Los dos días siguientes comí en la habitación, y así conseguí evitar a Kriss hasta la cena del miércoles. Pensé que para entonces ya no me sentiría tan incómoda, pero estaba equivocada. Ambas nos sonreímos en silencio, pero no pude decirle nada. Casi habría deseado estar en el otro lado de la sala, sentada entre Celeste y Elise. Casi.
Justo antes de que sirvieran el postre, Silvia vino todo lo rápido que le permitían sus zapatos de tacón. Su reverencia fue especialmente breve, y enseguida se dirigió a la reina y le susurró algo al oído.
La reina dio un respingo y salió corriendo de la sala con Silvia, dejándonos solas.
Nos habían enseñado que en ningún caso debíamos elevar la voz, pero en aquel momento no pudimos contenernos.
—¿Alguien sabe lo que pasa? —dijo Celeste, inusualmente preocupada.
—¿Creéis que los habrán herido? —preguntó Elise.
—Oh, no —exclamó Kriss, y apoyó la cabeza en la mesa.
—No pasa nada, Kriss. Toma un trocito de tarta —intervino Natalie.
Me quedé sin habla, asustada con solo pensar en lo que podía significar aquello.
—¿Y si los han capturado? —soltó Kriss, preocupada.
—No creo que los de Nueva Asia hicieran eso —respondió Elise, aunque estaba claro que también parecía preocupada.
No sé si su preocupación era estrictamente por la seguridad de Maxon, o si porque cualquier agresión por parte de su gente podía acabar con sus posibilidades.
—¿Y si el avión se ha estrellado? —soltó Celeste, en voz baja.
Levanté la vista, y me sorprendió ver una expresión de temor real en su rostro. Aquello bastó para que nos quedáramos todas en silencio.
¿Y si Maxon estaba muerto?
La reina Amberly volvió, y Silvia tras ella, y nosotras nos las quedamos mirando, ansiosas.
Para nuestro alivio, estaba radiante.
—Buenas noticias, señoritas. ¡El rey y el príncipe volverán esta noche! —exclamó.
Natalie dio palmas, y Kriss y yo nos dejamos caer al mismo tiempo sobre el respaldo de nuestras sillas. No me había dado cuenta de lo tensa que estaba.
—Como han tenido unos días tan intensos —intervino Silvia—, hemos decidido evitar cualquier celebración. Dependiendo de la hora a la que salgan de Nueva Asia, es posible que no los veamos hasta la noche.
—Gracias, Silvia —dijo la reina, agradecida. En realidad, ¿a quién le importaban las celebraciones?—. Perdónenme, señoritas, pero tengo trabajo que hacer. Disfruten de su postre y que pasen una buena noche —dijo, y acto seguido se dio la vuelta y salió por la puerta como si apenas tocara el suelo.
Kriss salió unos segundos después. A lo mejor estaba preparando una tarjeta de bienvenida.
Después de aquello, comí rápidamente y me volví arriba. Mientras recorría el pasillo en dirección a mi habitación, vi un brillo rubio bajo una gorra blanca y el movimiento de la falda negra del uniforme de una doncella corriendo hacia las escaleras del otro extremo del pasillo. Era Lucy, y daba la impresión de que estaba llorando. Parecía tan decidida a alejarse sin que la vieran que opté por no ir tras ella.
Al girar la esquina que daba a mi habitación, vi que mi puerta estaba abierta de par en par. Al otro lado discutían Anne y Mary, y sin la puerta de por medio sus voces llegaban al pasillo, desde donde pude escuchar lo que decían.
—… ¿Por qué tienes que ser siempre tan dura con ella? —protestaba Mary.
—¿Era mejor callar? ¿Y dejarle que se crea que puede conseguir siempre lo que quiera? —replicó Anne.
—¡Sí! ¿Qué daño le iba a hacer decirle simplemente que confiabas en ella?
¿Qué es lo que pasaba? ¿Por qué parecían tan distantes las tres últimamente?
—¡Pica demasiado alto! —exclamó Anne—. No está bien darle falsas esperanzas.
—¡Venga ya! —respondió Mary, sarcástica—. Sí, claro, y todo lo que le has dicho ha sido por su bien. ¡Has sido cruel! —la acusó.
—¿Qué? —se defendió Anne.
—Que has sido cruel. No puedes soportar que ella tenga más posibilidades de conseguir lo que tú deseas —le gritó Mary—. Siempre has tratado a Lucy con condescendencia porque no se crio en palacio tantos años como tú, y siempre has tenido celos de mí porque yo nací aquí. ¿Por qué no puedes estar contenta con lo que eres en lugar de atacarla para sentirte mejor?
—¡Eso no es verdad! —dijo Anne, y la voz se le quebró.
El llanto reprimido de Anne bastó para silenciar a Mary. A mí también me habría hecho callar. Que Anne llorara parecía algo imposible.
—¿Tan malo es que desee algo más que esto? —preguntó, con la voz pastosa por efecto de las lágrimas—. Entiendo que ocupar esta posición es un honor, y estoy contenta con mi trabajo; pero no quiero hacer esto el resto de mi vida. Quiero más. Quiero un marido. Quiero… —y por fin se derrumbó.
El corazón se me rompió en pedazos. El único modo que tenía Anne de dejar su trabajo era casarse. Y no es que por los pasillos del palacio fuera a pasar un desfile de Treses o Cuatros en busca de una doncella para tomarla como esposa. La verdad es que no tenía modo de cambiar de vida.
Suspiré, respiré hondo y entré en la habitación.
—Lady America —saludó Mary, con una reverencia.
Anne hizo lo propio. Por el rabillo del ojo vi cómo se limpiaba a toda prisa las lágrimas del rostro.
Teniendo en cuenta su orgullo, no me pareció que fuera buena idea hablar de aquello, así que pasé de largo y me dirigí al espejo.
—¿Cómo está? —me preguntó Mary.
—Muy cansada. Creo que me voy a ir a la cama enseguida —dije, mientras me dedicaba a quitarme horquillas del pelo—. ¿Sabéis qué? ¿Por qué no vais las dos a descansar? Yo ya me puedo arreglar sola.
—¿Está segura, señorita? —preguntó Anne, haciendo un gran esfuerzo por mantener la compostura.
—Sí, claro. Ya nos veremos mañana.
Por suerte, no hizo falta que insistiera. No quería que se ocuparan de mí en aquel momento, y probablemente ellas tampoco tendrían muchas ganas. Cuando conseguí quitarme el vestido, me tendí en la cama un buen rato, pensando en Maxon.
No estaba segura siquiera de qué pensaba de él. Todo era algo vago y borroso, pero no podía dejar de pensar en la gran felicidad que había sentido al saber que estaba bien y que había emprendido el camino de regreso. En parte, me preguntaba si habría pensado en mí todo aquel tiempo que había estado fuera.
Di vueltas en la cama durante horas, muy inquieta. Hacia la una de la mañana pensé que, ya que no podía dormir, quizá podría leer. Encendí la lámpara y saqué el diario de Gregory. Me salté las anotaciones de otoño y pasé a una de febrero.
A veces casi me da por reír al pensar en lo sencillo que ha sido. Si existiera un manual sobre cómo derrocar gobiernos, yo sería la estrella. O quizá podría escribirlo yo mismo. No estoy seguro de cuál sería el primer paso, ya que en realidad no puedes obligar a un país a que intente invadir a otro, ni poner a un hatajo de idiotas al mando de algo que ya existe, pero sin duda animaría a cualquier aspirante a líder a que se hiciera con enormes cantidades de dinero por cualquier medio.
No obstante, la fascinación por el dinero no basta. Tienes que poseerlo y estar en disposición de imponer tu voluntad sobre los demás. Mi falta de formación política no ha sido un problema a la hora de conseguir aliados. De hecho, diría que uno de mis principales méritos es el de haberlo evitado. Nadie confía en los políticos. ¿Por qué iban a hacerlo? Wallis se ha pasado años haciendo promesas vacías con la esperanza de que alguna de ellas se hiciera realidad, y no hay ninguna posibilidad de que eso ocurra. Yo, por mi parte, ofrezco la idea de algo más. Sin garantías, simplemente ese atisbo de esperanza de que el cambio puede llegar. En este momento ni siquiera importa en qué puede consistir el cambio. Están tan desesperados que no les importa. Ni siquiera se les ocurre preguntar.
Quizá la clave sea mantener la calma mientras los demás se dejan llevar por el pánico. Ahora odian tanto a Wallis que casi se podría decir que me ha cedido la presidencia, y nadie se queja. Yo no digo nada, no hago nada; simplemente exhibo una sonrisa amable mientras todo el mundo a mi alrededor se sume en la histeria. Con una mirada a ese cobarde que tengo al lado, no queda duda de que quedo mejor en lo alto de la tarima o dándole la mano a un primer ministro. Y Wallis está tan desesperado por tener a su lado a alguien que cuente con el favor de la gente que estoy seguro de que, con solo llegar a un par de acuerdos tácitos con él, tendré el control de todo.
Este país es mío. Me siento como un niño con un juego de ajedrez, jugando una partida que sabe que ganará. Soy más listo, más rico y estoy mucho más cualificado a los ojos de un país que me adora por motivos que nadie parece capaz de definir. Cuando alguien se pare a pensarlo, ya no importará. Puedo hacer lo que quiera, y no hay nadie que me pueda detener. Así pues, ¿ahora qué?
Creo que es hora de dejar que se hunda el sistema. Esta lastimosa República ya se ha venido abajo y apenas funciona. La cuestión, en el fondo, es… ¿con quién me debo aliar? ¿Cómo puedo hacer que esto se convierta en algo que me pida el pueblo?
Tengo una idea. A mi hija no le gustará, pero, en realidad, eso no me preocupa. Ya es hora de que demuestre su utilidad.
Cerré el libro de golpe, confundida y frustrada. ¿Me estaba perdiendo algo? ¿Dejar que el sistema se hunda? ¿Imponer su voluntad sobre los demás? ¿Es que la estructura de nuestro país no era fruto de una necesidad, sino un capricho?
Me planteé seguir buscando en el libro qué era lo que le había ocurrido a su hija, pero ya estaba tan desorientada que decidí no hacerlo. Preferí salir al balcón, con la esperanza de que el aire fresco me ayudara a asimilar lo que acababa de leer.
Miré al cielo, intentando procesar aquellas palabras, pero ni siquiera sabía por dónde empezar. Suspiré y dejé vagar la mirada por los jardines, hasta que un brillo blanco me llamó la atención. Maxon estaba paseando a solas. Por fin estaba en casa. Llevaba la camisa por fuera, y no llevaba ni abrigo ni corbata. ¿Qué hacía ahí fuera tan tarde? Vi que tenía en la mano una de sus cámaras. Él también debía de estar pasando una mala noche.
Dudé un momento, pero… ¿con quién más podía hablar de aquello?
—¡Chis!
Él se giró de golpe, buscando el lugar de origen del siseo. Volví a hacerlo, agitando los brazos hasta que me vio. De pronto apareció una sonrisa en su rostro, y me devolvió el saludo. Me tiré de la oreja, esperando que pudiera verlo. Él hizo lo mismo. Le señalé a él, y luego a mi habitación. Él asintió, y me mostró un dedo para indicarme que tardaría un minuto. Asentí de nuevo y volví a mi habitación, al tiempo que él entraba en palacio.
Me puse una bata y me pasé los dedos por el cabello, intentando aparentar tranquilidad. No estaba segura del todo de cómo hablarle de aquello, porque se trataba, básicamente, de preguntarle a Maxon si su cargo se basaba en un montaje mucho menos altruista de lo que se hacía creer a la gente. Cuando ya empezaba a preguntarme por qué tardaría tanto, llamó a la puerta.
Corrí a abrirla y me encontré con el objetivo de su cámara, que hizo un clic y captó mi sonrisa sorprendida. Mi expresión se transformó en algo que expresaba lo poco que me gustaba ser víctima de aquellas bromitas, y él también capturó aquella otra imagen, divertido.
—Eres un bobo. Pasa —le ordené, agarrándole del brazo.
Él se dejó.
—Lo siento, no he podido evitar la tentación.
—Te has tomado tu tiempo —le regañé, sentándome al borde de la cama.
Tomó asiento a mi lado, separándose un poco para que pudiéramos estar cara a cara.
—He tenido que pasar por mi habitación —dijo, dejando la cámara sobre mi mesita de noche y agitando mi frasquito con el céntimo dentro. Hizo un ruidito que era casi como una risa y se giró hacia mí de nuevo, sin explicarme el porqué del rodeo.
—Bueno. ¿Y qué tal tu viaje?
—Raro —confesó—. Acabamos yendo a las zonas rurales de Nueva Asia. Mi padre dijo que había alguna disputa localizada, pero cuando llegamos todo estaba bien —sacudió la cabeza—. La verdad es que no tiene sentido. Pasamos unos días paseando por viejas ciudades e intentando hablar con los nativos. Mi padre está bastante decepcionado con mi dominio del idioma e insiste en que estudie más. Como si no tuviera bastante que hacer estos días —dijo, con un suspiro.
—Es algo raro.
—Supongo que sería algún tipo de prueba. Últimamente me va poniendo pruebas, y no siempre sé cuándo llegan. Quizá quería evaluar mis aptitudes para la toma de decisiones o para enfrentarme a lo inesperado. No estoy seguro —añadió, encogiéndose de hombros—. En cualquier caso, si era una prueba, no la he superado —jugueteó con los dedos un instante—. También quería hablarme de la Selección. Supongo que le parecería que me iría bien distanciarme, para tomar perspectiva o algo así. La verdad es que estoy algo cansado de que todo el mundo decida por mí algo que se supone que depende de mí.
Estaba segura de que la idea de perspectiva que tenía el rey suponía hacer que Maxon se olvidara de mí. Había visto cómo les sonreía a las otras chicas en las comidas y cómo las saludaba por los pasillos. Conmigo nunca lo había hecho. De pronto me sentí incómoda y no supe qué decir.
Y al parecer, Maxon tampoco.
Decidí que no era el momento de preguntarle por el diario. Hablaba de aquellas cosas con tanta humildad —de cómo gobernaba, del tipo de rey que quería ser— que no podía exigirle unas respuestas que quizá ni siquiera tuviera. En el fondo no podía dejar de pensar que sabía más de lo que me contaba, pero debía averiguar más antes de preguntarle.
Maxon se aclaró la garganta y se sacó una tira de cuentas del bolsillo.
—Como te decía, caminamos por una serie de pueblos y ciudades, y en la tienda de una anciana vi esto. Es azul —dijo, subrayando lo evidente—. Me parece que te gusta el azul.
—Me encanta el azul —susurré.
Me quedé mirando la pulserita. Unos días atrás, Maxon estaba paseando por el otro extremo del mundo, vio aquello en una tienda… y le hizo pensar en mí.
—No encontré nada para nadie más, así que me gustaría que no se lo dijeras a nadie —dijo. Asentí—. De todos modos, tampoco eres de las que van por ahí presumiendo —añadió.
No podía dejar de mirar la pulsera. Era muy sencilla, de unas piedras pulidas que, en realidad, no eran ni semipreciosas. Alargué la mano y pasé un dedo por encima de una de aquellas cuentas ovaladas. Maxon agitó la pulsera con la mano, para hacerme reír.
—¿Quieres que te ayude a ponértela?
Asentí y le ofrecí la muñeca en la que no tenía el botón de Aspen. Maxon apoyó las frías piedras sobre mi piel y ató la cinta que las mantenía unidas.
—Preciosa —dijo.
Y ahí aparecía de nuevo la esperanza, abriéndose paso entre tantas preocupaciones.
De pronto todo lo que me pesaba en el corazón se tornaba liviano, y volvía a echarle de menos. Quería borrarlo todo desde Halloween, volver a aquella noche, y quedarme con aquellas dos personas que bailaban en el salón. Y, por otra parte, al mismo tiempo, el corazón se me venía abajo. Si volviéramos a estar en Halloween, no tendría motivos para dudar de su regalo.
Aunque me creyera que era todo lo que mi padre decía que era, todo lo que Aspen decía que no era…, no podía ser… Kriss era mejor.
Estaba tan agotada, tensa y confundida que me puse a llorar.
—¿America? —preguntó, vacilante—. ¿Qué te pasa?
—Es que no lo entiendo.
—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó, en voz baja, y se me ocurrió pensar que había aprendido mucho últimamente sobre cómo tratar a una chica que llora.
—A ti —confesé—. La verdad es que ahora mismo me tienes muy confundida —me sequé una lágrima de un lado del rostro y, muy suavemente, Maxon me acercó la mano y me secó las del otro lado.
De algún modo, resultaba extraño sentir su contacto de nuevo. Pero al mismo tiempo era algo tan familiar que habría sido raro que no lo hubiera hecho. Cuando ya no había lágrimas que limpiar, dejó la mano allí, envolviéndome la cara.
—America —dijo, decidido—, si alguna vez quieres saber algo sobre mí, sobre lo que me importa o lo que soy, lo único que tienes que hacer es preguntarme.
Parecía tan sincero que a punto estuve de preguntar, de rogarle que me lo dijera todo: si se había planteado la posibilidad de estar con Kriss desde el principio, si sabía lo de los diarios, o qué era lo que tenía aquella pulserita para que le hubiera hecho pensar en mí.
Pero ¿cómo podía saber que me decía la verdad? Y, ahora que me iba dando cuenta de que era la opción más firme, ¿qué pasaba con Aspen?
—No sé si estoy preparada para eso.
Tras un momento de reflexión, Maxon me miró.
—Lo entiendo. Bueno, eso creo. Pero deberíamos hablar en serio de algunas cosas muy pronto. Y cuando estés lista, aquí me tienes.
No me presionó; se puso en pie y esbozó una mínima reverencia a modo de despedida antes de coger su cámara y dirigirse hacia la puerta. Se giró a mirarme una última vez antes de desaparecer por el pasillo. Me sorprendió lo mucho que me dolía verle marchar.