Mirar a la pared dejó de resultar interesante más o menos a la media hora de guardia. Ya era más de medianoche, y lo único que podía hacer era contar las horas hasta el alba. Pero al menos mi aburrimiento suponía que America estaba a salvo.
El día había transcurrido sin ningún hecho destacable, salvo la confirmación de los visitantes que iban a venir.
Mujeres. Muchas mujeres.
En parte, aquella noticia me animaba. Las damas que acudían a palacio solían ser menos agresivas físicamente. Pero con sus palabras podían provocar guerras, si no usaban el tono correcto.
Los miembros de la Federación Germánica eran viejos amigos, así que en cuestión de seguridad aquello contaba a nuestro favor.
Los italianos eran impredecibles.
Llevaba toda la noche pensando en America, preguntándome qué significaba aquella aparición suya en el Report. Aunque no estaba seguro de querer preguntárselo. Dejaría que fuera ella quien decidiera. Si tenía ocasión y quería explicármelo, la escucharía. Ahora mismo tendría que concentrarse en lo que se le venía encima. Cuanto más tiempo se quedara en palacio, más tiempo la tendría a mi lado.
Eché los hombros atrás e hice crujir los huesos. Ya solo me quedaban unas horas. Me enderecé y descubrí un par de ojos azules que asomaban por el borde del pasillo.
—¿Lucy?
—Hola —respondió ella, saliendo al descubierto.
Tras ella iba Mary, con una cestita en el brazo cubierta con un paño.
—¿Os ha llamado Lady America? ¿Pasa algo? —pregunté, echando mano de la manilla para abrirles la puerta.
Lucy se puso una mano sobre el pecho en un gesto delicado, aparentemente nerviosa.
—Oh, no, todo está bien. Hemos venido a ver si estabas tú.
Eché la mano atrás e hice una mueca de sorpresa.
—Bueno, sí, claro que estoy. ¿Necesitáis algo?
Ellas se miraron la una a la otra. Fue Mary la que habló:
—Nos hemos dado cuenta de que estos últimos días has hecho muchos turnos. Hemos pensado que quizá tendrías hambre —dijo, retirando el trapo y dejando al descubierto un pequeño surtido de bollos, pastas y pan, probablemente restos de los preparativos para el desayuno.
Esbocé una sonrisa.
—Es un detalle por vuestra parte, pero, en primer lugar, no puedo comer cuando estoy de servicio, y en segundo, habréis observado que estoy bastante fuerte. —Flexioné el brazo y ellas soltaron una risita—. Puedo cuidarme.
Lucy ladeó la cabeza.
—Ya sabemos que eres fuerte, pero aceptar ayuda también es de fuertes.
Sus palabras casi me dejan sin aliento. Ojalá alguien me hubiera dicho aquello meses atrás. Me podría haber ahorrado mucho dolor.
Las miré a los ojos. Tenían una expresión parecida a la de America aquella última noche en la casa del árbol: cálida, esperanzada, ansiosa. Fijé la vista en la cesta de comida. ¿De verdad iba a seguir apartando de mi lado a la gente que me hacía sentir bien?
—Bueno, pero con una condición: si viene alguien, me habéis reducido por la fuerza y me habéis obligado a comer. ¿De acuerdo?
Mary sonrió y me tendió la cesta.
—De acuerdo.
Cogí un trozo de bollo de canela y le di un bocado.
—Vosotras también vais a comer, ¿no? —pregunté mientras masticaba.
Lucy dio unas palmaditas de emoción y rápidamente echó mano a la cesta. Mary enseguida hizo lo mismo.
—Bueno, ¿y qué técnicas de lucha usáis? —bromeé—. Quiero decir, que tenemos que asegurarnos de que nuestras coartadas encajan.
Lucy se rio tapándose la boca.
—Pues la verdad es que eso no entra dentro de nuestras competencias.
Fingí asombro.
—¿Cómo? Esto aquí es muy importante. Limpiar, servir y combatir cuerpo a cuerpo.
Ellas siguieron comiendo, conteniendo una risita.
—Lo digo en serio. ¿Quién es vuestro jefe? Le voy a escribir una carta.
—Se lo comentaremos a la jefa de doncellas por la mañana —prometió Mary.
—Bien. —Di un bocado y sacudí la cabeza, haciéndome el ofendido.
Mary tragó un bocado.
—Eres muy divertido, soldado Leger.
—Aspen.
Ella volvió a sonreír.
—Aspen. ¿Piensas seguir aquí cuando acabes el periodo de servicio en palacio? Estoy segura de que, si lo solicitas, te darán el puesto de guardia permanente.
Ahora que era un Dos, tenía claro que quería seguir siendo soldado…, pero ¿en palacio?
—No lo creo. Mi familia está en Carolina, así que intentaré pedir el traslado allí.
—Es una pena —murmuró Lucy.
—Es pronto para ponerse triste. ¡Aún me quedan cuatro años!
—Es verdad —respondió ella con una sonrisa minúscula.
Pero estaba claro que aquello no la había tranquilizado. Recordé que Lucy me había dicho que la gente que era importante para ella siempre acababa yéndose de su lado. Me produjo una sensación agridulce pensar que, de algún modo, me había convertido en alguien importante para ella. Ella también me importaba, por supuesto. Igual que Anne y Mary. Pero la relación que tenía con ellas era casi exclusivamente a través de America. ¿Cómo era que me había convertido en alguien significativo en sus vidas?
—¿Tienes mucha familia? —me preguntó Lucy.
Asentí.
—Tres hermanos: Reed, Becken y Jemmy. Y tres hermanas: Kamber y Celia, que son gemelas, e Ivy, que es la más pequeña. Y mi madre.
Mary volvió a tapar la cesta.
—¿Y tu padre?
—Murió hace unos años.
Por fin había llegado a un punto en mi vida en que podía decirlo sin venirme abajo. Solía afectarme muchísimo, porque aún lo echaba de menos. Toda la familia lo añoraba. Pero tenía suerte. Algunos padres de las castas más bajas simplemente desaparecían, dejando atrás a sus familiares, que tenían que buscarse la vida o acababan hundiéndose en la miseria.
Mi padre no: había hecho todo lo que había podido por nosotros, hasta el final. Como éramos Seises, la vida siempre había sido dura, pero él nos mantenía a flote, nos permitió conservar cierto orgullo en lo que hacíamos y lo que éramos. Yo quería ser así.
La paga era mejor en palacio, pero podría ocuparme mejor de mi familia cuando estuviera más cerca de casa.
—Lo siento —dijo Lucy, en voz baja—. Mi madre también murió hace unos años.
Saber que Lucy había perdido a la persona más importante de su vida hizo que la viera de otro modo. Todo cuadraba un poco más.
—Nunca es lo mismo, ¿verdad?
Ella meneó la cabeza, con la vista fija en la moqueta.
—Pero, aun así, tenemos que buscar el lado bueno de las cosas.
Levantó la mirada y en su cara vi un leve rastro de esperanza. No pude evitar observarla detenidamente.
—Es gracioso que digas eso.
Ella miró a Mary y luego de nuevo a mí.
—¿Por qué?
Me encogí de hombros.
—No sé. —Me metí el último trozo de pan en la boca y me limpié las migas de los dedos—. Gracias por la comida, chicas, pero deberíais iros. No es muy seguro pasearse por el palacio de noche.
—Tienes razón —dijo Mary—. Y probablemente deberíamos estar practicando esas técnicas de lucha.
—Probad a echaros encima de Anne —le aconsejé—. Nunca subestiméis el factor sorpresa.
—No lo haremos —respondió, riéndose de nuevo—. Buenas noches, soldado Leger —añadió, y dio media vuelta para emprender el regreso.
—Esperad —les dije, y las dos se pararon. Señalé hacia la pared que ocultaba un pasaje secreto—. ¿Por qué no volvéis por ahí? Me sentiría mucho más tranquilo.
Ellas sonrieron.
—Por supuesto.
Mary y Lucy se despidieron saludando con la mano. Cuando llegaron a la pared y Mary empujó para abrir el pasaje, Lucy le susurró algo al oído. Mary asintió y se metió enseguida, pero ella volvió a mi lado.
Movía los dedos nerviosamente, con aquellos tics típicos en ella.
—No se… No se me da bien decir las cosas —reconoció, agitándose un poco—. Pero quería darte las gracias por portarte tan bien con nosotras.
—No es nada —dije yo, sacudiendo la cabeza.
—Para nosotras sí que lo es. —En sus ojos había una intensidad que no había visto hasta entonces—. Por mucho que las chicas de la lavandería o las de las cocinas nos digan la suerte que tenemos, no parece que sea tanta hasta que alguien te demuestra que te aprecia. Lady America lo hace, y ninguna de nosotras lo esperábamos. Pero tú también lo haces. Ambos sois amables, incluso sin proponéroslo. —Sonrió—. Solo quería decirte que para nosotras significa mucho. Quizá para Anne más que para nadie, pero ella nunca lo diría.
No sabía qué responder. Tras debatirme un momento, lo único que se me ocurrió fue:
—Gracias.
Lucy asintió y, sin saber qué más decir, se dirigió al pasaje.
—Buenas noches, señorita Lucy.
—Buenas noches, Aspen.
Cuando se marchó, la mente se me fue de nuevo a America. La había visto muy decaída, pero me preguntaba si tenía aluna idea de cómo afectaba su actitud a la gente que la rodeaba. Su padre tenía razón: era demasiado buena para aquel lugar.
Tendría que encontrar un momento para decirle lo mucho que, sin saberlo, estaba ayudando a la gente. De momento, esperaba que estuviera descansando, sin pensar en lo que fuera que…
De pronto, me giré al ver a tres mayordomos corriendo, uno de ellos tropezando. Fui al extremo del pasillo para ver de qué huían. Entonces sonó la sirena.
Era la primera vez que la oía, pero sabía lo que significaba: rebeldes.
Entré corriendo en la habitación de America. Si la gente estaba corriendo, quizá ya nos habíamos quedado atrás.
—¡Maldita sea! —murmuré. Tenía que vestirse enseguida.
—¿Eh? —dijo ella, adormilada.
Ropa. Tenía que encontrar su ropa.
—¡Levántate, Mer! ¿Dónde están tus malditos zapatos?
Ella retiró el edredón y bajó de la cama, metiendo los pies en los zapatos directamente.
—Aquí. Necesito mi bata —respondió, señalando, mientras se ajustaba los zapatos. Menos mal que entendía la urgencia de la situación.
Encontré la bata, hecha un ovillo a los pies de la cama, e intenté desenmarañarla.
—No te preocupes. Yo la llevo —dijo, cogiéndomela de las manos.
Salí corriendo hacia la puerta.
—Tienes que darte prisa. No sé lo cerca que están.
Asintió. Sentía la adrenalina corriendo por mis venas. Sabía que no era el momento, pero, aun así, tiré de ella, abrazándola en la oscuridad.
Apoyé mis labios contra los suyos, pasándole una mano por entre el cabello.
Aquello era una tontería. Enorme. Pero tenía que hacerlo. Me daba la sensación de que había pasado una eternidad desde la última vez que nos habíamos besado con aquella intensidad, y, aun así, fue algo de lo más natural. Sus labios eran cálidos y desprendían el sabor familiar de su piel. Bajo un suave aroma a vainilla, la olía también a ella, el olor natural de su cabello, sus pómulos y su cuello.
Me habría quedado allí toda la noche, y notaba que ella también, pero tenía que llevarla al refugio.
—Ahora vete —le ordené, empujándola hacia el pasillo.
Sin mirar atrás, doblé la esquina en busca de lo que fuera que me aguardara. Desenfundé la pistola, mirando en ambas direcciones, en busca de algo que estuviera fuera de lugar. Vi el vuelo de la falda de una doncella en el momento en que se metía en uno de los refugios. Esperaba que Lucy y Mary ya hubieran llegado junto a Anne, que las tres estuvieran ocultas en sus dependencias, lejos del peligro.
Distinguí el inconfundible ruido de disparos y me lancé por el pasillo hacia la escalera principal. Daba la impresión de que los rebeldes no habían pasado de la planta baja, así que me agazapé en la esquina de la pared, observando la curva de las escaleras, esperando.
Un momento más tarde, alguien subió las escaleras a la carera. Tardé menos de un segundo en identificar al hombre como un intruso. Apunté y disparé. Le di en el brazo. Con un gruñido, el rebelde cayó atrás, y vi que un guardia se lanzaba sobre él para capturarlo.
Un estruendo al otro lado del pasillo me dijo que los rebeldes habían encontrado la escalera lateral y que habían llegado hasta el primer piso.
—¡Si encontráis al rey, matadlo! ¡Llevaos todo lo que podáis! ¡Que sepan que hemos estado aquí! —gritó una voz.
Avancé lo más silencioso que pude hacia el origen de las voces, escondiéndome en las esquinas y escrutando el pasillo repetidamente. Una de las veces que miré atrás, vi a otros dos hombres de uniforme. Les indiqué con un gesto que fueran despacio. Cuando se acercaron, comprobé que eran Avery y Tanner. No podía haber pedido mejores refuerzos. Avery era un excelente tirador, y Tanner siempre lo daba todo, porque tenía más que perder que la mayoría de nosotros si las cosas salían mal.
Tanner era uno de los pocos soldados que se habían alistado ya casado. Nos repetía una y otra vez lo mucho que se quejaba su mujer de que llevara el anillo de boda en el pulgar, pero era el de su abuelo, y no tenía modo de reducir el tamaño. Le prometió que sería lo primero en lo que se gastaría el dinero cuando volviera a casa, junto con un anillo mejor para ella.
Su mujer era su America. Lo hacía todo por ella.
—¿Qué pasa? —susurró Avery.
—Creo que acabo de oír al cabecilla. Ha ordenado a sus hombres que maten al rey y que roben todo lo que puedan.
Tanner irguió el cuerpo, con la pistola preparada.
—Tenemos que encontrarlos y asegurarnos de que siguen recto y se alejan del refugio.
Asentí.
—Puede que sean demasiados para nosotros, pero, si pasamos desapercibidos, creo que…
En el otro extremo del pasillo se abrió una puerta con gran estruendo; un mayordomo salió corriendo, con dos rebeldes tras él. Era el mayordomo joven, el de la cocina. Estaba desesperado. Los rebeldes llevaban lo que parecían aperos de labranza, así que no podrían devolvernos los disparos.
Me giré, me puse en posición y apunté:
—¡Al suelo! —grité.
El mayordomo obedeció. Disparé. Di a uno de los rebeldes en la pierna. Avery le dio al otro, pero, intencionadamente o no, su disparo fue mucho más letal.
—Voy a reducirlos —apuntó Avery—. Encontrad al cabecilla.
Vi que el mayordomo se ponía en pie y se metía a toda prisa en un dormitorio, sin pensar en lo fácil que sería que entrara cualquiera. Necesitaba sentirse seguro tras una puerta.
Oí más disparos. Aquel ataque sería de los duros. La mente se me aceleró; se aguzaron los sentidos. Tenía una misión. Eso era lo único que importaba.
Tanner y yo subimos hasta la segunda planta, donde encontramos varias mesas tiradas, obras de arte por los suelos y plantas destrozadas. Un rebelde estaba pintando algo en la pared con una especie de pintura grumosa. Enseguida me situé tras él y le asesté un golpe en la nuca con la culata de la pistola. Cayó al suelo. Me agaché para comprobar si iba armado.
Un segundo más tarde se oyó una nueva andanada de disparos en el otro extremo del pasillo. Tanner me arrastró detrás de un sofá volcado en el suelo. Cuando el ruido cesó, asomamos la cabeza para hacer balance de los daños.
—Yo he contado seis —dijo.
—Yo también. Puedo ocuparme de dos, quizá de tres.
—Con eso bastará. Los que queden quizá salgan corriendo. O puede que tengan pistolas.
Miré alrededor. Cogí una esquirla de espejo roto, corté un trozo de la tapicería del sofá y lo envolví con ella.
—Usa esto si se acercan demasiado.
—Bien —respondió Tanner, y apuntó con la pistola.
Yo hice lo mismo.
Los disparos fueron rápidos. Abatimos a dos rebeldes cada uno. Enseguida los otros dos se giraron y vinieron corriendo hacia nosotros, en lugar de huir. Recordé las órdenes de mantener a los rebeldes con vida para interrogarlos, así que les disparé a las piernas, pero, como se movían tan rápidamente, no acerté ni un disparo.
De pronto vimos a un tipo corpulento lanzándose hacia el lado del pasillo donde estaba Tanner, mientras otro mayor, enjuto y con una mirada rabiosa, se lanzó hacia mí. Enfundé el arma, preparándome para la lucha.
—Maldita sea, te ha tocado el bueno —comentó Tanner, antes de sortear el sofá y lanzarse a la carrera hacia su oponente.
Yo salí décimas de segundo después. El otro rebelde vino hacia mí, gritando con las manos extendidas como tenazas. Le agarré uno de los brazos y le clavé mi cuchillo improvisado en el pecho.
No era un tipo especialmente fuerte, y casi me dio pena. Cuando le agarré del brazo, sentí enseguida el contacto de sus huesos.
Soltó un quejido y cayó de rodillas; le agarré los brazos y se los puse tras la espalda. Se los inmovilicé con unas bridas, igual que las piernas. Mientras le ataba, alguien me agarró por detrás y me lanzó contra un retrato que había cerca, haciendo que me cortara la frente con el cristal.
Estaba mareado y me caía sangre en los ojos, con lo que me costaba aún más plantar cara. Por un momento, me entró el pánico, hasta que recordé lo que había aprendido en la instrucción. Me agaché al sentir que me agarraba por detrás, e hice palanca para lanzarlo por encima de mi hombro.
Aunque era mucho más grande que yo, cayó sobre el suelo, lleno de escombros. Estaba buscando más bridas para atarlo cuando otro rebelde cargó contra mí y me hizo caer.
Estaba en el suelo y tenía a un hombre enorme sentado sobre mi vientre y agarrándome los brazos. Desprendía un aliento fétido.
—Llévame adonde está el rey —ordenó con una voz rasposa.
Negué con la cabeza.
Me soltó los brazos, agarrándome por las solapas. Estiré las manos intentando darle en la cara. Pero entonces me empujó. Me di un buen golpe en la cabeza contra el suelo y mis manos cayeron hacia atrás. La mente se me nubló y sentí que me faltaba el aliento. El rebelde me agarró de la cabeza, obligándome a mirarle a la cara.
—¿Dónde… está… el… rey? —repitió, marcando cada sílaba.
—No lo sé —respondí, jadeando y con la cabeza dolorida.
—Venga, guapito. Entrégame al rey, y puede que te deje vivir.
No podía mencionar lo del refugio. Aunque odiara las cosas que hacía el rey, entregarle significaba entregar a America, y eso era impensable.
Podría mentir. Quizá así ganaría tiempo para buscar una salida.
O podría morir.
—Tercer piso —mentí—. Refugio secreto en el ala este. Maxon también está ahí.
Sonrió, y con una risa corta me lanzó su asqueroso aliento.
—Bueno, no ha sido tan difícil, ¿ves? Quizá, si me lo hubieras dicho a la primera, ahora no tendría que hacer esto.
Me agarró el cuello con sus toscas manos y apretó. Aquello era una tortura que se sumaba al dolor de cabeza que ya tenía.
Agité las piernas y levanté la cadera, intentando quitármelo de encima. Era inútil. Era demasiado grande. Sentí que los miembros dejaban de responderme al perder todo el oxígeno.
¿Quién se lo diría a mi madre?
¿Quién se ocuparía de mi familia?
Al menos había podido besar a America una última vez.
Una última vez.
Vez.
Entre la bruma, oí un disparo y sentí cómo aquel tipo enorme quedaba inerte y caía de lado. La garganta me hacía ruidos raros al aspirar aire de nuevo.
—¿Leger? ¿Estás bien?
Lo veía todo negro, así que no distinguí el rostro de Avery. Pero le oía. Y con eso me bastaba.