Una profunda oscuridad.
Perfecto diafragma entre el sueño y la vigilia. La fiebre ha subido. La siente en las mejillas encarnadas, en las piernas doloridas, en el estómago que le hierve.
No sabe cuándo empiezan y cuándo acaban sus días, si hace horas o semanas que está allí tumbada. El tiempo no existe en la barriga del monstruo que se la ha tragado: se dilata y se contrae, como un estómago que digiere lentamente la comida. Y no sirve. Allí el tiempo no sirve de nada. Porque no es capaz de contestar a la más importante de las preguntas: «¿Cuándo acabará?»
La privación del tiempo es el peor de sus castigos. Más que el dolor en el brazo izquierdo, que se irradia a veces hacia el cuello y le comprime las sienes hasta hacerla desfallecer. Porque hay algo que ya es evidente.
Todo eso es un castigo.
Pero ella no sabe exactamente por qué pecado está siendo Castigada.
«Quizá haya sido mala con mamá o con papá, tengo rabietas demasiado a menudo, nunca quiero beberme la leche, y la tiro a hurtadillas cuando no me ven. Quise que me compraran un gato con la promesa de que siempre me ocuparía de él, pero después de conocer a Houdini les pedí un perro y se enfadaron mucho y me dijeron que no podíamos abandonar al gato, y yo traté de hacerles entender que Houdini no me quiere para nada. O quizá sea porque no he sacado buenas notas en la escuela, este año la primera cartilla de notas ha sido un desastre, y tengo que recuperar en geografía y en dibujo. O a lo mejor ha sido por los tres cigarrillos que me fumé a escondidas en el tejado del gimnasio junto a mi primo, pero yo no me tragué el humo, no; o puede que sea por los broches con forma de mariquita que robé en la tienda, juro que sólo lo hice aquella vez, y soy muy testaruda, sobre todo con mamá, que siempre quiere decidir qué vestidos tengo que ponerme, y no entiende que ya soy mayor y que las cosas que me compra no me gustan porque ya tenemos gustos diferentes…»
Cuando está despierta, sigue pensando en una explicación, buscando un motivo que justifique lo que está ocurriéndole. Así llega a imaginarse las cosas más absurdas. Pero cada vez que le parece que por fin ha encontrado una razón, esta se derrumba como un castillo de naipes porque su castigo es demasiado grave para la culpa.
Otras veces, en cambio, se enfada porque mamá y papá todavía no han ido a rescatarla.
«¿Qué esperan para liberarme? ¿Ya se han olvidado de que tienen una hija?»
Luego, en cambio, se arrepiente. Y de nuevo empieza a llamarlos con el pensamiento, con la esperanza de poseer algún poder telepático. Es el último recurso que le queda.
También hay momentos en que se convence de haber muerto.
«Sí, he muerto y me han enterrado aquí abajo. En realidad, no logro moverme porque estoy en un ataúd. Me quedaré aquí para siempre…»
Pero luego vuelve el dolor a recordarle que está viva. Ese dolor que es a la vez una condena y una liberación. La arranca del sueño y la devuelve a la realidad. Como ahora.
Un líquido caliente se desliza por el interior de su brazo derecho. Lo siente. Es agradable. Huele a medicina. Alguien está cuidando de ella. Pero no sabe si tiene que estar contenta por eso o no, porque eso significa dos cosas. La primera es que no está sola. La segunda es que no sabe si la que tiene al lado es una presencia buena o mala.
Ha aprendido a esperarla. Sabe cuándo se manifestará. Por ejemplo, ha entendido que el cansancio que la invade a cada momento y el sueño en que se precipita de repente no son determinados autónomamente por su organismo. Es una droga que le entorpece los sentidos.
Sólo le hace efecto cuando viene.
Se sienta junto a ella y la alimenta pacientemente con una cuchara. El sabor es dulce, y no hay necesidad de masticar. Luego le da a beber agua. Nunca la toca, nunca le dice nada. En cambio, ella querría hablar, pero sus labios se niegan a formar las palabras y su garganta a emitir los sonidos necesarios. A veces, siente esa presencia moverse a su alrededor. A veces le parece que está allí, inmóvil, mirándola.
Un nuevo pinchazo. Un grito estrangulado que rebota contra las paredes de su prisión. Y la vuelve en sí.
Es entonces cuando se da cuenta.
En la oscuridad se aloja ahora una pequeña luz, lejana. Un puntito rojo ha aparecido de repente para limitar su breve horizonte. ¿Qué es? Trata de verlo mejor, pero no lo consigue. Luego siente algo bajo la mano derecha. Algo que antes no estaba. Un objeto con una consistencia basta e irregular. Parece hecho de escamas. Le da asco. Es rígido. Seguramente es un animal muerto. Querría echarlo, pero está fuertemente aferrado a la palma de su mano. Con las pocas fuerzas que le quedan, prueba a sacudírselo de encima. Pero al mover la muñeca, empieza también a solucionar ese misterio… No es un animal muerto. Es rígido porque está hecho de plástico. No se aferra a su mano, sino que simplemente está sujeto a la palma con cinta adhesiva. Y no está cubierto de escamas, sino de teclas.
Es un mando a distancia.
De repente todo le resulta claro. Le basta levantar un poco la muñeca, dirigir ese objeto hacia la lucecita roja y pulsar al azar un interruptor. La secuencia de ruidos que sigue le dice que no se ha equivocado. Primero un ruido seco. Luego la cinta que se rebobina velozmente. El sonido familiar del mecanismo de un reproductor de vídeo. Al mismo tiempo, frente a ella se ilumina una pantalla.
Por primera vez, la luz alumbra la habitación.
La rodean paredes altas de roca oscura. Y ella está tendida en lo que parece una cama de hospital, con las manijas y la espaldera de acero. Junto a ella hay un caballete con una fleboclisis que acaba en una aguja en su brazo derecho. El izquierdo está completamente cubierto por vendas muy apretadas que le inmovilizan todo el tórax. Sobre una mesa hay frasquitos de papilla infantil, y muchas, muchas medicinas. Más allá del televisor, en cambio, sigue reinando una oscuridad impenetrable.
Por fin la cinta del reproductor de vídeo acaba de rebobinarse. Se detiene de golpe y luego echa a andar, aunque más despacio. El rumor del audio anuncia el principio de una filmación. Poco después se oye una musiquilla alegre y estridente: el audio está ligeramente distorsionado. Luego la pantalla se llena de colores desenfocados. Aparece un hombrecillo con un peto azul y un sombrero de vaquero; incluso hay un caballo de largas patas. El hombrecillo intenta montarlo, pero no lo consigue. Los intentos se repiten y siempre acaban del mismo modo: con el hombrecillo que rueda por el suelo y el caballo que se ríe de él. Continúa así durante diez minutos. Luego los dibujos animados acaban, sin títulos de crédito. La cinta, en cambio, continúa corriendo. Cuando llega al final, se rebobina sola. Y empieza de nuevo. Siempre el hombrecillo. Siempre el caballo al que nunca logrará subirse. Sin embargo, ella sigue mirándolo. Aunque ya sabe cómo le irán las cosas a ese animal fastidioso.
Ella espera.
Porque eso es lo único que le queda. La esperanza. La capacidad de no entregarse completamente al horror. Quizá quien ha elegido esos dibujos animados para ella tenía otro objetivo, pero el hecho de que el hombrecillo no quiera rendirse y resista a pesar de los tropiezos y el dolor le infunde ánimo.
«¡Vamos, súbete a la silla!», le dice en su cabeza cada vez, antes de que el sueño vuelva de nuevo a apoderarse de ella.