Capítulo 3

Daphne olía a corteza de cerezo y almendras. Llevaba el mismo perfume desde los trece años, incluida la noche anterior. Aún sentía el olor, aunque ella hubiera decidido que no quería volver a verme.

Tenía una cicatriz en la muñeca, un rasguño que se había hecho trepando a un árbol cuando tenía once años. Había sido culpa mía. En aquella época, ella no era tan refinada, y la convencí —bueno, de hecho la reté— a hacer una carrera para ver quién subía más rápido a uno de los árboles en un extremo del jardín. Gané yo.

A Daphne le aterraba la oscuridad, y como yo tenía mis propios miedos, nunca me reí de ella por eso. Y ella nunca se rio de mí. Al menos no de las cosas importantes.

Era alérgica al marisco. Su color favorito era el amarillo. Por mucho que lo intentara, era incapaz de cantar, ni que le fuera en ello la vida. Aunque sí sabía bailar, de modo que, probablemente, por eso le decepcionara aún más que no le pidiera un baile la noche anterior.

Cuando cumplí dieciséis años, ella me envió un estuche para la cámara fotográfica como regalo de Navidad. Aunque yo nunca le había dicho que quería deshacerme del que tenía, me gustó tanto que se hubiera dado cuenta de que me hacía falta que enseguida cambié de estuche. Y aún la usaba.

Me estiré bajo las sábanas, girándome hacia donde estaba el estuche. Me pregunté cuánto tiempo habría dedicado a escogerla.

A lo mejor Daphne estaba en lo cierto. Teníamos más historia juntos de lo que yo quería reconocer. Habíamos vivido nuestra relación a través de visitas irregulares y esporádicas llamadas de teléfono, así que nunca había soñado que la cosa fuera a más.

Y ahora ella estaba en un avión, de vuelta a Francia, donde la esperaba Frederick.

Me levanté de la cama, me quité de encima el arrugado pijama y me metí en la ducha. El agua fue llevándose los restos de mi cumpleaños por el desagüe, e intenté limpiar también mi mente de aquellos pensamientos.

Pero no podía olvidarme de lo que ella me había acusado. ¿Realmente no sabía lo que era el amor? ¿Lo había descubierto y lo había desterrado? Y si era así, ¿cómo iba a gestionar la Selección?

Los asesores iban de un lado al otro del palacio, con montones de solicitudes para la Selección, sonriéndome como si supieran algo que yo ignoraba. De vez en cuando, alguno me daba una palmadita en el hombro o me hacía algún comentario para darme ánimo, como si notaran mis repentinas dudas sobre lo único que había dado siempre por sentado, lo único que había esperado en mi vida.

—El lote de hoy promete mucho —decía uno.

—Es usted un hombre afortunado —apuntaba otro.

Pero a medida que iban llegando las solicitudes, lo único en lo que podía pensar yo era en Daphne y en sus cortantes palabras.

Debía estar estudiando las cifras de un informe económico que tenía delante, pero en lugar de eso me dediqué a escrutar a mi padre. ¿Me había saboteado la vida realmente, haciendo que no pudiera llegar a entender lo que significaba una relación romántica? Le había visto relacionarse con mi madre. Quizá no se veía pasión, pero sí había afecto entre ellos. ¿No bastaba con eso? ¿Era eso lo que se suponía que tenía que buscar yo?

Me quedé con la mirada perdida, debatiéndome. A lo mejor mi padre pensaba que, si buscaba más, me costaría mucho más afrontar la Selección. O quizá que me llevaría una decepción si no encontraba algo que me cambiara la vida de un modo radical. Probablemente era mejor que nunca le hubiera mencionado que era justo eso lo que esperaba.

Pero puede que no se lo hubiera pensado tanto. La gente es simplemente lo que es. Mi padre era estricto, una espada afilada bajo la presión que suponía gobernar un país que sobrevivía a constantes guerras y ataques rebeldes. Mamá era como una manta, alguien a quien la vida había suavizado, al criarse sin nada, y que intentaba siempre ofrecerme su protección y comodidad.

Yo sabía que me parecía más a ella. A mí no me importaba, ni mucho menos, pero sabía que a mi padre sí.

De modo que quizás el haber retardado mi capacidad para expresarme era algo intencionado, parte del proceso destinado a endurecerme.

«Eres demasiado tonto como para ver el amor, aunque lo tengas delante de tus narices».

—Despierta, Maxon.

Reaccioné de pronto y miré hacia el lugar de donde venía la voz de mi padre.

—¿Sí, padre?

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —preguntó, con voz de hastío—. La Selección consiste en hacer una elección sólida y racional, no es una oportunidad más para soñar despierto.

Un hombre trajeado, que le entregó una carta a mi padre, entró en la estancia, mientras yo recolocaba el montón de papeles, dándole golpecitos contra la mesa.

—Sí, padre.

Leyó el papel, y le miré una vez más.

Quizá.

No.

No, seguro que no. Quería convertirme en un hombre, no en una máquina.

Con un gruñido, arrugó el papel y lo lanzó a la papelera.

—Malditos rebeldes.

Me pasé la mayor parte de la mañana siguiente trabajando en mi habitación, lejos de incómodas miradas. El tiempo me cundía mucho más cuando estaba solo y, si no me cundía, al menos no me reprendían. Aunque aquello no iba a durar mucho, a juzgar por la invitación que acababa de recibir.

—¿Me has llamado? —pregunté, entrando en el despacho privado de mi padre.

—Aquí estás —dijo mi padre, con los ojos bien abiertos y frotándose las manos—. Mañana es el día.

Cogí aire.

—Sí. ¿Tenemos que repasar el formato del Report?

—No, no —repuso, posando una mano en mi espalda para que me pusiera en marcha. Erguí la cabeza al momento—. Será bastante simple. Introducción, una charla corta con Gavril y luego emitiremos los nombres y las caras de las chicas.

Asentí.

—Parece… fácil.

Cuando llegamos al otro lado de su mesa, colocó la mano sobre un grueso montón de carpetas.

—Son estas.

Bajé la vista. Miré. Tragué saliva.

—Bueno, unas veinticinco tienen cualidades bastante evidentes; perfectas para una princesa. Familias excelentes o vínculos con otros países que quizá sean de gran utilidad. Algunas de ellas son simplemente guapísimas. —Me dio un codazo pícaro en las costillas, algo nada propio de él, y yo di un paso hacia el lado contrario. Todo aquello no tenía nada de broma—. Por desgracia, no en todas las provincias han surgido candidatas que valieran la pena. Así que, para que parezca que la elección es más aleatoria, hemos usado esas regiones para añadir algo más de diversidad. Verás que también hemos metido algunas Cincos, pero ninguna por debajo de eso. Tenemos que mantener un nivel mínimo.

Dejé que sus palabras resonaran en mi cabeza. Hasta aquel momento había pensado que todo dependía del destino…, pero no, dependía de él.

Pasó el pulgar por el montón de carpetas, haciendo ruido con los bordes de las hojas de papel.

—¿Quieres echar un vistazo? —preguntó.

Volví a mirar el montón. Nombres, fotografías y currículos. Allí estaban todos los detalles básicos. Aun así, estaba seguro de que el impreso de solicitud no preguntaba nada como qué les hacía reír o cuál era su secreto más oscuro. Ahí había recogida una colección de atributos, no de personas. Y las chicas escogidas en función de esas estadísticas eran mi única elección posible.

—¿Las has escogido tú? —le pregunté, levantando la vista de las carpetas y mirándole.

—Sí.

—¿A todas ellas?

—Prácticamente —dijo, con una sonrisa—. Como te decía, hay unas cuantas escogidas para dar espectáculo, pero creo que tienes una selección de chicas muy prometedoras. Mucho mejor que la mía.

—¿Tu padre también las escogió por ti?

—A algunas. Pero entonces era diferente. ¿Por qué lo preguntas?

Recordé sus palabras.

—A eso era a lo que te referías, ¿no? Cuando decías que para ti habían sido años de preparación.

—Bueno, teníamos que asegurarnos de que algunas chicas tuvieran la edad, y en algunas provincias contábamos con diversas opciones. Pero, créeme, te van a encantar.

—¿De verdad?

Como si le importara. Como si todo aquello no fuera más que una maniobra para mayor gloria de la corona, del palacio, para su éxito personal.

De pronto su comentario improvisado diciendo que pensar en Daphne era una pérdida de tiempo adquirió sentido. No le importaba si yo sentía algo por ella, si me parecía encantadora o si su compañía me resultaba agradable; lo único que veía en ella era Francia. Para él no era ni siquiera una persona. Y como básicamente ya había obtenido lo que quería de ese país, a sus ojos resultaba inútil. Aun así, si hubiera tenido algún valor, sin duda habría estado dispuesto a tirar por la ventana aquella entrañable tradición, pero, como no era así, todo el proceso estaba en sus manos.

—No te desanimes —afirmó, con un suspiro—. Pensé que estarías emocionado. ¿No quieres echar un vistazo siquiera?

Me alisé la americana.

—Como dices, esto no es para soñar despierto. Las veré cuando las vean todos los demás. Si me excusas, tengo que acabar de leer el borrador de esa enmienda que has escrito.

Me alejé sin esperar a que me diera su aprobación, pero estaba seguro de que mi respuesta sería excusa suficiente para obtenerla.

A lo mejor no era exactamente un sabotaje, pero desde luego me sentía como si hubiera caído en una trampa. ¿Encontrar una chica entre las que él había seleccionado previamente? ¿Cómo iba a poder lograrlo?

Decidí hacer un esfuerzo por calmarme. Al fin y al cabo, él había elegido a mamá, y ella era maravillosa, guapa e inteligente. Pero me daba la sensación de que mi padre no había sufrido tanta injerencia. Y ahora las cosas eran diferentes, o eso decía él.

Entre las palabras de Daphne, la intrusión de mi padre y mis crecientes temores, la Selección empezó a darme más miedo que nunca.