Capítulo 3

Las anchas puertas de mi balcón estaban abiertas, al igual que las que daban al pasillo, y la habitación se llenó del cálido y dulce aire procedente de los jardines. Esperaba que la suave brisa me animara, ante la gran cantidad de trabajo que tenía por delante. Pero solo me sirvió para distraerme y hacerme desear estar en cualquier otro sitio que no fuera allí, anclada a mi escritorio.

Suspiré y me apoyé en el respaldo de la silla, dejando caer la cabeza hacia atrás.

—Anne.

—¿Sí, señorita? —respondió mi primera doncella, desde el rincón donde estaba cosiendo. Sin mirar, supe que Mary y Lucy, mis otras dos doncellas, habían levantado la vista, esperando la ocasión de poder atenderme.

—Te ordeno que me digas qué te parece que puede significar este informe —dije, señalando con desgana un listado detallado de datos estadísticos militares que tenía delante. Era una tarea pensada como prueba para todas las chicas de la Élite, pero yo no podía concentrarme.

Mis tres sirvientas se rieron, probablemente por lo ridículo de mi orden, y por el simple hecho de que accediera a darles órdenes por fin. Desde luego, las dotes de mando no eran uno de mis puntos fuertes.

—Lo siento, señorita, pero creo que eso se escapa a mis competencias —respondió Anne.

Aunque yo lo había dicho a modo de broma y su respuesta tenía el mismo tono jocoso, pude detectar un matiz de disculpa en su voz por no poder ayudarme.

—Está bien —dije, resignada, irguiendo la espalda—. Tendré que hacerlo yo sola. Sois un puñado de inútiles —bromeé—. Mañana pediré nuevas sirvientas. Y esta vez va en serio.

Todas soltaron unas risitas de nuevo, y me concentré de nuevo en los números. Tenía la impresión de que era un mal informe, pero no podía estar segura. Releí párrafos y gráficas, frunciendo el ceño y mordiendo el lápiz mientras intentaba concentrarme.

Oí que Lucy se reía disimuladamente, y levanté la cabeza para ver qué era lo que tanto le divertía. Seguí sus ojos hasta la puerta y, allí, apoyado contra el marco, estaba Maxon.

—¡Me has delatado! —se quejó, dirigiéndose a Lucy, que seguía con su risita traviesa.

Eché la silla atrás y me lancé a sus brazos.

—¡Me has leído la mente!

—¿Ah, sí?

—Por favor, dime que podemos salir. Aunque solo sea un ratito.

Él sonrió.

—Tengo veinte minutos. Luego debo volver.

Tiré de él hacia el pasillo, entre el parloteo excitado de mis doncellas. Estaba claro que los jardines se habían convertido en nuestro lugar de encuentro preferido. Prácticamente cada vez que teníamos ocasión de estar solos, íbamos allí. Era todo lo contrario a mis encuentros con Aspen, escondidos en la minúscula casita del árbol de mi patio trasero, el único lugar donde podíamos estar juntos sin que nos vieran. De pronto me pregunté si estaría por ahí, oculto entre los numerosos guardias del palacio, observando mientras Maxon me cogía de la mano.

—¿Qué es esto? —preguntó él, acariciándome la punta de los dedos al caminar.

—Callos. Son de presionar las cuerdas del violín durante cuatro horas al día.

—No me había dado cuenta hasta ahora.

—¿Te molestan? —de las seis chicas que quedaban yo era la de la casta más baja, y dudaba que ninguna de ellas tuviera unas manos como las mías.

Maxon se detuvo y se llevó mi mano a la boca, besándome las puntas de los dedos.

—Al contrario. Me parecen hasta bonitos —dijo. Sentí que me ruborizaba—. He visto el mundo (es cierto, en su mayor parte a través de un cristal antibalas, o desde la torre de algún castillo antiguo), pero lo he visto. Y tengo acceso a las respuestas de mil preguntas. Pero esta manita… —me miró a los ojos—. Esta manita crea sonidos que no se pueden comparar con nada de lo que haya oído antes. A veces creo que el día que tocaste el violín no fue más que un sueño; fue precioso. Estos callos son la prueba de que fue de verdad.

En ocasiones me hablaba de un modo tan romántico, tan conmovedor, que resultaba difícil de creer. Pero aunque aquellas palabras me llegaban al corazón, nunca estaba completamente segura de poder confiar en ellas. ¿Cómo podía saber que no les decía esas cosas tan dulces también a las otras chicas? Tuve que cambiar de tema.

—¿De verdad tienes la respuesta a mil preguntas?

—Por supuesto. Pregúntame lo que quieras. Si no sé la respuesta, sabré dónde encontrarla.

—¿Cualquier cosa?

—Cualquier cosa.

Era difícil pensar en alguna pregunta allí mismo, y mucho más en algo que le pillara desprevenido, que era lo que yo pretendía. Tardé un momento en pensar en las cosas que más curiosidad me suscitaban cuando era niña. En cómo volaban los aviones. En cómo era Estados Unidos. En cómo funcionaban los pequeños reproductores de música que usaban las castas más altas.

Y entonces se me ocurrió.

—¿Qué es Halloween?

—¿Halloween?

Era evidente que nunca había oído hablar de ello. No me sorprendía. Yo solo había visto aquella palabra en un viejo libro de historia de mis padres. El libro estaba desgastado hasta el punto de que tenía partes ilegibles, páginas arrancadas o destruidas. Aun así, siempre me había fascinado que mencionara una fiesta de la que no sabíamos nada.

—Ya no estás tan seguro, ¿eh, su «listeza real»? —le pinché.

Puso una cara que dejaba claro que su malhumor era fingido. Miró el reloj y tomó aliento.

—Ven conmigo. Tenemos que darnos prisa —dijo, agarrándome de la mano y echando a correr.

Trastabillé un poco con mis zapatos, que eran de tacón bajo, pero conseguí seguirle. Me llevaba a la parte trasera del palacio. Sonreía con ganas. Me encantaba ver aquella versión despreocupada de Maxon; con demasiada frecuencia se ponía muy serio.

—Caballeros —saludó, cuando pasamos corriendo junto a los guardias de la puerta.

Conseguí llegar a mitad del pasillo, pero ya no podía más con aquellos zapatos.

—¡Maxon, para! —dije, jadeando—. ¡No puedo seguirte!

—Venga, venga, esto te va a encantar —insistió, tirándome del brazo mientras yo bajaba el ritmo. Por fin paró él también, pero estaba claro que deseaba ir más rápido.

Nos dirigimos hacia el pasillo norte, cerca de la zona donde se grababa el Report de cada semana, pero antes de llegar allí nos metimos en una escalera. Subimos y subimos. No podía contener más mi curiosidad.

—¿Dónde vamos?

Se giró y me miró, poniéndose serio de pronto.

—Tienes que jurarme que nunca revelarás la existencia de esta salita. Solo unos cuantos miembros de la familia y un puñado de guardias saben que existe.

—Por supuesto —prometí, más que intrigada.

Llegamos al final de las escaleras. Maxon me abrió la puerta. Volvió a cogerme de la mano y me llevó por el pasillo. Se detuvo frente a una pared que estaba cubierta en su mayor parte por un cuadro imponente. Miró hacia atrás para asegurarse de que no había nadie y luego metió la mano tras el marco, por el extremo más alejado. Oí un ruidito y la pintura giró hacia nosotros.

Me quedé sin aliento. Maxon sonrió.

Tras la pintura había una puerta que no llegaba al suelo y que tenía un pequeño teclado, como el de un teléfono. Maxon marcó unos números y se oyó un leve pitido. Giró la manilla y se volvió hacia mí.

—Déjame que te ayude. El escalón es bastante alto —dijo. Me dio la mano y me hizo pasar delante.

Me quedé de piedra.

La sala, sin ventanas, estaba cubierta de estanterías llenas de lo que parecían ser libros antiguos. Dos de los estantes contenían libros con curiosas líneas diagonales rojas en los lomos, y vi un enorme atlas apoyado en una pared, abierto por una página que mostraba el contorno de un país desconocido para mí. En el centro había una mesa con unos cuantos libros que parecían haberse usado recientemente, y que habían dejado allí para tenerlos más a mano. Y por fin, empotrada en una de las paredes, había una gran pantalla que parecía un televisor.

—¿Qué significan las bandas diagonales? —pregunté, intrigada.

—Son libros prohibidos. Por lo que yo sé, deben de ser los únicos ejemplares que quedan en Illéa.

Me giré hacia él, preguntando con la mirada lo que no me atrevía a decir en voz alta.

—Sí, puedes mirarlos —dijo, con un tono que dejaba claro que no le gustaba la idea, pero que tenía claro que se lo iba a pedir.

Cogí uno de los libros con cuidado, aterrada ante la posibilidad de que pudiera destruir sin querer un tesoro único. Hojeé las páginas, pero acabé dejándolo en su sitio inmediatamente. Estaba demasiado impresionada.

Me giré y me encontré a Maxon tecleando en algo que parecía una máquina de escribir plana unida a una pantalla.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Un ordenador. ¿Nunca has visto uno?

Sacudí al cabeza. Maxon no se mostró demasiado sorprendido.

—Ya no queda mucha gente que los tenga. Este está programado específicamente para la información contenida en esta sala. Si hay algo sobre Halloween, nos dirá dónde está.

No estaba muy segura de entender lo que me decía, pero no le pedí explicaciones. Al cabo de unos segundos, su búsqueda produjo una lista de tres puntos en la pantalla.

—Oh, excelente —exclamó—. Espera aquí.

Me quedé junto a la mesa, mientras Maxon buscaba los tres libros que nos revelarían lo que era Halloween. Esperaba que no fuera alguna estupidez y que el esfuerzo no fuera en balde.

El primer libro definía Halloween como una fiesta celta que marcaba el final del verano. Para no demorar más la búsqueda, no quise mencionar que no tenía ni idea de lo que significaba «celta». Decía que creían que en Halloween los espíritus entraban y salían de este mundo, y que la gente se disfrazaba para ahuyentar a los malos. Más tarde se convirtió en una fiesta secular, sobre todo para niños, que se disfrazaban e iban por sus pueblos cantando canciones y recibiendo dulces como recompensa, lo que dio pie a la frase «truco o trato», ya que hacían un truco para conseguir el trato y llevarse los dulces.

El segundo libro lo definía como algo similar, solo que mencionaba las calabazas y el cristianismo.

—Este será el más interesante —afirmó Maxon, hojeando un libro mucho más fino que los otros y escrito a mano.

—¿Y eso? —pregunté, acercándome para ver mejor.

—Este, Lady America, es uno de los volúmenes de los diarios personales de Gregory Illéa.

—¿Qué? —exclamé—. ¿Puedo tocarlo?

—Primero déjame que encuentre la página que estamos buscando. ¡Mira, incluso hay una foto!

Y allí, como un espejismo, vi una imagen de un pasado desconocido que mostraba a Gregory Illéa con expresión seria, un traje impecable y una postura rígida. Era curioso, pero su pose me recordaba mucho al rey y a Maxon. A su lado, una mujer esbozaba una sonrisa a la cámara. Había algo en su rostro que daba a entender que en otro tiempo debía de haber sido preciosa, pero sus ojos habían perdido el brillo. Parecía cansada. A los lados de la pareja había tres personas más. La primera era una chica adolescente, guapa y llena de vida, que sonreía con ganas, con un vestido ampuloso y una corona. ¡Qué gracia! Iba disfrazada de princesa. Y luego había dos chicos, uno algo más alto que el otro, y ambos vestidos de personajes que no reconocí. Parecían estar a punto de hacer alguna travesura. Bajo la imagen había un comentario sorprendente, escrito de puño y letra del propio Gregory Illéa:

Este año los niños han celebrado Halloween con una fiesta. Supongo que es una forma de olvidar lo que pasa a su alrededor, pero a mí me parece frívolo. Somos una de las pocas familias que quedan que tienen dinero para hacer algo festivo, pero este juego de niños me parece tirar el dinero.

—¿Crees que ese es el motivo de que ya no lo celebremos? ¿Porque es tirar el dinero? —le pregunté.

—Podría ser. Por la fecha, esto fue justo después de que los Estados Americanos de China empezaran a contraatacar, justo antes de la Cuarta Guerra Mundial. En aquella época, la mayoría de la gente no tenía nada. Imagínate todo un país de Sietes y un puñado de Doses.

—Vaya —dije, intentando imaginar cómo sería un país así, destrozado por la guerra, intentando recomponerse. Era increíble.

—¿Cuántos diarios como ese hay?

Maxon señaló en dirección a un estante con una serie de volúmenes similares al que teníamos en las manos.

—Una docena, más o menos.

No podía creérmelo. ¡Toda esa historia en una sola sala!

—Gracias —dije—. Es algo que nunca habría soñado ver. No me puedo creer que exista todo esto.

Él estaba pletórico.

—¿Te gustaría leer el resto? —ofreció, indicando el diario.

—¡Sí, claro! —exclamé, casi gritando de la emoción—. Pero no me puedo quedar; tengo que acabar de repasar ese rollo de informe. Y tú tienes que volver al trabajo.

—Es verdad. Bueno, a ver qué te parece esto: te llevas el libro y me lo devuelves dentro de unos días.

—¿Eso se puede hacer? —pregunté, anonadada.

—No —respondió él, sonriendo.

Vacilé, asustada al pensar en el valor de lo que tenía en las manos. ¿Y si lo perdía? ¿Y si lo estropeaba? Seguro que él estaba pensando lo mismo. Pero nunca más tendría una oportunidad como aquella. Podía hacer un esfuerzo especial por ser cuidadosa. Aquello lo merecía.

—Vale. Solo un día o dos, y luego te lo devuelvo.

—Escóndelo bien.

Y eso hice. Era más que un libro lo que me jugaba; era la confianza de Maxon. Lo metí en el hueco del taburete de mi piano, bajo un montón de partituras. Era un sitio donde mis doncellas no limpiaban nunca. Las únicas manos que lo tocarían serían las mías.