Capítulo 7

Las inyecciones no me importaban mucho, pero cada vez que nos las ponían me dolía una barbaridad durante una hora. Peor aún, te daban ese extraño subidón de energía que te duraba casi todo el día. No era raro encontrar a un puñado de guardias dando vueltas a la pista durante horas o dedicándose a las tareas más duras del palacio para quemar aquella energía. El doctor Ashlar insistía en que el número de guardias que se pincharan al día fuera el menor posible.

—Soldado Leger —me llamó el doctor Ashlar.

Entré en la consulta y me quedé de pie junto a la pequeña camilla, al lado de su mesa. El pabellón hospitalario era lo suficientemente grande como para que cupiéramos todos, pero daba la impresión de que aquello era mejor hacerlo en privado.

Él asintió a modo de saludo. Me giré y me bajé los pantalones unos centímetros. Hice un esfuerzo para no dar un respingo al sentir el frío antiséptico sobre la piel o cuando la aguja la atravesó.

—Listo —dijo él alegremente—. Ve a ver a Tom para que te dé las vitaminas y tu compensación.

—Sí, señor. Gracias.

Me dolía a cada paso, pero no quería que se me notara.

Tom me proporcionó unas píldoras y agua. Después de tragármelas, firmé la nota que me pasó y cogí mi dinero, que dejé en la habitación antes de dirigirme a la leñera. Tenía unas ganas irrefrenables de moverme.

Cada hachazo me proporcionaba un alivio que necesitaba desesperadamente. Me sentía hipercargado, espoleado por las inyecciones, por las preguntas de Avery y por aquel sueño siniestro.

Pensé en el rey, que había dicho que America era un descarte. Parecía poco probable que pudiera ganar, ahora que estaba tan disgustada con Maxon, pero me pregunté qué sucedería si, finalmente, venciera la única persona que el rey nunca había querido que alcanzara la corona.

Y si Marlee era una de las favoritas, quizás incluso la elegida por el rey para ganar, ¿en quién habría puesto ahora sus esperanzas?

Intenté concentrarme, pero los pensamientos se me entremezclaban con aquella insaciable necesidad de moverme. Solté un hachazo tras otro. No me paré hasta dos horas más tarde, y porque ya no quedaba madera que trocear.

—Ahí atrás tienes todo un bosque, si necesitas más.

Me giré. El viejo mozo de cuadras estaba ahí, sonriendo.

—La verdad es que creo que con esto ya estoy —respondí, recuperando el aliento. Estaba seguro de que lo peor del efecto de la inyección ya había pasado.

—Tienes mejor aspecto —dijo acercándose—. Pareces más tranquilo.

Me reí, sintiendo cómo la medicina se repartía por mi flujo sanguíneo.

—Hoy necesitaba quemar una energía diferente.

Se sentó sobre un tocón, como si aquel fuera su entorno natural. No tenía ni idea de qué pensar de aquel tipo. Me sequé el sudor de las manos con los pantalones, intentando pensar en qué decir.

—Oye, siento lo del otro día. No pretendía ser desagradable. Yo…

Él levantó las manos.

—No hay problema. Y yo no pretendía ser pesado. Pero he visto a mucha gente a la que las cosas malas que hay en su vida la acaba por volver dura o testaruda. Y, al final, echa de menos la oportunidad de hacer mejor su mundo, solo porque únicamente ve lo peor de él.

Su voz y sus rasgos me seguían resultando algo familiares.

—Ya sé lo que quieres decir —respondí meneando la cabeza—. Yo no quiero ser así. Pero, en ocasiones, me pongo furioso. A veces tengo la sensación de que sé demasiado, o de que he hecho cosas que no puedo arreglar, y eso es algo que me persigue. Y cuando veo cosas que no deberían ser…

—No sabes qué hacer.

—Exactamente.

Él asintió.

—Bueno, yo empezaría por pensar en lo bueno. Y luego me preguntaría cómo hacer que esas cosas buenas sean aún mejores.

Me reí.

—Eso no tiene sentido.

—Tú piénsalo un poco —replicó poniéndose en pie.

Mientras volvía hacia el palacio, intenté pensar de dónde podía conocer yo a aquel tipo. A lo mejor había pasado por Caolina antes de trabajar en palacio. Muchos Seises viajaban sin rumbo fijo. Pero, allá donde hubiera estado, lo que fuera que hubiera visto no había dejado que le desanimara. Debería de haberle preguntado el nombre, pero daba la impresión de que nos cruzábamos a menudo, así que supuse que volveríamos a encontrarnos pronto. Cuando yo no estaba de un humor de peros, resultaba un tipo bastante agradable.

Después de limpiarme, me dirigí a mi habitación, sin dejar de pensar en las palabras del mozo de cuadras. ¿Qué había de bueno? ¿Y cómo podía hacerlo mejor?

Recogí el sobre con mi dinero. En palacio, no necesitaba ni un céntimo, así que todo iba a mi familia. Normalmente.

Le escribí una nota a mi madre:

Siento que esta vez no sea tanto. Ha ocurrido algo. La semana que viene, más.

Os quiere,

ASPEN

Metí poco menos de la mitad de mi salario en un sobre con la carta, lo dejé en un lado y cogí otro trozo de papel.

Me sabía la dirección de Woodwork de memoria, ya que se la había escrito una docena de veces. El analfabetismo era algo más extendido de lo que sabía la mayoría, pero a Woodwork le preocupaba tanto que la gente pensara que era tonto o inútil que solo me había confesado su secreto a mí.

Dependiendo de un montón de cosas —de dónde vivías, de lo grande que era tu escuela, de si había más Sietes en clase—, podías pasarte una década yendo al colegio y no aprender casi nada.

No podía decir que Woodwork se hubiera perdido por el camino. La vida le había llevado a aquella situación.

Y ahora no teníamos ni idea de dónde estaba, de si estaba bien o de si Marlee seguía con él o no.

Señora Woodwork:

Soy Aspen. Todos sentimos lo que le ha pasado a su hijo. Espero que ustedes estén bien. Este fue su último sueldo. Quería asegurarme de que les llegaba.

Cuídense.

Dudé de si debía decir algo más. No quería que pensara que aquello era una limosna, así que me pareció que lo mejor era ser escueto. Pero quizá podría enviarle algo de forma anónima de vez en cuando.

Eran buena gente. Y Woodwork seguía por allí. Tenía que intentar ayudarlos.