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El llamamiento televisivo a la familia de la sexta niña no estaba dando frutos.

La mayoría de las llamadas que se recibían eran de personas que expresaban su solidaridad y que, de hecho, sólo saturaban las líneas. Una abuela de cinco nietos llamó unas siete veces para «tener noticias de aquella pobre niña». A la enésima llamada, uno de los agentes encargados le rogó amablemente que, por favor, no volviera a llamar y, por toda respuesta, oyó cómo la anciana lo mandaba al diablo.

—Si intentas hacerles notar lo inoportuno de su comportamiento, dicen que el insensible eres tú —fue el comentario de Goran cuando Stern lo puso al corriente.

Se hallaban a bordo de la unidad móvil, detrás de la señal del GPS.

Frente a ellos, los vehículos blindados de los cuerpos especiales, que esta vez dirigirían el espectáculo, como les había comunicado Roche un rato antes.

Tanta prudencia era debida al hecho de que todavía no sabían adónde los estaba conduciendo Albert; podía tratarse incluso de una trampa. Pero Goran era de otro parecer: «Quiere mostrarnos algo. Algo de lo que seguramente está muy orgulloso».

La señal del GPS había sido localizada en una vasta zona, de algunos kilómetros cuadrados. A esa distancia no se podía localizar el transmisor; era necesario acudir en persona al lugar.

En la unidad móvil, la tensión era palpable. Goran intercambiaba algunas palabras con Stern. Boris revisaba el arma reglamentaria para verificar su eficacia, y luego volvía a asegurarse de que el chaleco antibalas se adhería bien a su costado. Mientras tanto, Mila miraba por la ventanilla la zona cercana a la salida de la autopista, con sus puentes y sus lenguas de asfalto que se entrelazaban.

Le habían dado el receptor GPS al capitán del comando especial, pero Sarah Rosa podía seguir en la pantalla de su ordenador todo cuanto veían los compañeros que los precedían.

De pronto, una voz anunció por radio:

—Nos estamos acercando. Parece que la señal procede de un punto situado a un kilómetro por delante de nosotros, cambio…

Todos se inclinaron para mirar.

—¿Qué clase de sitio es ese? —inquirió Rosa.

Mila entrevió a lo lejos un majestuoso edificio de ladrillo rojo, compuesto por varios pabellones unidos entre sí y dispuestos en forma de cruz. El estilo era el gótico revisitado de los años treinta, severo y oscuro, típico de las iglesias construidas en la época. Sobre uno de los perfiles despuntaba un campanario. A su lado, una iglesia.

Los blindados se alinearon en la larga avenida de tierra que conducía al cuerpo central. Al llegar a la plaza, los hombres se prepararon para irrumpir en el edificio.

Mila bajó con los demás y levantó la mirada hacia la imponente fachada ennegrecida por el paso de los años. Sobre el umbral podía verse una inscripción en bajorrelieve.

Visitare pupillos in tribulatione eorum et immaculatum se custodire ab hoc saeculo.

—«Socorrer a los huérfanos en sus tribulaciones y mantenerse incontaminado de este mundo» —tradujo Goran por ella.

En una época había sido un orfanato. Ahora estaba cerrado.

El capitán hizo una seña y los equipos operativos se separaron, entrando en el edificio por los accesos laterales. A falta de un plan logístico, estaban obligados a improvisar.

Esperaron cerca de un minuto, luego Mila y los demás entraron junto al capitán por el portón principal.

La primera sala que encontraron era inmensa. Delante de ellos se entrelazaban dos escaleras que conducían a las plantas superiores. Una alta cristalera filtraba una luz calinosa. Los únicos dueños del sitio, ya, eran algunas palomas que, asustadas por aquellas presencias extrañas, se agitaron batiendo enloquecidas las alas alrededor del tragaluz y proyectando en el suelo sombras fugaces. En el interior retumbaba el sonido de las botas de los hombres de los equipos especiales que inspeccionaban habitación por habitación.

—¡Despejado! —se gritaban cada vez que un local era «asegurado».

En aquella atmósfera irreal, Mila miró a su alrededor. Una vez más, había un colegio en el diseño de Albert, aunque muy distinto del exclusivo de Debby Gordon.

—Un orfanato. Aquí, al menos, tenían un techo y una educación asegurada —comentó Stern.

Pero Boris se sintió en la obligación de precisar:

—Aquí mandaban a los niños que nadie adoptaría nunca: los hijos de los presos, y los huérfanos de padres suicidas.

Todos estaban a la espera de una revelación. Cualquier cosa que interrumpiera aquel hechizo de horror sería bien recibida. Algo que por fin revelara la razón que los había llevado hasta ese lugar. El eco de los pasos cesó de repente, y después de unos pocos segundos, una voz irrumpió en la radio:

—Señor, aquí hay algo…

El transmisor GPS se hallaba en el sótano. Mila se encontró con los demás corriendo en esa dirección, atravesando la cocina del colegio con sus grandes calderos de hierro, y cruzando después un enorme refectorio con sillas y mesas de conglomerado de madera revestidas de formica azul. A continuación bajaron por una estrecha escalera de caracol hasta encontrarse en un amplio local con el techo bajo que recibía la luz de una fila de claraboyas. El suelo era de mármol y declinaba hacia un pasillo central donde desembocaban las tuberías. De mármol eran también las tinas que se alineaban a lo largo de las paredes.

—Esto debía de ser la lavandería —dijo Stern.

Los hombres de los equipos especiales rodearon los lavaderos, manteniéndose a distancia para no contaminar la escena. Uno de ellos se quitó el casco y se arrodilló para vomitar. Nadie quería mirar.

Boris fue el primero en cruzar la formación dispuesta como una frontera alrededor de lo indescriptible, y se detuvo de inmediato, llevándose una mano a la boca. Sarah Rosa desvió la mirada. Stern solamente exclamó:

—Que Dios nos perdone…

Mientras el doctor Gavila se mantenía impasible, fue el turno de Mila.

Anneke.

El cuerpo yacía sobre un par de centímetros de líquido turbio. Su tez cerúlea ya presentaba las primeras señales de la degradación post mórtem. Estaba desnuda. En la mano derecha, la niña sujetaba el transmisor GPS, que seguía pulsando, un absurdo destello de vida artificial en aquel cuadro de muerte.

También a Anneke le había cortado el brazo izquierdo, cuya ausencia desarticulaba la postura del busto. Pero no era ese detalle el que turbaba a los presentes, ni tampoco el estado de conservación del cuerpo, ni el hecho de encontrarse frente a la exhibición de una inocente obscenidad. Lo que había provocado su reacción era otra cosa.

El cadáver estaba sonriendo.