Cuando emergí de la escalera que me había conducido a la salvación la noche anterior, se me hizo más que evidente que los sureños habían pasado por allí. En el corto tramo de pasillo que llevaba a mi habitación había un montón de escombros por los que tuve que trepar para llegar hasta mi puerta.
Normalmente ya habían reparado la mayor parte de los destrozos cuando salíamos del refugio, pero esta vez parecía que eran tantos que no había dado tiempo, y tampoco iban a tenernos encerrados todo el día hasta tenerlo todo limpio. Aun así, habría deseado que hubieran limpiado más. En una pared, a lo lejos, vi a un grupo de doncellas que se afanaban en borrar una pintada enorme:
YA VENIMOS
Aquella inscripción aparecía repetidamente más allá, en algunas ocasiones escrita con barro, y en otras con pintura; una de ellas parecía hecha con sangre. Me recorrió un escalofrío. ¿Qué significaba aquello?
Mientras estaba ahí, inmóvil, mis doncellas vinieron a mi encuentro a toda prisa.
—Señorita, ¿está bien? —preguntó Anne.
Al verlas aparecer así, de golpe, me sobresalté.
—Ah, sí. Estoy bien —y volví a mirar aquellas palabras de la pared.
—Venga aquí, señorita. La ayudaremos a vestirse —me apremió Mary.
Las seguí, obediente, algo aturdida por todo lo que había visto y demasiado confundida como para hacer cualquier otra cosa. Se pusieron manos a la obra, con el empeño que mostraban cuando intentaban distraerme con la rutina de vestirme. Había algo en la seguridad de sus movimientos —incluso en los de Lucy— que me tranquilizó.
Cuando estuve preparada, vino una doncella que me acompañó al exterior, donde íbamos a trabajar aquella mañana. Los cristales rotos y las terroríficas inscripciones resultaron más fáciles de olvidar al sol de Ángeles. Incluso Maxon y el rey estaban allí, en una mesa, con sus asesores, revisando montones de documentos y tomando decisiones.
Bajo una carpa, la reina repasaba unos papeles, señalando detalles a una doncella que tenía al lado. Cerca de ella estaban Elise, Celeste y Natalie, sentadas en otra mesa, haciendo planes para su recepción. Estaban tan enfrascadas en aquello que daba la impresión de que se habían olvidado por completo de la pasada noche.
Kriss y yo nos sentamos en el otro extremo del jardín, bajo una carpa similar, pero nuestro trabajo avanzaba muy despacio. Me costaba mucho hablar con ella, ya que no podía quitarme de la cabeza la imagen de Maxon y ella charlando en el refugio. Me quedé mirando mientras ella subrayaba partes de los documentos que nos había dado Silvia y garabateaba notas al margen.
—Creo que se me ha ocurrido cómo podemos arreglar lo de las flores —apuntó, sin levantar la cabeza.
—Ah, muy bien.
Dejé vagar la mirada y acabé con los ojos puestos en Maxon, que parecía querer dar la impresión de estar más atareado que nadie. Cualquiera que se fijara un poco se habría dado cuenta de que el rey fingía no oír sus comentarios. Eso no lo entendía. Si al rey le preocupaba que su hijo pudiera llegar a ser un buen líder, lo que tenía que hacer era instruirle, no apartarle de todo por temor a que cometiera un error.
Maxon hojeó unos papeles y levantó la mirada, que se cruzó con la mía; saludó con la mano. Cuando me disponía a levantar la mía, vi por el rabillo del ojo que Kriss respondía saludando a su vez con gran entusiasmo. Bajé la mirada de nuevo y la fijé en los papeles, haciendo un esfuerzo por no ruborizarme.
—Qué guapo es, ¿no? —dijo Kriss.
—Sí, claro.
—No dejo de pensar cómo serían nuestros hijos, con su cabello y mis ojos.
—¿Cómo tienes el tobillo?
—Oh —respondió, suspirando—. Me duele un poco, pero el doctor Ashlar dice que estaré bien para la recepción.
—Me alegro —dije, levantando por fin la vista—. No querría que fueras cojeando por ahí cuando lleguen los italianos —intenté que sonara como un comentario amistoso, pero era evidente que mi tono la hizo dudar.
Abrió la boca para decir algo, pero enseguida apartó la mirada. La seguí y vi que Maxon se dirigía a la mesa de refrescos que nos habían preparado los criados.
—Ahora vuelvo —dijo, de pronto, y salió corriendo hacia Maxon a una velocidad casi imposible.
No pude evitar quedarme mirando. Celeste también se había acercado, y ahí estaban charlando los tres, mientras se servían agua o cogían algún sándwich. Celeste dijo algo, y Maxon se rio. Parecía que Kriss sonreía, pero era evidente que le molestaba que la otra le hubiera quitado aquel momento de privacidad.
Casi me sentí agradecida con Celeste. Me sacaba de quicio por mil motivos, pero también resultaba absolutamente imposible de intimidar. En el fondo, sentí que no me importaría ser un poco así.
El rey le gritó algo a uno de sus asesores y la vista se me fue en aquella dirección. No oí bien lo que había dicho, pero parecía enfadado. Por un momento vi a Aspen, que hacía su ronda.
Él me miró y me lanzó un guiño furtivo. Sabía que era para que me tranquilizara, y en parte lo consiguió. Aun así, no podía evitar preguntarme qué le habría pasado aquella noche para que ahora cojeara ligeramente y tuviera una herida, tapada, junto al ojo.
Mientras me debatía pensando en si habría algún modo discreto de pedirle que viniera a verme por la noche, sonó la voz de alarma desde el interior del palacio.
—¡Rebeldes! —gritó uno de los guardias—. ¡Corran!
—¿Qué? —respondió otro de los guardias, extrañado.
—¡Rebeldes! ¡Dentro del palacio! ¡Vienen hacia aquí!
La amenaza que había visto en la pared resonó en mi mente: YA VENIMOS.
Todo se aceleró de pronto. Las doncellas se llevaron a la reina al extremo del palacio, algunas de ellas tirándole de la mano para que fuera más rápido, mientras otras corrían tras ella, bloqueando el paso a un posible ataque.
El vestido rojo de Celeste brillaba como una estela tras la reina, a la que seguía, convencida de que aquello era lo más seguro. Maxon cogió en brazos a Kriss, que no podía correr, y la dejó en los del guardia que tenía más cerca, que resultó ser Aspen.
—¡Corre! —le gritó a Aspen—. ¡Corre!
Aspen, siempre leal, salió disparado, llevándose a Kriss como si no pesara nada.
—¡Maxon, no! —gritó ella por encima del hombro de Aspen.
Oí un ruido procedente del interior de las puertas abiertas del palacio y solté un grito. Varios de los guardias echaron mano de las pistolas que llevaban bajo el oscuro uniforme y comprendí que aquel estruendo había sido un disparo. Se oyeron dos más. Me quedé paralizada, observando el torbellino de cuerpos que se movían a mi alrededor. Los guardias empujaban a la gente, apartándola del palacio y apremiándola para que se alejara, mientras un enjambre de personas con pantalones andrajosos y burdas chaquetas salió a la carrera, cargados con mochilas o zurrones llenos hasta los topes. Se oyó otro disparo.
Tenía que ponerme en marcha, salir corriendo.
Lo más lógico era alejarse de los rebeldes. Pero eso suponía dirigirse hacia el bosque, perseguida por una bandada de tipos despiadados. Corrí y resbalé varias veces, y me planteé quitarme los zapatos planos que llevaba. Al final, decidí que más valía llevar unos zapatos que resbalaran que ir descalza.
—¡America! —me llamó Maxon—. ¡No! ¡Vuelve!
Me giré para mirar y vi que el rey agarraba a Maxon por el cuello de su chaqueta y tiraba de él. Pude ver el horror en sus ojos, clavados en mí. Se oyó otro disparo.
—¡Agáchate! —gritó Maxon—. ¡Vais a darle a ella! ¡Alto el fuego!
Se oyeron más disparos, y Maxon siguió gritando órdenes hasta que estuvo tan lejos que ya no las distinguí. Corrí a campo abierto y me di cuenta de que estaba sola. Maxon estaba retenido por su padre y Aspen estaba cumpliendo con su deber. Cualquier guardia que quisiera venir en mi busca tendría que atravesar el frente de los rebeldes. Lo único que podía hacer era correr para salvar la vida.
El miedo me dio alas, y me sorprendió la habilidad con la que acabé esquivando las ramas bajas al llegar al bosque. El suelo estaba seco, parcheado por los meses de sequía, y sólido. Sentí arañazos en las piernas, pero no me detuve a comprobar si eran profundos o no.
Estaba sudando; el vestido se me pegaba al pecho. Entre los árboles hacía más fresco, y cada vez estaba más oscuro, pero yo tenía calor. En casa a veces corría por diversión, jugando con Gerad o simplemente para agotarme. Pero llevaba meses en el palacio, sin hacer nada, comiendo de forma generosa por primera vez en mi vida, y ahora lo notaba. Los pulmones me ardían y sentía pesadez en las piernas.
Aun así, seguí corriendo.
Cuando ya estaba suficientemente lejos, miré atrás para ver a qué distancia estaban los rebeldes. No les podía oír, con la sangre latiéndome en los oídos; cuando miré, tampoco los vi. Decidí que era el mejor momento para ocultarme, antes de que localizaran mi llamativo vestido en la oscuridad del bosque.
No paré hasta que vi un árbol lo bastante ancho como para ocultarme. Me situé detrás y observé que había una rama lo suficientemente baja como para trepar. Me quité los zapatos y los tiré, con la esperanza de que no descubrieran mi posición a los rebeldes. Subí, aunque no muy arriba, y me coloqué de espaldas al tronco, acurrucándome todo lo que pude.
Me concentré en mi respiración, intentando ralentizarla. Temía que el ruido de mis jadeos me delatara. Y cuando lo conseguí, se hizo el silencio. Me imaginé que los habría perdido. No me moví; quería estar segura. Unos segundos más tarde oí un fuerte murmullo de hojas.
—Deberíamos haber venido de noche —susurró alguien, una chica.
Yo me pegué aún más al árbol, rezando para que no crujiera ninguna rama.
—De noche no habrían estado fuera —respondió un hombre. Aún corrían, o eso intentaban, y por su respiración parecía que estaban agotados.
—Déjame que lo lleve yo un rato —se ofreció él. Daba la impresión de que se estaban acercando mucho.
—Ya puedo yo.
Aguanté la respiración y vi que pasaban justo por debajo de mi árbol. Justo cuando pensé que ya habría pasado el peligro, la bolsa de la chica se rompió y un montón de libros cayeron sobre el lecho del bosque. ¿Qué estaba haciendo con tantos libros?
—Maldita sea —exclamó, arrodillándose. Llevaba una chaqueta vaquera con un bordado que representaba una flor y que se repetía una y otra vez. Aquello debía de darle un calor tremendo.
—Ya te he dicho que me dejaras ayudarte.
—¡Calla! —soltó ella, que le dio un empujón al chico en las piernas. En aquel gesto familiar, vi que se tenían mucho afecto el uno al otro.
Alguien silbó a lo lejos.
—¿Es Jeremy? —preguntó ella.
—Parece que sí. —Él se agachó y recogió unos cuantos libros.
—Ve a buscarle. Yo te sigo.
El chico no parecía muy convencido, pero accedió. Le dio un beso en la frente y salió corriendo.
La chica recogió el resto de los libros y cortó con un cuchillo la correa de la bolsa, que usó para hacer un hatillo.
Cuando se puso en pie sentí un gran alivio; suponía que se pondría en marcha. Pero se apartó el flequillo del rostro y levantó la mirada al cielo.
Y me vio.
Ni el silencio ni la inmovilidad me podían ayudar en aquel momento. Si gritaba, ¿vendrían los guardias? ¿O estaban demasiado cerca el resto de los rebeldes?
Nos quedamos mirándonos la una a la otra. Yo esperaba que ella llamara a los otros y que, fuera lo que fuera lo que tenían pensado hacerme, no me resultara demasiado doloroso.
Pero no emitió más sonido que una carcajada contenida, divertida.
Se oyó otro silbido, algo diferente al anterior, y ambas miramos en dirección al lugar de donde procedía, para luego volver a mirarnos a los ojos.
Y entonces hizo lo que menos podía imaginarme: echó una pierna atrás, bajó la cabeza y me hizo una ostentosa reverencia. Me quedé mirando, absolutamente anonadada. Se levantó, sonriendo, y salió a la carrera en dirección al silbido. La seguí con la mirada y vi cien florecillas bordadas que desaparecían entre el sotobosque.
Cuando tuve la sensación de que ya habría pasado más de una hora, decidí que podía bajar. Me quedé a los pies del árbol. ¿Dónde había dejado los zapatos? Rodeé la base del tronco, intentando localizar mis manoletinas blancas, pero fue en vano. Al final me rendí y decidí que lo mejor era emprender el camino de regreso al palacio.
Miré alrededor. Entonces me di cuenta de que no iba a ser tan fácil: me había perdido.