El crujido de la puerta me despertó. La luz que entró del exterior era tan intensa que tuve que taparme los ojos.
—¿Alteza? —preguntó alguien—. ¡Oh, Dios mío, le he encontrado! —gritó—. ¡Está vivo!
Se creó un alboroto a nuestro alrededor, y empezaron a llegar guardias y criados.
—¿No pudo llegar al refugio de abajo, alteza? —preguntó uno de los guardias. Le miré la placa con el nombre. Markson. No estaba segura, pero parecía uno de los oficiales de la guardia.
—No. Un soldado dijo que avisaría a mis padres. Le ordené que lo hiciera enseguida —repuso Maxon, peinándose con la mano. Por un momento en su rostro se reflejó el dolor que le causaba aquel simple movimiento.
—¿Qué soldado?
Maxon suspiró.
—No me dijo su nombre —dijo, y me miró, buscando confirmación.
—A mí tampoco. Pero llevaba un anillo en el pulgar. Era gris, como de peltre, o algo así.
El soldado Markson asintió.
—Ese era Tanner. No ha sobrevivido. Hemos perdido a veinticinco guardias y a doce personas del servicio.
—¿Qué? —exclamé, tapándome la boca.
Aspen.
Recé por que estuviera a salvo. La noche anterior estaba tan nerviosa que no se me había ocurrido siquiera preocuparme por él.
—¿Y mis padres? ¿Y el resto de la Élite?
—Todos están bien, señor. Aunque su madre ha estado muy nerviosa.
—¿Ya ha salido? —nos dispusimos a marcharnos del refugio, con Maxon delante de mí.
—Todos han salido. Nos hemos dejado alguno de los refugios secundarios y estábamos haciendo un repaso; esperábamos encontrarles, a usted y a Lady America.
—Oh, Dios —exclamó Maxon—. Iré a verla enseguida —dijo, pero de pronto se quedó paralizado.
Seguí la trayectoria de su mirada y vi el panorama de destrucción. En la pared habían garabateado otra vez el mismo mensaje:
YA VENIMOS
Habían cubierto las paredes de los pasillos con aquella amenaza, una y otra vez, con todos los medios que habían podido encontrar. Aparte de eso, habían destrozado muchas cosas. Hasta entonces nunca había visto el efecto de los ataques sobre la planta baja; solo lo había podido comprobar en los pasillos próximos a mi habitación. Unas manchas enormes en las alfombras marcaban los lugares donde había muerto alguien, quizás alguna doncella indefensa, o un aguerrido guardia. Las ventanas estaban rotas, y en su lugar quedaban unos afilados dientes de cristal. Muchas lámparas estaban rotas, y otras parpadeaban, negándose a rendirse. En las paredes había enormes agujeros, y eso hizo que me preguntara si habrían visto a gente huyendo a los refugios, si habían ido de caza tras ellos. ¿Hasta qué punto habíamos estado cerca de la muerte Maxon y yo la noche anterior?
—¿Señorita? —dijo un guardia, devolviéndome a la realidad—. Nos hemos tomado la libertad de contactar con todas las familias. Parece que el ataque contra la familia de Lady Natalie ha sido un intento de poner fin a la Selección. Están atentando contra los familiares para obligarlas a abandonar.
—No —exclamé, llevándome las manos a la boca.
—Ya hemos enviado guardias de palacio para protegerlos. El rey ha ordenado explícitamente que ninguna de las chicas abandone el palacio.
—¿Y si quieren hacerlo? —le rebatió Maxon—. No podemos retenerlas aquí contra su voluntad.
—Por supuesto, señor. Tendrá que hablar con el rey —el guardia parecía incómodo; no sabía cómo gestionar aquella diferencia de opiniones.
—No tendrán que proteger a mi familia mucho tiempo —dije yo, intentando reducir la tensión—. Háganles saber que volveré a casa muy pronto.
—Sí, señorita —repuso el guardia, con una reverencia.
—¿Mi madre está en su habitación? —preguntó Maxon.
—Sí, señor.
—Dígale que voy a verla. Y puede retirarse.
Volvimos a quedarnos solos.
Maxon me cogió la mano.
—No te vayas enseguida. Despídete de tus doncellas y de las chicas, si quieres. Y come algo. Sé lo mucho que te gusta la comida de aquí.
—Lo haré —dije, sonriendo.
Maxon se humedeció los labios, casi sin saber qué hacer. Ya estaba. Aquello era una despedida.
—Me has cambiado para siempre. Y nunca te olvidaré.
Le pasé la mano por el pecho, alisándole el abrigo.
—No te tires de la oreja con ninguna otra. Eso es mío —respondí, con una sonrisa tensa.
—Hay un montón de cosas que son tuyas, America.
Tragué saliva.
—Tengo que irme.
Asintió.
Maxon me dio un beso rápido en los labios y se fue a toda prisa por el pasillo. Me quedé mirando hasta que desapareció de mi vista. Luego me volví a mi habitación.
Cada paso de la escalera principal era una tortura, tanto por lo que había dejado atrás como por lo que me temía encontrarme. ¿Y si tocaba el timbre y Lucy no se presentaba? ¿O Mary? ¿O Anne? ¿Y si miraba a la cara a cada soldado y no encontraba ninguna que fuera la de Aspen?
Llegué al segundo piso, dejando atrás el rastro de la destrucción. Aún era reconocible; el lugar más bonito que había visto nunca, incluso en ruinas. No podía imaginarme el tiempo y el dinero que costaría reparar aquello. Los rebeldes eran muy contundentes en sus acciones. Al acercarme a mi habitación, reconocí el sonido de un llanto. Lucy.
Suspiré, contenta de saber que estaba viva, pero aterrada al pensar en cuál podía ser la causa de su llanto. Respiré hondo y giré la esquina, entrando en mi habitación.
Con el rostro enrojecido y los ojos hinchados, Mary y Anne estaban recogiendo los fragmentos de cristal de las puertas balconeras. Vi a Mary, que contenía el llanto, intentando respirar hondo y calmarse. En un rincón, Lucy lloraba sobre el pecho de Aspen.
—Chis —decía él, consolándola—. La encontrarán, lo sé.
Estaba tan aliviada que me eché a llorar.
—Estáis bien. Estáis todos bien —exclamé.
Aspen soltó un enorme suspiro y relajó los tensos hombros.
—¿Señorita? —dijo Lucy. Un segundo más tarde estaba corriendo hacia mí y, tras ella, Mary y Anne, que me envolvieron en abrazos.
—Oh, esto es absolutamente incorrecto —dijo Anne, sin soltarme.
—Por Dios bendito, deja eso ahora —replicó Mary.
Estábamos tan contentas de estar sanas y salvas, que nos dio la risa.
Tras ellas, Aspen se puso en pie y nos observó en silencio con una sonrisa en los labios, evidentemente aliviado de verme allí.
—¿Dónde estaba? Han buscado por todas partes —dijo Mary, llevándome hasta la cama para que me sentara, aunque estaba hecha un lío, con el edredón hecho jirones, las almohadas rajadas y las plumas cayendo por todas partes.
—En uno de los refugios secundarios que habían pasado por alto. Maxon también está bien.
—Gracias a Dios —dijo Anne.
—Me ha salvado la vida. Yo iba de camino a los jardines cuando llegaron. Si hubiera estado fuera…
—Oh, señorita —exclamó Mary.
—No se preocupe por nada —intervino Anne—. Arreglaremos la habitación en un abrir y cerrar de ojos, y tenemos un fantástico vestido nuevo para cuando esté lista. Y podemos…
—Eso no será necesario. Me voy a casa hoy. Me pondré algo sencillo y me iré dentro de unas horas.
—¿Qué? —respondió Mary, sin aliento—. Pero ¿por qué?
Me encogí de hombros.
—No ha ido bien —miré a Aspen, pero no supe leer en la expresión de su rostro. Lo único que podía ver en él era el alivio que sentía al verme con vida.
—La verdad es que yo pensaba que ganaría usted —soltó Lucy—. Desde el principio. Y después de todo lo que dijo anoche… No puedo creerme que se vaya a casa.
—Te lo agradezco mucho, pero no pasa nada. A partir de ahora, haced lo que podáis para ayudar a Kriss. Por favor, hacedlo por mí.
—Claro —dijo Anne.
—Lo que usted diga —la secundó Mary.
Aspen se aclaró la garganta.
—Señoritas, si me conceden un momento… Si Lady America se va hoy, necesito repasar algunas medidas de seguridad. Ya que hemos llegado hasta aquí, hay que cerciorarse de que no le sucede nada hasta su marcha. Anne, quizá podría ir a buscarle toallas limpias y otras cosas. Debería irse a casa como una dama. Mary, ¿algo de comida? —ambas asintieron—. Y Lucy, ¿necesita descansar?
—¡No! —protestó ella, muy tiesa—. Puedo trabajar.
Aspen sonrió.
—Muy bien.
—Lucy, ve al taller y acaba ese vestido. Nosotras vendremos enseguida a ayudarte —ordenó Anne—. No me importa lo que diga la gente, Lady America. Se va a ir de aquí con estilo.
—Sí, señora —respondí.
Se fueron, y cerraron la puerta tras de sí.
Aspen se acercó. Me giré hacia él.
—Pensé que estarías muerta. Creí que te había perdido.
—Hoy no —dije, sonriendo tímidamente. Ahora que sabía el alcance de todo aquello, el único modo de mantener la calma era bromear sobre el tema.
—Me llegó tu carta. No me puedo creer que no me contaras lo del diario.
—No podía.
Cubrió el espacio que nos separaba y me pasó la mano por el cabello.
—Mer, si no me lo podías enseñar a mí, no deberías haber intentando enseñárselo a todo el país. Y esa historia de las castas… Estás loca, ¿sabes?
—Oh, sí, lo sé —respondí. Bajé la mirada al suelo, pensando en la locura de las últimas veinticuatro horas.
—¿Así que Maxon te ha echado por eso?
Suspiré.
—No exactamente. Es el rey el que me manda a casa. Aunque Maxon se me declarara en este mismo momento, no cambiaría nada. El rey dice que no, así que me voy.
—Vaya. Va a ser raro estar aquí sin ti.
—Ya —dije, resignada.
—Te escribiré —prometió—. Y te puedo enviar dinero si quieres. Tengo mucho. Podemos casarnos cuando vuelva a casa. Sé que pasará un tiempo…
—Aspen —dije, interrumpiéndole. No sabía cómo explicar que me acababan de romper el corazón—. Cuando me vaya, quiero un poco de paz, ¿vale? Necesito recuperarme de todo esto.
Él dio un paso atrás, ofendido.
—Entonces… ¿No quieres que te escriba o te llame?
—Quizá no enseguida —respondí, intentando que no sonara tan grave—. Solo quiero pasar un tiempo con mi familia y recuperar la normalidad. Después de todo lo que he vivido aquí, no puedo…
—Espera —me interrumpió, levantando una mano. Guardó silencio un momento, leyéndome la cara—. Aún te gusta —dedujo—. Después de todo lo que ha hecho, lo de Marlee, e incluso ahora que no hay esperanza ninguna, sigues pensando en él.
—Él no hizo nada, Aspen. Ojalá pudiera explicarte lo de Marlee, pero di mi palabra. No estoy resentida con Maxon. Y sé que ha acabado. Es lo mismo que sentía cuando tú rompiste conmigo.
Resopló, incrédulo, echando la cabeza atrás como si no pudiera creerse lo que estaba oyendo.
—Lo digo en serio. Cuando me dejaste, la Selección se convirtió en mi salvavidas, porque sabía que al menos me daría un tiempo para superar lo que sentía por ti. Y entonces te presentaste aquí, y todo cambió. Fuiste tú el que cambiaste las cosas cuando me dejaste en la casa del árbol; y seguías pensando que, si querías, podías conseguir que las cosas volvieran a como estaban antes. No funciona así. Dame la oportunidad de ser yo quien te escoja.
A medida que las palabras iban saliéndome por la boca, supe que aquello explicaba en parte por qué las cosas estaban tan mal. Había querido a Aspen tanto tiempo que estábamos dando por supuestas muchas cosas. Pero ahora todo era diferente. No era como cuando aún éramos dos don nadie de Carolina. Habíamos visto demasiadas cosas como para fingir que volveríamos a ser los de antes, sin más.
—¿Por qué no ibas a escogerme, Mer? ¿No soy tu único candidato? —preguntó, con un tono de voz cada vez más triste.
—Sí. ¿Eso no te molesta? No quiero ser la chica con la que acabas solo porque la única otra opción ya no está disponible y porque tú nunca has considerado a ninguna otra. ¿De verdad quieres que sea tuya solo por descarte?
—No me importa cómo sea, Mer —replicó, convencido.
De pronto se me echó encima y me cogió la cara con las manos. Me besó con pasión, intentando hacerme recordar lo que era para mí.
Pero yo no pude devolverle el beso.
Cuando por fin se rindió, me echó la cabeza atrás, intentando escrutar mi rostro para averiguar qué es lo que sucedía.
—¿Qué está pasando, America?
—¡Que tengo el corazón roto! ¡Eso es lo que pasa! ¿Cómo crees que me siento? Ahora mismo estoy muy confundida, y tú eres lo único que me queda, y no me quieres lo suficiente como para dejarme respirar.
Me eché a llorar. Él pareció calmarse.
—Lo siento, Mer —murmuró—. Es que no paro de pensar que te he perdido por un motivo u otro, y el instinto me dice que luche por ti. Es lo único que sé hacer.
Miré al suelo, intentando recomponerme.
—Puedo esperar —decidió—. Cuando estés lista, escríbeme. Sí que te quiero lo suficiente como para dejarte respirar. Después de lo de anoche, me conformo con eso. Por favor, respira.
Me acerqué a él y dejé que me abrazara, pero la sensación fue diferente. Yo siempre había pensado que Aspen estaría presente en mi vida en todo momento, y por primera vez me pregunté si de verdad sería así.
—Gracias —susurré—. Ten cuidado, Aspen. No te hagas el héroe. Cuídate mucho.
Él dio un paso atrás, asintiendo, pero no dijo nada. Me besó en la frente y se dirigió a la puerta.
Me quedé allí un buen rato, sin saber muy bien qué hacer, esperando que mis doncellas, una vez más, vinieran a darme el empujón que necesitaba.