America me quiere. America me quiere. America me quiere.
Tenía que conseguir estar con ella a solas, solos los dos. Me costaría un poco, pero podía lograrlo.
La mañana siguiente, horas antes de que me tocara empezar el turno, ya estaba listo. Supervisé todos los puestos de guardia, los turnos de limpieza, los horarios de las comidas de la familia real, los guardias y el servicio. Lo estudié todo hasta saberme cada detalle de memoria, y comprobé los puntos débiles de la seguridad. A veces me preguntaba si los otros guardias también lo harían, o si yo era el único que lo revisaba todo tan a fondo.
De cualquier modo, tenía un plan. Solo me quedaba encontrar la manera de pasarle el mensaje.
Por la tarde me tocaba trabajar en el despacho del rey, donde tendría que cubrir el puesto de guardia en la puerta, algo extraordinariamente aburrido. Yo prefería estar en movimiento, o al menos en una parte más abierta del palacio. Y, a ser posible, lejos de la gélida mirada del rey Clarkson.
Observé que Maxon hacía esfuerzos por concentrarse en el trabajo. Parecía distraído, sentado a su pequeña mesa, que tenía pinta de haber sido añadida al despacho a última hora. No pude evitar pensar que era un idiota por cuidar tan poco a America.
A media mañana, Smiths, uno de los guardias que llevaba años en palacio, llegó corriendo. Se dirigió al rey, haciendo una rápida reverencia.
—Majestad, dos de las chicas de la Élite, Lady Newsome y Lady Singer, se han enzarzado en una pelea. —Todo el mundo en la sala se quedó inmóvil, mirando al rey, que suspiró.
—¿Chillando como gatas otra vez?
—No, señor, están en el pabellón hospitalario. Ha habido algo de sangre.
El rey miró a Maxon.
—Sin duda será cosa de esa Cinco. No puede ser que te la tomes en serio.
El príncipe se puso en pie.
—Padre, todas ellas tienen los nervios de punta después de lo de ayer. Estoy seguro de que les cuesta digerir lo de los azotes.
—Si ha empezado ella, se va —amenazó el rey, señalándole con el dedo—. Ya lo sabes.
—¿Y si hubiera sido Celeste? —replicó él.
—Dudo que una chica de esa categoría cayera tan bajo si no la provocan.
—Aun así, ¿la echarías?
—No ha sido culpa suya.
Maxon se puso en pie.
—Llegaré al fondo del asunto. Estoy seguro de que no ha sido nada.
Me sentí confundido. No le entendía. Era evidente que no estaba tratando a America lo bien que debería, pero, entonces, ¿por qué estaba tan empeñado en no dejar que se fuera? Y, si no conseguía demostrar que no era culpa suya, ¿me quedaría tiempo para verla antes de que la echaran?
La noticia corrió como la pólvora por todo el palacio. En poco tiempo, me enteré de que fue Celeste la que soltó las primeras palabras, pero que fue Mer la que soltó el primer puñetazo. Desde luego, me habría gustado darle a mi chica una medalla. No iban a echar a ninguna de las dos —daba la impresión de que la mala actitud de una exculpaba a la otra—, aunque parecía que America se quedaba de mala gana. Al oír aquello, mi corazón se convenció aún más de que la había recuperado.
Corrí hasta mi habitación, para que me diera tiempo a hacer todo lo que tenía que hacer en los pocos minutos de los que disponía. Escribí la nota lo más clara y rápidamente que pude. Luego subí a la segunda planta y esperé en el pasillo hasta que vi que las doncellas de America se iban a comer. Cuando llegué a su habitación, me quedé dudando sobre dónde debía dejar la carta, pero, en realidad, únicamente había un sitio donde podía dejarla. Solo esperaba que la viera.
Mientras volvía al pasillo principal, el destino me sonrió. America no parecía tener heridas sangrantes, así que debía de haberle dejado marcas a Celeste. Cuando se acercó, descubrí un pequeño chichón que el pelo casi le cubría por completo. Pero, más allá de todo aquello, en sus ojos vi emoción cuando se dio cuenta de que había ido a verla.
Dios, ojalá hubiera podido sentarme a su lado. Tomé aire. Tenía que contenerme ahora, para poder conseguir un momento de intimidad con ella más adelante.
Cuando la tuve cerca, me paré un momento y le hice una reverencia.
—El frasco —dije. Erguí el cuerpo y seguí mi camino, pero sabía que me había oído.
Tras pensárselo un momento, siguió adelante, casi a la carera, sin mirar atrás.
Sonreí, contento de verla de nuevo llena de vida. Esa era mi chica.
—¿Muertos? —preguntó el rey—. ¿A manos de quién?
—No estamos seguros, majestad. Pero no sería nada raro que fueran simpatizantes de las castas bajas —le dijo su asesor.
Yo había entrado silenciosamente para entregarle el correo, y al momento supe que estaba hablando de la población de Bonita. Más de trescientas familias habían sido degradadas al menos una casta por ser sospechosas de haber ayudado a los rebeldes. Y daba la impresión de que no iban a resignarse a aceptarlo sin luchar.
El rey meneó la cabeza y luego soltó un palmetazo con la mano sobre la mesa. Di un respingo, igual que los demás presentes.
—¿Es que esta gente no ve lo que está haciendo? Se están cargando todo por lo que hemos trabajado. ¿Y para qué? ¿Para luchar por algo que puede llevarles a la ruina? Yo les he ofrecido seguridad. Les he procurado orden. Y ellos se rebelan.
Por supuesto, alguien como él, que tenía todo lo que pudiera desear o necesitar, no entendía por qué una persona de la calle iba a pedir sus mismas oportunidades.
Cuando me asignaron el destino, me sentí al mismo tiempo aterrado y emocionado. Sabía que había gente que lo consideraba una condena. Pero al menos la vida que me esperaba sería más excitante que la burocracia y las tareas domésticas que me aguardaban si me quedaba en Carolina. Además, aquello no era vida tras la marcha de America.
El rey se puso en pie y empezó a caminar por el despacho.
—Hay que detener a esta gente. ¿A quién tenemos gobernando Bonita?
—A Lamay. De momento ha decidido trasladarse con su familia a otro lugar, y ha empezado a organizar el funeral del difunto gobernador Sharpe. Parece orgulloso de su nuevo cargo, a pesar de los obstáculos.
El rey extendió la mano.
—Ahí lo tenéis: un hombre que acepta su papel en la vida, que cumple con su deber por el bien del pueblo. ¿Por qué no pueden hacerlo todos?
Le entregué el correo. El rey siguió hablando, a unos centímetros de mí.
—Le diremos a Lamay que elimine inmediatamente a todos los sospechosos de esos asesinatos. Aunque no acierte con todos, el mensaje estará claro. Y tenemos que buscar una manera de recompensar a todo el que nos aporte información. Necesitamos tener gente de nuestra parte en el sur.
Me giré enseguida. Habría preferido no oír todo aquello. No estaba del lado de los rebeldes. En su mayoría eran asesinos. Pero las decisiones del rey no tenían nada que ver con la justicia.
—¡Tú! Para.
Me volví, sin saber muy bien si el rey me estaba hablando a mí. Así era. Me quedé mirando mientras garabateaba una carta, la doblaba y la añadía al montón.
—Llévate esto al correo. Los chicos de allí tendrán la dirección exacta —dijo. La puso sobre el montón de cartas que llevaba yo en la mano sin inmutarse, como si el contenido de aquella carta no tuviera importancia. Me quedé allí, inmóvil, incapaz de cargar con aquel peso—. Venga —me apremió por fin y, como siempre, obedecí.
Cogí el montón de cartas y, a paso de tortuga, me dirigí hacia el despacho de correo.
«Eso no es asunto tuyo, Aspen. Estás aquí para proteger a la monarquía. Así son las cosas. Concéntrate en America. Si consigues estar con ella, qué más da si el mundo se va al garete».
Levanté la cabeza, saqué pecho e hice lo que tenía que hacer.
—Eh, Charlie.
Él soltó un silbido al ver el montón:
—¡Un día ajetreado!
—Eso parece. Hum… Esta de aquí… El rey no tenía la dirección a mano; creyó que tú la tendrías —dije yo, señalando la carta de Lamay, que estaba encima de todo el montón.
Charlie abrió la carta para ver el destinatario y la leyó por encima. Cuando acabó, parecía preocupado. Miró a sus espaldas y luego levantó la vista hacia mí.
—¿Has leído esto? —preguntó en voz baja.
Negué con la cabeza. Tragué saliva, sintiéndome culpable por no admitir que ya conocía su contenido. Quizá podía haber impedido que la carta llegara a su destino, pero me limitaba a cumplir con mi trabajo.
—Hmm —murmuró Charlie, dándose la vuelta enseguida y echando mano de un montón de correo clasificado.
—¡Venga, hombre, Charles! —protestó Mertin—. ¡He tardado tres horas en ordenarlas!
—¡Lo siento! ¡Luego lo arreglo yo! —se disculpó Charlie—. Mira, Leger, dos cosas —prosiguió, sacando un sobre—. Ha llegado esto para ti.
Inmediatamente reconocí la caligrafía de mamá.
—Gracias —dije, impaciente por abrir el sobre y tener noticias de los míos.
—De nada —respondió él, quitándole importancia y cogiendo un cesto de mimbre—. ¿Y podrías hacerme un favor y llevar estos papeles a quemar? Iba a llevármelos ahora mismo.
—Sí, claro.
Charlie asintió, y yo me guardé mi carta para poder coger mejor la cesta.
Los hornos crematorios estaban cerca de los barracones de los soldados. Dejé la cesta en el suelo con cuidado para abrir la puerta. Las brasas tenían poco fuego, así que tiré los papeles con cautela, para que no salieran volando y prendieran bien.
Si no hubiera tenido que ir con tanto cuidado, probablemente no habría visto la carta a Lamay pegada a los sobres vacíos y los listados de direcciones mal escritas.
¿Cómo había podido hacer Charlie algo así?
Me quedé allí, debatiéndome. Si la recogía, sabría que le había pillado. ¿Quería saber que le había pillado? ¿Quería acaso pillarle?
Eché la carta, comprobando que ardía bien. Había hecho mi trabajo, y el resto del correo saldría. No podrían culpar a nadie, y posiblemente de ese modo se salvarían muchas vidas.
Ya había habido demasiadas muertes, demasiado dolor.
Me alejé de allí, lavándome las manos respecto a todo aquello. Un día llegaría la justicia de verdad. Entonces se sabría quién hacía bien o mal las cosas. Porque ahora mismo resultaba difícil saberlo.
De vuelta en mi habitación, abrí mi carta, deseoso de saber cosas de casa. No me gustaba tener tan lejos a mamá. Me reconfortaba un poco poder enviarle dinero, pero la seguridad de mi familia no dejaba de preocuparme.
Daba la impresión de que el sentimiento era mutuo.
«Sé que la quieres. Pero no seas tonto».
Por supuesto, ella iba siempre dos pasos por delante de mí, adivinando cosas sin preguntarlas. Sabía lo de America antes de que yo se lo dijera, sabía cómo me hacían sentir cosas de las que ni siquiera le había hablado. Y ahí estaba ella, en la otra punta del país, advirtiéndome de que no hiciera lo que sabía que haría.
Me quedé mirando el papel. Al parecer, el rey estaba en pleno ataque destructivo, pero yo estaba seguro de poder mantenerme lejos de su alcance. Es cierto que mi madre nunca me había dado un mal consejo, pero no sabía lo bien que se me daba mi trabajo. Rompí la carta en pedazos y, de camino a mi cita con America, la tiré en los hornos.