Capítulo 30

El Gran Salón estaba hasta los topes. Por una vez, en lugar de ser el rey y la reina quienes ocuparan el lugar destacado, era Maxon. En una tarima estábamos sentados Maxon, Kriss y yo, frente a una mesa decorada. Lo primero que pensé era que nuestras posturas engañaban, ya que yo estaba a la derecha de Maxon. Siempre había pensado que estar a la derecha de alguien era algo bueno, una posición de honor. Pero hasta aquel momento Maxon se había pasado todo el rato hablando con Kriss. Como si yo no supiera ya lo que se avecinaba.

Intenté mostrarme contenta mientras miraba a los presentes. No cabía un alfiler. Gavril, por supuesto, estaba en un rincón, hablando a la cámara, narrando los eventos a medida que tenían lugar.

Ashley sonrió y me saludó con la mano. Anna, a su lado, me guiñó un ojo. Las saludé con un gesto de la cabeza, aún demasiado nerviosa como para hablar. Hacia el final de la sala, vestidos con ropas limpias que les daban un aspecto respetable, estaban August, Georgia y algunos otros rebeldes norteños, en una mesa independiente. Por supuesto, Maxon querría que estuvieran allí para que conocieran a su nueva esposa. Poco se imaginaba que ella ya era uno de los suyos.

Escrutaban la sala en tensión, como si se temieran que en cualquier momento un guardia pudiera reconocerlos y atacar. Pero los guardias no parecían prestar atención. De hecho, era la primera vez que los veía tan poco concentrados, paseando la mirada por la sala, varios de ellos con aspecto inquieto. Y eso que se trataba de un gran acontecimiento. Quizá simplemente estuvieran tensos, con tanto que hacer, pensé.

La mirada se me fue a la reina Amberly, que hablaba con su hermana Adele y sus niños. Estaba radiante. Llevaba esperando aquel día mucho tiempo. Seguro que acabaría queriendo a Kriss como si fuera su hija. Por un momento, me dio muchísimos celos.

Me giré y repasé los rostros de las seleccionadas una vez más. Esta vez la vista se me fue a Celeste. En sus ojos se leía claramente una pregunta: «¿Qué es lo que te preocupa tanto?». Meneé la cabeza un poco, para decirle que había perdido. Ella esbozó una sonrisa y articuló las palabras «Todo irá bien». Asentí e intenté creerla. Celeste se giró y se rio de algo que dijo alguna otra; y por fin miré a mi derecha, y vi la cara del guardia apostado en la posición más próxima a nuestra mesa.

Pero Aspen estaba ocupado. Escrutaba la sala, como tantos otros hombres de uniforme, aunque daba la impresión de que intentaba pensar en algo. Era como si estuviera resolviendo un acertijo. Deseé que mirara en mi dirección, quizá para explicarme sin palabras qué era lo que le preocupaba, pero no lo hizo.

—¿Intentando quedar para más tarde? —preguntó Maxon, y yo eché la cabeza atrás.

—No, por supuesto que no.

—No es que importe demasiado. La familia de Kriss llegará esta tarde para una pequeña celebración, y la tuya para llevarte a casa. No les gusta que la perdedora se quede sola. Suele ponerse dramática.

Estaba tan frío, tan distante… No parecía que fuera Maxon.

—Puedes quedarte esa casa, si la quieres. Está pagada. Pero me gustaría que me devolvieras mis cartas.

—Las he leído —susurré—. Y me encantaron.

Resopló, como si aquello fuera una broma.

—No sé en qué estaría pensando.

—Por favor, no hagas esto. Por favor. Yo te quiero —dije, viniéndome abajo.

—Ni se te ocurra —me ordenó Maxon, apretando los dientes—. Sonríe, y no dejes de hacerlo hasta el último segundo.

Parpadeé para limpiarme las lágrimas y esbocé una débil sonrisa.

—Mejor. No dejes de sonreír hasta que abandones la sala. ¿Entendido?

Asentí. Él me miró a los ojos.

—Cuando te hayas ido, me habré quitado un peso de encima.

Después de soltarme aquellas últimas palabras, volvió a sonreír y se giró hacia Kriss. Me quedé mirando hacia abajo un minuto, intentando respirar más despacio y recomponerme.

Cuando volví a levantar la mirada, no me atreví a mirar a nadie a la cara. No creía que pudiera cumplir el deseo de Maxon si lo hacía. Así que fijé la vista en las paredes de la sala. Por eso noté que la mayoría de los guardias se apartaban del perímetro a una señal que yo no vi. De sus bolsillos sacaron unas tiras de tela roja que se ataron a la frente.

Me quedé mirando, atónita. Entonces un guardia ataviado con la cinta roja se situaba detrás de Celeste y le pegaba un tiro en la nuca.

Se desató un caos de gritos y de disparos. Un mar de gritos de dolor invadió la sala, añadiéndose al ruido de las sillas rozando contra el suelo, los cuerpos golpeando contra las paredes y la estampida de gente intentando huir todo lo rápido que permitían los vestidos y los tacones. Los hombres gritaron mientras disparaban, haciendo todo aquello aún más aterrador. Yo observé, pasmada, viendo más muertes en unos segundos de lo que creía posible. Busqué con la vista al rey y a la reina, pero habían desaparecido. Me quedé agarrotada por el miedo, sin saber si habrían escapado o los habrían capturado. Busqué a Adele, a los niños. No podía verlos por ninguna parte; aquello aún fue peor que no ver al rey o a la reina.

A mi lado, Maxon intentaba calmar a Kriss.

—Échate al suelo —le dijo—. No nos pasará nada.

Miré a mi derecha en busca de Aspen y por un momento me quedé impresionada. Tenía una rodilla plantada en el suelo, apuntaba y disparaba entre la multitud. Debía de estar muy seguro de acertar para hacerlo.

Por el rabillo del ojo vi una mancha roja. De pronto teníamos un guardia rebelde delante. Al pensar en las palabras «guardia rebelde» todo encajó. Anne me había dicho que eso ya había ocurrido una vez, cuando los rebeldes se habían hecho con uniformes de la guardia y se habían colado en el palacio. Pero ¿cómo?

Kriss gritó otra vez y de pronto caí en que los guardias que habían enviado a nuestras casas no habían desertado. Estaban muertos y enterrados. Los que teníamos delante en aquel momento eran los responsables.

Aunque haber llegado a aquella conclusión no arreglaba nada.

Sabía que tenía que correr, igual que Maxon y Kriss si querían salvarse. Pero me quedé helada al ver al hombre que levantaba la pistola y la dirigía hacia Maxon. Miré a Maxon, y él me miró a mí. No había tiempo de decir nada, así que me giré de nuevo, poniéndome de cara al hombre.

De pronto pareció que aquello le divertía. Como si sospechara que así sería mucho más entretenido para él y mucho más doloroso para Maxon, desvió la pistola ligeramente hacia la izquierda y me apuntó.

No me planteé siquiera gritar. No podía moverme en absoluto, pero vi la imagen borrosa de la guerrera de Maxon al saltar en mi dirección.

Caí al suelo, pero no en la dirección que pensaba. Maxon no había caído sobre mí, sino por delante. Cuando di contra el suelo, me levanté y vi a Aspen, que se había lanzado a la mesa y había empujado mi silla, cayéndome encima.

—¡Le he dado! —gritó alguien—. ¡Encontrad al rey!

Oí varios gritos de alegría. Y chillidos. Muchos chillidos. A medida que despertaba de mi aturdimiento, volví a distinguir los sonidos. Más sillas y cuerpos cayendo al suelo. Guardias gritando órdenes. Seguían disparando. El ruido de las armas me taladraba los oídos. Aquello era un caos infernal.

—¿Estás herida? —preguntó Aspen, levantando la voz para hacerse oír.

Creo que negué con la cabeza.

—No te muevas.

Me quedé mirando mientras él se ponía en pie, se situaba y apuntaba. Disparó varias veces, con la mirada fija y el cuerpo relajado. Por la dirección de sus disparos, daba la impresión de que otros rebeldes querían acercarse a nosotros. Pero gracias a Aspen no lo consiguieron. Tras echar un vistazo a la sala, volvió a agacharse.

—Voy a sacarla de aquí antes de que pierda los nervios.

Se arrastró pasando por encima de mí y agarró a Kriss, que se tapaba los oídos y lloraba desesperadamente. Aspen le levantó la cabeza y le dio una bofetada. Ella se calló lo suficiente como para escuchar sus órdenes y seguirle hasta el exterior, protegiéndose la cabeza con las manos.

El ruido iba a menos. Todo el mundo se estaría yendo de allí. O estarían muertos.

Entonces observé una pierna inmóvil que sobresalía bajo el mantel. ¡Oh, Dios! ¡Maxon!

Me lancé bajo la mesa y lo encontré respirando afanosamente, con una gran mancha roja en la camisa. Tenía una herida bajo el hombro izquierdo. Parecía muy grave.

—¡Oh, Maxon! —grité.

No sabía cómo actuar, así que hice una bola con el borde de mi vestido y presioné con ella la herida de bala. Él hizo una mueca de dolor.

—Lo siento mucho.

Maxon estiró la mano y la puso sobre la mía.

—No, soy yo quien lo siente —dijo—. Estaba a punto de arruinar la vida de los dos.

—No digas nada ahora. Solo aguanta, ¿vale?

—Mírame, America.

Parpadeé unas cuantas veces y le miré a los ojos. Pese al dolor, me sonrió.

—Rómpeme el corazón. Rómpemelo mil veces, si quieres. De todos modos solo ha sido tuyo, desde el principio.

—¡Chis!

—Te querré hasta mi último aliento. Cada latido de mi corazón es tuyo. No quiero morir sin que lo sepas.

—¡Por favor, no! —sollocé.

Él levantó la mano y la pasó por debajo de mi cabello. Ejerció una presión mínima, pero me bastó para saber lo que quería. Me incliné para besarle. Era un beso que llevaba dentro todos nuestros besos, toda nuestra incertidumbre, todas nuestras esperanzas.

—No te rindas, Maxon. Te quiero. Por favor, no te rindas.

Él cogió aire con dificultad.

Alguien apareció bajo la mesa y yo solté un chillido, hasta que vi que era Aspen.

—Kriss está en el refugio —anunció—. Alteza, es su turno. ¿Puede ponerse en pie?

Él negó con la cabeza.

—Es una pérdida de tiempo. Llévatela a ella.

—Pero, alteza…

—Es una orden —dijo con todas las fuerzas que pudo reunir.

Maxon y Aspen se miraron el uno al otro durante un segundo eterno.

—Sí, señor.

—¡No! ¡No pienso irme! —protesté.

—Ve —insistió Maxon, con la voz fatigada.

—Venga, Mer. Tenemos que darnos prisa.

—¡No me voy de aquí!

En un gesto rápido, como si de pronto se encontrara bien, Maxon se irguió y agarró a Aspen del uniforme.

—Ella tiene que vivir. ¿Me entiendes? Cueste lo que cueste, tiene que vivir.

Aspen asintió y me agarró el brazo con una fuerza inusitada.

—¡No! —grité—. ¡Maxon, por favor!

—Sé feliz —dijo, jadeando y apretándome la mano una vez más, mientras Aspen me sacaba a rastras y yo gritaba desesperada.

Al llegar a la puerta, Aspen me empujó contra la pared.

—¡Cállate! Te van a oír. Cuanto antes te lleve a un refugio, antes podré volver a por él. Tienes que hacer lo que yo te diga. ¿Entendido?

Asentí.

—Bueno, pues baja la cabeza y guarda silencio —dijo. Sacó la pistola de nuevo y me llevó al vestíbulo.

Miramos arriba y abajo, y vimos a alguien que corría en dirección opuesta a nosotros en el otro extremo del pasillo. Cuando desapareció, nos pusimos en marcha. Al girar la esquina dimos con un guardia tendido en el suelo. Aspen le tomó el pulso y meneó la cabeza. Se agachó, cogió el arma del guardia y me la dio.

—¿Qué se supone que voy a hacer con esto? —susurré aterrada.

—Disparar. Pero asegúrate primero de si se trata de un amigo o un enemigo. Esto es un caos.

Pasamos unos minutos de tensión mirando por los rincones y buscando refugios que ya estaban ocupados y cerrados por dentro. Daba la impresión de que la mayor parte de la acción se había trasladado a las plantas superiores o al exterior, porque los disparos y los gritos anónimos quedaban amortiguados por las paredes. Aun así, cada vez que oíamos un ruido, nos parábamos hasta estar seguros de que podíamos continuar.

Aspen se asomó por una esquina.

—Esto es un pasillo sin salida, así que estate atenta.

Asentí. Corrimos hasta el extremo del corto pasillo. Lo primero que observé fue la intensa luz del sol que atravesaba la ventana. ¿Es que el cielo no se había enterado de que el mundo se derrumbaba? ¿Cómo podía brillar el sol?

—Por favor, por favor, por favor —murmuró Aspen, buscando la cerradura. Afortunadamente se abrió—. ¡Sí! —Suspiró, tirando de la puerta y bloqueando la vista de la mitad del pasillo.

—Aspen, no quiero hacer esto.

—Tienes que hacerlo. Tienes que estar a salvo, por mucha gente. Y… yo necesito que hagas algo por mí.

—¿El qué?

Vaciló.

—Si me ocurre algo… quiero que le digas…

Entonces a sus espaldas apareció algo rojo, al fondo del pasillo. Levanté la pistola y disparé. Apenas un segundo más tarde, Aspen me empujó hacia el interior del refugio y me dejó allí sola, a oscuras.