Hola, pequeña:
Siento que no pudiéramos despedirnos. Al parecer el rey decidió que sería más seguro que las familias se fueran lo antes posible. Intenté hablar contigo, te lo prometo, pero fue imposible.
Quería que supieras que hemos llegado bien a casa. El rey dejó que nos quedáramos la ropa, y May se pone sus vestidos cada vez que tiene un rato. Sospecho que alberga la esperanza inconfesable de no crecer ni un centímetro más para poder usar el vestido de la fiesta en su boda. Supongo que le pone de buen humor. Yo no estoy muy seguro de si alguna vez le perdonaré a la familia real el que dos de mis hijas hayan visto tanto lujo de primera mano, pero tú ya sabes lo fuerte que es May. Eres tú la que me preocupa. Escríbenos pronto. A lo mejor esto que te voy a decir no es lo correcto, pero quiero que lo sepas: cuando saliste corriendo hacia el estrado, sentí que nunca en la vida me he sentido más orgulloso de ti. Siempre has sido guapa; siempre has tenido talento. Y ahora sé que tu talla moral está a la misma altura, que ves claramente cuando algo no está bien y que haces todo lo que puedes por combatirlo. Como padre, no puedo pedir más.
Te quiero, America. Y estoy muy, muy orgulloso,
PAPÁ
No sabía cómo lo hacía, pero mi padre siempre sabía lo que tenía que decir. Me habría gustado poder mover las estrellas para escribir con ellas aquellas palabras en el cielo. Necesitaba verlas en grande, tenerlas bien visibles para poder leerlas de nuevo cuando las cosas pintaran mal: «Te quiero, America. Y estoy muy, muy orgulloso».
A las chicas de la Élite nos dieron la opción de desayunar en nuestro cuarto, y yo dije que sí. Aún no estaba lista para ver a Maxon. Por la tarde ya me sentí más entera y decidí bajar un rato a la Sala de las Mujeres. Por lo menos había un televisor, y me iría bien distraerme.
Las chicas parecían sorprendidas al verme entrar, lo cual tampoco me parecía que fuera motivo de sorpresa. Solía esconderme de vez en cuando, y si había un momento en que estaba justificado que lo hiciera, era aquel. Celeste estaba echada en un sofá, ojeando una revista. En Illéa no había periódicos, como en otros países. Nosotros teníamos el Report. Las revistas eran lo más parecido a la prensa escrita, y la gente como yo no nos podíamos permitir comprarlas. Celeste siempre encontraba el modo de tener una en la mano y, por algún motivo, aquel día aquello me irritó.
Kriss y Elise estaban en una mesa, bebiendo té y charlando, mientras Natalie, algo más atrás, miraba por la ventana.
—Anda, mira —dijo Celeste, sin dirigirse a nadie en particular—. Aquí sale otro de mis anuncios.
Celeste era modelo. La idea de que estuviera mirando la revista solo para encontrar fotos suyas me irritó aún más.
—¿Lady America? —dijo alguien.
Me giré y vi a la reina, acompañada de alguna de sus asistentes, en una esquina. Parecía ocupada con alguna labor.
Hice una reverencia, y ella me indicó con un gesto que me acercara. Sentí un nudo en el estómago al pensar en mi comportamiento del día anterior. No había querido ofenderla, y de pronto me temí que fuera aquello precisamente lo que había hecho. Sentí que las miradas de las otras chicas se posaban en mí. La reina solía hablarnos en grupo, raramente de una en una.
Me acerqué y repetí la reverencia.
—Majestad.
—Siéntate, por favor, America —dijo, amablemente, señalando una silla vacía que tenía delante.
Obedecí, aún muy nerviosa.
—Ayer planteaste bastante resistencia —soltó.
—Sí, majestad —repuse, tras tragar saliva.
—¿Erais muy amigas?
Volví a tragar, para contener mi tristeza.
—Sí, majestad.
Ella suspiró.
—Una dama no debe comportarse de ese modo. Las cámaras estaban tan pendientes del acto que no recogieron tu conducta. Pero, aun así, eso no es aceptable.
No era la censura de una reina. Era la regañina de una madre. Aquello lo hacía mil veces peor. Era como si ella se sintiera responsable de mí, y como si yo la hubiera dejado en mal lugar.
Bajé la cabeza. Por primera vez, me sentí realmente mal por haber reaccionado de aquella manera.
Ella estiró la mano y la apoyó en mi rodilla. Levanté la cara y la miré, sorprendida por aquel contacto.
—En cualquier caso, me alegro de que lo hicieras —susurró, y me sonrió.
—Era mi mejor amiga.
—Eso no cambiará porque se haya ido, querida —dijo la reina Amberly, dándome una palmadita cariñosa en la pierna.
Eso era exactamente lo que necesitaba: cariño materno.
Las lágrimas asomaron por las comisuras de mis ojos.
—No sé qué hacer —susurré. Estuve a punto de explicárselo todo, cómo me sentía, pero era consciente de que las otras chicas tendrían los ojos puestos en mí.
—Me prometí no implicarme en esto —dijo, y suspiró—. Y aunque quisiera, no estoy segura de que haya mucho que decir.
Tenía razón. Nada de lo que dijéramos podría cambiar lo sucedido.
La reina se me acercó y me habló con dulzura:
—En cualquier caso, no seas dura con él.
Sabía que lo decía con buena intención, pero yo no quería hablar de su hijo con ella. Asentí y me puse en pie. Ella me sonrió amablemente y me indicó con un gesto que podía irme. Me alejé y me senté con Elise y Kriss.
—¿Cómo te encuentras? —me preguntó Elise, muy atenta.
—Estoy bien. La que me preocupa es Marlee.
—Por lo menos están juntos. Saldrán adelante mientras se tengan el uno al otro —apuntó Kriss.
—¿Cómo sabes que Marlee y Carter están juntos?
—Me lo ha dicho Maxon —respondió, como si fuera algo de dominio público.
—Oh —dije yo, decepcionada.
—No puedo creerme que no te lo haya dicho a ti, precisamente. Marlee y tú estabais muy unidas. Y además, tú eres su favorita, ¿no?
Miré a Kriss y luego a Elise. Ambas parecían preocupadas, pero también aliviadas.
Celeste se rio.
—Está claro que ya no lo es —murmuró, sin molestarse en levantar la vista de la revista. Esperaba que aquello supusiera el fin para mí.
Pero no quise hablar de aquello y volví a Marlee:
—Aún no me puedo creer que Maxon les haya hecho pasar por eso. Es increíble lo impasible que se mantuvo.
—Pero lo que ella hizo no estaba bien —observó Natalie. No lo decía con tono de crítica, simplemente reconocía la situación, como si siguiera instrucciones.
—Podría haber hecho que los mataran —intervino Elise—. Tenía la ley de su parte. La verdad es que tuvo piedad de ellos.
—¿Piedad? —protesté—. ¿Qué te arranquen la piel a tiras en público te parece un acto de piedad?
—Sí; teniendo en cuenta la situación, sí. Estoy segura de que, si le preguntáramos a Marlee, ella habría escogido los azotes antes que la muerte.
—Elise tiene razón —intervino Kriss—. Estoy de acuerdo en que fue terrible, pero yo preferiría eso a que me mataran.
—Por favor —rebatí, con una rabia cada vez mayor—. Eres una Tres. Todo el mundo sabe que tu padre es un profesor famoso, y tú has vivido toda tu vida entre bibliotecas, cómodamente. Nunca sobrevivirías a esa paliza, y mucho menos a la vida que te esperaría después, la de un Ocho. Estarías suplicando que te mataran.
Kriss se me quedó mirando.
—No tienes ni idea de lo que puedo y lo que no puedo soportar. Solo porque eres una Cinco, ¿te crees que eres la única que ha sufrido?
—No, pero estoy segura de que he vivido cosas mucho peores que las que has pasado tú —dije, aún más airada—, y no creo que pudiera soportar lo que sufrió Marlee. Y lo que digo es que dudo que tú lo llevaras mucho mejor.
—Soy más valiente de lo que te crees, America. No tienes ni idea de las cosas que he tenido que sacrificar a lo largo de los años. Y si cometo un error, asumo las consecuencias.
—¿Y por qué tendría que haber consecuencias? —pregunté—. Maxon no deja de decir lo difícil que le resulta la Selección, lo duro que es escoger, y resulta que una de nosotras se enamora de otro. ¿No debería darle las gracias por hacerle la decisión más fácil?
Natalie, que parecía tensa con la discusión, intentó intervenir:
—¡Ayer oí una cosa graciosísima…!
—Pero la ley… —se impuso Kriss.
—Lo que dice America tiene sentido —contraatacó Elise enseguida, y la conversación se convirtió en un caos.
Estábamos hablando todas a la vez, intentando hacer valer nuestras opiniones, explicando por qué considerábamos que lo ocurrido estaba bien o mal. Era la primera vez que ocurría, pero yo me lo esperaba desde el primer día. Con tantas chicas juntas, compitiendo una contra otra, estaba cantado que algún día acabaríamos discutiendo.
Entonces, mientras nosotras discutíamos, como si aquello no fuera con ella y sin separar la vista de la revista, Celeste murmuró:
—Recibió su merecido. Por zorra.
El silencio que se hizo de pronto era tan tenso como nuestra discusión.
Celeste levantó la vista justo a tiempo para ver cómo me lanzaba contra ella. Soltó un chillido cuando aterricé sobre su cuerpo. Ambas caímos sobre una mesita. Oí algo que se rompía, probablemente una taza de té que impactó contra el suelo.
Había cerrado los ojos a medio salto; cuando volví a abrirlos, tenía a Celeste debajo, intentando agarrarme por las muñecas. Eché atrás el brazo derecho y le crucé la cara de un bofetón. La sensación de ardor en la mano fue tremenda, pero me sentí recompensada al oír el impacto contra su mejilla.
Celeste reaccionó inmediatamente con un grito y me clavó las uñas. Por primera vez lamenté no habérmelas dejado yo también largas, como las otras chicas. Me hizo unos cortes en el brazo, que solo consiguieron enfadarme aún más, y volví a golpearla. Esta vez le abrí el labio. Al sentir el dolor, alargó el brazo, cogió lo primero que encontró —el platillo de una taza de té— y me lo estrelló contra la cabeza.
Descolocada, intenté volver a agarrarla, pero la gente ya había acudido a separarnos. Me sentía tan obcecada que no me había dado cuenta de que alguien había llamado a los guardias. A uno de ellos también le solté un puñetazo. Estaba harta de que me agarraran.
—¿Habéis visto lo que me ha hecho? —gritó Celeste.
—¡Tú cierra esa bocaza! —grité—. ¡Y no te atrevas a volver a hablar de Marlee!
—¡Está loca! ¿No la oís? ¿Habéis visto lo que ha hecho?
—¡Soltadme! —exclamé, intentando quitarme al guardia de encima.
—¡Estás paranoica! Voy a contárselo a Maxon ahora mismo. ¡Ya puedes despedirte del palacio! —amenazó.
—Nadie va a ver a Maxon ahora mismo —dijo la reina, muy seria. Miró a Celeste a los ojos, y luego a mí. Era evidente que estaba decepcionada. Bajé la cabeza—. Las dos os vais a ir a la enfermería.
El pabellón de la enfermería era un largo pasillo inmaculado con camas contra las paredes. Colgada de lo alto del cabezal de cada una había una cortina que se podía correr para lograr una mayor intimidad.
Como no podía ser de otro modo, a Celeste y a mí nos colocaron en extremos opuestos del pabellón, a ella cerca de la entrada y a mí al lado de una ventana en la parte más alejada. Ella corrió un poco la cortina que rodeaba su cama, casi de inmediato, para no tener que verme. Normal. No querría ver mi cara de satisfacción. Ni siquiera cuando la enfermera me tocó el punto de la cabeza donde me había golpeado Celeste, que aún me dolía mucho, se me borró la sonrisa del rostro.
—Sostenga esta bolsa de hielo aquí, para que baje la inflamación —me dijo.
—Gracias.
La enfermera echó la vista al otro extremo del pabellón, como si quisiera asegurarse de que nadie nos oía.
—Ha tenido suerte —me susurró—. Todo el mundo sabía que antes o después pasaría algo así.
—¿De verdad? —pregunté, bajando la voz igual que ella. Quizá no debía de haberme mostrado tan sonriente.
—No sabe la cantidad de historias horribles que he oído sobre esa —prosiguió, señalando con un gesto de la cabeza en dirección a la cama de Celeste.
—¿Cómo que horribles?
—Bueno, fue ella quien provocó a la chica que le pegó.
—¿Anna? ¿Cómo lo sabes?
—Maxon es un buen hombre —dijo, sin más—. Se aseguró de que la interrogaran antes de mandarla a casa. Nos dijo lo que había dicho Celeste sobre sus padres. Era algo tan rastrero que no puedo ni repetirlo —añadió, y su cara dejaba patente su desagrado.
—Pobre Anna. Sabía que tenía que ser algo así.
—Una de las chicas vino con sangre en los pies después de que alguien le metiera un cristal en los zapatos por la noche. No podemos demostrar que fuera Celeste, pero ¿quién haría algo tan ruin?
—Eso no lo sabía —respondí, asombrada.
—Parecía estar aterrada ante la posibilidad de que la cosa fuera a peor. Supongo que decidió mantener la boca cerrada. Y Celeste pega a sus doncellas. No es que use otra cosa que las manos, pero, de vez en cuando, vienen aquí en busca de hielo.
—¡No! —todas las doncellas que había conocido eran unas personas encantadoras. Me resultaba imposible imaginar que alguna hiciera algo para provocar que les pegaran, y mucho menos de forma habitual.
—Por supuesto, sus hazañas ya son de dominio público. Por aquí se la considera a usted una heroína, señorita —dijo la enfermera, guiñándome un ojo.
Pero yo no me sentía así.
—Espere —se me ocurrió, de pronto—: ¿Dice que Maxon se encargó de que reconocieran a Anna antes de mandarla a casa?
—Sí. Se preocupa mucho de que todas ustedes reciban la máxima atención.
—¿Y Marlee? ¿Pasó por aquí? ¿Cómo estaba cuando se fue?
Antes de que la enfermera pudiera responder, oí la voz impostada de Celeste al otro lado de la sala.
—¡Maxon, cariño! —dijo, al entrar él por la puerta.
Nuestras miradas se cruzaron brevemente antes de que él se dirigiera a la cama de Celeste. La enfermera se fue, dejándome sola y con ganas de saber si había visto a Marlee o no.
El sonido de la voz quejosa de Celeste era tan irritante que resultaba insoportable. Oí que Maxon se interesaba por ella y la consolaba, hasta que por fin se libró y se alejó. Rodeó la cortina y se me quedó mirando. Cruzó el pabellón, aparentemente exhausto.
—Tienes suerte de que mi padre prohibió el uso de cámaras en el palacio, o tendrías que pagar tus acciones muy caras —dijo, pasándose una mano por el cabello, exasperado—. ¿Cómo se supone que voy a defenderte de esto, America?
—¿Me vas a expulsar, entonces? —respondí, jugueteando con el borde de mi vestido mientras esperaba su respuesta.
—Por supuesto que no.
—¿Y a ella? —pregunté, señalando en dirección a la cama de Celeste con la cabeza.
—No. Todas estáis muy tensas tras lo que pasó ayer, y no os lo puedo reprochar. No estoy seguro de que mi padre acepte esa excusa, pero eso es lo que voy a esgrimir.
—A lo mejor deberías decirle que fue culpa mía —dije, después de una pausa—. A lo mejor deberías mandarme a casa.
—America, estás sacando las cosas de quicio.
—Mírame, Maxon —dije. Sentía un nudo en la garganta y me costaba hablar—. Desde el principio he sabido que no tengo lo que hace falta para esto, y pensé que podría…, no sé…, cambiar, o algo, para que esto funcionara. Pero no me puedo quedar. No puedo.
Maxon se acercó y se sentó al borde de mi cama.
—America, puede que odies la Selección, y seguro que estás enfadadísima con lo que le ha pasado a Marlee; pero sé que te importo lo suficiente como para que no me abandones así.
Le cogí la mano.
—También me importas lo suficiente como para poder decirte que estás cometiendo un error.
Veía el dolor en el rostro de Maxon, que me apretaba la mano con fuerza, como si así pudiera retenerme y evitar que desapareciera ante sus ojos. Vacilante, se acercó y me susurró:
—No siempre es tan difícil. Y quiero demostrártelo, pero tienes que darme tiempo. Puedo demostrarte que en esto hay cosas buenas, pero debes tener paciencia.
Cogí aire para rebatirle, pero no me dejó.
—Durante semanas, America, me has pedido tiempo, y yo te lo he dado sin cuestionarme nada, porque tenía fe en ti. Por favor, ahora soy yo quien necesita que tengas fe.
No sabía qué podría hacer Maxon para que cambiara de opinión, pero ¿cómo no iba a darle tiempo cuando él me lo había dado a mí? Suspiré.
—De acuerdo.
—Gracias —el alivio en su voz era evidente—. Tengo que volver, pero vendré a verte pronto.
Asentí. Maxon se puso en pie y se marchó, aunque antes se detuvo brevemente junto a la cama de Celeste para despedirse. Me lo quedé mirando y me pregunté si no era una mala idea confiar en él.