Capítulo 2

Recordaba los días de espera para subir a la casa del árbol; se me hacían interminables: era como si las manecillas del reloj fueran hacia atrás. Ahora era mil veces peor. Sabía que estaba pasando algo malo. Sabía que me necesitaba. Y no podía llegar hasta ella.

Lo máximo que podía hacer era cambiarle el puesto al guardia encargado de vigilar su puerta aquella noche. Hasta entonces, tendría que concentrarme en mi trabajo para no pensar.

Me dirigía a la cocina para desayunar cuando oí la discusión.

—Quiero ver a mi hija. —Reconocí la voz del señor Singer, pero nunca le había oído tan desesperado.

—Lo siento, señor. Por motivos de seguridad, tiene que salir del palacio —le respondió un guardia. Por su voz, debía de ser Lodge.

Asomé la cabeza por la esquina, y vi que, efectivamente, Lodge intentaba calmar al señor Singer.

—¡Pero nos han tenido recluidos desde esa desagradable puesta en escena! ¡A mi hija se la han llevado a rastras y no he vuelto a verla! ¡Quiero verla!

Me acerqué con ademán seguro e intervine:

—Permítame que me ocupe yo, soldado Lodge —dije.

Lodge saludó con un gesto de la cabeza y se apartó. Solía pasarme que, si actuaba aparentando seguridad, la gente me escuchaba. Era simple y efectivo.

Cuando Lodge ya estaba lejos, me acerqué al señor Singer:

—No puede hablar así aquí, señor. Ya ha visto lo que acaba de ocurrir, y eso ha sido solo por un beso y un vestido con la cremallera bajada.

El padre de America asintió y se pasó los dedos por el cabello.

—Lo sé, sé que tienes razón. No me puedo creer que la hicieran asistir a eso. Ni que se lo hicieran ver a May.

—Por si le sirve de consuelo, las doncellas de America la adoran, y estoy seguro de que están ocupándose de ella. No hay informes de que la hayan llevado al pabellón hospitalario, así que no debe de haberse hecho daño. Al menos, no físicamente. Por lo que yo sé —Dios, cómo odiaba tener que decir aquello—, el príncipe Maxon siente cierta debilidad por ella.

El señor Singer esbozó una sonrisa forzada.

—Es verdad.

Tuve que hacer un esfuerzo supremo para no preguntarle qué sabía él al respecto.

—Estoy seguro de que tendrá mucha paciencia con ella, mientras asimila su pérdida.

El padre de America asintió y luego murmuró algo, como si hablara consigo mismo:

—Esperaba más de él.

—¿Perdone?

Respiró hondo e irguió la cabeza.

—Nada —rectificó. El señor Singer miró alrededor, y no pude decidir si estaba impresionado por el palacio o asqueado por su funcionamiento—. ¿Sabes, Aspen?, si le dijera que es lo suficientemente buena para este lugar, no me creería. Y, en cierto modo, es así: es demasiado buena para estar aquí.

—¿Shalom? —El señor Singer y yo nos giramos y nos encontramos con la señora Singer y May, que asomaban tras la esquina, con sus bolsas en la mano—. Estamos listas. ¿Has visto a America?

May se separó de su madre y enseguida fue al lado de su padre. Él la rodeó con un brazo protector.

—No, pero Aspen le echará un ojo.

Yo no había dicho nada en ese sentido, pero prácticamente éramos familia y sabía que lo haría. Por supuesto que sí.

La señora Singer me dio un breve abrazo.

—No sabes lo que me tranquiliza saber que tú estás aquí, Aspen. Eres más listo que todos los otros guardias juntos.

—Que no la oigan decir eso —bromeé, y ella sonrió antes de apartarse.

May vino corriendo, y yo me agaché un poco para ponerme a su altura.

—Toma, unos cuantos abrazos de más. ¿Puedes pasarte por mi casa y dárselos a mi familia por mí?

Ella asintió, sin levantar la barbilla de mi hombro. Esperé a que se separara, pero no lo hizo. De pronto, acercó los labios a mi oído.

—No dejes que nadie le haga daño.

—Jamás.

Me abrazó más fuerte, y yo hice lo mismo, deseando protegerla con todas mis fuerzas de lo que la rodeaba. May y America eran la una para la otra: se parecían más de lo que ellas mismas se imaginaban. Pero May era más tranquila. No tenía nada que la protegiera del mundo; se protegía ella sola. America apenas tenía unos meses más que May ahora cuando empezamos a salir; en esa época, tomó una decisión que la mayoría de las personas mayores que nosotros nunca habría tenido agallas de afrontar. Sin embargo, pese a que America era consciente de lo malo que la rodeaba, de las consecuencias que podrían derivarse de si algo salía mal, May prácticamente pasaba de puntillas por la vida, ajena a las cosas malas.

Me preocupaba que ese día le hubieran robado parte de aquella inocencia.

Por fin me soltó y yo me puse en pie. Le tendí una mano al señor Singer y él me la estrechó.

—Me alegro de que cuente contigo. Es como si tuviera aquí un pedacito de su casa.

Nos miramos el uno al otro, y de nuevo sentí la necesidad de preguntarle qué sabía. Me pregunté si, por lo menos, sospecharía algo. Él me miró sin vacilar y, tal como me habían enseñado a hacer, escruté su rostro en busca de sus secretos. No podía ni imaginarme qué me estaría ocultando, pero no tenía dudas de que había algo.

—Yo la cuidaré, señor.

—Sé que lo harás —respondió él, sonriendo—. Cuídate tú también. No tengo tan claro que este puesto sea menos peligroso que el frente de Nueva Asia. Queremos que vuelvas a casa sano y salvo.

Asentí. Daba la impresión de que, de los millones de palabras existentes, el señor Singer siempre sabía escoger las justas para hacerte sentir importante.

—Nunca me han tratado con tan malos modos —murmuró alguien, dando la vuelta a la esquina—. Y tenía que ser en palacio.

Todos nos giramos. Parecía que los padres de Celeste tampoco se habían tomado muy bien la orden de marcharse. Su madre arrastraba una gran bolsa y meneaba la cabeza dándole la razón a su marido, al tiempo que se echaba la melena rubia sobre el hombro cada pocos segundos. Daban ganas de acercarse y darle un clip para el pelo.

—Tú, chico —dijo el señor Newsome, dejando las bolsas en el suelo y dirigiéndose a mí—. Ven y coge estas bolsas.

—No es su criado —respondió el señor Singer por mí—. Está aquí para protegerles. Pueden cargar sus bolsas ustedes mismos.

El señor Newsome puso la mirada en el cielo y se giró hacia su esposa.

—No puedo creerme que nuestra niña tenga que tratar con una Cinco —dijo en un susurro, aunque evidentemente lo hacía para que todos lo oyéramos.

—Espero que no se le hayan pegado sus malos modales. Nuestra niña es demasiado buena para tener que tratar con esta basura —añadió la señora Newsome, echándose de nuevo el cabello hacia atrás.

Me quedó claro dónde había aprendido Celeste a sacar las uñas. Aunque tampoco podía esperarse más de una Dos.

No podía apartar la mirada de la expresión de perversa satisfacción del rostro de la señora Newsome, hasta que oí un sonido apagado a mi lado. May estaba llorando pegada a la blusa de su madre. Como si aquel día no hubiera sido ya lo suficientemente duro de por sí.

—Que tengan buen viaje, señor Singer —le susurré.

Él asintió y salió con su familia por la puerta principal. Vi que los coches ya estaban esperando. A America le iba a sentar fatal no haber podido despedirse.

Me acerqué al señor Newsome.

—No se preocupe, señor. Deje sus bolsas aquí mismo, y ya me encargaré de que se las lleven.

—Buen chico —respondió él, y me dio una palmadita en la espalda. Después se recolocó la corbata y se fue con su mujer.

Cuando hubieron salido, me acerqué a la mesa que había junto a la entrada y saqué una pluma del cajón. No podría hacerlo dos veces, así que tuve que decidir a cuál de los dos Newsome odiaba más en aquel momento. Sin duda, era a la señora Newsome, aunque solo fuera por haber hecho llorar a May. Abrí la cremallera de su bolsa, metí la pluma dentro y la partí en dos. Me manché la mano de tinta, pero tenía delante miles de dólares en ropa que me fueron muy bien para limpiármela. Me quedé mirando como subían al coche. Luego metí sus bolsas en el maletero y me concedí una pequeña sonrisa. Pero, aunque destruir parte del vestuario de la señora Newsome me proporcionaba cierta satisfacción, sabía que no la afectaría en absoluto a largo plazo. Sustituiría los vestidos por otros en cuestión de días. May tendría que vivir con aquellas palabras en los oídos para siempre.

Sostuve la escudilla junto al pecho y me puse a comer los huevos y las salchichas con fruición, con ganas de salir fuera. La cocina estaba atestada de guardias y criados que engullían su comida antes de iniciar su turno.

—Él se pasó todo el rato diciéndole que la quería —decía Fry—. Yo estaba junto a la tarima y lo oí todo. Incluso después de que ella se desmayara, él siguió diciéndoselo.

Dos doncellas escuchaban muy atentamente, una de ellas ladeando la cabeza, entristecida.

—¿Cómo ha podido hacerles eso el príncipe? Estaban enamorados.

—El príncipe Maxon es un buen hombre. Simplemente obedecía la ley —respondió la otra—. Pero… ¿todo el rato?

Fry asintió.

La segunda doncella meneó la cabeza.

—No me extraña que Lady America saliera corriendo hacia ellos.

Rodeé la gran mesa y me dirigí al otro lado de la sala.

—Me dio un buen rodillazo —explicó Recen, haciendo una mueca al recordarlo—. No pude evitar que saltara; apenas podía respirar.

Sonreí para mis adentros, aunque lo lamentaba por el pobre hombre.

—Esa Lady America tiene un par de narices. El rey podría haberla puesto a ella en el cadalso por eso.

Un mayordomo joven, de ojos grandes y atentos, parecía tomarse todo aquello como un espectáculo.

Me moví de nuevo, temiendo que se me escapara algún gesto o comentario insensato si oía más cosas de aquellas. Pasé junto a Avery, pero él se limitó a saludar con un gesto de la cabeza. Solo necesitaba verle la expresión de la boca y las cejas para saber que en aquel momento no le interesaba la compañía.

—Podía haber sido mucho peor —susurró una doncella.

—Por lo menos están vivos —dijo su compañera, asintiendo.

No podía escapar de allí. Había una docena de conversaciones simultáneas que se solapaban, mezclándose en un único comentario. El nombre de America me rodeaba, estaba en boca de todos. En un momento, hacía que me hinchara de orgullo; sin embargo, al siguiente, me dominaba la rabia.

Si Maxon hubiera sido de verdad un hombre decente, America no se habría encontrado en aquella situación.

Solté otro hachazo sobre la madera, haciendo saltar astillas. Era agradable sentir el sol en el torso desnudo. Además, el acto de destruir algo me ayudaba a liberar la rabia. Rabia por Woodwork y Marlee, por May y por America. Rabia por mí mismo.

Coloqué otro trozo y solté un nuevo hachazo con un gruñido.

—¿Haciendo leña o intentando espantar a los pájaros del nido? —dijo una voz.

Me giré y vi a un hombre mayor a unos metros, tirando de una yegua por las riendas y que vestía con un mono que le identificaba como trabajador externo del palacio. Tenía el rostro arrugado, pero no por ello dejaba de sonreír. Tuve la sensación de que le había visto antes, pero no recordaba dónde.

—Lo siento. ¿He asustado a la yegua?

—No, qué va —dijo él, acercándose—. Pero da la impresión de que estás de mal humor.

—Bueno —respondí, levantando de nuevo el hacha—, hoy ha sido un día duro para todos.

Solté el hachazo y partí el tocón en dos.

—Sí, eso parece —dijo, acariciando a la yegua tras las orejas—. ¿Lo conocías?

Hice una pausa, no muy seguro de querer hablar.

—No mucho. Pero teníamos bastante en común. Me resulta difícil creer que haya pasado algo así, que lo haya perdido todo.

—Bueno, todo se queda en nada cuando quieres a alguien. Especialmente cuando eres joven.

Me quedé mirando a aquel hombre. Resultaba evidente que era un mozo de los establos. Tal vez me equivocara, pero apostaría a que era más joven de lo que aparentaba. Quizás hubiera pasado por algo que le hubiera marcado.

—Ahí lleva razón —concedí. ¿Acaso no estaba yo dispuesto a perderlo todo por Mer?

—Él volvería a correr el riesgo. Y ella también.

—Yo también —murmuré, mirando al suelo.

—¿Qué dices, hijo?

—Nada —respondí. Me cargué el hacha al hombro y agarré otro taco de madera, con la esperanza de que entendiera que no quería seguir hablando.

Pero él, en lugar de eso, se apoyó en el caballo.

—Es normal estar disgustado, pero eso no te llevará a ninguna parte. Tienes que pensar en qué puedes aprender de esto. Hasta ahora, parece que lo único que has aprendido es a asestar golpes a algo que no puede devolvértelos.

Solté un nuevo hachazo y me salió desviado.

—Mire, entiendo que quiere ayudarme, pero es que estoy trabajando.

—Eso no es trabajo. Es un montón de rabia mal dirigida.

—Bueno, ¿y hacia dónde se supone que tengo que dirigirla? ¿Hacia el cuello del rey? ¿Hacia el del príncipe Maxon? ¿O hacia el suyo? —Volví a dejar caer el hacha y esta vez acerté—. Porque no es justo. Ellos siempre se salen con la suya.

—¿Quiénes?

—Ellos. Los Unos. Los Doses.

—Tú eres un Dos.

Dejé caer el hacha.

—¡Yo soy un Seis! —grité golpeándome el pecho—. Bajo cualquier uniforme que me quieran poner, seguiré siendo un chaval de Carolina, eso no va a cambiar.

Él meneó la cabeza, tiró de la brida de la yegua y se dispuso a marcharse.

—Me parece que necesitas una chica.

—Ya tengo una chica —le repliqué mientras se iba.

—Pues ábrete a ella. Estás soltando golpetazos para nada.