Capítulo 11

El parte lo dieron en el pabellón hospitalario, al ser tantos los soldados que habíamos acabado allí.

—Nos parece un éxito que solo hayamos perdido a dos hombres esta noche —nos informó el comandante—. Teniendo en cuenta sus fuerzas, el hecho de que hayáis sobrevivido es una prueba de vuestro gran entrenamiento y de vuestras habilidades personales.

Hizo una pausa, quizás esperando que aplaudiéramos, pero estábamos demasiado abatidos para eso.

—Tenemos retenidos a veintitrés rebeldes, a quienes se les dictará sentencia tras el interrogatorio. Eso es fantástico. No obstante, me ha decepcionado el recuento de cadáveres —añadió mirándonos—. Diecisiete. Diecisiete rebeldes muertos.

Avery bajó la cabeza. Ya me había confesado que dos de ellos eran cosa suya.

—No debéis matar a menos que vosotros mismos u otro guardia esté siendo amenazado directamente, o si veis a un rebelde atacando a un miembro de la familia real. Necesitamos a esta escoria viva, para interrogarla.

Oí unos cuantos murmullos apagados por el pabellón. Aquella era una orden que no me gustaba. Podíamos acabar mucho más rápido con el asunto simplemente eliminando a los rebeldes que entraban en palacio. Pero el rey quería respuestas, y corría el rumor de que tenía sus propios métodos para torturar a los rebeldes y sacarles información. Esperaba no llegar nunca a conocer aquellos métodos.

—Dicho esto, todos habéis hecho una labor excelente protegiendo el palacio y eliminando la amenaza. Salvo para los que tengan heridas graves, vuestros puestos serán los mismos que se os asignaron en un principio. Dormid todo lo que podáis y preparaos. Va a ser un día muy largo, tal como está el palacio.

El jefe de mayordomos había decidido que lo mejor sería que la familia real y la Élite trabajaran fuera mientras el personal se ocupaba de volver a poner el palacio presentable. Las mujeres de la Federación Germánica y la familia real italiana iban a llegar dentro de unos días, por lo que las doncellas ya no daban abasto con los preparativos.

Entre el sol cegador, el agotamiento y mi uniforme almidonado, ya me sentía incómodo. Eso, sumado al terrible dolor de la herida de la cabeza, a las magulladuras ocultas del cuello y a un porrazo que ni recordaba haber recibido en la pierna, hacía que me sintiera fatal.

Lo único bueno de aquel día era que, tal como habían montado las cosas, podía estar cerca de America. La miré, sentada junto a Kriss, planificando el evento. Aparte de con Celeste, nunca había visto a America disgustada con ninguna otra de las chicas, pero su lenguaje corporal me hacía pensar que estaba molesta con Kriss. Esta, no obstante, parecía del todo ajena a su enfado, charlando tranquilamente con America y lanzando miradas a Maxon una y otra vez. Me preocupó un poco que America siguiera la mirada de Kriss, pero dudaba de que sus sentimientos hubieran cambiado. ¿Cómo podía siquiera mirar al príncipe y no acordarse de los gritos de Marlee?

Por las carpas y las mesas dispuestas por el césped daba casi la impresión de que la familia real estuviera celebrando una fiesta al aire libre. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no podría haber imaginado siquiera que el palacio había sido atacado. Allí, todo el mundo solía olvidarse enseguida de los ataques y seguía con su vida.

No tenía ni idea de si aquello era porque pensar demasiado en los ataques no hacía más que volverlos mucho más aterradores, o si era porque simplemente no tenían tiempo para ello. Se me ocurrió pensar que si la familia real se parara a pensar detenidamente en los ataques, quizás encontrarían un modo mejor de evitarlos.

—No sé ni por qué me preocupo siquiera —dijo el rey, levantando la voz un poco más de lo necesario. Le entregó un papel a alguien y le dio una orden en voz baja—. Borra las anotaciones que ha hecho Maxon al margen: no hacen más que distraer.

Las palabras llegaban a mis oídos, pero mi vista estaba fija en la de America. Me miró atentamente. Estaba claro que le preocupaba el vendaje de mi cabeza y mi cojera. Le guiñé el ojo, esperando que así se calmara. No estaba seguro de poder aguantar todo un día de guardia y luego cambiarle el turno a alguien para vigilar frente a su puerta por la noche, pero si aquel era el único modo para…

—¡Rebeldes! ¡Corran!

Me giré hacia las puertas de palacio, seguro de que alguien se habría confundido.

—¿Qué? —respondió Markson.

—¡Rebeldes! ¡Dentro del palacio! —gritó Lodge—. ¡Vienen hacia aquí!

Vi que la reina se ponía en pie de un salto y echaba a correr hacia el lateral del palacio, en dirección a una entrada secreta, protegida por sus doncellas.

El rey agarró a toda velocidad sus papeles. Yo, en su lugar, me habría preocupado más de salvar el cuello que no de perder información, fuera lo que fuera lo que decían aquellos documentos.

America se había quedado inmóvil en su silla. Di un paso adelante para sacarla de allí, pero Maxon se me adelantó y me colocó a Kriss entre los brazos.

—¡Corre! —me gritó. Yo dudé, pensando en America—. ¡Corre!

Hice lo que tenía que hacer y salí corriendo de allí, mientras Kriss no dejaba de llamar a Maxon. Décimas de segundo más tarde, oí disparos y vi una marabunta de personas saliendo del palacio, soldados y rebeldes mezclados.

—¡Tanner! —grité, viendo que se dirigía hacia la refriega y cortándole el paso. Le coloqué a Kriss entre los brazos—. Sigue a la reina.

Obedeció sin preguntar. Di media vuelta en busca de Mer.

—¡America! ¡No! ¡Vuelve! —gritó Maxon.

Vi hacia donde miraba y la localicé corriendo desesperadamente hacia el bosque, con los rebeldes pisándole los talones.

No.

El ruido rítmico de los disparos de los guardias acentuaba su carrera, acelerada y peligrosa. Los rebeldes estaban a punto de atraparla, cargados con bolsas llenas. Parecían más jóvenes y más en forma que el grupo de la noche anterior. Me pregunté si serían sus hijos, intentando acabar lo que habían empezado sus padres.

Saqué la pistola y apunté. Tenía en el punto de mira la nuca de un rebelde. Disparé tres tiros rápidos, pero el tipo trazó un zigzag y desapareció tras un árbol, de modo que no le di.

Maxon dio unos pasos desesperados en dirección al bosque, pero su padre le agarró antes de que llegara muy lejos.

—¡Agáchate! —gritó Maxon, zafándose de la mano de su padre—. ¡Vais a darle a ella! ¡Alto el fuego!

Aunque America no era miembro de la familia real, dudaba de que a nadie le importara si matábamos a aquellos rebeldes sin pensárnoslo. Corrí hacia delante, volví a apuntar y disparé dos veces. Nada.

Maxon me agarró por el cuello de la guerrera.

—¡He dicho que alto el fuego!

Aunque yo era cinco o seis centímetros más alto que él, y siempre lo había tenido por un cobarde, la rabia que vi en sus ojos exigía respeto.

—Perdóneme, señor.

Me soltó de un empujón, se giró y se pasó la mano por el cabello. Nunca le había visto tan tenso. Me recordó a su padre cuando estaba a punto de estallar.

Todo lo que él dejaba ver por fuera, yo lo sentía por dentro. Una de las chicas de su Élite se había ido; la única chica a la que yo había amado había desaparecido. No sabía si podría escapar de los rebeldes o encontrar un escondrijo. Tenía el corazón acelerado por el miedo y, al mismo tiempo, estaba desesperanzado.

Le había prometido a May que no permitiría que nadie le hiciera daño. Y no había cumplido mi promesa.

Miré hacia atrás, sin saber muy bien qué esperaba ver. Las chicas y el personal se habían puesto a salvo. Allí no quedaba nadie más que el príncipe, el rey y una docena de guardias.

Por fin Maxon levantó la vista y nos miró. Su expresión me recordó a la de un animal enjaulado.

—Id a por ella. ¡Rápido! —gritó.

Me planteé salir corriendo hacia el bosque; quería llegar hasta America antes que nadie. Pero ¿cómo la encontraría?

Markson dio un paso adelante:

—Venga, chicos, vamos a organizarnos —propuso, y le seguimos hacia el campo.

Caminaba con dificultad, pero intenté calmarme. Tenía que estar más despierto que nunca. «Vamos a encontrarla —me prometí—. Es más dura de lo que nadie se imagina».

—Maxon, ve con tu madre —oí que ordenaba el rey.

—No lo dirás en serio. ¿Cómo voy a quedarme sentado en algún refugio mientras America está desaparecida? Podría estar muerta —respondió.

Me giré y le vi arqueando el cuerpo, con náuseas, a punto de vomitar solo de pensarlo.

El rey le puso derecho, agarrándolo firmemente por los hombros y sacudiéndolo.

—Recobra la compostura. Te necesitamos seguro. Vete. Ya.

Maxon apretó los puños y flexionó ligeramente los codos. Por un momento, incluso me pareció capaz de soltarle un puñetazo a su padre.

Quizá no fuera cosa mía, pero estaba seguro de que el rey podía hacer picadillo a Maxon si quería. Y no deseaba que el tipo muriera allí mismo.

Tras respirar con fuerza unas cuantas veces, Maxon se liberó del agarre de su padre y entró en palacio de mala gana.

Volví a mirar adelante, esperando que el rey no se hubiera dado cuenta de que alguien los había observado. Cada vez estaba más seguro de que el rey estaba insatisfecho con su hijo. Después de aquello, no podía dejar de pensar que la cosa iba mucho más allá de unas notas al margen mal puestas en un documento.

¿Por qué alguien tan preocupado por la seguridad de su hijo iba a mostrarse tan… agresivo con él?

Llegué a la altura del resto de los soldados justo cuando Markson empezaba a hablar:

—¿Alguno conoce bien este bosque?

Todos guardamos silencio.

—Es muy grande, y nada más entrar se ensancha muchísimo, como veis. Los muros del palacio se extienden más de cien metros y se unen atrás, pero el situado en la parte más alejada del bosque está algo abandonado. A los rebeldes no les costaría demasiado llegar a un tramo en mal estado, especialmente teniendo en cuenta lo poco que les ha llevado pasar por los tramos más seguros de delante.

Estupendo.

—Vamos a extendernos en línea y a caminar despacio. Buscad huellas, cosas que se les hayan caído, ramas rotas, cualquier cosa que pueda indicarnos dónde se la han llevado. Si oscurece, volveremos a buscar linternas y hombres de refresco —dijo mirándonos a todos—. No quiero volver con las manos vacías. Vamos a traer a la señorita, viva o muerta. No vamos a dejar al rey y al príncipe sin respuestas esta noche. ¿Me entendéis?

—Sí, señor —grité, y los demás me siguieron.

—Bien. Adelante.

No habíamos avanzado más que unos metros cuando Markson levantó una mano, haciéndome parar.

—Cojea bastante, Leger. ¿Está seguro de que puede hacer esto?

El corazón se me detuvo por un momento. Me imaginé explotando de cólera, como Maxon. Por nada del mundo iba a quedarme atrás.

—Estoy perfectamente, señor —le aseguré.

Markson me repasó con la mirada otra vez.

—Para esto necesitamos un equipo fuerte. Quizá debería quedarse atrás.

—No, señor —respondí enseguida—. Nunca he desobedecido una orden, señor. No me obligue a hacerlo ahora.

Mi expresión era de lo más seria. Seguro que vio en mis ojos que estaba decidido a ir. Esbozó una sonrisa, asintió y emprendió el camino hacia los árboles.

—Bien. Pues vamos.

Era como si todo avanzara a cámara lenta. Llamábamos a America, y nos parábamos a escuchar a la espera de alguna respuesta. Sin embargo, cuando oíamos algo, lo que, al principio, parecía una voz no era más que el rumor de la brisa. De vez en cuando, alguien encontraba una huella, pero la tierra estaba tan seca que el rastro desaparecía dos pasos más allá. Eso no nos hacía más que perder el tiempo. Dos veces encontramos jirones de tela en unas ramas bajas, pero nada encajaba con lo que America llevaba puesto. Lo peor fueron las gotas de sangre que encontramos. Nos detuvimos casi una hora para mirar entre cada árbol, para explorar cada piedra a la que podía dársele la vuelta.

Iba a anochecer. Muy pronto no tendríamos luz.

Los demás siguieron adelante, pero yo me detuve un minuto. En cualquier otra situación, aquel lugar, en aquel momento de la noche, me habría parecido bonito. La luz se filtraba, casi como si no fuera del sol, sino algo espectral. Los árboles extendían sus ramas unos hacia otros, como si buscaran compañía desesperadamente. El bosque presentaba un aspecto misterioso.

Debía prepararme ante la posibilidad de tener que salir de allí sin ella. O, peor aún, con su cadáver en los brazos. Aquella idea me resultaba insoportable. ¿Por qué iba a luchar en este mundo más que por ella?

Intenté buscar algo positivo. Pero lo único positivo que tenía era ella.

Reprimí las lágrimas y saqué fuerzas de flaqueza. Tenía que seguir luchando.

—Aseguraos de mirar por todas partes —nos recordó Markson—. Si la han matado, puede que la hayan colgado o que hayan intentado enterrarla. Fijaos bien.

Sus palabras me revolvieron el estómago de nuevo, pero realicé un esfuerzo por no hacer caso.

—¡Lady America! —grité.

—¡Estoy aquí!

Agucé el oído, incrédulo.

—¡Por aquí!

América apareció corriendo hacia mí, descalza y sucia. Enfundé el arma para abrirle los brazos.

—Gracias a Dios. —Suspiré. Quería besarla allí mismo. Pero respiraba entre mis brazos; tendría que conformarme con eso—. ¡La tengo! ¡Está viva! —les grité a los demás.

Poco a poco, nos fueron rodeando un buen número de hombres uniformados.

Temblaba un poco. Era evidente que todo aquello la había impresionado.

Cojo o no, la tenía entre mis brazos. La acerqué a mi cuerpo y ella me puso las manos tras la cabeza.

—Estaba aterrado, pensando que encontraríamos tu cadáver en algún sitio —confesé—. ¿Estás herida?

—Solo tengo rasguños en las piernas.

Miré hacia abajo; tenía algún corte con sangre. Con todo, habíamos tenido suerte.

Markson se detuvo frente a nosotros, intentando contener su alegría por haberla encontrado.

—Lady America, ¿está bien?

—Solo tengo unos rasguños en las piernas.

—¿Han intentado hacerle daño?

—No. No llegaron a pillarme.

«Esa es mi chica», pensé.

Al oír aquello, todos parecían sorprendidos y encantados, pero Markson era, con mucho, el más contento de todos.

—Ninguna de las otras chicas podría haber escapado corriendo, supongo.

América resopló y sonrió.

—Ninguna de las otras chicas es una Cinco.

Yo me reí, y oí que los demás también lo hacían. No toda la experiencia de las castas bajas resultaba inútil.

—Ahí tiene razón —concedió Markson, dándome una palmada en la espalda sin dejar de mirar a America—. Volvamos a palacio —añadió, y gritó algunas órdenes más.

—Sé que eres lista y que corres mucho, pero me has dado un susto de muerte —le dije cuando nos pusimos en marcha.

—Le he mentido al oficial —me respondió ella al oído.

—¿Qué quieres decir?

—Que sí llegaron a alcanzarme.

Me la quedé mirando, preguntándome qué le habría pasado para que no quisiera confesarlo delante de los demás.

—No me hicieron nada, pero una chica me vio. Me hizo una reverencia y salió corriendo.

Sentí alivio. Luego confusión.

—¿Una reverencia?

—A mí también me sorprendió. No parecía enfadada y no se mostró amenazante. De hecho, parecía una chica normal. —Hizo una pausa y luego añadió—: Llevaba libros. Muchos.

—Parece que eso ocurre a menudo —le dije—. No tenemos ni idea de para qué los utilizan. Supongo que los usarán para hacer fuego. Tal vez donde viven pasen frío.

Cada vez parecía más claro que los rebeldes simplemente querían acabar con todo lo que tenía el palacio: sus obras de arte, sus muros e incluso la sensación de seguridad; llevarse las preciadas posesiones del rey como combustible parecía un gran gesto de desprecio hacia la monarquía.

Si no hubiera visto en primera persona lo crueles que podían ser, me habría parecido gracioso.

Los otros estaban tan cerca que nos mantuvimos en silencio el resto del camino, pero la caminata me pareció mucho más corta con America tan cerca. Ojalá hubiera sido más larga. Después de aquello, no quería tenerla en ningún sitio donde no pudiera verla.

—Los próximos días puede que esté muy ocupado, pero intentaré ir a verte pronto —susurré en cuanto tuvimos el palacio a la vista. Ahora tendría que devolvérsela a ellos.

—De acuerdo —respondió acercándose.

—Llévela a ver al doctor Ashlar, Leger, y luego puede retirarse. Buen trabajo —dijo Markson, dándome una nueva palada en la espalda.

Los pasillos aún estaban llenos de personal limpiando los destrozos del primer ataque; las enfermeras se dieron tanta prisa cuando llegamos al pabellón hospitalario que no pude volver a hablar con America. Pero, en el momento en que la tendía en la cama, observando su vestido hecho jirones y los cortes de sus piernas, no pude evitar pensar que todo aquello era culpa mía. Si volvía atrás, hasta el principio, no me quedaba duda. Tenía que hacer algo para arreglarlo.

America estaba durmiendo cuando me colé de nuevo en el pabellón hospitalario, entrada la noche. Estaba más limpia, pero su expresión parecía de preocupación, incluso durmiendo.

—Hola, Mer —susurré rodeando su cama.

No se movió. No me atreví a sentarme, aunque pudiera usar la excusa de haber ido a ver cómo estaba la chica a la que había rescatado. Me quedé de pie, con mi uniforme recién planchado, que me quitaría en cuanto hubiera entregado mi mensaje.

Alargué la mano para tocarla, pero luego la retiré. Miré su rostro somnoliento y hablé.

—Yo… he venido a decirte que lo siento. Por lo de hoy, quiero decir. —Cogí aire—. Debería haber salido detrás de ti. Tendría que haberte protegido. No lo hice, y pudiste haber muerto.

Ella fruncía y relajaba los labios en sueños.

—La verdad es que hay muchas otras cosas que siento —admití—. Siento haberme enfadado en la casa del árbol. Siento haberte dicho que enviaras aquel estúpido formulario. Es que siempre creo… —Tragué saliva—. Creo que quizá tú seas la única persona para quien puedo hacer bien las cosas. No pude salvar a mi padre. No pude proteger a Jemmy. Apenas puedo mantener a mi familia a flote… Pensé que debía darte la oportunidad de conseguir una vida mejor, mejor que la que tendrías conmigo. Y me convencí de que aquel era el modo correcto de amarte.

La observé, deseando tener el valor de confesarle todo aquello cuando estuviera despierta, cuando pudiera decirme lo mucho que me había equivocado.

—No sé si podré arreglarlo, Mer. No sé si alguna vez volveremos a estar como antes. Pero no dejaré de intentarlo. Es a ti a quien amo —dije, encogiéndome de hombros—. Eres la única persona por la que quiero luchar.

Había mucho más que decir, pero oí que la puerta del pabellón se abría. Incluso a oscuras, el traje de Maxon resultaba inconfundible. Me puse a caminar, alejándome de allí con la mirada gacha, como si estuviera de ronda.

No se fijó en mí; apenas me vio mientras se acercaba a la cama de America. Le observé coger una silla y colocarse a su lado.

No pude evitar sentirme celoso. Desde el primer día, en el apartamento de su hermano, desde el mismo momento en que supe lo que sentía por America, me había visto obligado a quererla desde lejos. Pero Maxon podía sentarse a su lado, tocarle la mano, y la diferencia entre sus castas no importaba.

Me detuve junto a la puerta y miré. La Selección había desgastado el hilo que nos unía a America y a mí. Y Maxon era un filo cortante, capaz de cortarlo del todo si se acercaba demasiado. Lo que no sabía muy bien era hasta dónde ella le dejaría acercarse.

Lo único que podía hacer era esperar y darle a America el tiempo que parecía necesitar. La verdad era que todos lo necesitábamos. El tiempo era lo único que podría arreglarlo todo.