Capítulo 15

Mis doncellas fueron un encanto. No me preguntaron por mis ojos hinchados ni por las almohadas manchadas de lágrimas. Simplemente me ayudaron a recomponerme. Yo me dejé mimar, agradecida por sus atenciones. Se portaron de maravilla conmigo. ¿Serían igual de encantadoras con Kriss si al final ella ganaba y las incluía en su servicio?

Me las quedé mirando mientras pensaba en aquello, y me sorprendí al observar la tensión que se respiraba entre ellas. Mary parecía estar más o menos bien, quizás algo preocupada. Pero daba la impresión de que Anne y Lucy evitaban mirarse deliberadamente y que no hablaban, a menos que fuera necesario.

No entendía en absoluto qué era lo que sucedía, y no sabía si debía preguntar. Ellas nunca se inmiscuían en mi tristeza o mi rabia. Quizá lo correcto por mi parte fuera no meterme en sus cosas.

Intenté que el silencio no me afectara mientras ellas me peinaban y me vestían para pasar un largo día en la Sala de las Mujeres. No veía el momento de ponerme uno de aquellos pantalones que Maxon me había regalado para los sábados, pero no parecía que fuera el momento. Si aquello era mi declive, quería plantar cara como una dama. Al menos, haría un esfuerzo.

Mientras me disponía a afrontar otro día de té y libros, vi que las otras charlaban de la noche anterior. Bueno, todas menos Celeste, que tenía unas cuantas revistas de cotilleos esperando para leer. Me pregunté si la que tenía entre las manos decía algo de mí.

Estaba planteándome si debía cogérsela cuando Silvia entró con unos gruesos pliegos de papeles bajo los brazos. Genial. Más trabajo.

—¡Buenos días, señoritas! —canturreó—. Se que están acostumbradas a recibir visitas los sábados, pero hoy la reina y yo tenemos un encargo especial que hacerles.

—Sí —dijo la reina, acercándose—. Sé que es algo precipitado, pero la semana que viene tendremos unas visitas. Van a hacer un recorrido por el país, y pasarán por el palacio para conocerlas a todas.

—Como ya saben, la reina suele encargarse de recibir a los invitados importantes. Ya vieron con qué elegancia atendió a nuestros amigos de Swendway —afirmó Silvia, haciendo un gesto hacia la reina, que a su vez sonrió con recato—. No obstante, los visitantes que recibiremos, de la Federación Germánica y de Italia, son aún más importantes que la familia real de Swendway. Y hemos pensado que esta visita será un excelente ejercicio para todas ustedes, ya que últimamente hemos dedicado una especial atención a la diplomacia. Trabajarán en equipos para preparar una recepción para los invitados que se les asignen, incluida una comida, algunos entretenimientos, regalos… —explicó Silvia.

Tragué saliva.

—Es muy importante mantener las relaciones que ya tenemos, pero también forjar nuevas alianzas con otros países. Contamos con normas de protocolo para relacionarnos con estos invitados, así como guías sobre lo que se debe evitar a la hora de organizarles algunos actos. No obstante, los detalles quedan de la mano de ustedes.

—Queríamos que el ejercicio fuera lo más justo posible —intervino la reina—. Y creo que lo hemos sabido compensar. Celeste, Natalie y Elise organizarán una recepción. Kriss y America se encargarán de la otra. Y como tenéis una persona menos, dispondréis de un día más. Nuestros visitantes de la Federación Germánica llegarán el miércoles, y los italianos lo harán el jueves.

—¿Quiere decir que tenemos cuatro días? —protestó Celeste.

—Sí —respondió Silvia—. Pero una reina tiene que hacer todo ese trabajo sola, y a veces con menos tiempo.

Una sensación de pánico se adueñó del ambiente.

—¿Nos da la documentación, por favor? —pidió Kriss, tendiendo la mano.

Instintivamente, yo también tendí la mía. A los pocos segundos ya estábamos devorando toda aquella información.

—Esto va a ser duro —dijo Kriss—, incluso con el día de más.

—No te preocupes —la tranquilicé—. Vamos a ganar.

Ella soltó una risita nerviosa.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Porque de ningún modo voy a permitir que Celeste lo haga mejor que yo —respondí, decidida.

Tardamos dos horas en leer todo aquel tocho, y una más en asimilar lo que decía. Había muchísimas cosas diferentes que tener en cuenta, muchísimos detalles que planear. Silvia dijo que estaría a nuestra disposición, pero yo tenía la sensación de que pedirle ayuda sería admitir que no podíamos hacerlo solas, así que lo descartamos.

La creación del entorno adecuado iba a ser todo un reto. No se nos permitía usar flores rojas, pues se asociaban con el secretismo. Tampoco podíamos emplear las amarillas, pues se relacionaban con la envidia. Ni tampoco podíamos utilizar las de color violeta, pues se suponía que daban mala suerte.

Tanto los vinos como la comida debían ser cuantiosos. El lujo no se consideraba una muestra de presunción, sino una manifestación normal del ambiente palaciego. Si no estaba a la altura y no se impresionaba a los invitados, estos podrían decidir no volver nunca más. Además de todo eso, las cosas que se suponía que teníamos que haber aprendido —es decir, las normas de etiqueta en la mesa y cosas así— debían adaptarse a una cultura de la que ni Kriss ni yo teníamos ningún conocimiento, más allá de la información impresa que nos habían entregado.

Era algo increíblemente intimidatorio.

Nos pasamos el día tomando notas y poniendo ideas en común, mientras las otras hacían lo mismo en una mesa cercana. Al ir pasando la tarde, ambos grupos nos íbamos quejando de quién tenía la peor situación, y al cabo de un rato resultó hasta divertido.

—Al menos vosotras dos tenéis un día más para prepararlo —dijo Elise.

—Pero Illéa y la Federación Germánica ya son aliados. ¡Puede que a los italianos les parezca fatal todo lo que hagamos! —adujo Kriss, preocupada.

—¿Sabéis que nosotras tenemos que vestirnos con colores oscuros? —se quejó Celeste—. Va a ser una recepción muy… rígida.

—Tampoco nosotras querríamos ir demasiado ostentosas —observó Natalie, agitándose un poco en la silla. Se rio de su propia broma, y yo sonreí antes de volver a lo nuestro.

—Bueno, la nuestra se supone que tiene que ser de lo más festiva. Y todas tenéis que llevar vuestras mejores joyas —indiqué—. Debemos dar una primera impresión espléndida, y el aspecto es muy importante.

—Menos mal que podré lucir un poco en uno de estos dos actos tan estúpidos —suspiró Celeste, meneando la cabeza.

Estaba claro que aquello suponía un gran esfuerzo para todas. Después de lo ocurrido con Marlee y de sentirme descartada por el rey, ver que aquello nos hacía sufrir a todas, de algún modo, me reconfortaba. Pero eso no evitó que viviera algún episodio de paranoia antes de que acabara el día: estaba convencida de que alguna de las otras chicas —Celeste, en particular— podría intentar sabotear nuestra recepción.

—¿Confías completamente en tus doncellas? —le pregunté a Kriss a la hora de cenar.

—Sí. ¿Por qué?

—Me pregunto si no deberíamos guardar algunas de estas cosas en nuestras habitaciones en lugar de dejarlas en el salón. Ya sabes, para que las otras no intenten robarnos las ideas —dije. Era mentira, pero no del todo.

—Me parece bien —respondió ella—. Especialmente porque nosotras vamos detrás, y podría parecer que nos hemos copiado.

—Exacto.

—Qué lista eres, América. No es de extrañar que a Maxon le gustaras tanto —dijo, y siguió comiendo.

No se me pasó por alto aquel modo de usar el pasado como quien no quiere la cosa. A lo mejor mientras yo me pasaba los días preocupada por ser lo suficientemente buena como para convertirme en princesa, sin saber al mismo tiempo si deseaba serlo, Maxon se estaba olvidando completamente de mí.

Me convencí de que no era más que un recurso de Kriss para aumentar su confianza. Además, no habían pasado más que unos días desde lo de Marlee. ¿Qué podía saber ella?

El penetrante alarido de una sirena me despertó de golpe. Aquel sonido estaba tan fuera de lugar que no podía ni procesar lo que era. Lo único que sabía era que el corazón me golpeaba con fuerza en el pecho. Noté el subidón de adrenalina.

Al cabo de un instante, la puerta de mi habitación se abrió de golpe y un guardia entró a la carrera.

—Maldición, maldición, maldición —repetía.

—¿Eh? —dije yo, aún adormilada.

—¡Levanta, Mer! —me apremió, y yo obedecí—. ¿Dónde tienes los zapatos?

Zapatos. Así que iba a algún sitio. Hasta entonces no lo entendí. Maxon me había hablado de que se disparaba una alarma cuando se presentaban los rebeldes, pero que en un ataque reciente la habían desmantelado. Debían de haberla reparado.

—Aquí —dije, cuando por fin los encontré, calzándome—. Necesito la bata —señalé a los pies de la cama, y Aspen la agarró, intentando abrirla para que me la pusiera.

—No te preocupes. La llevo en la mano.

—Tienes que darte prisa. No sé a qué distancia están.

Asentí y me dirigí hacia la puerta, con la mano de Aspen en la espalda. Pero antes de llegar al pasillo me hizo retroceder de un tirón, y me plantó un beso profundo e intenso en la boca. Tenía su mano tras la cabeza, y se quedó pegado a mis labios un buen rato. Luego, como si de pronto hubiera olvidado el peligro que corríamos, con la otra mano me agarró de la cintura y el beso se hizo más apasionado. Hacía mucho tiempo que no me besaba así: entre mis vacilaciones y el miedo a que nos pillaran, no había habido motivo para hacerlo. Pero aquella noche sentía la urgencia. Quizás algo saliera mal, y aquel podía ser nuestro último beso.

Quería que fuera importante.

Nos separamos, concediéndonos apenas un segundo para mirarnos de nuevo. Esta vez me pasó la mano alrededor del brazo y me empujó hacia la puerta.

—Ve, corre.

Salí corriendo en dirección al pasaje secreto que había al final del pasillo. Antes de empujar el tabique, miré atrás y vi la espalda de Aspen, que giraba la esquina a la carrera.

No podía hacer nada más que correr, y eso es lo que hice. Bajé por la escarpada y oscura escalinata todo lo rápido que pude, hasta llegar al refugio reservado para la familia real.

Maxon me había contado una vez que había dos tipos de rebeldes: los norteños y los sureños. Los norteños eran problemáticos, pero los sureños eran letales. Esperaba que, quienesquiera que fueran, estuvieran más interesados en alterar la paz del palacio que en matarnos.

A medida que fui bajando las escaleras empecé a sentir el frío. Quería ponerme la bata, pero tenía miedo de tropezar y caerme. Me sentí más segura cuando vi la luz de la cámara de seguridad. Salté del último escalón, y vi una figura que destacaba entre las siluetas de los guardias. Maxon. Aunque era tarde, iba vestido con pantalones de vestir y una camisa, algo arrugada pero presentable.

—¿Soy la última? —pregunté, poniéndome la bata mientras me acercaba.

—No —respondió él—. Kriss aún sigue ahí fuera. Y Elise también.

Miré tras de mí, hacia el oscuro pasillo que parecía no tener fin. A los lados distinguí el perfil de tres o cuatro escaleras que ascendían hasta diferentes puertas secretas del palacio. Estaban vacías. Si Maxon no me había engañado, no sentía una devoción especial por Kriss y Elise, pero la preocupación en sus ojos era innegable. Se frotó la sien y estiró el cuello, como si aquello pudiera ayudarle. Ambos mirábamos a lo lejos, en dirección a las escaleras, mientras los guardias se acercaban a la puerta, evidentemente ansiosos por cerrarla.

De pronto suspiró y se llevó las manos a las caderas. Luego, sin previo aviso, me abrazó. No pude evitar agarrarlo con fuerza.

—Sé que probablemente seguirás disgustada, y lo entiendo. Pero me alegro de que estés a salvo.

Maxon no me había tocado desde Halloween. No había pasado ni una semana, pero, por algún motivo, me parecía una eternidad. Quizá por todo lo que había pasado aquella noche, y no solo eso, sino por todo lo que había ocurrido en los días previos.

—Yo también estoy contenta de que estés a salvo.

Me agarró más fuerte. De pronto soltó un grito ahogado.

—Elise.

Me giré y vi una fina silueta bajando las escaleras. ¿Dónde estaba Kriss?

—Deberíais entrar —nos apremió Maxon—. Silvia os espera.

—Luego hablamos.

Me dedicó una sonrisa tenue y esperanzada, y asintió. Entré en la sala, con Elise pegada a mis talones. Vi que estaba llorando. Le pasé un brazo alrededor del hombro, y ella hizo lo mismo, reconfortada.

—¿Dónde estabas? —le pregunté.

—Creo que mi doncella está enferma. Tardó un poco en venir a ayudarme. Y luego me asusté tanto con la alarma que me confundí y no recordaba adónde tenía que ir. Apreté cuatro paredes diferentes antes de encontrar la buena —dijo, sacudiendo la cabeza a modo de reproche hacia sí misma.

—No te preocupes —la tranquilicé, abrazándola—. Ahora ya estás a salvo.

Ella asintió, intentando controlar la respiración. De las cinco que quedábamos, era sin duda la más sensible.

Al avanzar hacia el interior, vi al rey y a la reina sentados uno junto al otro, ambos en bata y zapatillas. El rey tenía un montoncito de papeles sobre el regazo, como si quisiera aprovechar el tiempo allí abajo para trabajar. Una doncella le masajeaba la mano a la reina. Ambos tenían el gesto serio.

—¿Qué? ¿Esta vez no trae compañía? —bromeó Silvia, desviando mi atención.

—No estaban conmigo —dije, preocupada de pronto por la seguridad de mis doncellas. Ella sonrió amablemente.

—Estoy segura de que estarán bien. Por aquí.

La seguimos hasta una hilera de camas colocadas junto a una pared irregular. La última vez que había bajado a aquel lugar había quedado claro que los encargados del mantenimiento de aquella sala no estaban preparados para el caos que suponía acoger a todas las chicas de la Selección. Desde entonces habían hecho progresos, pero aún no estaba en estado óptimo. Había seis camas.

Celeste estaba hecha un ovillo en la más próxima a los reyes, aunque todas las camas quedaban a cierta distancia de ellos. Natalie se había colocado en la de al lado y se estaba retorciendo mechones de pelo con los dedos.

—Me gustaría que durmierais. Todas tenéis una semana de mucho trabajo por delante, y no vais a poder organizar nada si estáis agotadas —dijo Silvia, y luego se fue, probablemente en busca de Kriss.

Elise y yo suspiramos. No podía creer que nos hicieran pasar por todo aquel jaleo de las recepciones. ¿No era ya de por sí aquello suficientemente tenso? Nos separamos y nos dirigimos a nuestras camas, una junto a la otra. Elise enseguida se metió bajo las mantas, agotada.

—¿Elise? —dije, en voz baja. Ella se giró y me miró—. Si necesitas algo dímelo, ¿vale?

—Gracias —respondió ella con una sonrisa.

—De nada.

Se dio media vuelta; al cabo de unos segundos parecía que se había quedado dormida. Y así fue, pues no se giró, pese al estruendo que llegó desde la puerta. Miré atrás y vi a Maxon, que llevaba a Kriss en brazos, con Silvia a su lado. En cuanto pasaron, volvieron a cerrar la puerta herméticamente.

—Me he caído —explicó Kriss a Silvia, que parecía muy agitada—. No creo que me haya roto el tobillo, pero me duele mucho.

—Hay vendas atrás. Al menos podemos inmovilizarlo —propuso Maxon.

Silvia se puso en marcha enseguida, y pasó a nuestro lado en busca de las vendas.

—¡A dormir! ¡Venga! —nos ordenó.

Suspiré, y no fui la única. Natalie lo llevaba bien, pero Celeste parecía muy irritada. Y eso me hizo examinarme a mí misma: si mi comportamiento se parecía en algo al de aquella chica, tenía que cambiarlo. Aunque no tenía ganas, me metí en mi cama y me puse de cara a la pared.

Procuré no pensar en Aspen, luchando por allí arriba, ni en mis doncellas, que quizá no llegaran a su refugio a tiempo. Intenté no preocuparme por la semana siguiente ni por la posibilidad de que los rebeldes fueran sureños y que quisieran perpetrar una matanza en el palacio mientras nosotras dormíamos.

Pero no pude evitarlo y pensé en todo aquello. Y resultó tan agotador que al final acabé durmiéndome en aquel catre frío y duro.

Cuando me desperté, no sabía qué hora era, pero debían de haber pasado horas. Me di la vuelta y vi a Elise, que seguía durmiendo tranquilamente. El rey estaba leyendo sus papeles, hojeándolos tan rápidamente que parecía estar furioso con ellos. La reina tenía la cabeza apoyada en el respaldo de su silla. Cuando dormía aún estaba más guapa.

Natalie seguía dormida, o al menos eso parecía. Pero Celeste estaba despierta, apoyada en un brazo y mirando al otro extremo de la cámara. En sus ojos había un fuego que solía reservar para mí. Seguí la dirección de su mirada y vi que estaba fija en la pared opuesta, donde vi a Kriss y a Maxon.

Estaban sentados, el uno junto al otro; él la rodeaba con el brazo por encima del hombro. La chica tenía las piernas cogidas con las manos, frente al pecho, como si tuviera frío, aunque llevaba una bata. Tenía el tobillo izquierdo vendado, pero no parecía que le molestara demasiado. Los dos hablaban en voz baja, con una sonrisa en el rostro.

No quería quedarme mirando, así que me di la vuelta.

Cuando Silvia me dio un golpecito en el hombro para despertarme, Maxon ya se había ido. Y Kriss también.