Capítulo 2

La gente se quedó mucho más rato de lo que yo habría considerado apropiado. Supuse que aquel sería otro sacrificio inherente al privilegio: nadie quería que una fiesta celebrada en el palacio acabara. Aunque la gente que vivía allí deseaba justo lo contrario, que terminara cuanto antes.

Había dejado al dignatario de la Federación Germánica, que estaba muy borracho, al cuidado de un guardia; había dado las gracias a todos los asesores reales por sus regalos; y había besado la mano prácticamente de todas las damas que habían atravesado las puertas del palacio. A mi modo de ver, ya había cumplido con mi deber, y solo quería pasar unas horas en paz. Pero cuando me dispuse a escapar de los asistentes rezagados, un par de ojos azul oscuro se interpusieron en mi camino.

—Has estado evitándome —dijo Daphne, con voz juguetona y aquel acento que me hacía cosquillas a los oídos. Siempre hablaba con aquella entonación musical.

—En absoluto. Es que hay algo más de gente de la que me esperaba —respondí, echando la mirada atrás, al puñado de personas que aún pretendían contemplar la salida del sol a través de los ventanales del palacio.

—A tu padre le gusta montar buenos espectáculos.

Me reí. Daphne se refería a cosas que yo jamás me atrevía a decir en voz alta. Y eso a veces me ponía nervioso. ¿Hasta dónde veía en mi interior?

—Creo que esta vez se ha superado.

—Solo hasta la próxima —replicó ella, encogiéndose de hombros.

Nos quedamos allí en silencio, aunque tenía la sensación de que quería decirme algo más. Se mordió el labio y me susurró:

—¿Podría hablar contigo en privado?

Asentí, le ofrecí el brazo y la llevé hasta una de las salas que había siguiendo el pasillo. No dijo nada por el camino, como si estuviera ahorrándose las palabras hasta que las puertas se cerraran a nuestras espaldas. Aunque hablábamos en privado a menudo, aquella manera de actuar me estaba poniendo algo nervioso.

—No has bailado conmigo —dijo, como si estuviera dolida.

—No he bailado con nadie.

Esa vez mi padre había insistido en traer a músicos que tocaran composiciones clásicas. Aunque los Cincos tocaban muy bien, su música se prestaba más a bailes lentos. Quizá, si hubiera querido bailar, habría decidido hacerlo con ella. Pero tampoco era la mejor ocasión, ahora que todo el mundo me hacía preguntas sobre mi futura y misteriosa esposa. Daphne suspiró y empezó a caminar por la sala.

—Me han organizado una cita para cuando vuelva a casa —anunció—. Frederick, se llama. Lo he visto antes, claro. Es un jinete excelente, y muy guapo. Tiene cuatro años más que yo, y ese es uno de los motivos por los que le gusta a papá.

Me miró por encima del hombro, con una leve sonrisa en el rostro. Le respondí con una mueca sarcástica.

—Y claro, sin la aprobación de nuestros padres, no podríamos vivir.

Soltó una risita divertida.

—Por supuesto. No sabríamos qué hacer.

Yo también me reí, contento de tener a alguien con quien bromear. A veces era el único modo de afrontar todo aquello.

—Pero sí, a papá le parece muy bien. Aun así, me pregunto… —Bajó la mirada al suelo, mostrándose tímida de repente.

—¿Qué te preguntas?

Se quedó allí un momento, con la mirada puesta en la alfombra. Por fin levantó la vista y fijó aquellos ojos de un azul profundo en los míos.

—¿A ti te parece bien?

—¿El qué?

—Frederick.

—En realidad no puedo opinar, ¿no? No lo conozco.

—No —dijo ella, bajando la voz—. No la persona, sino la idea. ¿Te parece bien que quede con ese hombre? ¿Y que quizá me case con él?

Su expresión era pétrea, y escondía algo que yo no entendía muy bien. Me encogí de hombros, extrañado.

—No me corresponde a mí dar mi aprobación. Casi no te corresponde ni a ti —añadí, algo triste por ambos.

Daphne se retorció una mano con la otra, como si estuviera nerviosa, o como si le doliera algo. No entendía qué era lo que estaba sucediendo.

—Entonces, ¿no te preocupa nada? Porque si no es Frederick, será Antoine. Y si no es Antoine, será Garron. Hay una colección de hombres esperándome, y con ninguno de ellos tengo la amistad que comparto contigo. Pero con el tiempo deberé tomar a uno de ellos como marido. ¿A ti no te importa?

Aquello era realmente triste. Apenas nos veíamos más de tres veces al año. Y también podría decirse que era mi amiga más próxima. Los dos éramos patéticos.

Tragué saliva, buscando qué decir.

—Estoy seguro de que todo se arreglará.

No obstante, sin previo aviso, las lágrimas empezaron a surcar el rostro de Daphne. Miré a mi alrededor, intentando buscar una explicación o una solución, cada vez más incómodo.

—Por favor, dime que no vas a seguir con esto, Maxon. No puedes —me rogó.

—¿De qué estás hablando? —pregunté, desesperado.

—¡La Selección! Por favor, no te cases con alguna extraña. Y no hagas que yo me case con un extraño.

—Tengo que hacerlo. Es lo que hacen los príncipes de Illéa. Nos casamos con plebeyas.

Daphne se lanzó hacia mí y me agarró de las manos.

—Pero yo te quiero. Siempre te he querido. Por favor, no te cases con otra chica sin preguntarle al menos a tu padre si existe la mínima posibilidad.

¿Que me quería? ¿Desde siempre?

Me quedé sin palabras. ¿Qué podía decir?

—Daphne, ¿cómo…? No sé qué decir.

—Di que se lo preguntarás a tu padre —suplicó, limpiándose las lágrimas—. Pospón la Selección aunque solo sea lo necesario para ver si vale la pena que lo intentemos. O déjame participar a mí. Renunciaré a mi corona.

—Por favor, deja de llorar —murmuré.

—¡No puedo! No puedo, si voy a perderte para siempre —dijo, y hundió la cabeza en las manos, sollozando en voz baja.

Me quedé allí, paralizado y aterrado ante la posibilidad de estropear aún más las cosas. Tras unos momentos de tensión, levantó la cabeza. Habló, con la mirada perdida:

—Tú eres el único que me conoce bien. Y la única persona a la que conozco de verdad.

—Conocerse no es amarse —rebatí.

—Eso no es cierto, Maxon. Los dos tenemos una historia común, y está a punto de romperse. Todo por mantener la tradición. —Tenía la mirada fija en algún punto invisible en el espacio, en el centro de la estancia, y no podía adivinar qué estaría pensando. Era evidente que no se me daba nada bien penetrar en su mente.

Por fin Daphne se giró hacia mí.

—Maxon, te lo ruego, pregúntale a tu padre. Aunque diga que no, al menos habré hecho todo lo posible.

Seguro de no equivocarme, le dije lo que debía:

—Ya lo has hecho, Daphne. No hay más. —Extendí los brazos un momento y luego los dejé caer—. Esto es todo lo que podremos tener nunca.

Se me quedó mirando fijamente un buen rato, consciente como yo de que pedirle a mi padre algo tan fuera de la norma escapaba a mis posibilidades. Noté que parecía contemplar una solución alternativa, pero enseguida se dio cuenta de que no había. Ella se debía a su corona, y yo a la mía, y nuestros caminos nunca se cruzarían.

Asintió y volvió a echarse a llorar. Se sentó en un sofá y se abrazó a sí misma. Me quedé inmóvil, con la esperanza de no causarle más dolor. Habría querido hacerla reír, pero todo aquello no tenía nada de divertido. No me creía capaz de romperle el corazón a alguien.

Y desde luego no me gustaba haberlo hecho.

En ese momento me di cuenta de que aquello se convertiría en algo frecuente. Iba a rechazar a treinta y cuatro mujeres en los meses siguientes. ¿Y si todas reaccionaban así?

Resoplé, exhausto solo de pensarlo.

Al oírme, Daphne levantó la vista. Poco a poco la expresión de su rostro fue cambiando.

—¿No te duele nada de todo esto? ¿Nada de nada? —preguntó—. No eres tan buen actor, Maxon.

—Claro que lo lamento.

Ella se puso en pie y me miró de arriba abajo en silencio.

—Pero no por los mismos motivos que lo lamento yo —murmuró. Cruzó la habitación, con una mirada de súplica en los ojos—. Maxon, tú me quieres.

Me quedé inmóvil.

—Maxon —insistió, con mayor vehemencia—, me quieres. Tú me quieres.

Tuve que apartar la mirada; la fuerza de su mirada me resultaba demasiado intensa. Me pasé una mano por el cabello, intentando decidir qué sentía y ponerlo en palabras.

—Nunca había visto a nadie expresar sus sentimientos tal como lo acabas de hacer tú. No tengo dudas de que cada palabra que has dicho la sientes, pero no puedo hacer eso, Daphne.

—Eso no significa que no sepas lo que sientes. Lo que pasa es que no tienes ni idea de cómo expresarlo. Tu padre puede ser frío como el hielo, y tu madre se encierra en sí misma. Tú nunca has visto a nadie amándose libremente, así que no sabes cómo expresarlo. Pero lo sientes, sé que lo sientes. Tú me quieres tanto como yo te quiero a ti.

Negué con la cabeza, lentamente, temiendo que si pronunciaba una sílaba más provocaría que todo empezara de nuevo.

—Bésame —me pidió.

—¿Qué?

—Bésame. Si puedes besarme y seguir diciendo que no me quieres, no volveré a mencionar esto nunca más.

Me eché atrás.

—No. Lo siento, no puedo.

No quería confesar hasta qué punto lo decía en sentido literal. No tenía ni idea de a cuántos chicos habría besado Daphne, pero sabía que serían más de cero. Un verano de años atrás, cuando yo estaba de vacaciones en Francia, me había confesado que la habían besado. Así que en eso me ganaba, y desde luego no iba a quedar como un tonto.

Su tristeza se convirtió en rabia, y se apartó de mí. Soltó una carcajada seca, pero su mirada no era divertida en absoluto.

—¿Así que esa es tu respuesta? ¿Es un no? ¿Has decidido dejarme marchar?

Me encogí de hombros.

—Eres un idiota, Maxon Schreave. Tus padres te han saboteado la vida por completo. Podrías tener a mil chicas ante ti, y no importaría. Eres demasiado tonto como para apreciar el amor, aunque lo tengas delante de tus narices. —Se limpió los ojos y se alisó el vestido—. Espero, de corazón, no verte más.

El miedo que me atenazaba el pecho me hizo reaccionar: en el momento en que se marchaba, la agarré del brazo. No quería que desapareciera para siempre.

—Daphne, lo siento.

—No lo sientas por mí —repuso, con voz fría—. Siéntelo por ti. Encontrarás una esposa, porque tienes que hacerlo, pero ya has conocido el amor, y has dejado que se te escape.

Se liberó de mi mano y me dejó solo.

Feliz cumpleaños, Maxon.