Capítulo 22

—¿Hola? —susurré, siguiendo las instrucciones que me había dejado Aspen el día anterior.

Entré con sigilo en una habitación iluminada únicamente por la tenue luz del atardecer, que se filtraba a través de las cortinas de gasa, pero que era suficiente para distinguir la expresión ilusionada en el rostro de Aspen.

Cerré la puerta tras de mí, mientras él corría a mi encuentro y me abrazaba.

—Te he echado de menos.

—Yo también. He estado tan ocupada con esa recepción que apenas he tenido tiempo ni de respirar.

—Me alegro de que se haya acabado. ¿Te ha costado llegar hasta aquí? —bromeó.

—En serio, Aspen —respondí, con una risita—, hay que ver lo bien que se te da tu trabajo.

Era casi cómico lo simple que era la idea. La reina se tomaba la gestión del palacio algo más relajadamente. O quizás es que estaba distraída. En cualquier caso, había dejado abierta la opción de la cena: en la habitación o en el comedor. Mis doncellas me habían preparado para la cena, pero en lugar de dirigirme al comedor, yo me había limitado a atravesar el pasillo y meterme en la que había sido la habitación de Bariel. Resultaba tan fácil que parecía imposible.

Él acogió los halagos con una sonrisa y me hizo sentar en un rincón apartado de la habitación, donde había amontonado unos cojines.

—¿Estás cómoda?

Asentí. Estaba esperando que él también se sentara, pero no lo hizo. Empujó un gran sofá para que no se nos viera desde la puerta y luego acercó una mesa que nos rozaba la cabeza. Por último cogió un paquete que había dejado sobre la mesa —y que olía a comida— y se sentó a mi lado.

—Casi como en casa, ¿eh? —dijo, poniéndose detrás de mí, situándome entre sus piernas.

La posición me resultaba tan familiar y el espacio era tan pequeño que efectivamente me recordaba un poco nuestra casa del árbol. Era como si hubiera cogido algo que yo daba por perdido desde hacía tiempo y me lo hubiera puesto en las manos.

—Es aún mejor —suspiré, apoyándome en él. Sentí el contacto de sus dedos entre el cabello. Me produjo escalofríos.

Nos quedamos allí sentados un rato, en silencio, cerré los ojos y me concentré en el sonido de la respiración de Aspen. No hacía tanto tiempo había hecho lo mismo con Maxon. Pero aquello era diferente. Podría distinguir la respiración de Aspen entre una multitud. Lo conocía perfectamente. Y, por supuesto, él también me conocía a mí. Aquel momento de paz era lo único que necesitaba, y Aspen lo había hecho realidad.

—¿En qué piensas, Mer?

—En muchas cosas —suspiré—. En casa, en ti, en Maxon, en la Selección, en todo.

—¿Y qué piensas de todas esas cosas?

—Sobre todo, en lo que me confunden. Cuando me parece que empiezo a entender lo que me ocurre, algo cambia y me hace sentir de otro modo.

Aspen se quedó callado un momento.

—¿Y tus sentimientos por mí cambian mucho? —preguntó, dolido.

—¡No! —dije, acercándome más aún a él—. Tú eres la única constante, si es que hay alguna. Sé que si todo se viene abajo, tú seguirás ahí, exactamente en el mismo sitio. De vez en cuando las cosas aquí se alteran tanto que mi amor por ti pasa a un segundo plano, pero sé que siempre está ahí. No sé si tiene sentido lo que digo…

—Sí que lo tiene. Sé que hago que todo esto resulte aún más complicado de lo que es. No obstante, me alegra saber que no estoy fuera de la competición.

Aspen me envolvió con sus brazos, como si pudiera tenerme así para siempre.

—No me he olvidado de nosotros —le prometí.

—A veces tengo la sensación de que Maxon y yo participamos en otro tipo de «Selección». Solo él y yo. Y uno de los dos te conseguirá al final del juego. Y la verdad es que no sé quién lo tiene peor. Maxon, en realidad, no sabe que estamos compitiendo, así que quizá no ponga toda la carne en el asador. Pero, por otra parte, yo tengo que esconderme, así que tampoco puedo darte lo que te da él. En cualquier caso, no es una lucha justa.

—No deberías planteártelo así.

—No sé de qué otro modo podría verlo, Mer.

Suspiré.

—No hablemos de eso.

—De acuerdo. De todos modos, no me gusta hablar de él. ¿Qué hay de las otras cosas que te confunden? ¿Qué es lo que pasa?

—¿A ti te gusta ser soldado? —le pregunté, girándome hacia él.

Asintió con entusiasmo, estiró el brazo y abrió el paquete de la comida.

—Me encanta, Mer. Pensé que odiaría cada minuto, pero es fantástico —se metió un trozo de pan en la boca y siguió hablando—. Bueno, está lo básico, que es que me dan de comer constantemente. Quieren que estemos fuertes, así que nos dan mucha comida. Y también las inyecciones —dijo, pensándoselo mejor—, pero tampoco es tan grave. Y me dan un sueldo. Aunque tengo todo lo que necesito, me pagan —se paró un momento, jugueteando con un gajo de naranja—. Ya sabes lo bien que te sientes cuando puedes enviar dinero a casa.

Estaba claro que pensaba en su madre y en sus seis hermanos. Él había sido la figura paterna en casa; me preguntaba si eso le provocaría una nostalgia aún mayor que la mía.

Se aclaró la garganta y prosiguió:

—Pero hay otras cosas que no me esperaba. Me gusta mucho la disciplina que entraña, y la rutina. Me encanta saber que estoy haciendo algo útil. Me siento… satisfecho. He ido dando tumbos muchos años, haciendo inventarios y limpiando casas. Ahora tengo la sensación de estar haciendo lo que tenía que hacer.

—O sea, ¿que sí? ¿Que te encanta?

—Desde luego.

—Pero no te gusta Maxon. Y sé que no te gusta cómo gobiernan Illéa. En casa siempre hablábamos de ello, y de todo eso de la gente del sur que perdió su casta. Sé que eso también te molesta.

Asintió.

—Creo que es una crueldad.

—¿Y te parece bien proteger ese sistema? Luchas contra los rebeldes para proteger al rey y a Maxon. Y ellos son los responsables de todo, de lo que no te gusta. ¿Cómo es que te encanta tu trabajo?

Se quedó pensando mientras masticaba.

—No sé. Supongo que no tiene sentido, pero… Bueno, como te he dicho, tiene que ver con sentirse realizado. Con el desafío y el compromiso que supone, con la capacidad de hacer algo más con mi vida. A lo mejor Illéa no es perfecta… De hecho, dista mucho de serlo. Pero tengo… esperanza —dijo, sin más.

Los dos nos quedamos callados un momento, mientras asimilábamos todo aquello.

—Tengo la sensación de que las cosas han mejorado, aunque la verdad es que no sé lo suficiente sobre nuestra historia como para demostrarlo. Y creo que todo mejorará aún más en el futuro. Creo que hay posibilidades. Y quizá suene tonto, pero es mi país. Ya entiendo que está fracturado, pero eso no significa que esos anarquistas puedan presentarse por las buenas y quedárselo para ellos. Sigue siendo mío. ¿Te parece una locura?

Le di un bocado a mi pan y medité sobre las palabras de Aspen, que me devolvían a nuestra casa del árbol y a todas aquellas veces en que le había hecho preguntas sobre cualquier cosa. Aunque no opinara como él, me ayudaba a comprenderlas mejor. No estaba del todo en desacuerdo con lo que me estaba diciendo. De hecho, me ayudó a ver lo que quizá yo llevaba escondido en mi corazón todo aquel tiempo.

—No me parece una locura en absoluto. Creo que es absolutamente razonable.

—¿Te ayuda en algo con todas esas dudas que tenías?

—Sí.

—¿Y me vas a explicar alguna?

—Todavía no —respondí, sonriendo. Aunque Aspen era listo y podía adivinarlo. Por la mirada avispada que tenía en los ojos, probablemente ya lo habría hecho.

Apartó la vista un momento, pasándome la mano por el brazo, hasta acabar jugueteando con la pulsera del botón que llevaba en la muñeca.

—Somos un desastre, ¿no te parece?

—De los gordos.

—A veces tengo la sensación de que somos como un nudo, demasiado enredado como para que nos puedan separar.

—Es cierto —asentí—. Gran parte de mí está ligada a ti. Si no estás cerca, me siento perdida.

Aspen tiró de mí, me pasó una mano por la sien y la dejó caer por mi mejilla.

—Entonces tendremos que quedarnos así, enmarañados.

Me besó con suavidad, como si temiera apretar demasiado, romper aquel momento y perderlo todo. Tal vez tuviera razón. Lentamente fue tendiéndome sobre el colchón de almohadones, abrazado a mí, trazando trayectorias curvas con sus besos sobre mi piel. Todo resultaba tan familiar, tan seguro…

Pasé los dedos por el pelo corto de Aspen, recordando cuando le caía sobre la frente y me hacía cosquillas al besarme. Sentí sus brazos alrededor, mucho más voluminosos que antes, más fuertes. Incluso el modo que tenía de abrazarme había cambiado. Denotaba una confianza antes inexistente, algo que había adquirido al convertirse en un Dos, en un soldado.

La hora de marcharse llegó antes de lo deseado. Aspen me acompañó hasta la puerta. Me dio un beso largo que hizo que se me fuera la cabeza por un momento.

—Intentaré hacerte llegar otra nota en cuanto pueda —prometió.

—La estaré esperando —dije, aún apoyada en él; no quería que nos separáramos.

Luego, para no complicar más las cosas, salí.

Mis doncellas me prepararon para la cama, y yo aceleré las cosas todo lo posible. Antes tenía la sensación de que la Selección implicaba elegir entre Maxon y Aspen. Y, aquella decisión, que parecía depender solo de mi corazón, de pronto se complicaba. ¿Era una Cinco o una Tres? Y cuando esto acabara, ¿sería una Dos o una Uno? ¿Viviría mis días como la esposa de un soldado o como la de un rey? ¿Pasaría discretamente a un segundo plano en el que sentirme cómoda o me vería obligada a enfrentarme a la tan temida opinión pública? ¿Estaba preparada para cualquiera de las dos cosas? ¿No odiaría a la chica que acabara con Maxon si por fin me decidía por Aspen? ¿No odiaría a la que escogiera Aspen si me quedaba con Maxon?

Mientras me metía en la cama y apagaba la luz, recordé que era yo la que había decidido estar allí. Aspen me lo había pedido, y mi madre me había presionado, pero nadie me había obligado a rellenar el impreso de solicitud para la Selección.

Pasara lo que pasara, lo afrontaría. Tenía que hacerlo.