Era lunes por la noche. O martes por la mañana. Era tan tarde que era difícil de decir.
Kriss y yo habíamos trabajado todo el día buscando telas, haciendo que los mayordomos las colgaran, escogiendo nuestro vestuario y las joyas, la porcelana, creando un boceto del menú y escuchando a un profesor de italiano, que nos leía frases con la esperanza de que alguna se nos quedara en la mente. Por lo menos yo tenía la ventaja de que sabía español, lo que era una ventaja; el italiano y el español se parecían bastante. Por su parte, Kriss hacía lo que podía.
Tendría que estar exhausta, pero no podía dejar de pensar en las palabras de Maxon.
¿Qué había sucedido con Kriss? ¿Por qué estaban de pronto tan próximos el uno al otro? ¿Y por qué debería importarme?
Pero es que se trataba de Maxon.
Y por mucho que intentara distanciarme, aún me importaba. Todavía no estaba lista para desentenderme del todo de él.
Debía de haber algún modo de aclararse. Mientras pensaba en todo lo que estaba sucediendo, intentando aislar los problemas, me pareció que todo se encuadraba en cuatro categorías: lo que yo sentía por Maxon; lo que él sentía por mí; lo que sucedía entre Aspen y yo; y lo que suponía para mí la posibilidad de convertirme en princesa.
De todas las cosas que me pasaban por la cabeza en aquel momento, tenía la sensación de que lo de convertirme en princesa quizá fuera lo más fácil de afrontar. En ese sentido contaba con algo con lo que las demás chicas no tenían: Gregory.
Fui hasta el taburete del piano, saqué su diario; esperaba que en aquellas páginas pudiera hallar alguna respuesta. Illéa no había nacido en la realeza; habría tenido que adaptarse. Por lo que había dicho en aquel texto sobre Halloween, en aquel momento ya se estaba preparando para un gran cambio en el futuro.
Levanté la cubierta, que separaba las palabras de Illéa del mundo, y me sumergí en el texto.
Quiero personificar el ideal americano clásico. Tengo una familia estupenda y mucho dinero; y ambas cosas se ajustan a esa imagen, porque no me las regalaron. Cualquiera que me vea ahora sabrá lo duro que he trabajado para tener lo que tengo.
Pero el hecho de que haya podido hacer uso de mi posición para dar tanto, a diferencia de otros que no han querido o no han podido, me ha cambiado, y he pasado de ser un millonario anónimo a un filántropo. Aun así, no me puedo conformar con eso. Necesito hacer más, ser más. El que está al mando es Wallis, no yo, y yo tengo que pensar en cómo darle a la gente lo que necesita sin que se me vea como un usurpador. Puede que más adelante sí me llegue el tiempo de gobernar, y entonces ya haré lo que crea más conveniente. Pero de momento tengo que seguir las reglas y hacer todo lo que pueda ateniéndome a ellas.
Intenté sacar alguna conclusión válida de sus palabras. Hablaba de aprovechar su posición. De jugar respetando las reglas. De no tener miedo.
Quizás eso debería ser suficiente, pero no me bastaba. No me parecía que fuera ni siquiera útil. Y ya que Gregory me había fallado, solo quedaba un hombre con el que pudiera contar. Me fui a mi escritorio, cogí papel y pluma y le escribí una breve carta a mi padre.