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Un lugar en las cercanías de W.

5 de febrero

Tenía la impresión de viajar en una gran polilla que se movía a través de la noche, haciendo vibrar sus alas polvorientas, esquivando el acecho de las montañas, inmóviles como gigantes dormidos hombro contra hombro.

Sobre ellos, un cielo de terciopelo. Debajo, el bosque, espesísimo.

El piloto se volvió hacia el pasajero y señaló un punto frente a él, abajo, un enorme agujero blanco parecido a la luminosa boca de un volcán.

El helicóptero viró en esa dirección.

Aterrizaron después de siete minutos en el arcén de la carretera estatal. La vía estaba cortada y el área acordonada por la policía. Un hombre vestido con un traje azul fue a recibir al pasajero debajo de las hélices, dominando apenas su corbata, que se agitaba enloquecida.

—Bienvenido, doctor, lo estábamos esperando —dijo en voz alta para hacerse oír por encima del ruido de los rotores.

Goran Gavila no respondió.

El agente especial Stern continuó:

—Venga, se lo explicaré por el camino.

Enfilaron un sendero accidentado, dejando a sus espaldas el ruido del helicóptero que volvía a tomar altura, reabsorbido por un cielo negro como la tinta.

La niebla descendía como un sudario, desnudando los perfiles de las colinas. Alrededor, los perfumes del bosque, mezclados y endulzados por la humedad de la noche que trepaba por la ropa, arrastrándose fría sobre la piel.

—No ha sido fácil, se lo aseguro: tiene que verlo con sus propios ojos.

El agente Stern precedía a Goran unos pasos, abriéndose camino con las manos entre los arbustos, y mientras tanto le hablaba sin mirarlo.

—Todo ha empezado esta mañana, a eso de las once. Dos chiquillos que recorren el sendero con su perro. Se adentran en el bosque, suben la colina y desembocan en el claro. El animal es un labrador y, ya sabe, a esa clase de perros les gusta escarbar… En fin, que casi enloquece porque ha olisqueado algo. Hace un agujero… y aparece el primero.

Goran trató de mantener el paso a medida que se internaban en la vegetación, cada vez más espesa, a lo largo de una pendiente que poco a poco se empinaba cada vez más. Reparó en que Stern llevaba un pequeño roto en los pantalones, a la altura de la rodilla, señal de que esa noche ya había recorrido más veces ese mismo trayecto.

—Obviamente, los chiquillos salen corriendo en seguida y avisan a la policía local —prosiguió el agente—. Estos vienen, examinan el lugar, los detalles, buscan indicios… en fin, toda la actividad de rutina. Luego a alguien se le ocurre pensar que puede que haya más…, ¡y aparece el segundo! En ese momento nos han llamado: llevamos aquí desde las tres. Aún no sabemos todo lo que puede haber ahí debajo. Ya hemos llegado…

Frente a sí se abría un pequeño claro iluminado por focos: la boca iluminada del volcán. De repente, los perfumes del bosque se desvanecieron y ambos hombres fueron alcanzados por un hedor inconfundible. Goran levantó la cabeza, dejándose invadir por el olor. «Acido fénico», se dijo.

Y lo vio.

Un círculo de pequeñas tumbas. Y una treintena de hombres en bata blanca que excavaban bajo aquella luz halógena y marciana, provistos de pequeñas palas y pinceles para retirar delicadamente la tierra. Algunos tamizaban la hierba, otros fotografiaban y catalogaban con cuidado cada resto. Se movían a cámara lenta. Sus gestos eran precisos, calibrados, hipnóticos, envueltos en un silencio sagrado, de vez en cuando violado sólo por los pequeños estallidos de los flashes.

Goran localizó a los agentes especiales Sarah Rosa y Klaus Boris. También estaba Roche, el inspector jefe, que lo reconoció y se acercó a él en seguida, a grandes zancadas. Antes de que pudiera abrir la boca, el médico se le adelantó con una pregunta.

—¿Cuántas?

—Cinco. Cada una mide cincuenta centímetros por veinte de ancho, y otros cincuenta de profundidad… En tu opinión, ¿qué puede enterrarse en fosas así?

En todas ellas, una cosa. La misma cosa.

El criminólogo lo miró, a la espera.

La respuesta llegó:

—Un brazo izquierdo.

Goran miró a esos hombres en bata blanca atareados en ese absurdo cementerio a cielo abierto. La tierra devolvía sólo restos en descomposición, pero el origen de ese mal debía colocarse antes de ese momento suspendido e irreal.

—¿Son ellas? —preguntó Goran, aunque, esta vez, conocía la respuesta.

—Según el análisis de los cuerpos de Barr, son hembras caucásicas de entre siete y trece años de edad…

Niñas.

Roche había pronunciado la frase sin inflexión alguna en la voz; como un esputo, que si lo retienes un poco más te amarga la boca.

Debby. Anneke. Sabine. Melissa. Caroline.

Había empezado veinticinco días antes, como una pequeña historia de periódico de provincias: la desaparición de una joven estudiante de un prestigioso colegio para niños ricos. Todos se habían imaginado una fuga. La protagonista tenía doce años y se llamaba Debby. Sus compañeros recordaban haberla visto salir al acabar las clases. En la residencia femenina se habían dado cuenta de su ausencia al pasar lista por la noche. Tenía toda la pinta de ser uno de esos sucesos que se ganan medio artículo en tercera página, y que luego languidecen en un breve a la espera de un previsible desenlace feliz.

Pero después había desaparecido Anneke.

Había ocurrido en un pequeño pueblo de casas de madera con una iglesia blanca. Anneke tenía diez años. Al principio pensaron que se había perdido en el bosque, adonde se aventuraba a menudo con su bicicleta de montaña. Toda la población local había participado con los grupos de búsqueda, pero sin éxito.

Antes de que pudieran darse cuenta de lo que estaba pasando realmente, había ocurrido de nuevo.

La tercera se llamaba Sabine, y era la más pequeña. Siete años. Había sucedido en la ciudad, el sábado por la tarde. Había ido con los suyos al parque de atracciones, como tantas otras familias con hijos. Allí se había montado en un caballo del tiovivo, que estaba lleno de niños. Su madre la había visto pasar la primera vez, y la había saludado con la mano. La segunda, y había repetido el saludo. Pero la tercera vez Sabine ya no estaba.

Sólo entonces alguien había empezado a pensar que tres niñas desaparecidas en el marco de tres días constituían una anomalía.

Las búsquedas se iniciaron con mucho ruido. Hubo llamamientos televisivos. En seguida se habló de uno o más maníacos, quizá una banda. En realidad no había elementos para formular una hipótesis de investigación más exacta. La policía había abierto una línea telefónica para reunir información de manera anónima. Las llamadas se contaron a cientos, para verificarlas todas se habrían necesitado meses, pero no había ni rastro de las niñas. Además, las desapariciones habían ocurrido en lugares distintos, por lo que las policías locales no conseguían ponerse de acuerdo sobre la jurisdicción.

La Unidad de Investigación de Crímenes Violentos, dirigida por el inspector jefe Roche, había intervenido sólo entonces. Los casos de desaparición no eran de su competencia, pero la psicosis generada había inducido a la excepción.

Roche y los suyos habían recogido la patata caliente cuando desapareció la niña número cuatro.

Melissa era la mayor: trece años. Como a todas las chiquillas de su edad, también sus padres le habían impuesto a ella el toque de queda, por temor a que pudiera convertirse en otra víctima del maníaco que estaba aterrorizando el país. Pero esa clausura forzada coincidió con el día de su cumpleaños, y Melissa tenía otros planes para esa tarde. Junto a sus amigas maquinó un pequeño plan de fuga para ir a celebrarlo a la bolera. Acudieron todas sus compañeras. Melissa fue la única que no se presentó.

A partir de ahí se había dado inicio a una caza del monstruo, a menudo confusa e improvisada. Los ciudadanos se habían movilizado, dispuestos a tomarse la justicia por su mano. La policía había plagado las calles de puestos de control. Los controles a sujetos ya condenados o sospechosos de crímenes contra menores se hicieron más urgentes. Los padres eran reacios a dejar salir de casa a sus hijos, ni tan sólo para mandarlos a la escuela. Muchos institutos cerraron por falta de alumnos. La gente sólo salía de sus viviendas cuando era estrictamente necesario. Después de cierta hora, los pueblos y las ciudades se convertían en desiertos.

Durante un par de días no hubo noticias de nuevas desapariciones. Algunos empezaron a pensar que todas las medidas y las precauciones adoptadas habían causado el efecto esperado, desanimando al maníaco. Pero se equivocaban.

El secuestro de la quinta niña fue el más clamoroso.

Se llamaba Caroline, once años. Fue arrebatada en su propia cama, mientras dormía en la habitación junto a la de sus padres, que no se percataron de nada.

Cinco chiquillas secuestradas en una semana. Después, diecisiete larguísimos días de silencio.

Hasta ese momento.

Hasta esos cinco brazos sepultados.

Debby. Anneke. Sabine. Melissa. Caroline.

Goran volvió la mirada hacia el círculo de pequeñas fosas. Un macabro corro de manos. Casi parecía oírlas entonar una cantinela.

—Desde este momento está claro que ya no se trata de casos de desaparición —dijo Roche mientras con un gesto convocaba para un breve discurso a todos los que se encontraban alrededor.

Era una costumbre. Rosa, Boris y Stern se acercaron y se dispusieron a escucharlo, con la mirada fija en el suelo y las manos cruzadas a la espalda.

—Pienso en quien nos ha traído aquí esta noche —empezó Roche—. En quien ha previsto que sucediera todo esto. Estamos aquí porque él lo ha querido, porque él lo ha imaginado, y ha construido todo esto para nosotros. Porque el espectáculo es para nosotros, señores, sólo para nosotros. Lo ha preparado con cuidado, saboreando el momento, nuestra reacción. Para asombrarnos. Para hacernos saber que es grande, y poderoso.

Los demás asintieron.

Fuera quien fuese el artífice, había actuado serenamente.

Roche, que tenía desde hacía tiempo a Gavila en el equipo a todos los efectos, se dio cuenta de que el criminólogo estaba ensimismado en sus pensamientos, con los ojos inmóviles.

—¿Y tú, doctor, qué piensas?

Goran emergió del silencio que se había impuesto y dijo simplemente:

—Los pájaros.

En un principio, nadie pareció entenderlo.

Él prosiguió, impasible:

—No me he fijado al llegar, me he dado cuenta ahora. Es extraño. Escuchad…

Del oscuro bosque se elevaba la voz de miles de pájaros.

—Cantan —dijo Rosa, sorprendida.

Goran se volvió hacia ella y asintió con la cabeza.

—Son los focos… Han confundido esta luz con el amanecer. Y cantan —señaló Boris.

—¿Os parece que tiene sentido? —prosiguió Goran, mirándolo esta vez—. No obstante, lo tiene… Cinco brazos enterrados. Pedazos. Sin los cuerpos. Si queremos, no existe verdadera crueldad en todo esto. Sin los cuerpos no hay nada. Sin los cuerpos no hay individuos, no hay personas. Sólo tenemos que preguntarnos dónde están las niñas. ¿Por qué no están ahí, en esas fosas? No podemos mirarlas a los ojos, no podemos percibir que son como nosotros, porque, en realidad, no hay nada de humano en esto. Son sólo partes… Ninguna compasión. Él no nos la ha concedido. Nos ha dejado sólo el miedo. No se puede sentir piedad por esas pequeñas víctimas. Quiere hacernos saber únicamente que están muertas… ¿Os parece que tiene sentido? Miles de pájaros en la oscuridad obligados a gritar alrededor de una luz imposible. Nosotros no podemos verlos pero ellos nos observan: miles de pájaros. ¿Qué son? Algo simple. Pero también el fruto de una ilusión. Y hay que prestar atención a los ilusionistas: a veces el mal nos engaña asumiendo la forma más simple de las cosas.

Silencio. Una vez más, el criminólogo había dado con un pequeño y preñado sentido simbólico. Eso que los demás a menudo no lograban ver o, como en ese caso, sentir. Los detalles, los contornos, los matices. La sombra alrededor de las cosas, el aura oscura en que se esconde el mal.

Cada asesino tiene un «diseño», una forma precisa que le proporciona satisfacción, orgullo. La tarea más difícil es entender cuál es su visión. Por eso estaba allí Goran. Por eso lo habían llamado. Para que capturara aquel mal inexplicable entre los elementos tranquilizadores de su ciencia.

En ese instante, un miembro de la policía científica vestido con bata blanca se acercó a ellos y se dirigió directamente al inspector jefe con una expresión confusa en el rostro.

—Señor Roche, hay un problema… Son seis brazos.