Hospital militar de R., 16 de febrero
—¡Que digan lo que quieran, ignóralos! Eres una buena policía, ¿queda claro?
El sargento Morexu había hecho uso de todo su espíritu gitano para expresarle su solidaridad. Nunca se había dirigido a ella con ese tono afligido, casi paternal. Sin embargo, Mila sentía que no merecía esa defensa. La llamada telefónica de su superior la había pillado por sorpresa, justo cuando se había difundido la noticia de su excursión nocturna al orfanato. Le endilgarían la muerte de Ronald Dermis, eso era seguro, a pesar de que sólo hubiera sido en legítima defensa.
Estaba ingresada en un hospital militar. La elección no había recaído en una estructura civil porque Roche había creído sabiamente que debía evitarle la curiosidad de la prensa. Por eso ocupaba una habitación para ella sola. Y cuando preguntó por qué no había ningún otro paciente, la respuesta lapidaria fue que aquel complejo había sido diseñado para alojar a los infectados en un eventual ataque bacteriológico.
La ropa de cama se cambiaba todas las semanas, las sábanas se lavaban y se planchaban. En la farmacia, los medicamentos que caducaban eran rápidamente renovados. Y todo ese derroche de recursos sólo por la remota posibilidad de que alguien decidiera liberar un virus o una bacteria genéticamente modificada que en todo caso no dejaría supervivientes.
«Nada más insensato», pensó Mila.
La herida del brazo fue cosida con unos cuarenta puntos por un amable cirujano que, cuando la visitó, no hizo ningún comentario sobre las demás cicatrices, sino que se limitó a decir: «No podría haber acudido a un sitio mejor para una herida de bala».
«¿Qué tienen que ver los virus y las bacterias con las balas?», había preguntado ella provocativamente. Él se había reído.
Luego otro médico la examinó un par de veces, tomándole la tensión y también la temperatura. Los efectos del potente somnífero que el padre Timothy le había administrado se desvanecieron al cabo de pocas horas. Un diurético hizo el resto.
Mila tenía mucho tiempo para dar vueltas a la cabeza.
No podía dejar de pensar en la niña número seis. Ella no tenía un hospital entero a su disposición, y su mayor esperanza era que Albert la mantuviera constantemente sedada. Los especialistas que Roche había llamado para pronunciarse sobre las probabilidades de supervivencia, al manifestar su pesimismo, habían tenido en cuenta no sólo el grave daño físico, sino también el shock resultante y el estrés al que estaba sometida.
«Quizá aún no se haya dado cuenta de que le falta el brazo», pensó Mila, cosa que le ocurría a menudo a quien sufría una amputación. Había oído hablar de ello a algunos heridos de guerra que, a pesar de que habían perdido un miembro, todavía advertían un resto de sensibilidad en aquella parte del cuerpo, captaban sensaciones de movimiento más allá del dolor y a veces incluso sentían cosquillas. Los médicos lo llaman «percepción del miembro fantasma».
Esos pensamientos la molestaban intensamente, amplificados por el silencio agobiante del dormitorio; quizá por primera vez después de muchos años, deseaba tener compañía. Antes de la llamada de Morexu no había ido nadie: ni Goran, ni Boris, ni Stern, mucho menos Rosa. Y eso únicamente podía significar una cosa: estaban tomando una decisión sobre su caso, si mantenerla o no en el equipo. Aunque, de todas formas, la última palabra la tenía Roche.
Mila se enojó por haber sido tan ingenua. El único pensamiento que la consolaba era la certeza de Goran de que Ronald Dermis no podía ser Albert. De otro modo, ya no habría esperanza para la sexta niña.
Aislada en aquel sitio, no sabía nada del desarrollo de la investigación. Le pidió a la enfermera que le servía el desayuno que la pusiera al día, y poco después se presentó con un periódico.
Hasta la sexta página no se hablaba de otra cosa. Las pocas noticias que se habían filtrado venían explicadas en varias versiones y desarrolladas en exceso; la gente ansiaba novedades. Después de que la opinión pública se hubo enterado de la existencia de una sexta niña, en todo el país se despertó el sentido de solidaridad, que empujó a la gente a hacer cosas hasta entonces impensables, como organizar vigilias para rezar o grupos de apoyo, y se lanzó una iniciativa: «Una vela por cada ventana». Esas llamitas recalcarían la espera del «milagro», y sólo se apagarían cuando la sexta niña volviera a casa. Personas acostumbradas a ignorarse durante toda la vida, gracias a esa tragedia, estaban probando un nuevo tipo de experiencia: el contacto humano. Ya no debían buscar pretextos para relacionarse unos con otros, porque ahora tenían algo en común: la compasión por aquella criatura. Y eso los ayudaba a comunicarse. Lo hacían en todas partes: en el supermercado, en el bar, en el lugar de trabajo, en el metro. En la televisión no se hablaba de otra cosa.
Pero entre todas las iniciativas, una en particular había creado sensación, incomodando, de paso, a los investigadores.
La recompensa.
Diez millones para quien proporcionara noticias útiles que contribuyeran a salvar a la sexta niña, una gran suma que no había dejado de instigar polémicas feroces. Alguien, en efecto, opinó que había contaminado la espontaneidad de las manifestaciones de solidaridad. Alguien más la creyó una idea justa, algo que al final daría resultado porque, más allá de la fachada benévola, imperaba todavía el egoísmo, que sólo podía ser estimulado con la promesa de un beneficio.
Y así, sin darse cuenta, el país volvió a dividirse.
La iniciativa de la recompensa se debía a la Fundación Rockford. Cuando Mila le preguntó a la enfermera quién se escondía tras ese ente benéfico, la mujer abrió unos ojos como platos a causa del estupor.
—Todo el mundo sabe quién es Joseph B. Rockford.
Esa reacción hizo comprender a Mila cuánto se había alejado del mundo real, absorbida como estaba por la búsqueda de niños desaparecidos y a causa de sus problemas personales.
—Lo siento, yo no —repuso, y pensó cuán absurda era una situación en que la suerte de un magnate se entrelazaba de manera fatal con la de una niña desconocida. Dos seres humanos que hasta unos días antes llevaban existencias alejadas y diferentes, y que probablemente habrían continuado de ese modo hasta el final de sus días si Albert no los hubiera unido.
Se durmió con esos pensamientos, y por fin pudo disfrutar de un sueño sin pesadillas que limpió su mente de las infamias de aquellos días de horror. Cuando despertó, reconfortada, no estaba sola.
Goran Gavila estaba sentado junto a su cama.
Mila se incorporó, preguntándose cuánto tiempo llevaba allí. Él la tranquilizó:
—He preferido esperar en lugar de despertarte. Parecías tan serena… ¿He hecho mal?
—No —mintió ella. Era como si la hubiera pillado en un momento en que estaba completamente falta de defensas y, antes de que él se diera cuenta de su incomodidad, se apresuró a cambiar de tema—: Quieren mantenerme aquí en observación, pero yo les he dicho que me voy esta misma tarde.
Goran miró la hora:
—Entonces tendrás que darte prisa: ya casi es por la tarde.
Mila se asombró de haber dormido tanto.
—¿Hay novedades?
—Vuelvo de una larga reunión con el inspector jefe Roche.
«Eso es lo que ha venido a hacer —pensó ella—. Quiere comunicarme personalmente que estoy fuera del caso». Pero se equivocaba.
—Hemos encontrado al padre Rolf.
Mila sintió que el estómago se le contraía, imaginándose lo peor.
—Murió hace un año aproximadamente, por causas naturales.
—¿Dónde lo enterró?
Por su pregunta, Goran comprendió que Mila ya lo había intuido todo.
—Detrás de la iglesia. También había otras fosas con esqueletos de animales.
—El padre Rolf lo tenía controlado.
—Por lo que parece, así era. Ronald estaba afectado de un trastorno de la personalidad. Era un asesino en serie en potencia, y el cura lo había comprendido. La matanza de animales es habitual en esos casos. Se empieza siempre así: cuando el sujeto ya no logra obtener satisfacción, desplaza la atención sobre sus semejantes. También Ronald, antes o después, habría empezado a matar seres humanos. En el fondo, esa experiencia era parte de su bagaje emocional desde niño.
—Pero lo hemos parado.
Goran sacudió la cabeza con gravedad.
—En realidad, ha sido Albert quien lo ha parado.
Era paradójico, pero también era la verdad.
—¡Aunque antes que admitir una cosa así, Roche se suicidaría!
Mila pensó que, con sus discursos, Goran sólo estaba tratando de posponer la noticia de su exclusión del caso, y decidió ir al grano.
—Estoy fuera, ¿verdad?
Él pareció sorprendido.
—¿Por qué dices eso?
—Porque he hecho una tontería.
—Todos las hacemos.
—He provocado la muerte de Ronald Dermis: así nunca sabremos cómo Albert logró conocer su historia…
—Antes de nada, creo que Ronald ya había tenido en cuenta su propia muerte: había querido poner punto final a la duda que lo angustiaba desde hacía muchos años. El padre Rolf lo había transformado en un falso cura, convenciéndolo de que podría vivir como un hombre entregado al prójimo y a Dios. Pero él no quería amar a su prójimo, sino matarlo para obtener su propio placer.
—Y Albert, ¿cómo podía saberlo?
El rostro de Goran se ensombreció.
—Debió de establecer contacto con Ronald en algún momento de su vida. No logro encontrar otra explicación. Comprendió lo que antes que él había adivinado el padre Rolf. Y fue así porque él y Ronald eran muy parecidos. De alguna manera, se encontraron y se reconocieron.
Mila respiró profundamente mientras pensaba en el destino. Ronald Dermis sólo había sido comprendido por dos personas en su vida. Un cura que no encontró una solución mejor que esconderlo del mundo. Y un homólogo suyo, que probablemente le desveló su verdadera naturaleza.
—Habrías sido la segunda…
Las palabras de Goran la retrotrajeron.
—¿Qué?
—Si no lo hubieras detenido, Ronald te habría matado como hizo hace tantos años con Billy Moore.
En ese momento extrajo un sobre del bolsillo interior del abrigo y se lo tendió.
—Creo que tienes derecho a verlo…
Mila cogió el sobre de papel y lo abrió. En el interior estaban las fotos que Ronald había sacado mientras la buscaba en el refectorio. En un rincón de una de aquellas imágenes estaba ella, acurrucada debajo la mesa, con el miedo instalado en sus ojos.
—No soy muy fotogénica —intentó desdramatizar. Pero Goran se percató de que la había afectado.
—Esta mañana Roche ha decretado romper filas durante veinticuatro horas… O, al menos, hasta que aparezca el próximo cadáver.
—No quiero unas vacaciones, hay que encontrar a la sexta niña —protestó Mila—. ¡Ella no puede esperar!
—Creo que el inspector jefe lo sabe… Pero me temo que está intentando jugar otra carta.
—La recompensa —se apresuró a decir ella.
—También podría dar frutos inesperados.
—¿Y las búsquedas en los registros profesionales de los médicos? ¿Y la teoría de que Albert pueda ser uno de ellos?
—Una pista débil. En realidad, nadie creía en ella en un principio. Del mismo modo que no confío en que podamos obtener nada de la investigación sobre los fármacos con que mantiene con vida a la niña. Nuestro hombre puede haberlos conseguido de muchas maneras. Es intuitivo e inteligente, no lo olvides.
—Por lo que parece, mucho más que nosotros —repuso Mila con resentimiento.
Goran no se ofendió.
—He venido a sacarte de aquí, no a discutir contigo.
—¿A sacarme? ¿Qué piensa hacer?
—Te llevo a cenar… Y, a propósito, me gustaría que empezaras a tutearme.
Una vez fuera del hospital, Mila insistió en pasar por el Estudio: quería lavarse y cambiarse de ropa. Una y otra vez se repetía que si el jersey no hubiera sido agujereado por la bala y el resto de su ropa no estuviera manchada de sangre a causa de la herida, llevaría lo que ya tenía puesto. Pero, en realidad, aquella inesperada invitación a cenar la había alterado, y no quería apestar a sudor y a tintura de yodo.
El acuerdo tácito con el doctor Gavila —aunque debía acostumbrarse a llamarlo ya por su nombre— fue que esa no tenía que considerarse una salida de placer y que, después de cenar, ella volvería en seguida al Estudio para retomar el trabajo. No obstante, aunque eso le provocaba un sentimiento de culpa por la sexta niña, no podía dejar de sentir cierta complacencia por la invitación.
No podía ducharse a causa de la herida, así que se lavó cuidadosamente por partes, hasta agotar el agua caliente del pequeño calentador.
Se puso un jersey de cuello alto, negro. Los únicos vaqueros de repuesto resultaron demasiado ajustados en el trasero, pero no tenía elección. Su chaqueta de piel estaba rasgada a la altura del hombro izquierdo, donde se disparó con el revólver, por lo que no podía utilizarla. Para su gran sorpresa, sin embargo, sobre su catre del dormitorio había una parka de color verde militar con una nota: «Aquí, el frío mata más que las balas. Bien venida. Tu amigo Boris».
Se sintió profundamente agradecida hacia él. Sobre todo porque Boris había firmado como «amigo», lo que le resolvía toda duda sobre el hecho de que quisiera salir con ella. Encima de la parka también había una caja de caramelitos de menta: la contribución de Stern a aquel gesto de amistad.
Hacía años que no vestía un color diferente del negro. La parka verde, en cambio, le sentaba bien; incluso era de su talla. Cuando la vio bajar del Estudio, Goran no pareció reparar en su nuevo aspecto. Él, que solía ir siempre bastante desaliñado, probablemente tampoco se fijaba en el aspecto de los demás.
Fueron andando hasta el restaurante. Resultó un paseo agradable y, gracias al regalo de Boris, Mila no pasó frío.
El cartel del asador prometía jugosos bistecs de carne argentina. Se sentaron a una mesa para dos, junto a la ventana. Afuera, la nieve lo cubría todo, y un cielo rojizo y brumoso anunciaba más para esa noche. En el interior del local la gente conversaba y sonreía, despreocupada. Una música de jazz calentaba la atmósfera y sonaba de fondo en las conversaciones inocentes.
En la carta, todo parecía bueno, y Mila tardó un poco en decidirse. Al final optó por un filete de ternera muy hecho y unas patatas al horno con abundante romero. Goran tomó un entrecot y ensalada de tomates. Ambos pidieron agua con gas para beber.
Mila no tenía ni idea de qué hablarían: si de trabajo o de sus vidas. La segunda opción, aunque interesante, la incomodaba. Pero primero tenía una curiosidad que satisfacer.
—¿Cómo fue, en realidad?
—¿A qué te refieres?
—Roche quería echarme de la investigación, pero después cambió de idea… ¿Por qué?
Goran tardó, pero al final se decidió.
—Lo sometimos a votación.
—¿A votación? —se sorprendió ella—. Entonces, ganó el sí.
—No había un gran margen para el no, realmente.
—Pero… ¿Cómo?
—También Sarah Rosa votó a favor de tu permanencia —dijo él, intuyendo el motivo de su reacción.
Mila estaba aturdida.
—¡Hasta mi peor enemiga!
—No deberías ser tan dura con ella.
—En realidad, pensaba que era al contrario…
—Es un momento malo para Rosa: se está separando de su marido.
Mila estuvo a punto de decir que los había visto discutir la otra tarde bajo el Estudio, pero se contuvo para no parecer demasiado indiscreta.
—Lo siento.
—Cuando hay hijos de por medio, nunca es fácil.
A Mila le pareció que la referencia iba más allá de Sarah Rosa, y que quizá Goran hablaba por propia experiencia.
—La hija de Rosa ha empezado a padecer un grave trastorno alimentario, con el resultado de que sus padres siguen viviendo bajo el mismo techo por ella. Te dejo imaginar los efectos de una convivencia como esa…
—¿Y eso la autoriza a tenérmela jurada?
—Como recién llegada, además de única otra «hembra» de la manada, eres el blanco más fácil para ella. Está claro que no puede desahogarse con Boris o con Stern, pues los conoce desde hace años…
Mila se sirvió un poco de agua mineral, luego dirigió su curiosidad hacia los demás colegas.
—Querría conocerlos suficientemente como para saber cómo debo comportarme con ellos —dijo.
—Bueno, en mi opinión, de Boris no hay mucho que decir: es justo lo que parece.
—En efecto —admitió Mila.
—Podría decirte que estuvo en el ejército, donde se convirtió en un profesional de las técnicas de interrogatorio. Lo he visto a menudo en acción, pero cada vez me deja de nuevo con la boca abierta. Sabe entrar en la cabeza de cualquiera.
—No creía que fuera tan bueno.
—Pues lo es. Hace un par de años arrestaron a un tipo porque era sospechoso de haber matado y ocultado los cadáveres de la pareja de tipos con los que vivía. Deberías haberlo visto: estaba frío, calmado. Después de dieciocho horas de interrogatorio en el que cinco agentes se habían relevado para mantenerlo bajo presión, no había admitido nada. Entonces llega Boris, entra en la habitación, se queda con él veinte minutos y el tipo lo confiesa todo.
—¡Vaya! ¿Y Stern?
—Stern es un buen hombre. Es más, creo que esta expresión ha sido acuñada a propósito para él. Está casado desde hace treinta y siete años. Tiene dos hijos varones, gemelos, ambos reclutas en la marina.
—Me parece un tipo tranquilo. Me he dado cuenta de que también es muy religioso.
—Va a misa todos los domingos, y canta en el coro.
—¡Además, en mi opinión, sus trajes son lo más: hacen que parezca el protagonista de un telefilme de los setenta!
Goran se rio, estaba de acuerdo. Luego se puso serio cuando añadió:
—Su mujer, Marie, ha estado durante cinco años en diálisis, a la espera de un riñón que no llegaba. Hace dos años, Stern le dio uno de los suyos.
Sorprendida y admirada, Mila se quedó sin palabras.
Goran prosiguió:
—Ese hombre ha renunciado a una buena mitad del tiempo que le quedaba de vida para que ella tuviera al menos una esperanza.
—Debe de estar muy enamorado.
—Sí, creo que sí… —dijo Goran, con una pizca de amargura que no evitó.
En ese momento llegaron los platos. Ambos comieron en silencio, sin que la falta de diálogo pesara en absoluto, como dos personas que se conocen tan bien que no necesitan llenar constantemente los vacíos de palabras para no sentirse incómodos.
—Tengo que decirte algo —retomó Mila hacia el final de la cena—. Pasó cuando llegué, la segunda noche que estuve en el motel donde estaba antes de trasladarme al Estudio.
—Te escucho…
—Quizá no fuera nada, o puede que sólo se tratara de una sensación mía, pero… me pareció que alguien me seguía mientras cruzaba la plaza.
—¿Qué significa que te pareció?
—Que copiaba mis pasos.
—¿Y por qué iba a seguirte alguien?
—Por eso no se lo he dicho a nadie. También a mí me parece absurdo. Quizá sólo lo imaginé…
Goran registró esa información y guardó silencio.
Entonces llegó el café y Mila miró el reloj.
—Me gustaría ir a un sitio —dijo.
—¿A estas horas?
—Sí.
—De acuerdo. Entonces, pediré la cuenta.
Mila se ofreció a pagar a escote, pero él se mostró inamovible, reivindicando su deber de pagar por haberla invitado. Con su típico —y casi pintoresco— desorden, junto a los billetes, monedas y notas, llevaba en el bolsillo unos globos de colores.
—Son de mi hijo Tommy, me los mete en los bolsillos.
—Ah, no sabía que estuvieras… —fingió ella.
—No, no lo estoy —se apresuró a decir él, bajando la mirada. Después añadió—: Ya no.
Mila nunca había asistido a un funeral nocturno. El de Ronald Dermis era el primero; se decidió así por razones de orden público. Para ella, la idea de que alguien pudiera vengarse en un cadáver era tan lúgubre como ese mismo acontecimiento.
Los sepultureros estaban trabajando alrededor de la fosa. No tenían excavadora, el terreno estaba helado, y cavar resultaba difícil además de fatigoso. Eran cuatro y se turnaban cada cinco minutos, dos cavando y otros dos iluminando el lugar con linternas. De vez en cuando, alguien imprecaba a causa de aquel maldito frío y, para calentarse, se pasaban una botella de Wild Turkey.
Goran y Mila observaban la escena en silencio. La caja que contenía los despojos de Ronald todavía estaba en el furgón. Algo más allá, se veía la lápida que pondrían al final: ningún nombre, ninguna fecha, sólo un número progresivo. Y una pequeña cruz.
En ese momento, en la cabeza de Mila reapareció la escena de la caída de Ronald desde la torre. Mientras se precipitaba, ella no había visto en su rostro miedo alguno, ningún estupor. Era como si, en el fondo, no le doliera morir. Quizá también él, como Alexander Bermann, prefería esa solución. Ceder al deseo de destruirse para siempre.
—¿Todo bien? —le preguntó Goran, penetrando en su silencio.
Mila se volvió hacia él.
—Todo bien.
Justo entonces le pareció ver a alguien detrás de un árbol del cementerio. Miró de nuevo y reconoció a Feldher. Al parecer, el funeral secreto de Ronald no era tan secreto.
El peón vestía un chaquetón de lana de cuadros y tenía entre las manos una lata de cerveza, como si estuviera brindando por última vez a la salud del viejo amigo de infancia, aunque probablemente hacía años que no lo veía. Mila creyó que era algo positivo: también en el lugar en que se entierra el mal puede haber espacio para la piedad.
Si no hubiera sido por Feldher, por su ayuda involuntaria, no estarían allí. También a él se debía el mérito de haber detenido a aquel asesino en serie en potencia, como lo había definido Goran. A saber a cuántas víctimas potenciales había salvado.
Cuando sus miradas se cruzaron, Feldher aplastó la lata y se encaminó hacia la camioneta estacionada allí cerca. Volvería a la soledad de su casa en el vertedero, al té frío en vasos desparejados, al perro de color rojizo, a esperar que esa misma muerte anónima también se presentara algún día en su puerta.
El motivo que había empujado a Mila a querer asistir al apresurado funeral de Ronald estaba ligado, probablemente, a la frase que Goran le había dicho en el hospital: «Si no lo hubieras detenido, Ronald te habría matado como hizo hace tantos años con Billy Moore».
Y, quién sabe, quizá después de ella habría continuado.
—La gente no lo sabe, pero según nuestras estadísticas hay actualmente entre seis y ocho asesinos en serie activos en el país. Sin embargo, nadie los ha localizado todavía —dijo Goran mientras los sepultureros hacían descender la caja de madera.
Mila se quedó asombrada.
—¿Cómo es eso posible?
—Porque golpean al azar, sin un esquema. O porque todavía nadie ha logrado relacionar entre sí homicidios aparentemente diferentes. O, en definitiva, porque las víctimas no son merecedoras de una detallada investigación… Por ejemplo, una prostituta es encontrada en un foso. En la mayoría de los casos, el culpable ha sido el crimen organizado o su chulo, o bien un cliente. Teniendo en cuenta los riesgos de la profesión, diez prostitutas asesinadas constituyen una media aceptable, y no siempre componen una casuística de asesinatos en serie. Es difícil de aceptar, lo sé, pero desafortunadamente es así.
Una ráfaga de viento levantó remolinos de nieve y polvo. Mila sintió un escalofrío, y se abrigó aún más con la parka.
—¿Qué sentido tiene todo esto? —preguntó. La cuestión, en realidad, escondía una invocación. No tenía nada que ver con el caso que los ocupaba, ni con la profesión que habían elegido. Era una plegaria, un modo de rendirse a la incapacidad de comprender ciertas dinámicas del mal, pero también una desconsolada solicitud de salvación. Y, en realidad, ella no esperaba respuesta alguna.
Pero Goran habló.
—Dios es silencioso. El diablo susurra…
Ninguno de los dos dijo nada más.
Los sepultureros empezaron a cubrir la fosa con la tierra congelada. En el cementerio sólo retumbaban los golpes de las palas. Luego sonó el móvil de Goran. No le dio tiempo a sacarlo del bolsillo del abrigo, cuando empezó a sonar también el de Mila.
No era necesario contestar para saber que había sido encontrada la tercera niña.