Capítulo 26

Bajé a desayunar más bien tarde. No quería arriesgarme a encontrar a Maxon ni a ninguna de las chicas a solas. Pero antes de que llegara a las escaleras, Aspen se acercó por el pasillo. Resoplé de nervios, y él miró alrededor antes de aproximarse.

—¿Dónde has estado? —le pregunté, en voz baja.

—Trabajando, Mer. Soy soldado. No puedo controlar cuándo me toca servicio. Ya no me ponen de guardia en tu habitación.

Quise preguntarle por qué, pero no era el momento.

—Necesito hablar contigo.

Se quedó pensando un momento.

—A las dos, ve hasta el final del pasillo de la planta baja, más allá del pabellón de la enfermería. Puedo ir a verte allí, pero no mucho rato.

Asentí. Él me hizo una rápida reverencia y siguió su camino antes de que alguien pudiera vernos hablar. Bajé las escaleras, pero no me sentía nada satisfecha.

Quería gritar. El sábado tocaba pasarse todo el día en la Sala de las Mujeres: una sentencia, una completa injusticia. Cuando llegaban visitas, querían ver a la reina, no a nosotras. Cuando una de nosotras se convirtiera en princesa, probablemente aquello cambiaría, pero de momento yo estaba allí, sin poder hacer nada, viendo cómo Kriss repasaba su presentación. Las otras también estaban leyendo cosas, notas o informes, y me estaba poniendo enferma, hasta el punto de la náusea. Necesitaba una idea, y rápido. Estaba segura de que Aspen me ayudaría a encontrarla y tenía que empezar aquella misma noche, fuera como fuera.

Como si leyera mis pensamientos, Silvia, que había estado recibiendo visitas con la reina, pasó a verme.

—¿Cómo está mi alumna estrella? —me preguntó, bajando la voz lo suficiente para que las otras no la oyeran.

—Genial.

—¿Cómo va tu proyecto? ¿Necesitas ayuda para perfilar algún detalle?

¿Perfilar? ¿Cómo iba a perfilar algo inexistente?

—Va estupendo. Le va a encantar, estoy segura —mentí.

Ella ladeó la cabeza.

—Lo llevas un poco en secreto, ¿no?

—Un poco —sonreí.

—Está bien. Últimamente has trabajado de una forma sensacional. Estoy segura de que será fantástico —dijo, dándome una palmadita en el hombro antes de abandonar la sala.

Tenía un problema. Y grande.

Los minutos pasaban tan despacio que era como una tortura. Poco antes de las dos me excusé y recorrí el pasillo. En el extremo había un sofá tapizado bajo un enorme ventanal. Me senté a esperar. No vi ningún reloj, pero el tiempo no parecía avanzar. Por fin, por una esquina, apareció Aspen.

—Ya era hora —suspiré.

—¿Qué pasa? —preguntó él, que se situó junto al sofá, adoptando una pose formal.

«Mucho. Muchas cosas de las que no te puedo hablar».

—Nos han asignado una tarea, y no sé qué hacer. No se me ocurre nada, estoy nerviosísima y no puedo dormir —dije, a la carrera.

Él chasqueó la lengua.

—¿De qué va la tarea? ¿Diseño de tiaras?

—No —repuse, lanzándole una mirada de frustración—. Tenemos que pensar en un proyecto, algo bueno para el país. Como el trabajo de la reina Amberly con los discapacitados.

—¿Es eso lo que tan nerviosa te tiene? —preguntó, sacudiendo la cabeza—. ¿Qué tiene eso de estresante? Parece divertido.

—Yo también pensaba que lo sería. Pero no se me ocurre nada. ¿Tú qué harías?

Aspen se quedó pensando un momento.

—¡Ya lo sé! Haría un programa de intercambio de castas —dijo, con un brillo de emoción en los ojos.

—¿Un qué?

—Un programa de intercambio de castas. La gente de las castas altas intercambian su sitio con los de las castas bajas, para que sepan lo que es.

—No creo que eso funcione, Aspen, por lo menos no para este proyecto.

—Es una gran idea —insistió—. ¿Te imaginas a alguien como Celeste rompiéndose las uñas al hacer un inventario en un almacén? Le iría muy bien.

—¿Y a ti ahora qué te pasa? ¿No hay Doses de origen entre los guardias? ¿No son tus amigos?

—A mí no me pasa nada —replicó, a la defensiva—. Soy el mismo de siempre. Eres tú la que se ha olvidado de lo que es vivir en una casa sin calefacción.

—No se me ha olvidado —le contesté, levantando la cabeza—. Estoy intentando pensar en un proyecto que sirva para evitar cosas así. Aunque me echen, puede que al final alguien ponga en práctica mi idea, así que necesito que sea buena. Quiero ayudar a la gente.

—No te olvides, Mer —me imploró Aspen, con un brillo de vehemencia en los ojos—. Este Gobierno no hizo nada cuando no teníais nada para comer. Dejaron que azotaran a mi hermano en la plaza. Toda la palabrería del mundo no podrá deshacer lo que somos. Nos dejaron en un rincón para que nunca pudiéramos salir por nosotros mismos, y no tienen ninguna prisa en sacarnos de allí. No les interesa, Mer.

Resoplé y me quedé callada.

—¿Adónde vas ahora?

—Me vuelvo a la Sala de las Mujeres —respondí, poniéndome en marcha.

Aspen me siguió.

—¿De verdad estamos discutiendo por una tontería de proyecto?

—No —dije, girándome hacia él—. Estamos discutiendo porque tú tampoco lo pillas. Ahora yo soy una Tres. Y tú eres un Dos. En lugar de amargarnos la vida con lo que nos han dado, ¿por qué no ves la ocasión que tienes? Puedes cambiar la vida de tu familia. Probablemente podrías cambiar muchas vidas. Y lo único que quieres es dejar claro tu enfado. Eso no va a llevarnos a ningún sitio.

Aspen no dijo nada, y yo me fui. Intenté no enfadarme con él por poner pasión en lo que quería. En cualquier caso, ¿no era esa una cualidad admirable? Pero me hizo pensar tanto en la inamovilidad de las castas que la situación empezó a ponerme furiosa.

No había nada que pudiera cambiar aquello. Así pues, ¿por qué molestarse?

Toqué el violín. Me di un baño. Intenté dormir una siesta. Me pasé parte de la tarde sentada en la habitación, en silencio. Me senté en el balcón.

Nada de todo aquello tenía importancia. Estaba acercándose peligrosamente la fecha de exposición del proyecto, y aún no tenía nada preparado.

Me pasé horas tendida en la cama, intentando dormir, aunque no lo logré. No dejaba de recordar las palabras de rabia de Aspen, su enfrentamiento constante con lo que le había tocado vivir. Pensé en Maxon y en su ultimátum, en su lucha constante con la vida que le había tocado llevar. Y entonces me pregunté si todo aquello tenía alguna importancia, puesto que estaba claro que me iría a casa enseguida, en cuanto me presentara el viernes sin ningún proyecto que proponer.

Suspiré y eché atrás las mantas. Había estado evitando leer el diario de Gregory otra vez; me preocupaba que me aportara más preguntas que respuestas. Pero también podía ser que encontrara en él algo que me orientara, algo de lo que pudiera hablar en el Report.

Además, aunque pudiera evitar leerlo, tenía que saber qué era lo que le había sucedido a su hija. Estaba bastante segura de que se llamaba Katherine, así que hojeé el libro en busca de cualquier mención, pasando por alto todo lo demás, hasta que encontré una fotografía de una chica junto a un hombre que parecía mucho mayor. A lo mejor eran imaginaciones mías, pero daba la impresión de haber llorado.

Por fin, hoy, Katherine se ha casado con Emil de Monpezat de Swendway. Ha lloriqueado durante todo el camino hasta la iglesia, hasta que le he dejado claro que, si no se recomponía para la ceremonia, tendría que vérselas conmigo después. Su madre no está contenta, y supongo que Spencer está disgustado ahora que se da cuenta de lo poco que le apetecía a su hermana pasar por esto. Pero Spencer es listo. Creo que entrará en razón enseguida, en cuanto vea las posibilidades que le he abierto. Y Damon siempre apoya cualquiera de mis decisiones; ojalá pudiera extraer lo que sea que lleva dentro e inyectárselo al resto de la población. Desde luego, los jóvenes tienen mérito. Es precisamente la generación de Spencer y de Damon la que más me ha ayudado a llegar hasta aquí. Su entusiasmo es inquebrantable, y a la gente le gusta mucho más escucharlos a ellos que a algún anciano vetusto que insiste en que nos hemos metido por el mal camino. No dejo de preguntarme si no habrá un medio para silenciarlos para siempre sin empañar mi nombre.

En cualquier caso, la coronación está prevista para mañana. Ahora que Swendway ha conseguido como aliada a la poderosa Unión Norteamericana, podré tener lo que deseo: una corona. Creo que es un trato justo. ¿Por qué conformarme con ser el presidente Illéa cuando puedo ser el rey Illéa? Por medio de mi hija he adquirido categoría de realeza.

Todo está en su sitio. Pasado mañana no habrá vuelta atrás.

La vendió. El muy cerdo vendió a su hija a un hombre al que ella aborrecía, solo para conseguir todo lo que quería.

Me venían ganas de cerrar el libro de nuevo, de acabar con aquello. Pero hice un esfuerzo por seguir hojeándolo, leyendo pasajes al azar. En un punto se trazaba un esquema del sistema de castas, originalmente pensado para que tuviera seis niveles en lugar de ocho. En otra página hacía planes para cambiar el apellido a la gente y distanciarlos así de su pasado. En un párrafo dejaba claro que tenía pensado castigar a sus enemigos situándolos en lo más bajo de la escala, y premiar a los leales colocándolos arriba.

Me pregunté si mis antepasados sencillamente no tendrían nada que ofrecer, o si habían opuesto resistencia. Esperaba que fuera lo segundo.

¿Cuál sería mi apellido real? ¿Lo sabría papá?

Toda la vida me habían hecho creer que Gregory Illéa era un héroe, la persona que había salvado el país cuando estábamos al borde del olvido. Estaba claro que no era más que un monstruo sediento de poder. ¿Cómo debía de ser, para manipular a la gente sin pensárselo lo más mínimo? ¿Qué tipo de hombre sería, si sacrificó a su hija en su propio beneficio?

Miré las anotaciones anteriores con una nueva perspectiva. En ninguna decía que quisiera ser un gran hombre de familia; solo afirmaba que quería parecerlo. De momento, le seguiría el juego a Wallis. Estaba usando a los coetáneos de su hijo para ganar apoyos. Estaba haciéndose su montaje desde el principio.

Me sentí asqueada. Me puse en pie y empecé a caminar arriba y abajo, intentando asimilar todo aquello.

¿Cómo habían conseguido que aquella historia quedara olvidada? ¿Cómo es que nadie hablaba de los antiguos países? ¿Dónde estaba toda esa información? ¿Por qué no la conocía nadie?

Abrí los ojos y levanté la mirada al techo. Me parecía imposible. Seguro que habría gente a quien no le pareciera bien, y ellos les habrían contado la verdad a sus hijos. Y a lo mejor sí que se la habían contado. A menudo me preguntaba por qué papá nunca me dejaba hablar del viejo libro de historia que tenía oculto en su habitación, por qué la historia que sí conocía sobre Illéa no aparecía impresa en ningún lado. Quizá fuera porque, si se hubiera puesto por escrito que Illéa había sido un héroe, la gente se hubiera rebelado. Pero si siempre había sido una cuestión de debate, en el que uno pensaba que las cosas eran de un modo y otro las negaba, ¿cómo iba a saber nunca nadie la verdad?

Me pregunté si Maxon conocía todo aquello.

De pronto me vino un recuerdo a la mente. No hacía tanto tiempo, Maxon y yo nos habíamos dado nuestro primer beso. Había sido tan inesperado que yo me había echado atrás, lo cual le hizo sentirse incómodo. Cuando me di cuenta de que quería que me besara, le sugerí que simplemente borráramos aquel recuerdo e introdujéramos uno nuevo.

«America, no creo que podamos cambiar la historia», me había dicho. A lo que yo respondí: «Claro que podemos. Además, ¿quién más va a saberlo, aparte de ti y de mí?».

Lo había dicho a modo de broma. Por supuesto, si hubiéramos acabado juntos, nos acordaríamos de lo que había ocurrido realmente, sin importarnos lo tonto que era. En realidad, nunca llegamos a reemplazar aquel recuerdo con una historia que sonara mejor.

Pero todo aquello de la Selección era un espectáculo. Si a Maxon y a mí nos preguntaran algún día por nuestro primer beso, ¿le diríamos la verdad a alguien? ¿O nos guardaríamos aquel pequeño detalle, aquel secreto entre los dos? Cuando muriéramos, nadie se enteraría, y aquel breve momento tan importante en nuestras vidas desaparecería con nosotros. ¿Podía ser tan simple? ¿Se trataba simplemente de contar una historia a una generación y repetirla hasta que la aceptaran como hecho probado? ¿Cuántas veces le había preguntado yo a alguien mayor que mamá o papá sobre lo que sabían o lo que habían visto sus padres? ¿Qué sabían los mayores? Había sido arrogante por mi parte no pensar siquiera en lo que pudieran explicar. Me sentí una tonta.

Pero lo importante no era cómo me sintiera yo. Lo importante era decidir qué iba a hacer al respecto.

Había pasado toda mi vida atrapada en un agujero creado en nuestra sociedad; y como me encantaba la música, nunca me había quejado. Pero quería estar con Aspen, y como él era un Seis, las cosas se complicaban mucho. Si años atrás Gregory Illéa no hubiera diseñado con tanta frialdad las leyes de nuestro país, cómodamente sentado en su escritorio, Aspen y yo no habríamos discutido, y yo nunca habría pensado en Maxon. Maxon no sería ni siquiera príncipe. Marlee tendría las manos intactas, y ella y Carter no vivirían en una habitación en la que apenas cabía su cama. Gerad, mi encantador hermanito pequeño, podría estudiar ciencias, si eso era lo que le gustaba, en lugar de verse abocado a dedicarse al mundo del arte, que no le apasionaba en absoluto.

Para conseguir una vida cómoda en una casa bonita, Gregory Illéa le había robado a la mayor parte del país la capacidad de siquiera intentar conseguir aquello mismo. Maxon decía que, si quería saber quién era, solo tenía que preguntarle. Antes me asustaba enfrentarme a la posibilidad de que él también fuera así, pero tenía que saberlo. Si esperaba que tomara la decisión de si quería seguir en la Selección o volverme a casa, necesitaba saber de qué pasta estaba hecho.

Me puse las zapatillas y la bata, y salí de la habitación, dejando atrás a un guardia anónimo.

—¿Está bien, señorita? —preguntó.

—Sí. Volveré enseguida.

Daba la impresión de que quería decir algo más, pero me fui demasiado rápido como para darle opción. Subí las escaleras hasta el tercer piso. A diferencia de otras plantas, había guardias en el rellano que me impedían llegar siquiera a la puerta de Maxon.

—Necesito hablar con el príncipe —dije, intentando mostrarme decidida.

—Es muy tarde, señorita —repuso el guardia de la izquierda.

—A Maxon no le importará —le aseguré.

El de la derecha se sonrió ligeramente.

—No creo que desee recibir ninguna visita ahora mismo, señorita.

Arrugué la frente, pensativa, mientras intentaba intuir a qué se refería.

Estaba con otra chica.

Era de suponer que sería Kriss, sentada en su habitación, hablando, riendo o quizás olvidando su norma de no besar.

Una doncella dobló la esquina con una bandeja en las manos y pasó a mi lado para bajar por las escaleras. Me eché a un lado, intentando decidir si debía dar un empujón a los guardias para abrirme paso o abandonar. En el momento en que iba a abrir la boca de nuevo, el guardia se me adelantó:

—Debe volver a la cama, señorita.

Habría querido gritarles o hacer algo, porque me sentía impotente. Pero eso no serviría de nada, así que me fui. Oí que uno de los guardias —el que hacía muecas— murmuraba algo cuando me alejé, y eso no hizo más que empeorar mi estado de ánimo. ¿Se estaba riendo de mí? ¿Le daba pena? No necesitaba su compasión. Ya me sentía suficientemente mal.

Cuando llegué de nuevo al segundo piso, me sorprendió ver allí a la doncella que había pasado a mi lado, arrodillada como si estuviera poniéndose bien el zapato, aunque era evidente que no era eso ni nada parecido. Cuando me acerqué levantó la cabeza, recogió la bandeja y se me acercó.

—No está en su habitación —susurró.

—¿Quién? ¿Maxon?

Asintió.

—Pruebe abajo.

Sonreí, y meneé la cabeza en un gesto de sorpresa.

—Gracias.

La doncella se encogió de hombros.

—No está en ningún sitio donde no pudiera encontrarle si le busca. Además —dijo, con una mirada de admiración—, a nosotros nos gusta usted.

Se alejó, dirigiéndose enseguida hacia el primer piso. Me pregunté a qué se refería exactamente con ese «nosotros», pero de momento me bastaba con aquella sencilla demostración de amabilidad. Me quedé allí un momento, dejando un espacio entre las dos, y luego me dirigí abajo.

El Gran Salón estaba abierto pero vacío, al igual que el comedor. Miré en la Sala de las Mujeres, pensando que sería un lugar extraño para una cita, pero tampoco estaban allí. Les pregunté a los guardias de la puerta, y estos me aseguraron que Maxon no había salido a los jardines, así que miré en algunas de las bibliotecas y salones hasta que por fin supuse que Kriss y él debían de haberse separado ya, o que habrían vuelto a la habitación de él.

Resignada, giré una esquina y me dirigí a la escalera de atrás, que estaba más cerca que la principal. No vi nada, pero al acercarme oí claramente un susurro. Me aproximé más poco a poco; no quería molestar, y tampoco estaba del todo segura de dónde procedía aquel sonido.

Otro susurro.

Una risita traviesa.

Un cálido suspiro.

Los sonidos se hicieron más claros, y por fin no tuve dudas respecto de dónde procedían. Di un paso más adelante, miré a la derecha y vi a una pareja abrazándose entre las sombras. Cuando por fin los ojos se me adaptaron a la luz y conseguí distinguir lo que veía, me quedé impresionada.

El cabello rubio de Maxon era inconfundible, incluso en la oscuridad. ¿Cuántas veces lo había visto así en la penumbra de los jardines? Pero lo que no había visto antes, ni había podido imaginarme, era el aspecto de aquel cabello entre los largos dedos de Celeste, con las uñas pintadas de rojo.

Maxon estaba aprisionado entre la pared y el cuerpo de Celeste. Ella tenía la mano contra el pecho de él, y con la pierna lo rodeaba; la raja de su vestido la dejaba bien a la vista, teñida de un tono azul en la oscuridad del pasillo.

Ella se echó atrás un poco, para caer de nuevo lentamente sobre su cuerpo, jugando con él.

Me quedé esperando a que él le dijera que se apartara, que ella no era lo que él quería. Pero no lo hizo. Al contrario, la besó. Ella se regodeó en el beso y volvió a soltar una risita. Maxon le susurró algo al oído, y Celeste se le acercó y volvió a besarle, con más fuerza, más profundamente que antes. Se le cayó el tirante del vestido, dejándole al descubierto el hombro y un trozo enorme de la piel de su espalda. Ninguno de los dos se molestó en recolocarlo en su sitio.

Yo estaba helada. Habría querido gritar, pero tenía un nudo en la garganta. De todas las chicas…, ¿por qué tenía que ser ella?

Los labios de Celeste se deslizaron desde la boca de Maxon hasta su cuello. Soltó otra risita repugnante y le besó otra vez. Maxon cerró los ojos y sonrió. Ahora que Celeste ya no lo tapaba, lo veía perfectamente. Quería salir corriendo de allí. Quería desaparecer, evaporarme, pero me quedé allí plantada.

Así que cuando Maxon abrió los ojos, me vio.

Mientras Celeste trazaba dibujos con sus besos en su cuello, él y yo nos quedamos mirándonos. Su sonrisa había desaparecido, de pronto se había quedado petrificado. Aquella mirada de asombro me hizo por fin coger fuerzas para moverme. Celeste no se había dado cuenta, así que retrocedí en silencio, sin respirar siquiera.

Cuando ya no podían oírme, eché a correr, pasando a toda velocidad junto a todos los guardias y mayordomos que trabajaban hasta tarde. Las lágrimas empezaron a asomar antes de que pudiera llegar a la escalera principal.

Subí a toda prisa y me dirigí a mi habitación. Dejé atrás al guardia, que parecía preocupado, y entré. Me senté en la cama, de cara al balcón. En el silencio de mi habitación, sentí el dolor en mi interior. Qué tonta, America, qué tonta.

Me iría a casa. Olvidaría que todo aquello había ocurrido. Y me casaría con Aspen.

Aspen era el único con el que podía contar.

No pasó mucho rato hasta que llamaron a mi puerta. Maxon entró sin esperar respuesta. Cruzó la estancia como una exhalación, aparentemente tan furioso como yo.

Antes de que pudiera decirme una palabra, ataqué.

—Me has mentido.

—¿Qué? ¿Cuándo?

—¿Cuándo no? ¿Cómo puede ser que la misma persona que hablaba de proponerme matrimonio se ponga a hacer esas cosas en un pasillo con alguien como ella?

—Lo que yo haga con ella no tiene absolutamente nada que ver con lo que siento por ti.

—Estás de broma, ¿no? ¿O es que, al ser un futuro rey, tengo que suponer que es aceptable que te dejes sobar por alguna chica semidesnuda cada vez que te apetezca?

Maxon parecía herido.

—No, eso no es así.

—¿Y por qué ella? —pregunté, levantando la vista al techo—. ¿Por qué, de todas las mujeres del planeta, ibas a quererla a ella?

Cuando le miré en busca de una respuesta, él meneó la cabeza y paseó la mirada por la habitación.

—Maxon, Celeste es una actriz, un fraude. Deberías ver que debajo de todo ese maquillaje y de ese sujetador de realce que lleva no hay más que una chica que quiere manipularte para conseguir todo lo que desea.

Maxon reprimió una risa.

—De hecho, lo veo perfectamente.

Verlo tan tranquilo me sorprendió.

—Entonces, ¿por qué…?

Pero ya tenía mi respuesta.

Lo sabía. Claro que lo sabía. Había crecido en aquel ambiente. Probablemente los diarios de Gregory le servían de lectura de cabecera. Había sido una tonta por esperar otra cosa. ¡Qué simple había sido! Yo, pensando todo el tiempo que si había alguien que se adaptara mejor al papel de princesa, sería Kriss. Era encantadora y paciente, y un millón de cosas que yo no era. Pero la veía junto a un Maxon diferente. Para el hombre que él tendría que ser si quería seguir las huellas de Gregory Illéa, la única chica posible era Celeste. Nadie más disfrutaría tanto pisoteando a todo un país.

—Bueno, pues ya está —dije, haciendo borrón y cuenta nueva con un movimiento de las manos—. Querías que tomara una decisión, y aquí la tienes: ya no puedo más. Dejo la Selección, dejo todas estas mentiras, y sobre todo te dejo a ti. Dios, no puedo creerme lo tonta que he sido.

—Tú no dejas nada, America —se apresuró a contradecirme, con una mirada que decía más que sus palabras—. Lo dejarás cuando yo diga que lo dejas. Ahora mismo estás contrariada, pero no lo dejas.

Me llevé las manos al cabello, sintiendo que, en cualquier momento, podía arrancármelo de raíz.

—Pero ¿qué te pasa? ¿Es que no lo quieres ver? ¿Qué te hace pensar que se me olvidará lo que acabo de ver? Odio a esa chica. Y tú la estabas besando. No quiero saber nada de ti.

—¡Por Dios, nunca me dejas decir ni una palabra!

—¿Qué podrías decir para explicar algo así? Envíame a casa. No quiero seguir aquí.

Nuestra conversación había ido tan rápida que su silencio de pronto resultó incómodo.

—No.

Estaba furiosa. ¿No era eso exactamente lo que quería de mí?

—Maxon Schreave, no eres más que un crío que tiene entre manos un juguete que no quiere pero que no puede soportar ceder a otro niño.

Maxon respondió en voz baja:

—Entiendo que estés enfadada, pero…

Le di un empujón.

—¡Estoy más que enfadada!

Maxon mantuvo la calma.

—America, no me llames crío. Y no me empujes.

Volví a empujarle.

—¿Ah, no? ¿Y qué vas a hacer para evitarlo?

Maxon me agarró de las muñecas, torciéndome el brazo detrás de la espalda, y vi la rabia en sus ojos, lo cual me alegró. Quería que me provocara. Quería tener un motivo para hacerle daño. En aquel momento habría podido hacerle pedazos con mis propias manos.

Pero no estaba enfadado. En lugar del enfado, sentí aquella cálida corriente de electricidad que echaba tanto de menos. Su cara estaba a unos centímetros de la mía, y sus ojos buscaban los míos, quizá preguntándose cómo lo recibiría, o quizá sin importarle lo más mínimo. Aunque todo aquello era una locura, lo deseaba igualmente. Mis labios se abrieron antes de darme cuenta siquiera de lo que estaba sucediendo.

Agité la cabeza, confusa, y di un paso atrás en dirección al balcón. Él no hizo ningún esfuerzo para retenerme. Respiré hondo un par de veces y luego me giré hacia él.

—¿Me vas a enviar a casa? —le pregunté, en voz baja.

Maxon negó con la cabeza, sin poder o sin querer decir palabra.

Me arranqué su pulsera de la muñeca y la tiré al suelo.

—Entonces vete —murmuré.

Me giré hacia el balcón y esperé unos momentos hasta oír el clic de la puerta al cerrarse. En cuanto Maxon se hubo ido, me dejé caer al suelo y me eché a llorar.

Celeste y él se parecían mucho. Toda su vida era una ficción. Y yo sabía que Maxon se pasaría el resto de la vida engatusando a la opinión pública para que pensaran que era maravilloso, al tiempo que los tenía a todos atados de pies y manos. Igual que Gregory.

Me quedé sentada en el suelo, con las piernas cruzadas bajo la bata. Estaba muy disgustada con Maxon, pero más aún conmigo misma. Tendría que haber luchado más duro. Debía haber hecho más. No debería estar ahí, sentada, derrotada.

Me sequé las lágrimas y analicé la situación. Había acabado con Maxon, pero seguía allí. Había acabado con la competición, pero, aun así, tenía que hacer una presentación. Quizás Aspen pensara que no era lo suficientemente fuerte como para ser princesa —y estaba en lo cierto—, pero tenía fe en mí. Eso lo sabía. Y también mi padre. Y Nicoletta.

Ya no me interesaba ganar. Así pues, ¿qué podía hacer para salir de allí con un buen golpe de efecto?