dila de todos modos… —lo azuzó Goran, manifestándole todo su interés porque sabía cuánto le gustaba a Krepp hacerse de rogar.

—En ese lodo bajo los zapatos había una gran concentración de bacterias. Le he pedido el parecer a mi químico de confianza…

—¿Por qué un químico y no un biólogo?

—Porque he intuido que se trataba de bacterias existentes en la naturaleza utilizadas para usos diferentes, como devorar plástico y derivados del petróleo. —Después especificó—: En realidad, no comen nada, sólo producen una enzima. Se usan para sanear los antiguos vertederos.

Al oír esas palabras, Goran notó que Mila desplazaba rápidamente la mirada hacia Boris, y que él hacía otro tanto.

—¿Los antiguos vertederos? Maldita sea… Lo conocemos.