2

El profesor de música había hablado.

Pero no fue eso lo que la afectó. No era la primera vez. Muchos individuos solitarios dan voz a sus propios pensamientos cuando se sienten protegidos por las paredes de sus casas. También Mila hablaba sola cuando estaba en casa.

No. La novedad era otra. Y era esa la que la recompensaba por una semana entera de vigilancia, helándose dentro de su coche, constantemente aparcado frente a la casa marrón, escudriñando con unos pequeños prismáticos el interior, los desplazamientos de aquel hombre de unos cuarenta años, gordo y lechoso, que se movía tranquilo en su pequeño y ordenado universo, siempre repitiendo los mismos gestos, como si fueran la trama de una telaraña que, no obstante, sólo él conocía.

El profesor de música había hablado. Pero la novedad era que, esta vez, había dicho un nombre.

Mila lo había visto brotar, letra a letra, de sus labios: Pablo. Era la confirmación, la clave para acceder a ese mundo misterioso. Ahora lo sabía.

El profesor de música tenía un huésped.

Hasta apenas diez días antes, Pablo era sólo un niño de ocho años de cabellos castaños y ojos avispados al que le encantaba recorrer el barrio con su monopatín. Y una cosa era cierta: si Pablo tenía que hacer un recado para su madre o para su abuela, iba con el monopatín. Se pasaba las horas encima de aquella cosa, calle arriba y calle abajo. Para los vecinos que lo veían pasar por delante de sus ventanas, el pequeño Pablito —como todos lo llamaban— era como una de aquellas imágenes ya integradas en el paisaje.

Quizá también por eso nadie había visto nada esa mañana de febrero en el pequeño barrio residencial donde todos se conocían por el nombre y todas las casas y las vidas se parecían.

Un Volvo verde familiar —el profesor de música debía de haberlo elegido a propósito porque era similar a tantos otros coches estacionados en la zona— apareció en la calle desierta. El silencio de un normalísimo sábado por la mañana fue roto solamente por el lento crujir del asfalto bajo los neumáticos y el monótono roce de un monopatín que ganaba velocidad progresivamente… Pasaron largas horas antes de que alguien se percatara de que entre los sonidos de ese sábado faltaba algo. Ese roce. Y de que el pequeño Pablo, en una mañana de gélido sol, fue tragado por una sombra huidiza que ya no quiso devolverlo, separándolo de su querido monopatín.

Esa tabla con cuatro ruedas había acabado yaciendo inmóvil en medio del bullicio de los agentes de policía que, justo después de la denuncia, habían tomado posesión del barrio.

Eso había sucedido apenas diez días antes.

Y podía ser ya demasiado tarde para Pablo: tarde para su frágil psique de niño; tarde para despertarse sin traumas de su feo sueño.

Ahora el monopatín estaba en el maletero del coche de la policía, junto a otros objetos, juegos, ropa. Restos que Mila olfateó en busca de una pista que seguir, y que la condujeron a aquella madriguera marrón. Hasta el profesor de música, que enseñaba en un instituto superior y tocaba el órgano en la iglesia los domingos por la mañana. El vicepresidente de la asociación musical, que todos los años organizaba un pequeño festival mozartiano. El anónimo y tímido solterón con gafas, una calvicie incipiente y las manos sudadas y blandas.

Mila lo había observado bien. Porque ese era su fuerte.

Había ingresado en la policía con un objetivo preciso y, recién salida de la academia, se había dedicado a él con todas sus energías. No le interesaban los criminales y mucho menos la ley. No era por eso por lo que acechaba incesantemente cada rincón donde anida la sombra, donde se pudre quieta la existencia.

Cuando leyó el nombre de Pablo en los labios de su carcelero, Mila sintió una punzada en la pierna derecha. Quizá era por las muchas horas pasadas en el coche, esperando esa señal. Quizá también por la herida en el muslo, que había necesitado un par de puntos de sutura.

«Después volveré a curármela», se propuso. Después, sin embargo. Y en ese momento, formulando ese pensamiento, Mila ya había decidido que entraría en esa casa para romper el hechizo y terminar con la pesadilla.

—Agente Mila Vasquez a Central: localizado sospechoso del secuestro del pequeño Pablo Ramos. El edificio es una casa marrón en el número 27 de la avenida Alberas. Posible situación de peligro.

—Está bien, agente Vasquez, mandamos un par de patrullas hacia tu posición; tardarán al menos treinta minutos.

Demasiado.

Mila no los tenía. Pablo no los tenía.

El terror de enfrentarse a las palabras «ya era demasiado tarde» la empujó a moverse hacia la casa.

La voz en la radio se oía ya como un eco lejano, y ella —revólver en mano, bajo, a la altura de la cintura, mirada atenta, pasos cortos y veloces— alcanzó rápidamente la valla color ceniza que enmarcaba sólo la fachada posterior del chalet.

Un enorme plátano blanco se recortaba a un lado de la casa. Las hojas cambiaban de color según soplaba el viento, mostrando su perfil argénteo. Mila llegó a la cancela de madera de la parte de atrás, apretó su cuerpo contra la empalizada y escuchó. De vez en cuando le llegaban ráfagas de notas de una canción de rock, tal vez arrastradas por el viento desde algún lugar del vecindario. Mila se asomó por encima de la cancela y vio un jardín bien cuidado, con una cabaña para herramientas y una manguera de goma roja que serpenteaba por la hierba hasta un rociador. Muebles de plástico y una barbacoa de gas. Todo tranquilo. Una puerta de cristales esmerilados de color malva. Mila alargó un brazo hasta el otro lado de la cancela y levantó el pestillo delicadamente. Las bisagras chirriaron, y ella abrió sólo lo suficiente como para cruzar el umbral del jardín.

Volvió a cerrar para que nadie desde dentro se percatara de cambio alguno al mirar hacia afuera; todo tenía que permanecer como estaba. Después se encaminó como le habían enseñado en la academia, posando atentamente los pies sobre la hierba —sólo con las puntas, sin dejar huellas—, lista para disparar si se presentaba la necesidad. Al cabo de pocos instantes se encontró junto a la puerta de servicio, del lado desde donde era imposible hacer sombra si se asomaba para mirar hacia el interior de la casa. Y eso fue lo que hizo. Los cristales esmerilados no le permitieron distinguir el escenario pero, por el perfil de los muebles, intuyó que debía de tratarse del comedor. Mila deslizó la mano hacia la manija, que se encontraba del lado de la puerta. La agarró y empujó hacia abajo. La puerta se abrió.

Estaba abierta.

El profesor de música debía de sentirse seguro en la madriguera que había preparado para sí mismo y para su prisionero. Dentro de poco, Mila también descubriría por qué.

El suelo de linóleo gemía a cada paso bajo la goma de las suelas. Se esforzó en no hacer demasiado ruido, pero después decidió quitarse las zapatillas deportivas y dejarlas al lado de un mueble. Descalza, llegó al umbral del pasillo y lo oyó hablar…

—También necesitaría papel de cocina. Y ese producto para lustrar la cerámica… Sí, ese mismo… Tráigame también seis cajas de caldo de pollo, azúcar, una guía de televisión y un par de paquetes de cigarrillos light, la marca de siempre…

La voz provenía del cuarto de estar. El profesor de música estaba haciendo la compra por teléfono. ¿Estaba demasiado ocupado para salir de casa, o bien no quería alejarse, prefería quedarse para controlar cada movimiento de su huésped?

—Sí, el número 27 de la avenida Alberas, gracias. Y traiga cambio de cincuenta porque no tengo otros billetes en casa.

Mila siguió la voz, pasando por delante de un espejo que le devolvió su imagen deformada, como los de los parques de atracciones. Cuando llegó junto a la entrada de la habitación, dobló hacia arriba los brazos con el revólver, tomó aliento e irrumpió en el umbral. Esperaba sorprenderlo, quizá de espaldas, con el auricular todavía en la mano y junto a la ventana. Un perfecto blanco de carne…

… Que no estaba.

El cuarto de estar estaba vacío, el auricular perfectamente colocado sobre el aparato.

Comprendió que nadie había llamado por teléfono desde esa habitación cuando sintió los fríos labios de una pistola apoyarse en su nuca como un beso.

Estaba a su espalda.

Mila maldijo para sí, sintiéndose imbécil. El profesor de música había preparado bien su guarida. La cancela del jardín que chirriaba y el suelo de linóleo que gemía eran las alarmas para señalar la presencia de intrusos. Luego la falsa llamada, como un anzuelo para atraer a su presa. El espejo «deformante» para colocarse a su espalda sin ser visto. Todo formaba parte de la trampa.

Sintió que alargaba el brazo más allá de ella hasta cogerle el revólver. Mila lo soltó.

—Puedes dispararme, pero no tienes escapatoria. Mis compañeros estarán aquí en seguida. No puedes librarte, te conviene rendirte.

Él no contestó. Por el rabillo del ojo, casi le pareció verlo. ¿Era posible que estuviera sonriendo?

El profesor de música retrocedió. El cañón del arma se apartó de Mila, pero ella aún podía notar esa prolongación de atracción magnética entre su cabeza y la bala en el obturador. Luego el hombre la rodeó y por fin se dejó ver. La miró durante un largo instante, sin verla. Había algo en el fondo de sus ojos que a Mila le pareció la antecámara de las tinieblas.

El profesor se volvió, dándole la espalda sin ningún temor. Mila lo vio dirigirse con seguridad hacia el piano adosado a la pared. Al llegar frente al instrumento, el hombre se sentó en el taburete, observó el teclado y dejó las armas en el extremo izquierdo.

Levantó las manos y, después de un instante, las dejó caer encima de las teclas.

Mientras el Nocturno n.º 20 en do menor de Chopin se esparcía por la habitación, Mila respiraba con fuerza, la tensión se derramaba a través de los tendones y de los músculos del cuello. Los dedos del profesor de música se deslizaban con gracia y agilidad sobre el teclado. La dulzura de las notas obligó a Mila a contemplar aquella ejecución, como si estuviera hipnotizada.

Se esforzó en volver en sí y deslizó hacia atrás los talones descalzos, lentamente, hasta encontrarse de nuevo en el pasillo. Tomó aliento, tratando de ralentizar los latidos de su corazón. Luego empezó a buscar rápidamente por las habitaciones, perseguida por la melodía. Las inspeccionó una a una. Un estudio. Un baño. Una despensa.

Hasta llegar a la puerta cerrada.

Empujó la hoja con el hombro. La herida en el muslo le dolió y concentró el peso en el deltoides. La madera cedió.

La tenue luz del pasillo irrumpió en la habitación, cuyas ventanas parecían tapiadas. Mila siguió el reflejo en la oscuridad hasta cruzarse con dos ojos líquidos que le devolvieron la mirada, petrificados. Pablito estaba allí, en la cama, con las piernas acurrucadas contra el delgado tórax. Sólo llevaba puestos unos calzoncillos y una camiseta. Estaba tratando de adivinar si era alguien a quien tenerle miedo, si Mila formaba parte de su pesadilla. Ella le dijo lo que siempre decía cuando encontraba a un niño:

—Tenemos que irnos.

Él asintió, le tendió los brazos y se agarró a ella. Mila tenía el oído puesto en la música, que mientras tanto continuaba, la perseguía. Temía que esa pieza no durara lo suficiente y que no tuviera tiempo de salir de la casa. Una nueva ansiedad se adueñó de ella. Estaba arriesgando su vida y la del rehén. Y ahora tenía miedo. Miedo de equivocarse de nuevo. Miedo de tropezar en el último paso, el que la llevaría fuera de esa maldita madriguera. O de descubrir que la casa nunca la dejaría salir, que se cernería sobre ella como una telaraña y la mantendría prisionera para siempre.

Pero, en cambio, la puerta se abrió y se vieron fuera, a la luz pálida pero tranquilizadora del día.

Cuando ya los latidos de su corazón se ralentizaron, y pudo perder interés en el revólver que había dejado en la casa y apretar a Pablo contra sí, haciendo las veces de escudo con su cuerpo cálido para tranquilizarlo, el pequeño se acercó a su oído y le susurró:

—¿Y ella no viene?

Los pies de Mila se clavaron en el suelo, pesados de repente. Se tambaleó, pero no perdió el equilibrio.

Lo preguntó sin saber por qué, con la sola fuerza de una aterradora conciencia:

—¿Dónde está ella?

El niño levantó el brazo y con un dedo señaló la segunda planta. La casa la miraba con sus ventanas y se reía, socarrona, con la misma puerta abierta que poco antes los había dejado marchar.

Fue entonces cuando el miedo se desvaneció por completo. Mila recorrió los últimos metros que la separaban de su coche, acomodó al pequeño Pablo en el asiento y le dijo con el tono solemne de una promesa:

—Vuelvo en seguida.

Después volvió a dejarse engullir por la casa.

Se encontró al pie de la escalera. Miró hacia arriba, sin saber qué encontraría allí. Empezó a subir, agarrándose al pasamanos. Las notas de Chopin continuaban, impertérritas, siguiéndola también en esa exploración. Los pies se le hundían en los escalones, las manos se le pegaban a la balaustrada, que a cada paso parecía querer retenerla.

De pronto, la música cesó.

Mila se detuvo, con los cinco sentidos en alerta. Luego la seca percusión de un disparo, un estruendo sordo y las notas inarticuladas del piano, bajo el peso del cuerpo del profesor de música que se derrumbó sobre el teclado. Mila continuó subiendo más de prisa hasta el piso superior. No podía estar segura de que no se tratara de otro engaño. La escalera se curvó y el descansillo se dilató en un estrecho corredor revestido de una espesa moqueta. Al fondo, una ventana. Frente a ella, un cuerpo humano. Frágil, delgado, a contraluz: con los pies sobre una silla, el cuello y los brazos tendidos hacia un lazo que colgaba del techo. Mila la vio mientras intentaba meter la cabeza por la cuerda y gritó. También ella la vio, e intentó acelerar la operación. Porque así se lo había dicho él, porque así se lo había enseñado: «Si ellos vienen, debes matarte».

«Ellos» eran los demás, el mundo exterior, los que no podían entender, los que nunca habrían perdonado.

Mila se lanzó hacia la chica con la desesperada intención de detenerla. Y cuanto más se acercaba, más le parecía correr hacia atrás en el tiempo.

Muchos años antes, en otra vida, aquella muchacha había sido una niña.

Mila recordaba su foto a la perfección. La había estudiado bien, rasgo a rasgo, recorriendo con la mente cada pliegue, cada línea de expresión, catalogando y repitiendo cada señal particular, hasta la más mínima imperfección de la piel.

Y aquellos ojos. De un azul jaspeado, vivaz, capaces de conservar intacta la luz del flash. Los ojos de una niña de diez años, Elisa Gomes. La foto se la había hecho su padre. Una imagen robada en un día de fiesta, mientras ella estaba ocupada en abrir un regalo y no la esperaba. Mila también había imaginado la escena, con el padre llamándola para que se volviera y sacarle así la foto por sorpresa. Y Elisa volviéndose hacia él, sin tiempo a sorprenderse. En su expresión se había inmortalizado un instante, algo que a simple vista es imperceptible. El origen milagroso de una sonrisa, antes de que se abra y brote de los labios o se ilumine en la mirada como una estrella naciente.

Por eso la policía no se había asombrado cuando los padres de Elisa Gomes le dieron precisamente esa foto cuando Mila les pidió una imagen reciente. No era la foto más adecuada, porque la expresión de Elisa no era natural, y eso la hacía casi inservible para imaginar cómo podría cambiar su cara con el paso del tiempo. Los demás colegas asignados a la investigación se quejaron, pero a Mila no le importó porque en aquella foto había algo, una energía, y eso era lo que debía buscar. No un rostro entre los rostros, una niña entre muchas. Sino aquella niña, con aquella luz en los ojos. Siempre que mientras tanto no hubiera alguien decidido a apagarla…

Mila la agarró a tiempo, rodeándole las piernas con los brazos antes de que se dejara caer de la cuerda con todo su peso. Ella pataleó, se sacudió, intentó gritar…, hasta que Mila la llamó por su nombre.

—Elisa —dijo con infinita dulzura.

Y ella se reconoció a sí misma.

Había olvidado quién era. Años de prisionera le habían extirpado la identidad, un pedacito cada día. Hasta que se convenció de que aquel hombre era su familia, porque el resto del mundo la había olvidado. El resto del mundo nunca la habría salvado.

Elisa miró a Mila a los ojos con estupor. Se calmó y se dejó salvar.