Capítulo 8

Esperé a estar seguro de que todo el mundo estuviera dormido antes de abrir la puerta de America. Me llevé una agradable sorpresa al ver que seguía despierta. Era lo que llevaba deseando toda la noche. La forma en que ladeó la cabeza y se me acercó me hizo pensar que ella también albergaba esperanzas de que yo apareciera por allí.

Dejé la puerta abierta, como siempre, y me acerqué a su cama:

—¿Cómo ha ido el día?

—Bien, supongo —respondió, pero estaba claro que no era así—. Celeste me enseñó un artículo hoy… —Sacudí la cabeza—. Ni siquiera sé si quiero hablar de ello. Estoy harta de esa chica.

¿Qué le pasaba a Celeste? ¿Es que se creía que podía torturar a la gente y manipular a todo el mundo para alcanzar la corona? Que aún siguiera allí era un ejemplo más del terrible gusto de Maxon.

—Supongo que ahora que se ha ido Marlee, Maxon no enviará a nadie a casa en un tiempo, ¿eh?

Se encogió de hombros, pero daba la impresión de que hasta aquello le costaba un gran esfuerzo.

—Venga… —dije, acercando una mano a su rodilla—. Todo saldrá bien.

Ella esbozó una débil sonrisa.

—Lo sé. Pero es que la echo de menos. Y me siento confusa.

—¿Confusa por qué? —pregunté, acercándome para escuchar mejor.

—Por todo —dijo con voz de desespero—. No sé muy bien lo que hago aquí, lo que soy. Pensé que lo sabía… —Movía sin parar los dedos de las manos, como si pudiera agarrar sus propias palabras—. Ni siquiera sé explicarlo.

Miré a America y tuve claro que perder a Marlee y descubrir la auténtica personalidad de Maxon le había mostrado una verdad que no quería siquiera pensar que existiera. Aquello le había hecho abrir los ojos, quizá demasiado de golpe. Ahora la notaba paralizada, asustada de dar un paso, porque no sabía si eso la apartaría demasiado del camino. America me había visto perder a mi padre y afrontar los azotes a Jemmy; era testigo de todo lo que tuve que hacer para dar alimento y seguridad a mi familia. Pero solo lo había visto; no lo había experimentado. Su familia estaba intacta, salvo por su hermano, el desarraigado. En realidad, nunca había perdido nada.

«Salvo quizá a ti, idiota», oí que me acusaba una voz en mi interior. Ahuyenté aquella idea. En aquel momento, tenía que pensar en ella, no en mí.

—Tú sabes quién eres, Mer. No dejes que te cambien.

Ella hizo un movimiento con la mano, como si fuera a extenderla para tocar la mía. Pero no lo hizo.

—Aspen, ¿te puedo preguntar una cosa? —En su rostro se reflejaba una preocupación evidente.

Asentí.

—Sé que es algo raro, pero si ser princesa no supusiera casarse con alguien, si no fuera más que un trabajo para el que pudieran seleccionarme, ¿tú crees que sería capaz de hacerlo?

Me esperaba cualquier cosa menos eso. Me costaba mucho pensar que aún se planteara ser princesa. Aunque quizá no fuera así. Aquello era una hipótesis. Y lo había dicho solo para pensar en ello, sin relacionarlo con Maxon.

Teniendo en cuenta cómo había vivido lo que había sucedido a la vista del público, me parecía que se sentiría impotente si tenía que enfrentarse a todo lo que pasaba entre las paredes del palacio. Era estupenda en muchas cosas, pero…

—Lo siento, Mer, pero creo que no. Tú no eres tan calculadora como ellos —dije, intentando que entendiera que no quería insultarla. A mí me gustaba que no fuera así.

Ella frunció el ceño.

—¿Calculadora? ¿Y eso?

Solté aire, intentando pensar en cómo explicárselo sin ser demasiado específico:

—Yo estoy en todas partes, Mer. Oigo cosas. Hay grandes altercados en el sur, en las zonas con mayor concentración de castas bajas. Por lo que dicen los guardias más veteranos, esa gente nunca estuvo especialmente de acuerdo con los métodos de Gregory Illéa. Las revueltas se suceden desde hace mucho tiempo. Según dicen, ese fue uno de los motivos por los que la reina le resultaba tan atractiva al rey. Procedía del sur, y eso los aplacó un tiempo. Aunque ahora parece que ya no tanto.

Ella se quedó pensando.

—Eso no explica qué querías decir con lo de «calculadora».

¿Tan malo sería que compartiera con ella lo que sabía? Había mantenido nuestra relación en secreto dos años. Podía confiar en ella.

—El otro día estaba en uno de los despachos, antes de todo el jaleo de Halloween. Hablaban de los simpatizantes de los rebeldes del sur. Me ordenaron que llevara unas cartas al departamento de correos. Eran más de trescientas cartas, America. Trescientas familias a las que iban a degradar. Les iban a bajar una casta por no informar de algo o por colaborar con alguien considerado una amenaza para el palacio.

Cogió aire de golpe. En su mirada vi que decenas de escenas posibles pasaban por su mente.

—Ya. ¿Te lo puedes imaginar? ¿Y si fueras tú, y lo único que supieras hacer fuera tocar el piano? De la noche a la mañana, tendrías que trabajar de empleada. ¿Sabrías siquiera dónde ir a buscar ese tipo de trabajo? El mensaje está bastante claro.

De pronto, lo que le preocupaba era otra cosa:

—¿Y tú…? ¿Maxon lo sabe?

Aquella era una buena pregunta.

—Creo que debe saberlo. No le falta tanto para gobernar el país él mismo.

Asintió, intentando comprender qué significaba eso, además de todo lo que había aprendido recientemente de aquella especie de novio que tenía.

—No se lo digas a nadie, ¿vale? —le rogué—. Una filtración podría costarme el empleo. —La verdad es que podía costarme mucho más.

—Claro. Ya está olvidado —respondió con tono desenfadado, intentando ocultar su preocupación. El esfuerzo que hacía por mantener el tipo me hizo sonreír.

—Echo de menos el tiempo que pasaba contigo, lejos de todo esto. Añoro nuestros problemas de antes —lamenté. Lo que habría dado yo por discutir en aquel momento por las cenas que insistía en prepararme.

—Sé lo que quieres decir —respondió con una risita sincera—. Escabullirme por la ventana era mucho mejor que escabullirme por un palacio.

—E ir mendigando un céntimo para poder dártelo a ti era mejor que no tener nada de nada que darte —dije, dando un golpecito al frasco junto a la cama. Siempre me había parecido buena señal que no se separara de él, incluso antes de llegar a palacio—. No tenía ni idea de que los habías ido ahorrando hasta el día antes de irte —añadí, recordando, asombrado, el peso de todas aquellas monedas en las manos.

—¡Claro que sí! —exclamó orgullosa—. Cuando tú no estabas, eran lo único a lo que me podía agarrar. A veces me los echaba sobre la mano, encima de la cama, solo para agarrarlos y volver a meterlos en el frasco. Era agradable tener algo que habías tocado tú antes.

En eso éramos iguales. Yo nunca tuve nada suyo que pudiera guardar, sino que atesoraba cada momento como si fuera algo físico. Cada vez que la situación se estancaba, rebuscaba entre mis recuerdos. Me pasaba más tiempo con ella de lo que podía imaginarse.

—¿Qué hiciste con ellos? —preguntó.

—Están en casa, esperando.

Antes de que se fuera, ya había ahorrado una pequeña cantidad de dinero para casarme con ella. Al llegar a palacio le había dicho a mi madre que me guardara una parte de cada sueldo. Seguro que lo estaba haciendo. Pero la porción más preciosa de mis ahorros eran aquellos céntimos.

—¿Para qué?

«Pues para poder pagar una boda decente. Anillos. Una casa para los dos», pensé.

—Eso no lo sé.

Ya se lo diría. Muy pronto. Aún estábamos recuperándonos el uno al otro.

—Muy bien, guárdate tus secretos. Y no te preocupes por no poder darme nada. Estoy contenta de que estés aquí, de que tú y yo podamos arreglar las cosas, aunque no sea como antes. Me basta con eso.

Fruncí el ceño. ¿Tan lejos estábamos de lo de antes? ¿Tan lejos que tuviéramos algo que arreglar? No. Yo no. Para mí aún éramos los mismos que en Carolina, y necesitaba que ella lo recordara. Quería poner el mundo en sus manos, pero, en aquel momento, lo único que tenía era la ropa que llevaba puesta. Bajé la mirada, me arranqué un botón y se lo entregué.

—No tengo nada más que darte, literalmente, pero puedes guardar esto. Es algo que he tocado. Así podrás pensar en mí en cualquier momento. Y sabrás que yo también estoy pensando en ti.

Ella me cogió el minúsculo botón dorado de la mano y se quedó mirándolo como si le hubiera regalado la luna. El labio le tembló y respiró despacio, como si fuera a llorar. A lo mejor lo había estropeado todo.

—Ahora no sé cómo hacerlo. Tengo la sensación de que no sé hacer nada a derechas… Yo… no te he olvidado, ¿vale? Sigue aquí —dijo llevándose la mano al pecho.

Vi que sus dedos se hundían en la piel, intentando aplacar lo que fuera que sucedía ahí dentro.

Sí, aún teníamos mucho camino por delante, pero sabía que lo soportaría si los dos estábamos unidos. Sonreí. No necesitaba nada más.

—Me basta con eso.