Un cielo cubierto aliviaba lentamente de nieve sus nubes violáceas.
Mila logró encontrar un taxi después de haber esperado en la calle durante más de cuarenta minutos. Cuando se dio cuenta de adónde se dirigían, el taxista protestó. Dijo que estaba demasiado lejos y, por la noche y con ese tiempo, nunca encontraría a otro pasajero para el trayecto de vuelta. Sólo cuando Mila se ofreció a pagarle el doble de la carrera, el hombre aceptó llevarla.
Sobre el asfalto ya se acumulaban muchos centímetros de nieve, haciendo vano el trabajo de los hombres que esparcían la sal. Se circulaba sólo con cadenas y la marcha se resentía. En el taxi, el aire estaba viciado, y Mila reparó en los restos de un kebab con cebolla que descansaba sobre el asiento del copiloto. El olor se mezclaba con el de un ambientador de pino colocado justo sobre una de las salidas de la calefacción. Desde luego, no era una buena manera de recibir a los clientes.
Mientras atravesaban la ciudad, Mila pudo reordenar sus ideas. Estaba segura de la bondad de su teoría y, a medida que se acercaba al lugar adonde se dirigía, se fortalecía en su convicción. Pensó en llamar a Gavila para una confirmación, pero la batería de su móvil estaba casi agotada. Así, pospuso la llamada para el momento en que encontrara lo que buscaba.
Dejaron atrás la zona de los enlaces de autopista. Una patrulla de la policía detenía el tráfico en el peaje, obligando a los coches a volver atrás.
—¡Hay demasiada nieve, es peligroso! —repetían los agentes a los conductores.
Algunos camiones habían aparcado en el arcén de la carretera, con la esperanza de reemprender el viaje a la mañana siguiente.
El taxi evitó el bloqueo introduciéndose en una arteria secundaria; también se podía llegar al orfanato sin pasar por la autopista. Probablemente, en el pasado esa fuera la única manera de hacerlo, y el taxista, por suerte, la conocía.
Cuando llegaron, Mila le pidió al taxista que se detuviera cerca de la cancela; ni siquiera se le pasó por la cabeza pedirle que la esperara ofreciéndole dinero de nuevo. Estaba convencida de no estar equivocada, y que dentro de poco el lugar sería invadido de nuevo por sus colegas.
—¿No quiere que me quede hasta que haya acabado lo que tiene que hacer? —preguntó el hombre cuando se dio cuenta del estado de abandono de aquel lugar.
—No, gracias, puede irse.
El taxista no insistió, se encogió de hombros y dio media vuelta, dejando en el aire una breve estela de kebab con cebolla.
Mila saltó la cancela y recorrió la avenida de tierra hundiendo los pies en la nieve mezclada con barro. Sabía que los policías, por orden de Roche, habían levantado el campamento. También se habían llevado la autocaravana de la unidad móvil. No había nada en ese lugar que pudiera interesar a la investigación.
«Hasta esta noche», pensó ella.
Al llegar frente a la entrada principal vio que el portón, forzado por la irrupción de las unidades especiales, había sido cerrado con una cerradura nueva. Se volvió hacia la casa parroquial, sopesando si el padre Timothy aún estaría despierto.
Había llegado hasta allí, y no tenía más elección.
Se dirigió hacia la vivienda del cura. Llamó varias veces, hasta que una ventana se iluminó en la segunda planta. El padre Timothy se asomó poco después.
—¿Quién es?
—Padre, soy policía. Ya nos hemos visto antes, ¿recuerda?
El sacerdote trató de enfocarla mejor entre la espesa nieve.
—Sí, claro. ¿Qué quiere a estas horas? Pensaba que ya habían acabado aquí…
—Lo sé, perdóneme, pero necesitaría comprobar una cosa en la lavandería. ¿Me daría las llaves, por favor?
—Está bien, en seguida bajo.
Mila ya empezaba a preguntarse por qué tardaba tanto cuando, pasados unos minutos, lo oyó trastear al otro lado de la puerta mientras abría los cerrojos. El sacerdote apareció envuelto en una vieja chaqueta raída por los codos, con su usual expresión benévola en el rostro.
—Pero si está temblando…
—No se preocupe, padre.
—Pase dentro a secarse un poco mientras le busco las llaves. ¿Sabe?, han dejado un buen desorden al marcharse.
Mila lo siguió por la casa. El impacto del calor le provocó una inmediata sensación de bienestar.
—Estaba a punto de acostarme.
—Lo siento.
—No pasa nada. ¿Quiere una taza de té? Yo siempre me tomo una antes de dormir, me relaja.
—No, gracias. Querría regresar cuanto antes.
—Tómeselo, le sentará bien. Ya está preparado, sólo tiene que servírselo. Mientras tanto, yo le traeré las llaves.
Salió de la habitación y ella se dirigió hacia la cocina que el sacerdote le había indicado. En efecto, la tetera estaba sobre la mesa. Su perfume se esparcía con el vapor, y Mila no pudo resistirse. Se sirvió una taza y luego le echó abundante azúcar. Entonces recordó el miserable té frío que Feldher les había ofrecido a ella y a Boris en su casa del vertedero. Quién sabía de dónde sacaría el agua para prepararlo.
El padre Timothy volvió con un gran manojo de llaves. Todavía estaba buscando la que necesitaba.
—Mejor ahora, ¿verdad? —sonrió el cura, satisfecho por haber insistido.
Mila le devolvió la sonrisa:
—Sí, mucho mejor.
—Ya está: debería ser esta la que abre el portón principal… ¿Quiere que la acompañe?
—No, gracias —dijo ella, y en seguida vio que el sacerdote se relajaba—. Pero tendría que hacerme un favor de todos modos…
—Dígame.
Le tendió una tarjeta.
—Si dentro de una hora no he vuelto, llame a este número y pida ayuda.
El padre Timothy palideció.
—Creía que ya no había peligro.
—Sólo es una medida de precaución. En realidad no creo que me ocurra nada. Es sólo que no sé bien cómo moverme por el edificio: podría tener un accidente… Además, ahí dentro no hay luz.
En cuanto pronunció esa última frase, Mila se dio cuenta de que no había considerado esos detalles. ¿Cómo pensaba hacerlo? No había corriente eléctrica y el generador usado para los focos halógenos seguramente habría sido desmontado y trasladado con el resto del equipo.
—¡Vaya! —exclamó—. ¿No tendrá por casualidad una linterna?
—Lo siento, agente… Pero si lleva un teléfono móvil consigo, podría servirse de la luz de la pantalla.
No lo había pensado.
—Gracias por el consejo.
—No hay de qué.
Justo después, Mila salía de nuevo a la fría noche, mientras que a sus espaldas el cura cerraba uno a uno todos los cerrojos de la puerta.
Subió a lo largo de la cuesta y alcanzó de nuevo la entrada del orfanato. Introdujo la llave en la cerradura y oyó el eco de las vueltas que se perdía en la sala del otro lado. Empujó y luego cerró el enorme portón.
Estaba dentro.
Las palomas reunidas sobre el tragaluz saludaron su presencia con su frenético batir de alas. La pantalla del teléfono móvil emitía un débil resplandor verde que le permitía iluminar solamente una limitada porción de lo que tenía delante. Una oscuridad densa estaba al acecho en los confines de aquella burbuja de luz, lista para desbordarse, para invadirla de un momento a otro.
Mila trató de recordar el recorrido que conducía a la lavandería. Y echó a andar.
El ruido de sus pasos violaba el silencio. Su aliento se condensaba en el aire frío. En seguida se encontró en las cocinas y reconoció el perfil de las grandes calderas de hierro. Luego pasó por el refectorio, donde tuvo que prestar atención para esquivar las mesas de formica. A pesar de ello, impactó con la cadera contra una de ellas, lo que hizo caer una de las sillas que estaba apoyada encima. El ruido, amplificado por el eco, fue casi ensordecedor. Mientras la recolocaba en su sitio, Mila vio la embocadura que conducía a la planta inferior por la estrecha escalera de caracol. Se introdujo lentamente en aquellas tripas de piedra y bajó los peldaños, resbaladizos por la erosión del tiempo.
Finalmente, alcanzó la lavandería.
Desplazó el móvil para mirar a su alrededor. En la tina de mármol donde había sido hallado el cuerpo de Anneke alguien había puesto una flor. Mila recordó entonces la plegaria que habían rezado todos juntos en aquella sala.
Y empezó a buscar.
En primer lugar miró a lo largo de las paredes, recorriendo los zócalos con los dedos. Nada. Evitaba preguntarse cuánto resistiría la batería del móvil antes de descargarse. No tanto por la perspectiva de tener que volver atrás a oscuras, como por la idea de que sin aquella, aunque escasa, luz tardaría mucho más tiempo. Transcurrida una hora, el padre Timothy pediría ayuda, y ella quedaría como una verdadera estúpida. Debía apresurarse.
«¿Dónde está? —pensó—. Sé que está en alguna parte…»
Un fortísimo y repentino sonido hizo que le diera un vuelco el corazón. Pasaron unos instantes antes de que se percatara de que tan sólo se trataba del timbre de su teléfono.
Miró la pantalla y leyó: «Goran».
Apoyó el auricular en su oreja y respondió.
—¿No se ha quedado nadie en el Estudio? —dijo él—. Al menos he llamado diez veces durante la última hora.
—Boris y Stern han salido, pero Sarah Rosa debería estar allí.
—¿Y tú dónde estás?
Mila pensó que no tenía por qué mentirle. Aunque todavía no estaba completamente segura de su suposición, decidió informarle.
—Creo que Ronald nos estaba escuchando la otra noche.
—¿Y qué te hace pensar eso?
—He comparado su carta con las preguntas que usted se hizo durante nuestra plegaria. Parecen respuestas…
—Es una muy buena deducción…
El criminólogo no pareció en absoluto sorprendido; quizá él también había llegado a la misma conclusión. Mila se sintió un poco estúpida por haber creído que podía asombrarlo.
—Pero no has contestado a mi pregunta: ¿dónde estás ahora?
—Estoy buscando el micrófono.
—¿Qué micrófono?
—El que Ronald colocó en la lavandería.
—¿Estás en el orfanato?
Ahora, el tono de Goran era de alarma.
—Sí.
—¡Tienes que salir de ahí en seguida!
—¿Por qué?
—¡Mila, no hay ningún micrófono!
—Estoy segura de que…
Goran la interrumpió:
—¡Escucha: los agentes ya registraron el área, lo habrían encontrado!
En ese instante se sintió estúpida de veras. El criminólogo tenía razón: ¿era posible que hubiera sido tan idiota como para no pensar en ello? ¿Qué tenía en la cabeza?
—Y entonces, ¿cómo consiguió…? —no acabó la frase. Una imaginaria gota fría le resbaló a lo largo de la espalda.
«Estaba aquí».
—¡La oración sólo era un truco para que saliera al descubierto!
—¿Por qué no lo he pensado antes?
—¡Mila, sal de ahí, por el amor de Dios!
En ese momento se dio cuenta del riesgo que corría. Sacó su revólver y se encaminó a paso rápido hacia la salida, que al menos distaba doscientos metros de donde se encontraba; una distancia enorme para cubrir con aquella «presencia» en el orfanato.
—¿Por qué…? —se preguntó Mila en voz alta mientras subía la escalera de caracol hasta el refectorio.
Cuando advirtió que sus piernas flaqueaban y cedían, entendió la respuesta.
—El té…
Había interferencias en la línea. Oyó a Goran por el auricular que le preguntaba:
—¿Qué dices?
—El padre Timothy es Ronald, ¿verdad?
Interferencias. Ruidos. Más interferencias.
—¡Sí! Después de la muerte de Billy Moore, el padre Rolf ordenó sacar a todos los niños del orfanato antes de la verdadera fecha de cierre. Excepto a él. Hizo que se quedara a su lado porque tenía miedo de su naturaleza y esperaba conseguir mantenerlo bajo control.
—Creo que me ha drogado.
La voz de Goran era intermitente.
—¿… has dicho? No… te entien…
—Creo que… —trató de repetir Mila, pero las palabras se le disolvieron en la boca.
Cayó hacia adelante.
El auricular le resbaló de la oreja. El teléfono se le cayó de la mano y fue a parar debajo de una de las mesas. Los latidos de su corazón se aceleraban a causa del miedo, favoreciendo al mismo tiempo la propagación de la droga por el organismo. Los sentidos se le entorpecieron, pero todavía lograba oír a Goran que le decía desde el auricular, a unos metros:
—¡Mila! ¡Mila… respond…! ¿…sucede?
Cerró los ojos con el temor de no poder abrirlos nunca más. Entonces se dijo que no moriría en un sitio como ese.
—Adrenalina… Necesito adrenalina…
Sabía cómo proporcionársela. Todavía mantenía bien apretado el revólver en la mano derecha. Lo apuntó de modo que el cañón rozara el deltoides. Y disparó. El golpe laceró la piel de la chaqueta y arrancó la carne retumbando fuertemente en el vacío que la rodeaba. Dejó escapar un grito por el escozor, pero recobró el conocimiento.
Goran gritó claramente su nombre:
—¡Mila!
Se arrastró en dirección a la luz de la pantalla del móvil, lo agarró y respondió a Gavila:
—Todo va bien.
Se levantó y echó a andar. El esfuerzo que debía hacer para dar un solo paso era enorme. Le pareció que se encontraba en uno de esos sueños donde alguien te persigue y tú no puedes correr porque las piernas te pesan mucho, como si estuvieran sumergidas hasta las rodillas en un líquido denso.
La herida le palpitaba, pero no perdía mucha sangre. Había sabido calcular bien la trayectoria del disparo. Apretó los dientes y, paso tras paso, le pareció que la salida estaba cada vez más cerca.
—Si lo sabía, ¿por qué no arrestó en seguida a ese bastardo? —le gritó al móvil—. ¿Y por qué yo no he sido informada?
La voz del criminólogo era clara de nuevo:
—Lo siento, Mila. Queríamos que siguierais comportándoos de un modo natural con él, para que no sospechara. Lo estamos monitorizando a distancia. Hemos colocado detectores en su coche. Esperábamos que pudiera conducirnos hasta la sexta niña…
—Pero no lo ha hecho…
—Porque él no es Albert, Mila.
—Pero es peligroso de todos modos, ¿verdad?
Goran guardó silencio durante un largo instante: lo era.
—He dado la alarma, van hacia allí. Pero tardarán un poco: el cordón de vigilancia tiene un radio de un par de kilómetros.
«Hagan lo que hagan, será demasiado tarde», pensó Mila. Con aquella tormenta y la droga que circulaba por su organismo mermándole las fuerzas, no albergaba esperanzas. Y lo supo. ¡Debería haberle hecho caso a aquel taxista de las narices cuando trató de disuadirla de que fuera hasta allí! Maldita sea, ¿por qué no había aceptado cuando se había ofrecido a esperarla hasta que acabara? ¡Le molestaba el olor de kebab con cebolla que apestaba el coche, he ahí el porqué! Y ahora, allí estaba, atrapada. Se había metido sólita en la trampa, quizá porque, inconscientemente, una parte de ella así lo quería. La seducía la idea de correr riesgos, ¡de morir incluso!
«¡No! —se impuso—. Yo quiero vivir».
Ronald —alias padre Timothy— aún no había hecho su movimiento, pero Mila estaba segura de que no tendría que esperar demasiado.
Tres breves sonidos consecutivos la sacaron de su ensimismamiento.
—Mierda —exclamó mientras la batería del móvil la abandonaba definitivamente.
La oscuridad se cerró sobre ella como los dedos de una mano.
¿Cuántas veces se había metido en líos? En el fondo, algo parecido ya había sucedido antes. En casa del profesor de música, por ejemplo. Pero ¿cuántas veces se había encontrado en un lío como ese? La respuesta que se dio a sí misma fue desalentadora: «Nunca».
Drogada, herida, sin fuerzas y también sin móvil. Por esa última falta le entraron ganas de reír: ¿qué podría haber hecho con el teléfono? A lo mejor llamar a algún viejo amigo. A Graciela, por ejemplo, para decirle: «¿Cómo estás? ¿Sabes?, ¡yo estoy a punto de morir!»
La oscuridad era lo peor. Pero debía considerarla una ventaja: si ella no podía ver a Ronald, tampoco él podría verla a ella.
«Espera que yo vaya hacia la salida…»
En realidad, sólo tenía ganas de dejar atrás aquel sitio. Pero era consciente de que no debía seguir su instinto o, de lo contrario, moriría.
«Tengo que esconderme y esperar la llegada de los refuerzos».
Pensó que esa decisión era la más sabia, porque el sueño podría vencerla de un momento a otro. Todavía tenía el revólver, y eso le infundió ánimos. Quizá también él iba armado, pero Ronald no parecía un tipo bueno con las armas; en cualquier caso, no tan bueno como ella. Sin embargo, había interpretado bien el papel del tímido y aprensivo padre Timothy. En el fondo, consideró Mila, podía esconder muchas otras habilidades.
Se acurrucó bajo una de las mesas del enorme refectorio y permaneció a la escucha. El eco no ayudaba: amplificaba sonidos inútiles, oscuros crujidos, tramposos y lejanos, que no sabía interpretar. Los párpados se le cerraban, inexorables.
«No puede verme. No puede verme —se repetía una y otra vez—. Sabe que voy armada: si hace un solo ruido o usa la linterna para buscarme, es hombre muerto».
Colores inverosímiles empezaron a relampaguear frente a sus ojos.
«Debe de ser la droga…», se dijo.
Pero los colores se convirtieron luego en figuras, que se movían sólo para ella. No era posible que únicamente los estuviera imaginando. En realidad, eran relámpagos repentinos que se encendían en varios puntos de la sala.
«¡Ese bastardo está aquí y está utilizando un flash!»
Mila trató de apuntar con su revólver, pero las luces cegadoras, alteradas por el efecto alucinógeno de la droga, le hacían imposible localizarlo.
Estaba prisionera en un enorme caleidoscopio.
Sacudió la cabeza, pero ya no era dueña de sí misma. Poco después, sintió un estremecimiento que se extendió por los músculos de los brazos y las piernas, como una convulsión que no era capaz de controlar. Por mucho que intentara desecharla, la idea de la muerte volvía a seducirla con la promesa de que, si cerraba los ojos, todo acabaría. Para siempre.
¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Media hora? ¿Diez minutos? ¿Y cuánto le quedaba?
Y en ese instante, lo oyó.
Estaba cerca, muy cerca. A no más de cuatro o cinco metros de ella.
¡Lo vio!
Sólo duró una fracción de segundo. En el halo luminoso que lo rodeaba, se destacaba la sonrisa siniestra que le llenaba la cara.
Mila sabía que de un momento a otro la descubriría, y que ella ya no tendría fuerzas para dispararle. Por eso tenía que hacerlo antes, aunque a costa de revelar su posición.
Apuntó en la oscuridad, dirigiendo el arma en la dirección en que creía que lo vería reaparecer de un momento a otro en el halo del flash. Era un acto al azar, pero no tenía alternativa.
Estaba a punto de apretar el gatillo cuando Ronald empezó a cantar.
La misma bonita voz que el padre Timothy, cuando entonó aquel himno delante de todo el equipo. Era un contrasentido, una broma de la naturaleza que un don así fuera custodiado por el corazón sordo de un asesino. Desde allí se liberaba, alto y desalentador, aquel canto de muerte.
Podría haber sido dulce y conmovedor. En cambio, lo que Mila sintió fue miedo. Sus piernas cedieron definitivamente, igual que los músculos de los brazos. Y se dejó caer al suelo.
El resplandor de un flash.
El entumecimiento la envolvió como una manta fría. Oyó con mucha mayor claridad los pasos de Ronald, que se acercaban para descubrirla.
Otro flash más.
«Se acabó. Ahora me verá».
En realidad no le importaba cómo iba a matarla. Se entregó a la invitación de la muerte con una tranquilidad inesperada. Su último pensamiento fue sobre la niña número seis.
«Nunca sabré quién eras…»
Una claridad la envolvió por completo.
La patada contra el revólver, arrebatándoselo así de la mano. Dos manos que la agarraban. Notó que la levantaba. Trató de decir algo, pero las palabras se le atascaron en la garganta.
Luego se desmayó.
Se despertó al notar que se movía: Ronald la llevaba al hombro; estaban subiendo unos peldaños. Se desmayó de nuevo.
Un fuerte olor a amoníaco la despertó de aquel sueño artificial. Ronald agitaba un frasquito bajo su nariz. Le había atado las manos, pero quería que estuviera bien despierta.
Un viento helado la golpeó en la cara. Estaban al aire libre. ¿Dónde se encontraban? Mila intuyó que tenían que estar en algún lugar alto. Luego recordó la foto ampliada del orfanato que Chang les enseñó para indicar el punto desde el que había caído Billy Moore.
«La torre. ¡Estamos en la torre!»
Ronald se alejó de ella unos instantes. Lo vio dirigirse al pretil y mirar hacia abajo.
«¡Quiere arrojarme al vacío desde aquí!»
Luego volvió atrás y la agarró por las piernas, arrastrándola hasta la cornisa. Con las pocas fuerzas que le quedaban, Mila intentó patalear, pero sin éxito.
Gritó. Se sacudió. Una ciega desesperación le oprimía el corazón. Él apoyó el torso de ella en el pretil. Con la cabeza inclinada hacia atrás, Mila vio el abismo que se abría allí abajo. Y después, a través de la cortina de nieve, pudo ver en la lejanía los resplandores de las sirenas de la policía que se acercaban por la autopista.
Ronald se acercó a su oído, y ella notó su aliento caliente mientras le susurraba:
—Ya es demasiado tarde, no llegarán a tiempo…
Y se dispuso a empujarla. Con las manos atadas a la espalda, Mila logró agarrarse al borde resbaladizo de la cornisa. Se resistía con todas sus fuerzas, pero no podría aguantar mucho más. Su único aliado era el hielo que cubría el suelo de la torre, haciendo resbalar el pie con el que Ronald se apoyaba cada vez que intentaba darle el empujón decisivo. Vio cómo su rostro se contorsionaba por el esfuerzo, y cómo perdía la calma por su obstinada resistencia. Luego Ronald cambió de técnica y decidió levantarle las piernas por encima del pretil. Se colocó justo frente a ella y, en ese preciso instante, un desesperado instinto de supervivencia hizo que Mila cargara todas las fuerzas que le quedaban en la rodilla, que lanzó contra su entrepierna.
Ronald retrocedió, quedándose sin aliento, con las manos en el vientre. Y entonces ella comprendió que esa era la única posibilidad que tenía antes de que él se recuperara.
Sin energías, su única aliada era la gravedad.
La herida del deltoides quemaba como el fuego, pero Mila no sentía el dolor. Se irguió: ahora el hielo jugaba en su contra, pero tomó impulso de todos modos y se abalanzó sobre él. Ronald se la vio encima de repente y perdió el equilibrio. Agitó los brazos en busca de un asidero, pero ya tenía medio cuerpo más allá de la cornisa.
Cuando entendió que no lo conseguiría, alargó una mano para agarrar a Mila y arrastrarla consigo al abismo que se abría debajo de él. Ella vio sus dedos rozar el borde de su chaqueta de cuero, en una última y terrible caricia. Lo vio precipitarse a cámara lenta, como si los blancos copos amortiguaran su caída.
Y luego la oscuridad la acogió.