Dejé correr el agua sobre mi cabeza, con la esperanza de que aquel día aciago se fuera con ella por el desagüe. No dejaba de pensar en las palabras del mozo de los establos, y aquello me enfurecía más que todo lo que había pasado.
Ya me abría a America. Sabía por lo que luchaba.
Me sequé y me vestí, tomándome mi tiempo, procurando que la rutina me apaciguara. El uniforme almidonado me envolvió la piel. Al ponérmelo, sentí que me recargaba de energía. Tenía trabajo.
Había un orden establecido y, pasara lo que pasara, Mer seguiría ahí al final del día.
Intenté mantener la concentración mientras me dirigía al despacho del rey, en la segunda planta. Cuando llamé, Lodge abrió la puerta. Nos saludamos con la cabeza y entré en la sala. La presencia del rey no siempre me intimidaba. Entre aquellas cuatro paredes, le había visto cambiar la vida de miles de personas con solo mover un dedo.
—Y censuraremos las grabaciones de las cámaras de palacio hasta nueva orden —dijo mientras un asistente tomaba notas a toda velocidad—. Estoy seguro de que hoy las chicas habrán aprendido una lección, pero dígale a Silvia que trabaje a fondo la compostura. —Meneó la cabeza—. No me puedo ni imaginar qué se le pasaría a esa chica por la cabeza para hacer algo tan estúpido. Era la principal candidata.
«Quizá tu principal candidata», pensé, mientras cruzaba la habitación. Su mesa era ancha y oscura, y me situé en silencio junto a la bandeja donde tenía el correo saliente.
—Asegúrese también de que tenemos vigilada a la chica que salió corriendo.
Agucé el oído y me acerqué más despacio.
El asesor meneó la cabeza.
—Nadie la vio, majestad. Las chicas son muy temperamentales. Si alguien preguntara, siempre puede achacarlo a un momento de tensión.
El rey hizo una pausa y se recostó en la silla.
—Quizás. Incluso Amberly tiene sus momentos. Aun así, esa Cinco nunca me ha gustado. Era un descarte. No debería haber llegado tan lejos.
El asesor asintió, pensativo.
—¿Por qué no la envía a casa sin más? Podría buscarse algún motivo para eliminarla. Seguro que se puede hacer.
—Maxon se enteraría. Vigila a sus chicas como un halcón. Pero no importa —decidió el rey, volviendo a erguir la espalda—. Evidentemente, no está cualificada, y antes o después quedará claro. Nos pondremos agresivos si hace falta. Cambiando de tema…, ¿dónde está esa carta de los italianos?
Le entregué el correo y saludé con una reverencia rápida antes de abandonar el despacho. No estaba seguro de cómo debía sentirme. Quería ver a America lo más lejos posible de las manos de Maxon, pero la manera en que el rey Clarkson hablaba sobre la Selección me hizo pensar que quizás habría algo más allí, algo oscuro. ¿Caería America víctima de uno de sus impulsos? Y si America era un «descarte», ¿la habrían seleccionado a propósito? ¿Para echarla? Si eso era así, ¿habría una chica que desde un principio estaba destinada a ser la elegida? ¿Seguiría allí?
Por lo menos tenía algo en que pensar mientras hacía guardia toda la noche frente a la puerta de America.
Ojeé la correspondencia, leyendo las direcciones de los sobres mientras caminaba.
En el pequeño despacho de correos, tres hombres mayores clasificaban las cartas entrantes y salientes. Había una bandeja con la etiqueta «Selección», llena a rebosar de cartas de admiradores. No estaba muy seguro de qué parte de esas cartas llegarían hasta las chicas.
—Eh, Leger. ¿Cómo va? —me saludó Charlie.
—Podía ir mejor —confesé, dándole el correo en la mano; no quería arriesgarme a que se perdiera en algún montón.
—Todos hemos visto días mejores, ¿verdad? Por lo menos están vivos.
—¿Has oído hablar de la chica que ha salido corriendo en su defensa? —preguntó Mertin, girando sobre su silla—. No está mal, ¿eh?
Cole también se dio la vuelta. Era un tipo bastante callado, que parecía hecho para el despacho de correos, pero hasta él parecía intrigado.
Asentí y me crucé de brazos.
—Sí, lo he oído.
—¿Y qué te parece? —preguntó Charlie.
Me encogí de hombros. Daba la impresión de que, para la mayoría, America había actuado de forma heroica, pero sabía que, si alguien lo decía delante de algún devoto admirador del rey Clarkson, podía meterse en un problema grave. De momento, lo mejor era mostrarse neutral.
—Todo el asunto me parece algo increíble —dije, para dejar que fueran ellos quienes decidieran si era increíblemente bueno o increíblemente malo.
—Desde luego —apuntó Mertin.
—Ahora tengo que irme a hacer mi ronda —dije para concluir la conversación—. Hasta mañana, Charlie —le saludé, y él sonrió.
—Cuídate.
Recorrí el pasillo hasta el almacén para coger mi porra, aunque no le veía mucho sentido. Yo prefería la pistola.
Al tomar las escaleras y llegar al tercer piso, vi a Celeste, que venía en mi dirección. En cuanto me reconoció, su actitud cambió. Daba la impresión de que, a diferencia de su madre, al menos era capaz de sentir vergüenza.
Se me acercó cautelosa y se detuvo:
—Soldado.
—Señorita —saludé, e hice una reverencia.
Su expresión parecía tensa, allí de pie, como si estuviera pensando bien cada palabra.
—Solo quería asegurarme de que tiene claro que la conversación que tuvimos anoche era puramente profesional.
Casi me vinieron ganas de reírme en su cara. Sí, solo había apoyado las manos en mi espalda y mis brazos, pero el flirteo había sido evidente. Ella también había estado a punto de jugársela rompiendo las reglas. Y cuando le había dicho que antes de ser guardia era un Seis, me sugirió que me dedicara a hacer de modelo en lugar de seguir en el cuerpo.
Sus palabras exactas habían sido: «Si no gano, los dos estaremos igual. Búscame cuando salgas».
Celeste no era de esas que esperan, así que no me creí que sintiera ningún apego especial por mí. Supuse que la lengua se le había aflojado porque había bebido alguna copa de más. Pero tras nuestra conversación una cosa había quedado absolutamente clara: no quería a Maxon. En absoluto.
—Por supuesto —respondí, aunque sabía que no era cierto.
—Solo quería darle un consejo profesional. Debe de ser difícil adaptarse a un salto de casta tan grande. Le deseo suerte, por supuesto, pero quiero que quede claro que solo tengo ojos para el príncipe Maxon.
Estuve a punto de ponerlo en duda, pero vi la desesperación en su mirada, mezclada con un miedo que la consumía. A fin de cuentas, si la acusaba, me estaría acusando a mí mismo. Sabía que Maxon no le importaba, y tampoco estaba seguro de si a él le importaría alguna de aquellas chicas —al menos, no le importarían como debería hacerlo—, pero ¿de qué me serviría condenarla o seguirle el juego?
—Y lo único en lo que pienso yo es en protegerle. Buenas noches, señorita.
En sus ojos se veía la pregunta que había quedado por hacer. Sabía que mi respuesta no la había dejado completamente satisfecha. Pero sentir un poco de miedo le iría estupendamente a una chica como ella.
Tomé aire y giré la esquina que daba a la habitación de America, deseando entrar, abrazarla, hablar con ella. Me detuve frente a la puerta y apoyé la oreja. Oía a sus doncellas, así que no estaba sola. Pero luego escuché su respiración entrecortada y sus sollozos.
No podía soportar la idea de que se hubiera pasado todo el día llorando. Lo que me faltaba.
Les había dicho a sus padres que Maxon le tenía una especial consideración, y que tendría quien la consolara. Si seguía llorando, es que él no había hecho nada por ella. Y si no tenía que ser para mí, más valía que Maxon la tratara como una princesa. De momento, estaba fallando estrepitosamente.
Lo sabía…, lo sabía… Tenía que ser mía.
Llamé a la puerta, sin importarme un comino las consecuencias. Lucy fue a abrir. Me recibió con una sonrisa esperanzada que me hizo pensar que quizá sí pudiera ayudarla.
—Siento molestarlas, señoritas, pero he oído los lloros y quería asegurarme de que estaban bien.
Pasé junto a Lucy y me acerqué a la cama de America todo lo que me atreví. Nuestros ojos se encontraron. La vi tan desvalida que me dieron ganas de llevármela de allí.
—Lady America, siento mucho lo de su amiga. He oído que era especial para usted. Si necesita algo, aquí me tiene.
Ella no dijo nada, pero en su mirada vi que estaba recogiendo mentalmente cada mínimo recuerdo de nuestros últimos dos años y proyectándolos hacia el futuro que siempre habíamos esperado.
—Gracias —respondió, entre la timidez y la esperanza—. Este gesto significa mucho para mí.
Le dediqué la más breve de las sonrisas, aunque el corazón se me salía del pecho. Había escrutado su rostro bajo diferentes tonos de luz en un millar de momentos furtivos. Y aquellas palabras me bastaron para estar seguro: me quería.