15

El hombre es el único ser en la naturaleza capaz de reír o llorar.

Mila sabía eso. En cambio, lo que ignoraba era que el ojo humano produce tres tipos de lágrimas. Las basales, que humedecen y nutren continuamente el bulbo ocular. Las reflejas, que se generan cuando un elemento extraño penetra en el ojo. Y las lágrimas emocionales, que se asocian al dolor. Estas últimas tienen una composición química diferente: contienen porcentajes muy elevados de manganeso y una hormona, la prolactina.

En el mundo de los fenómenos naturales cada cosa individual puede ser reducida a una fórmula, pero explicar por qué las lágrimas de dolor son fisiológicamente diferentes de las otras es prácticamente imposible.

Las lágrimas de Mila no contenían prolactina.

Ese era su inconfesable secreto.

Ya no era capaz de sufrir, de sentir empatía, necesaria para comprender a los demás y, por eso mismo, para no sentirse sola entre el género humano.

¿Siempre había sido así, o bien algo o alguien había extirpado de ella esa capacidad?

Se había dado cuenta con la muerte de su padre, a sus catorce años. Lo había encontrado ella una tarde, sin vida, en el sillón del cuarto de estar. Parecía que durmiera. Al menos, así lo contó cuando le preguntaron por qué no había pedido ayuda en seguida, sino que se había quedado allí, velándolo, durante casi una hora. La verdad era que Mila había comprendido de inmediato que no había nada que hacer. Pero su sorpresa no iba dirigida a ese suceso trágico. Lo que la había asombrado era su incapacidad para comprender desde un punto de vista emotivo lo que tenía delante de los ojos. Su padre —el hombre más importante de su vida, el que se lo había enseñado todo, su modelo— ya no estaría más. Nunca más. Sin embargo, ella no tenía el corazón destrozado.

En el funeral había llorado. No porque por fin la idea de lo ineluctable hubiera hecho brotar la desesperación en su ánimo, sino sólo porque eso era lo que se esperaba de una hija. Aquellas lágrimas saladas fueron el fruto de un esfuerzo enorme.

«Me he bloqueado —se dijo—. Sólo me he bloqueado. Es el estrés. Estoy en estado de shock. Seguro que les ha ocurrido a otros antes». Lo intentó todo. Se torturó con recuerdos para al menos sentir un ápice de culpa. Pero nada.

No lograba explicárselo. Entonces se encerró en un silencio intransitable, sin permitir que nadie le preguntase sobre su estado de ánimo. También su madre, después de algunos intentos, se resignó a ser excluida de aquella privada elaboración del luto.

El mundo la creyó rota, asolada. En cambio, Mila, encerrada en su habitación, se preguntaba por qué sólo alimentaba el deseo de volver a su vida de siempre, enterrando a aquel hombre en su corazón.

Con el tiempo, las cosas no cambiaron. El dolor por la pérdida no llegó nunca. Es más, hubo otros lutos: su abuela, una compañera, otros parientes… Pero tampoco en esos casos Mila consiguió sentir nada, a excepción del impulso de evitar relacionarse con la muerte lo más de prisa posible.

¿A quién podía decírselo? La habrían mirado como a un monstruo insensible, indigno de formar parte del género humano. Sólo su madre, en el lecho de muerte, comprendió por un instante la indiferencia en su mirada y apartó la mano de la suya, como si de repente hubiera sentido frío.

Una vez acabadas las ocasiones de luto en su familia, para Mila fue más fácil aparentar con los extraños lo que no sentía. Alcanzar la edad en que se empieza a necesitar contacto humano, especialmente con el sexo opuesto, fue todo un problema. «No puedo comenzar una historia con un chico si no soy capaz de sentir empatía por él», se repetía. Porque, mientras tanto, Mila había aprendido a definir así su problema. Donde el término «empatía» —lo había aprendido bien— sustituía a la «capacidad de proyectar las propias emociones sobre un sujeto para identificarse con él».

Fue entonces cuando empezó a consultar a los primeros psicoanalistas. Algunos no sabían responderle, otros le dijeron que la terapia sería larga y pesada, que se debía excavar bastante para hallar sus «raíces emocionales» y entender dónde se había interrumpido el flujo de los sentimientos.

Pero todos estuvieron de acuerdo en una cosa: necesitaba salir de su bloqueo.

Durante años asistió a terapia, sin resultado. Incluso cambió de médico varias veces, y habría continuado hasta el infinito si uno de ellos —el más cínico, al que nunca le estaría suficientemente agradecida— no le hubiera dicho claramente: «El dolor no existe, como el resto de la gama de las emociones humanas. Es sólo química. El amor sólo es una cuestión de endorfinas. Con una inyección de Pentotal puedo suprimirte toda exigencia afectiva. Sólo somos máquinas de carne».

Por fin se había sentido aliviada. ¡No satisfecha, pero sí aliviada! No podía hacer nada: su cuerpo adoptaba una forma de «protección», como les ocurre a ciertos aparatos electrónicos cuando hay una sobrecarga y tienen que preservar los propios circuitos. Ese médico también le dijo que hay personas que, en un momento dado de su existencia, sienten mucho dolor, demasiado, mucho más de lo que pueda tolerar un ser humano en toda su vida. Es en ese punto cuando, o bien dejan de vivir, o se acostumbran a ello.

Mila no sabía si considerar su afección una suerte, pero gracias a ella se había convertido en lo que ahora era: una buscadora de niños desaparecidos. Poner remedio al sufrimiento ajeno la recompensaba por lo que no sentiría jamás. Así, su maldición se había convertido de repente en su talento.

Los salvaba. Los llevaba a casa. Ellos se lo agradecían. Algunos le cogían cariño y, cuando crecían, iban en su busca para que les contara su historia. «Si tú no hubieras pensado en mí…», le decían.

Y ella no podía revelar ciertamente de qué estaba hecho, en realidad, ese «pensamiento», siempre igual para cada niño que buscaba. Podía sentir rabia por cuanto les había ocurrido —como con la niña número seis—, pero nunca sentía «compasión».

Había aceptado su destino. Aun así, siempre se hacía una pregunta: ¿sería capaz de amar a alguien alguna vez?

Sin saber qué responder a eso, Mila había vaciado su mente y su corazón desde hacía mucho tiempo. Nunca tendría un amor, un marido o un novio, ni tampoco hijos, ni siquiera un animal de compañía. Porque el secreto era no tener nada que perder. Nada que alguien pudiera arrebatarle. Sólo así lograba penetrar en la mente de las personas que buscaba.

Creando alrededor de sí misma el mismo vacío que había alrededor de ellas.

Pero un día surgió un problema. Ocurrió después de la liberación de un niño de las garras del pedófilo que sólo lo había secuestrado para pasar con él un fin de semana. Lo habría soltado después de tres días porque, en su mente enferma, lo había «tomado en préstamo». No le importaba en qué estado lo devolvería a su familia y a la vida; se justificaba diciendo que nunca le habría hecho daño.

¿Y todo lo demás, entonces? ¿Cómo definía el shock del secuestro? ¿La reclusión? ¿La violencia?

No se trataba del desesperado intento de encontrar una débil legitimación a sus actos. ¡Él realmente creía que lo que hacía estaba bien! Porque era incapaz de identificarse con su víctima. Al fin y al cabo, Mila lo sabía: ese hombre era igual que ella.

Desde ese día, decidió que ya no le permitiría a su ánimo privarse de aquella medida fundamental de los demás y de la vida que era la compasión. Aunque no la encontrara en su propio interior, la provocaría de un modo artificial.

Mila había mentido al equipo y al doctor Gavila, pues en realidad poseía un conocimiento bien claro de los asesinos en serie. O, al menos, de un determinado aspecto de su comportamiento.

El sadismo.

Casi siempre, en el modo de actuar de un asesino en serie se reconocen componentes sádicos marcados y arraigados. Las víctimas son consideradas «objetos», de cuyo sufrimiento, de cuyo uso se puede sacar un provecho personal.

El asesino en serie, mediante el «uso sádico» de la víctima, logra sentir placer.

A menudo se reconoce en él la incapacidad de alcanzar una relación madura y completa con los demás, que son degradados, por tanto, de personas a cosas. Así pues, la violencia sólo es el descubrimiento de una posibilidad de contacto con el resto del mundo.

«Por eso no quiero que también me suceda a mí», se dijo Mila. Tener algo en común con aquellos asesinos incapaces de sentir piedad le daba náuseas.

Después del hallazgo del cadáver de Anneke, mientras dejaba con Rosa la casa del padre Timothy, se propuso que esa misma tarde haría indeleble el recuerdo de lo que le había ocurrido a aquella niña. Y así, al final del día, mientras los demás volvían al Estudio para resumir y ordenar los resultados de la investigación, ella pidió permiso para ausentarse un par de horas.

Luego, como había hecho muchas otras veces, fue a una farmacia, donde compró lo necesario: antiséptico, tiritas, algodón hidrófilo, un rollo de venda estéril, agujas e hilo de sutura.

Y una hoja de afeitar.

Con una idea bien clara en la cabeza, volvió a su vieja habitación del motel. No la había dejado y seguía pagándola precisamente para aquella eventualidad. Cerró las cortinas y tan sólo dejó encendida la luz que había junto a una de las dos camas. Se sentó y vació el contenido de la pequeña bolsa de papel sobre el colchón.

A continuación se quitó los vaqueros.

Tras haberse vertido un poco de antiséptico en las manos, se las frotó bien. Luego impregnó de otro líquido un poco de algodón hidrófilo y se lo pasó por el interior del muslo derecho. Un poco más arriba estaba la herida ya cicatrizada, producto del anterior intento, demasiado torpe. Pero esta vez no lo echaría todo a perder, sino que lo haría bien. Arrancó con la boca el papel de seda que envolvía la hoja de afeitar. La agarró bien entre los dedos, cerró los ojos y bajó la mano. Contó hasta tres y acarició la piel del interior del muslo. Luego sintió hundirse el filo de la hoja en la carne y deslizarse abriendo un surco caliente a su paso.

El dolor físico la recorrió con su silencioso estruendo, subiendo desde la herida y diseminándose por el resto del cuerpo. Alcanzó la cumbre en su cabeza, limpiándola de las imágenes de muerte.

—Esto es por ti, Anneke —le dijo Mila al silencio.

Después, al fin, lloró.

Una sonrisa entre las lágrimas.

Esa era la imagen simbólica de la escena del crimen. Además, estaba el detalle nada irrelevante de que el cuerpo de la segunda niña hubiera sido hallado desnudo en una lavandería.

—¿Su intención sería purificar la creación con el llanto? —había preguntado Roche.

Pero Goran Gavila, como de costumbre, no creía en esas explicaciones simplistas. Hasta ese momento, el modelo homicida de Albert se había demostrado demasiado refinado para caer en una banalidad como esa. Se creía por encima de los asesinos en serie que lo precedían.

En el Estudio, el cansancio ya era palpable. Por la tarde, Mila había vuelto del motel hacia las nueve, los ojos congestionados, una ligera cojera en la pierna derecha. En seguida había ido a tumbarse al dormitorio para descansar un poco, sin deshacer el catre y sin quitarse siquiera la ropa. Hacia las once la despertó Goran, que, en el pasillo, hablaba por el móvil en voz baja. Ella permaneció inmóvil para dar la impresión de que dormía, aunque en realidad estaba escuchando. Intuyó que al otro lado de la línea no estaba su esposa, sino una asistenta, o quizá una ama de llaves, que él en un momento dado llamó «señora Runa». Le preguntaba si Tommy —entonces, era así como se llamaba el niño— había comido y hecho sus deberes, y si por casualidad había tenido alguna rabieta. Mientras la señora Runa lo ponía al corriente, Goran iba murmurando. La conversación acabó con la promesa del criminólogo de que pasaría por casa al día siguiente, de manera que pudiera estar algunas horas con su hijo.

Mila, acurrucada con la espalda contra la pared, no se movió. Pero cuando Goran colgó, tuvo la impresión de que se detenía en el umbral del dormitorio y miraba precisamente en su dirección. Podía ver parte de su sombra proyectada contra la pared delante de ella. ¿Qué habría ocurrido si se hubiera vuelto? Sus miradas se habrían encontrado en la penumbra. Quizá la incomodidad inicial habría dado paso a algo más. Un mudo diálogo de ojos. Pero ¿era eso lo que realmente necesitaba Mila? Porque ese hombre ejercía una extraña atracción sobre ella, aunque no sabía decir de qué estaba hecho exactamente ese reclamo. Al final, decidió volverse, pero Goran ya no estaba.

Poco después, volvió a dormirse.

—Mila… Mila…

Como un susurro, la voz de Boris se introdujo en un sueño de árboles negros y calles sin final. Mila abrió los ojos y lo vio junto a su catre. Para despertarla no la había tocado, sino que se había limitado a llamarla por su nombre. Pero sonreía.

—¿Qué hora es? ¿He dormido demasiado?

—No, son las seis… Voy a salir, Gavila quiere que entreviste a unos antiguos internos del orfanato. Me preguntaba si querías venir conmigo…

A ella no le sorprendió su propuesta. Es más, por la incomodidad de Boris, comprendió que no había sido idea suya.

—Está bien, iré.

El grandullón asintió, agradecido de que le hubiera ahorrado ulteriores insistencias.

Unos quince minutos después se encontraron en el aparcamiento situado frente al edificio. El motor del coche ya estaba en marcha, y Boris la esperaba fuera del habitáculo, apoyado en la carrocería con un cigarrillo entre los labios. Vestía una parka acolchada que le llegaba casi hasta las rodillas. Mila llevaba encima su habitual cazadora de piel; al hacer el equipaje no había previsto que por aquella zona haría tanto frío. Un sol pávido, que asomaba entre los edificios, empezaba a calentar ligeramente los montones de nieve sucia que se acumulaban a ambos lados de las calles. Pero no duraría mucho: para esa tarde se había pronosticado la llegada de una tormenta.

—Deberías abrigarte un poco más, ¿no crees? —le dijo Boris, dirigiendo una mirada preocupada a su atuendo—. Aquí, en esta época del año, hiela.

El interior estaba caliente y era acogedor. Sobre el salpicadero había un vaso de plástico y una bolsa de papel.

—¿Croissants calientes y café?

—¡Y son todos para ti! —respondió él, escarmentado de su glotonería.

Era una oferta de paz, que Mila aceptó sin hacer comentarios. Con la boca llena preguntó:

—¿Adónde vamos exactamente?

—Ya te lo he dicho: tenemos que hablar con algunos de los que vivieron en el orfanato. Gavila está convencido de que la puesta en escena del cadáver en la lavandería no sólo es un espectáculo dedicado a nosotros.

—Quizá reviva algo del pasado…

—Muy lejano, si es así. Lugares como ese, por suerte, ya no existen desde hace casi veintiocho años. Desde que cambiaron la ley, y abolieron por fin los orfanatos.

La voz de Boris sonaba atormentada, e inmediatamente después confesó:

—Yo estuve en un sitio parecido a ese, ¿sabes? Tenía unos diez años. Nunca conocí a mi padre, y mi madre no podía criarme sola. Así que me aparcó allí durante un tiempo.

Mila no sabía qué decir, descolocada como estaba por aquella revelación tan personal. Boris lo intuyó.

—No es necesario que digas nada, no te preocupes. Es más, no sé por qué te lo he contado.

—Lo siento, pero no soy una persona muy efusiva. A muchos puedo resultarles incluso fría.

—No a mí.

Mientras tanto, Boris miraba la carretera. Los vehículos circulaban lentamente por el hielo que aún recubría el asfalto. El humo de los tubos de escape se quedaba a media altura. La gente caminaba de prisa por las aceras.

—Stern, Dios lo bendiga, ha logrado localizar a una docena de antiguos residentes del orfanato. A nosotros nos tocan la mitad. Los otros se los meriendan él y Rosa.

—¿Sólo doce?

—De entre los de la zona. No sé exactamente qué tiene el doctor en mente, pero si él piensa que podemos sacar algo en claro…

La verdad es que no había alternativas y, a veces, hacía falta recurrir a todo para reactivar la investigación.

Esa mañana entrevistaron a cuatro de los antiguos chicos del orfanato. Todos tenían más de veintiocho años, y más o menos el mismo historial delictivo. Colegio, reformatorio, cárcel, libertad condicional, de nuevo la cárcel, confianza a prueba en los servicios sociales. Sólo uno había logrado reformarse por completo gracias a su iglesia: había llegado a ser el pastor de una de las muchas comunidades evangélicas presentes en la zona. Otros dos vivían a salto de mata. El cuarto era vendedor a domicilio. Pero cuando cada uno de ellos revivía el tiempo pasado en el orfanato, Mila y Boris notaban una repentina turbación en sus semblantes. Personas que luego habían conocido la cárcel, la verdadera, nunca olvidarían, sin embargo, aquel sitio.

—¿Has visto sus caras? —preguntó Mila a su compañero después de la cuarta visita—. ¿Tú también piensas que en ese orfanato ocurría algo muy feo?

—Ese lugar no era diferente de otros parecidos, créeme. Pienso, en cambio, que puede estar relacionado con el hecho de ser niños. Al crecer, te resbala todo, también las peores cosas. Pero con esa edad, los recuerdos se imprimen en la carne, y ya no se borran nunca más.

Cada vez que, con la oportuna cautela, los policías contaban la historia del hallazgo del cadáver en la lavandería, los entrevistados se limitaban a sacudir la cabeza. Ese oscuro simbolismo no significaba nada para ellos.

Hacia mediodía, Mila y Boris se detuvieron en una cafetería donde tomaron de prisa unos sandwiches de atún y un par de capuchinos.

El cielo estaba encapotado. Los meteorólogos no se habían equivocado: pronto volvería a nevar.

Todavía tenían que ver a dos antes de que la tormenta los sorprendiera y les impidiera volver atrás. Decidieron empezar por el que vivía más lejos.

—Se llama Feldher. Vive a unos treinta kilómetros.

Boris estaba de buen humor, y Mila pensó en aprovechar la circunstancia para preguntarle algo más acerca de los intereses de Goran. Ese hombre despertaba su curiosidad: no parecía posible que tuviera una vida privada, una compañera, un hijo. Su mujer, en particular, era un misterio. Sobre todo después de la conversación telefónica que Mila había escuchado la noche anterior. ¿Dónde estaba su mujer? ¿Por qué no estaba en casa ocupándose del pequeño Tommy? ¿Por qué en su lugar estaba «la señora Runa»? Quizá Boris podría dar respuestas a esas preguntas. Pero Mila, que no sabía cómo introducir el tema, al final renunció.

Llegaron a casa de Feldher cuando casi eran las dos de la tarde. Habían llamado para anunciar su visita, pero una grabación de la compañía telefónica les informó de que el número ya no estaba activo.

—Por lo que parece, nuestro amigo no está pasando por un buen momento —comentó Boris.

Al ver el sitio en el que vivía, obtuvieron la confirmación. La casa —si podía definirse así— se encontraba en medio de un cementerio de coches, rodeada por chasis de automóviles. Un perro de pelo rojizo, que parecía enmohecer lentamente como todo el resto, los recibió con un ladrido ronco. Un hombre de unos cuarenta años apareció poco después en el umbral. Sólo llevaba una sucia camiseta y unos vaqueros, a pesar del frío.

—¿Es usted el señor Feldher?

—Sí… ¿Y ustedes quiénes son?

Boris levantó simplemente la mano con su placa:

—¿Podemos hablar con usted?

Feldher no parecía agradecer la visita, pero les hizo un gesto para que entraran.

Tenía una barriga enorme y los dedos amarillentos por la nicotina. El interior de la casa se le parecía: sucio y en desorden. Sirvió té frío en vasos desparejados, se encendió un cigarrillo y fue a sentarse en una tumbona chirriante, dejándoles el sofá para ellos.

—Me han encontrado de casualidad. Generalmente trabajo…

—¿Y hoy por qué no? —preguntó Mila.

El hombre miró hacia afuera:

—La nieve. Nadie contrata a peones con este tiempo. Y yo estoy perdiendo un montón de días.

Mila y Boris mantenían el té entre las manos, pero ninguno de los dos bebía. Feldher no parecía ofenderse.

—Entonces, ¿por qué no prueba a cambiar de trabajo? —aventuró Mila para fingir interés y entablar así un contacto.

Feldher resopló.

—¡Ya lo he intentado! ¿Acaso creen que no lo he intentado? Pero también me fue mal, como mi matrimonio. Aquella cerda buscaba algo mejor. Cada santo día me repetía que no valía para nada. Ahora trabaja de camarera por dos duros y comparte un piso con otras dos imbéciles como ella. Lo he visto, ¿saben? ¡Es un sitio administrado por la Iglesia de la que ahora forma parte! ¡Esos la han convencido de que también para una persona como ella habrá un lugar en el paraíso! ¿Se dan cuenta?

Mila recordó que habían encontrado al menos una docena de esas nuevas iglesias a lo largo de la carretera. Todas exhibían grandes carteles de neón sobre los que, además del nombre de la congregación, aparecía también el eslogan que la caracterizaba. Desde hacía algunos años también proliferaban por aquella zona, reuniendo adeptos entre los parados de las grandes industrias, madres solteras y personas decepcionadas de las fes tradicionales. Aunque las varias confesiones parecían diferentes entre sí, las unía la adhesión incondicional a las teorías creacionistas, la homofobia, el antiabortismo, la afirmación del principio por el cual cada individuo tiene derecho a poseer una arma y el pleno apoyo a la pena de muerte.

Quién sabía cómo reaccionaría Feldher, pensó Mila, si le dijeran que uno de sus antiguos compañeros de orfanato había llegado incluso a ser un pastor de una de esas iglesias.

—Cuando han llegado los he tomado por dos de ellos: ¡vienen hasta aquí a predicar su evangelio! ¡El mes pasado, la puta de mi ex mandó a uno de ellos para convertirme! —rio, mostrando dos filas de dientes cariados.

Mila trató de escabullirse del tema conyugal y le preguntó de pasada:

—¿Qué hacía antes de ser peón, señor Feldher?

—No lo creerá… —El hombre sonrió, echando un vistazo a la mugre que lo rodeaba—: Tenía una pequeña lavandería.

Los dos agentes evitaron mirarse para no revelar a Feldher cuán interesante era lo que acababa de decir. A Mila no se le escapó que Boris dejaba resbalar una mano por la cadera, liberando el seguro de la funda del revólver. Recordó que, al llegar a ese lugar, se había percatado de que los móviles no tenían cobertura. No sabían mucho del hombre que tenían delante, y debían ser prudentes.

—¿Ha estado alguna vez en la cárcel, señor Feldher?

—Sólo por pequeños delitos, nada por lo que un hombre honesto no debería dormir por la noche.

Boris anotó mentalmente dicha información. Mientras tanto, miraba a Feldher para incomodarlo.

—¿Y bien?, ¿qué puedo hacer por ustedes, agentes? —dijo el hombre, sin disimular un cierto fastidio.

—Por cuanto nos consta, usted pasó su infancia y gran parte de su adolescencia en un orfanato religioso —retomó Boris con cautela.

Feldher lo miró con expresión de sospecha: como los demás, no esperaba que dos policías se molestaran sólo por ese motivo.

—Los mejores años de mi vida —dijo con maldad.

Boris le explicó los motivos que los habían conducido hasta allí. Feldher parecía alegrarse de ser puesto al corriente de los hechos antes de que aquella historia acabara como pasto para la prensa.

—Podría sacar un montón de dinero contando esa historia a los periódicos, ¿sabe? —fue su único comentario.

Boris lo miró.

—Si lo intenta, lo arresto.

La sonrisa se desvaneció del rostro de Feldher. El agente se acercó a él. Era una técnica de interrogatorio, Mila también la conocía. Los interlocutores, a menos que estén ligados por particulares relaciones afectivas o de intimidad, siempre tienden a respetar una frontera invisible. En ese caso, en cambio, el que interrogaba se acercó al interrogado para invadir su espacio e incomodarlo.

—Señor Feldher, estoy seguro de que se divierte bastante recibiendo a los policías que vienen por aquí, ofreciéndoles un té en el que incluso se ha meado, para luego reírse en sus caras mientras ellos se quedan como idiotas con el vaso en la mano sin atreverse a beber.

Feldher no dijo una palabra. Mila miró a su compañero: quizá el suyo era un buen movimiento, en vista de la situación; lo sabría en seguida. Luego el agente apoyó con calma el té en el escritorio sin haberlo probado siquiera y volvió a mirar al hombre a los ojos.

—Ahora espero que quiera contarnos un poco sobre su estancia en el orfanato…

Feldher bajó la mirada y su voz se hizo un susurro:

—Puede decirse que nací en ese lugar. Nunca conocí a mis padres. Me llevaron allí después de que mi madre me escupió fuera. El nombre que llevo me lo puso el padre Rolf, dijo que había pertenecido a un tipo que conoció y que murió joven en la guerra. ¡Quién sabe por qué aquel cura loco pensaba que el nombre que le había traído la mala suerte al otro a mí, en cambio, me daría buena suerte!

Afuera, el perro empezó a ladrar, y Feldher se distrajo un momento para regañarlo:

—¡Calla, Koch! —Después volvió a dirigirse a los policías—: Antes tenía muchos más. Este sitio era un vertedero. Cuando compré el terreno, me aseguraron que había sido saneado. Pero de vez en cuando emerge algo: líquidos y asquerosidades varias, sobre todo cuando llueve. Los perros beben esas cosas, se les hincha la barriga y después de unos pocos días revientan. Sólo me queda Koch, pero creo que también él está a punto de palmarla.

Feldher divagaba. No le apetecía volver con ellos a aquel lugar que probablemente había marcado su destino. Con la historia de los perros muertos estaba probando a negociar con sus interlocutores, para que lo dejaran en paz. Pero ellos no podían soltar la presa.

Mila trató de ser convincente cuando dijo:

—Querría que hiciera un esfuerzo, señor Feldher.

—De acuerdo, dispare…

—Querría que nos dijera qué le sugiere la idea de «una sonrisa entre lágrimas»…

—Es como eso que hacen los psiquiatras, ¿no? Una especie de juego de asociación de ideas.

—Algo así —convino ella.

Feldher pensó en ello. Lo hizo de un modo teatral, con los ojos vueltos hacia arriba y rascándose el mentón con una mano. Quizá quería dar la impresión de colaborar, o tal vez sabía que evidentemente no podían incriminarlo por «omisión de recuerdo» y sólo les estaba tomando el pelo. Al cabo, en cambio, dijo:

—Billy Moore.

—¿Quién era, un compañero suyo?

—¡Ah, aquel crío era extraordinario! Tenía siete años cuando llegó. Siempre estaba alegre, sonriente. En seguida se convirtió en la mascota de todos nosotros… En aquella época ya casi estaban a punto de cerrar el orfanato: quedábamos dieciséis.

—¿Todo ese enorme lugar sólo para esos pocos?

—También los curas se habían ido. Sólo quedaba el padre Rolf… Yo estaba entre los chicos mayores, tenía quince años, más o menos… La historia de Billy era triste: sus padres se suicidaron ahorcándose. Él fue quien encontró los cuerpos. No gritó, ni buscó ayuda: en cambio, se puso de pie sobre una silla y, agarrándose a ellos, los descolgó del techo.

—Son experiencias que marcan…

—No a Billy. Él siempre estaba feliz. Se adaptaba también a lo peor. Para él, todo era un juego. Nunca habíamos visto nada parecido. Para nosotros, los demás, aquel sitio era una cárcel, pero a Billy no le importaba. ¡Irradiaba una energía, no sé cómo decirlo…! ¡Tenía dos obsesiones: aquellos condenados patines de ruedas con los que iba arriba y abajo por los pasillos ya desiertos y los partidos de fútbol! Pero no le gustaba jugar. Prefería estar al borde del campo retransmitiendo la crónica televisiva: «¡Aquí Billy Moore desde el estadio Azteca de Ciudad de México, en la final de la Copa del Mundo…» Para su cumpleaños le compramos una maldita grabadora entre todos. ¡Era de locos: grababa horas y horas de aquella cháchara y luego se escuchaba!

Feldher parloteaba sin parar, la conversación se estaba desviando. Mila intentó encarrilarla de nuevo:

—Háblenos de los últimos meses en el orfanato…

—Como le he dicho, estaban a punto de cerrar y nosotros sólo teníamos dos posibilidades: ser adoptados por fin o acabar en otras organizaciones, tipo casas de acogida. Pero éramos huérfanos de serie B, nadie nos quería. Para Billy, sin embargo, era distinto: ¡hacían fila! ¡Todos se enamoraban en seguida de él y querían llevárselo!

—¿Y qué fue de él? ¿Encontró Billy una buena familia?

—Billy está muerto, señora.

Lo dijo con tal desilusión que pareció que fuera él quien hubiera sufrido esa suerte. Y quizá fuera un poco así, como si aquel niño también hubiera representado una especie de rescate para sus compañeros. Uno que por fin podría haberlo conseguido.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó Boris.

—Meningitis.

El hombre sorbió por la nariz con los ojos brillantes. Luego se volvió hacia la ventana porque no quería mostrarse frágil ante dos extraños. Mila estaba segura de que, una vez se fueran, el recuerdo de Billy seguiría flotando como un viejo fantasma en aquella casa. Pero precisamente gracias a sus lágrimas, Feldher se había ganado su confianza: Mila vio cómo Boris alejaba la mano de su revólver. Era inocuo.

—Sólo Billy tenía meningitis. Pero, temiendo una epidemia, se libraron de todos nosotros en un dos por tres… Qué mierda de suerte, ¿eh? —Rio forzadamente—. Bueno, nos hicieron una rebaja de la condena, ¿no? Y aquella cloaca se cerró seis meses antes de lo previsto.

Mientras se levantaban para marcharse, Boris todavía preguntó:

—¿Ha vuelto a ver a alguno más de sus compañeros?

—No, pero hace un par de años me encontré de nuevo con el padre Rolf.

—Que ahora se ha jubilado.

—Esperaba que la hubiera palmado…

—¿Por qué? —preguntó Mila, imaginando lo peor—. ¿Le hizo daño?

—Nunca. Pero cuando pasas la infancia en un lugar como ese, aprendes a odiar aquello que te recuerda por qué estabas allí.

Era un pensamiento similar al de Boris, que se encontró asintiendo involuntariamente.

Feldher no los acompañó a la puerta. En cambio, se inclinó sobre el escritorio y recuperó el vaso de té frío que Boris no se había bebido. Se lo acercó a los labios y se lo bebió de un solo trago.

Después los miró a ambos, arrogante, y dijo:

—Buenas tardes.

Una vieja foto de grupo —los últimos chicos que habían vivido en el orfanato antes del cierre— recuperada en lo que en una época había sido el despacho del padre Rolf.

De dieciséis niños posando junto al anciano sacerdote, uno solo sonreía en dirección al objetivo.

Una sonrisa entre lágrimas.

Los ojos avispados, el pelo desgreñado, la ausencia de un incisivo, una llamativa mancha de grasa sobre el suéter verde, brillante como si de una medalla al mérito se tratara.

Billy Moore descansaba para siempre en aquella foto y en el pequeño cementerio junto a la iglesia del orfanato. No era el único niño enterrado allí, pero su tumba era la más bonita, con un ángel de piedra que desplegaba sus alas en un gesto protector.

Después de haber escuchado la historia por boca de Mila y Boris, Gavila pidió a Stern que consiguiera todos los documentos relativos a la muerte de Billy. El agente los proveyó con la habitual diligencia y, confrontando aquellos papeles, saltó a la vista una extraña coincidencia.

—En caso de enfermedades potencialmente infecciosas como la meningitis es obligatorio el aviso a la autoridad sanitaria. El médico que recibió el aviso por parte del padre Rolf es el mismo que redactó el certificado de muerte. Ambos documentos llevan la misma fecha.

Goran intentó razonar:

—El hospital más cercano está a treinta kilómetros. Probablemente ni siquiera se tomarían la molestia de acudir a comprobarlo en persona.

—Se fio de la palabra del cura —añadió Boris—. Porque los curas, habitualmente, no mienten…

«Eso no siempre es así», pensó Mila.

Llegados a ese punto, Gavila no tenía dudas:

—Hay que desenterrar el cuerpo.

La nieve había empezado a caer en pequeños copos, como para preparar el terreno a los grandes que llegarían después. Dentro de poco caería la noche, por eso tenían que darse prisa.

Los sepultureros de Chang se habían puesto manos a la obra y, con el auxilio de una pequeña pala mecánica, cavaban la tierra endurecida por el hielo. En la espera, nadie hablaba.

El inspector jefe Roche ya había sido informado de la evolución del caso y mantenía a un lado a la prensa, de repente tan agitada que parecía a punto de fibrilar. Quizá Feldher había tratado realmente de especular sobre lo que los dos agentes le habían contado de forma reservada. Por lo demás, Roche lo decía siempre: «Cuando los medios de comunicación no saben, inventan».

Por eso tenían que darse prisa, antes de que alguien decidiera llenar aquel silencio con alguna patraña bien ensamblada. Luego sería muy duro tener que desmentirlo todo.

Se oyó un ruido sordo: por fin la pala mecánica había dado con algo.

Los hombres de Chang bajaron a la fosa y continuaron la excavación a mano. Una tela de plástico revestía la caja para retrasar su deterioro. La cortaron, y entonces se entrevió la tapa de un pequeño ataúd blanco.

—Está todo podrido —anunció el médico forense después de un rápido vistazo—. Si lo subimos, nos arriesgamos a que se rompa. Y, además, con esta nieve ya es suficiente lío —añadió Chang en dirección a Goran, a quien le correspondía tomar la última decisión.

—Está bien… Ábrela.

Nadie esperaba que el criminólogo ordenara una exhumación in situ. Así que los hombres de Chang tendieron un hule sobre la fosa, fijándolo con estacas a modo de gran paraguas, para proteger el sitio.

El patólogo se puso un chaleco con una lámpara sobre el hombro y después descendió a la fosa bajo la mirada del ángel de piedra. Frente a él, un técnico con un soplete empezó a derretir las soldaduras de zinc de la caja y la tapa empezó a moverse.

«¿Cómo se despierta a un niño muerto hace veintiocho años?», se preguntó Mila. Probablemente Billy Moore habría merecido una breve ceremonia o una mención, pero nadie tenía ganas ni tiempo de hacerlo.

Cuando Chang abrió el ataúd, aparecieron los pobres restos de Billy, cubiertos con lo que quedaba de un traje de comunión; elegante, con la pajarita y unos pantalones con bandas a los lados. En un rincón del ataúd había unos patines oxidados y una vieja grabadora.

A Mila le volvió a la mente el relato de Feldher: «¡Tenía dos obsesiones: aquellos condenados patines de ruedas con los que iba arriba y abajo por los pasillos ya desiertos y los partidos de fútbol! Pero no le gustaba jugar. Prefería estar al borde del campo retransmitiendo la crónica televisiva».

Eran los únicos haberes de Billy.

Chang empezó a seccionar lentamente diversas partes del traje con la ayuda de un bisturí e, incluso en aquella incómoda posición, sus gestos eran rápidos y precisos. Verificó el estado de conservación del esqueleto. Después se volvió al resto del equipo y declaró:

—Hay muchas fracturas. No soy capaz de decir exactamente a cuándo se remontan… Pero en mi opinión está claro que este niño no murió de meningitis.