Capítulo 4

—¡Soy un caso perdido! —se lamentó Marlee.

—No, no, lo estás haciendo muy bien —mentí.

Llevaba más de una semana dándole clases de piano a diario, y lo cierto es que daba la impresión de que lo hacía cada vez peor. ¡Por Dios, si aún estábamos practicando escalas! Falló una nota más, y yo no pude evitar hacer una mueca.

—¡Pero si no hay más que verme! —exclamó—. Lo hago fatal. Lo mismo daría que tocara con los codos.

—Deberíamos probarlo. A lo mejor con los codos funciona mejor.

—Me rindo —dijo con un suspiro—. Lo siento, America, has tenido mucha paciencia conmigo, pero odio oírme tocar así. Suena como si el piano estuviera enfermo.

—De hecho, suena más bien como si estuviera agonizando.

Marlee se echó a reír, y yo con ella. Cuando me había pedido que le diera clases, poco podía imaginarme que supondría aquella tortura para los oídos. Dolorosa, pero, eso sí, divertida.

—¿No se te dará mejor el violín? El violín tiene un sonido precioso —sugerí.

—No lo creo. Con la suerte que tengo, lo destrozaría —dijo. Se puso en pie y se dirigió hacia mi escritorio, donde estaban los papeles que se suponía que teníamos que leer, apartados en un extremo. Mis doncellas, siempre tan detallistas, nos habían traído té y galletitas.

—Bueno, tampoco pasaría nada. Ese violín es de palacio. Podrías tirárselo a Celeste a la cabeza, si quisieras.

—No me tientes —repuso ella, sirviendo el té—. Voy a echarte de menos, America; no sé lo que haré cuando no podamos vernos cada día.

—Bueno, Maxon está muy indeciso, así que de momento no tienes que preocuparte por eso.

—No lo sé —contestó, poniéndose seria de pronto—. No es que lo haya dicho directamente, pero yo sé que estoy aquí porque le gusto al público. Ahora que la mayoría de las chicas se han ido, la opinión pública no tardará mucho en cambiar, y cuando tengan otra favorita, me mandará a casa.

Tenía que medir mis palabras, aunque esperaba que me explicara el motivo de la distancia que había puesto entre ellos dos, pero no quería que se cerrara de nuevo en banda.

—¿Y tú lo llevas bien? Lo de renunciar a Maxon, quiero decir.

Ella se encogió de hombros.

—No estamos hechos el uno para el otro. No me importa quedarme fuera del concurso, pero la verdad es que no quiero marcharme. Además, no querría acabar con un hombre que está enamorado de otra persona.

Me puse tensa de pronto.

—¿Y de quién…?

La mirada que tenía Marlee en los ojos era de triunfo, y la sonrisa que ocultaba tras su taza de té decía: «¡Te pillé!».

Y me había pillado.

De pronto me di cuenta de que la idea de que Maxon pudiera estar enamorado de otra me ponía tan celosa que no podía soportarlo. Y al momento, al comprender que Marlee estaba hablando de mí, me sentí infinitamente más tranquila.

Había levantado un muro tras otro, burlándome de Maxon y alabando los méritos de las otras chicas, pero era evidente que Marlee había sabido leer entre líneas.

—¿Por qué no has acabado ya con esto, America? —me preguntó, con dulzura—. Sabes que te quiere.

—Eso nunca lo ha dicho —le aseguré, y era cierto.

—Claro que no —constató, como si fuera tan obvio—. Está intentando conquistarte con todas sus fuerzas, y cada vez que se te acerca tú te lo quitas de encima. ¿Por qué?

¿Cómo iba a decírselo? ¿Cómo iba a confesarle que, aunque mis sentimientos por Maxon iban volviéndose cada vez más profundos (más de lo que yo pensaba, parecía), había alguien más a quien no podía quitarme de la cabeza?

—Supongo… que no estoy segura —dije. Confiaba en Marlee; de verdad. Pero era más seguro para las dos que no lo supiera.

Ella asintió. Daba la impresión de que se daba cuenta de que había algo más, pero no me presionó. Fue casi reconfortante, esa aceptación mutua de nuestros secretos.

—Encuentra el modo de decidirte. El hecho de que no esté hecho para mí no quiere decir que Maxon no sea un tipo estupendo. Odiaría que lo perdieras por puro miedo.

Una vez más tenía razón. Tenía miedo. Miedo de que los sentimientos de Maxon no fueran todo lo genuinos que parecían, miedo de lo que significaría para mí ser princesa, miedo de perder a Aspen.

—Hablando de algo más banal —dijo Marlee por fin, dejando la taza de té en el plato—, toda esa charla de ayer sobre bodas me hizo pensar en algo.

—¿Sí?

—¿Querrías ser…, bueno, ya sabes…, mi dama de honor? Quiero decir, si me caso algún día.

—Oh, Marlee, claro, me encantaría. ¿Y tú serías la mía? —le pregunté, tendiéndole las manos, que ella me cogió, feliz.

—Pero tú tienes hermanas. ¿No les sentaría mal?

—Lo entenderán. ¿Lo harás? ¡Por favor!

—¡Claro que sí! No me perdería tu boda por nada del mundo —dijo, dando por sentado que mi boda sería el acontecimiento del siglo.

—Prométeme que, aunque me case con un Ocho miserable en un callejón perdido, estarás ahí.

Ella me miró con incredulidad, como si estuviera segura de que eso no pasaría nunca.

—Aunque sea así. Lo prometo.

No me pidió que le hiciera una promesa del mismo estilo, por lo que, una vez más, me pregunté si no habría otro Cuatro esperándola en su casa. Pero no quería presionarla. Estaba claro que las dos guardábamos secretos; pero Marlee era mi mejor amiga, y habría hecho cualquier cosa por ella.

Aquella noche esperaba pasar un rato con Maxon. Marlee había hecho que me cuestionara muchas de mis acciones. Y de mis pensamientos. Y de mis sentimientos.

Tras la cena, cuando nos pusimos en pie para salir del comedor, crucé una mirada con Maxon y me tiré de la oreja. Era nuestra señal secreta para indicar que queríamos vernos, y raramente nos negábamos. Pero esa noche él respondió con un gesto de disculpa y articuló la palabra «trabajo». Puse mi cara de decepción y me despedí con un mínimo movimiento de la mano.

Quizá fuera lo mejor. La verdad era que necesitaba pensar unas cuantas cosas con respecto a él.

Cuando giré la esquina y llegué a mi habitación, Aspen estaba allí de nuevo, de guardia. Me miró de arriba abajo, admirando el ceñido vestido verde que resaltaba de un modo asombroso mis pocas curvas. Sin decir palabra, pasé por delante de él. Antes de que pudiera poner la mano en el pomo de la puerta, me rozó suavemente la piel del brazo.

Fue un contacto breve, y sentí aquella necesidad, el anhelo que Aspen solía despertar en mí. Solo con mirar sus ojos, color esmeralda, ansiosos y profundos, las rodillas empezaron a temblarme.

Entré en mi habitación lo más rápido que pude, torturada por aquella sensación. Afortunadamente, apenas tuve tiempo de pensar en los sentimientos que me despertaba, porque en el momento en que se cerró la puerta aparecieron mis doncellas, dispuestas a prepararme para ir a dormir. Mientras parloteaban y me cepillaban el pelo, intenté vaciar la mente de cualquier pensamiento.

Era imposible. Tenía que escoger. Aspen o Maxon.

Pero ¡¿cómo iba a decidirme entre las dos posibilidades?! ¿Cómo iba a tomar una decisión que, en cualquier caso, en parte me destrozaría? Me consolé pensando que aún tenía tiempo. Aún tenía tiempo.