Capítulo 24

El día siguiente fue todo como una película desenfocada de vestidos negros y abrazos. Muchas personas a las que no había visto nunca acudieron al funeral de papá. Me preguntaba si sería que no conocía a todos sus amigos, o si es que habrían venido porque estaba yo.

Un pastor del lugar ofició el servicio, pero, por motivos de seguridad, ningún familiar subió a hablar al altar. Hubo una recepción mucho más elaborada de lo que nos podríamos haber imaginado. Aunque nadie me lo dijo, estaba segura de que Silvia o alguien del palacio había intervenido para que todo fuera lo más fácil y bonito posible. Por precaución no duró mucho, pero a mí ya me iba bien. Quería despedir a papá del modo menos doloroso posible.

Aspen se mantuvo a mi lado en todo momento, y yo agradecí su presencia. Nadie me daba más seguridad que él.

—No he llorado desde que salí de palacio —le confesé—. Pensé que estaría destrozada.

—Eso viene cuando menos te lo esperas —respondió—. Tras la muerte de mi padre estuve unos días desolado, hasta que me di cuenta de que tenía que sacar fuerzas de flaqueza por el bien de los demás. Pero, a veces, cuando pasaba algo y me apetecía contárselo a mi padre, sentía de nuevo una presión en el pecho y me venía abajo.

—¿Así que… soy normal?

Sonrió.

—Eres normal.

—A mucha de esta gente no la conozco.

—Todos son de por aquí. Hemos comprobado sus identificaciones. Probablemente hay más de los que cabría esperar por ser tú quien eres, pero creo que tu padre pintó algo para los Hampshire, y le vi hablar con el señor Clippings y con Albert Hammers por el mercado más de una vez. Es difícil saberlo todo de la gente que te rodea, incluso de aquellos a quienes más quieres.

Sentí que aquella frase quería decir algo más de lo que decía, algo a lo que se suponía que tenía que poder responder. Pero, en aquel momento, no podía.

—Tenemos que acostumbrarnos a esto —dijo.

—¿A qué? ¿A que todo sea horrible?

—No —respondió negando con la cabeza—. A que la normalidad ya no es la de antes. Todo lo que antes tenía sentido va cambiando.

Solté una risa.

—Sí, claro que cambia. Es evidente.

—Tenemos que dejar de tener miedo al cambio. —Me miró con ojos suplicantes, y no pude evitar preguntarme a qué cambio se refería.

—Afrontaré el cambio. Pero no hoy.

Me separé de él y seguí saludando a extraños, intentando aceptar que no podría hablar ya más con mi padre ni contarle lo confundida que me sentía.

Tras el funeral, intentamos animarnos. Quedaban regalos de Navidad por abrir, ya que nadie había tenido ánimo para eso. Por una vez, mamá le dio permiso a Gerad para que jugara a la pelota en casa, y ella se pasó la mayor parte de la tarde junto a Kenna y con Astra en brazos. Kota no iba a estar satisfecho de ningún modo, así que le dejamos en el estudio. May era la que más me preocupaba. No dejaba de decir que tenía ganas de trabajar en algo manual, pero no quería entrar en el estudio ahora que papá no estaría allí.

Se me ocurrió llevármela a ella y a Lucy a la habitación para jugar las tres. Lucy enseguida accedió, y dejó que May le cepillara el cabello, la maquillara, riéndose de vez en cuando de las cosquillas que le hacía con los cepillos de maquillaje en las mejillas.

—¡No te quejes! ¡A mí me lo haces cada día! —le dije.

Lo cierto era que a May se le daba bien arreglarle el cabello: sus ojos de artista se adaptaban a cualquier medio. Aunque le iban demasiado grandes, se puso uno de los uniformes de doncella y luego le pusimos a Lucy un vestido tras otro. Al final nos quedamos con uno azul, largo y delicado, que tuvimos que ajustarle con alfileres por la espalda.

—¡Zapatos! —exclamó May, corriendo en busca de un par.

—Tengo los pies muy anchos —se quejó Lucy.

—Tonterías —insistió May.

Lucy obedeció y se sentó en la cama mientras mi hermana le probaba zapatos a su modo.

Era cierto que tenía los pies demasiado grandes, pero, a cada intento, al ver las tonterías que hacía May, se reía. Era tronchante. Hicimos tanto ruido que era cuestión de minutos que alguien viniera a ver qué pasaba.

Oímos tres golpes en la puerta y luego la voz de Aspen al otro lado.

—¿Todo bien, señorita?

Corrí a la puerta y la abrí de par en par.

—Soldado Leger, observe nuestra obra de arte —dije, señalando con un amplio gesto del brazo a la pobre Lucy, que ocultaba los pies desnudos bajo el vestido.

May la puso en pie tirándola de la mano.

Aspen se quedó mirando a May, enfundada en aquel uniforme demasiado grande, y se rio. Luego vio a Lucy disfrazada de princesa.

—Una transformación asombrosa —reconoció, sonriendo de oreja a oreja.

—Bueno, creo que ahora tendríamos que hacerte un elegante recogido —insistió May.

Lucy puso los ojos en blanco, bromeando, y dejó que la niña volviera a arrastrarla frente al espejo.

—¿Ha sido idea tuya? —me preguntó en voz baja.

—Sí. May parecía perdida. Tenía que distraerla.

—Ahora tiene mejor aspecto. Y Lucy también parece contenta.

—Me hace tanto bien como a ellas. Da la impresión de que haciendo cosas tontas, o típicas, las cosas se arreglan.

—Se arreglarán. Te llevará tiempo, pero las cosas se arreglarán.

Asentí. Pero luego me puse a pensar de nuevo en papá. No quería llorar. Respiré hondo y cambié de tema.

—Me siento rara siendo la de casta más baja que queda en la Selección —le susurré—. Mira a Lucy. Es más guapa, dulce e inteligente que la mitad de las treinta y cinco chicas finalistas, pero esto es lo mejor que tendrá nunca. Unas cuantas horas con un vestido prestado. No está bien.

Aspen meneó la cabeza.

—En los últimos meses he tenido ocasión de conocer bastante bien a tus doncellas. Y sí, es cierto, es una chica muy especial.

De pronto, recordé una promesa que había realizado.

—Hablando de doncellas, tengo que hablarte de algo —dije bajando la voz.

—¿Ah, sí?

—Sé que resulta raro, pero tengo que decírtelo igualmente.

—De acuerdo —respondió Aspen, tragando saliva.

Le miré a los ojos, azorada.

—¿Te plantearías algo con Anne?

Puso una cara extraña, como si al mismo tiempo aquello fuera un alivio y le divirtiera.

—¿Anne? —susurró incrédulo—. ¿Por qué ella?

—Creo que le gustas. Y es una chica encantadora —respondí, intentando no revelar lo profundos que eran los sentimientos de Anne. Solo quería dejarla en buen lugar.

Él negó con la cabeza.

—Sé que quieres que me plantee la posibilidad de ir con otras chicas, pero no es en absoluto el tipo de chica con la que querría estar. Es demasiado… rígida.

—Yo pensaba eso de Maxon hasta que llegué a conocerlo —respondí tras encogerme de hombros—. Además, creo que lo ha pasado mal en la vida.

—¿Y qué? Lucy también lo ha pasado mal…, y mírala —dijo, señalando con un gesto de la cabeza hacia ella, que no dejaba de reír.

—¿Te contó cómo acabó en palacio?

Aspen asintió.

—Siempre he odiado las castas, Mer, lo sabes. Pero nunca había oído que las manipularan de ese modo, para conseguir esclavos.

Suspiré, contemplando a May y a Lucy, aquel momento furtivo de alegría en medio de tanto dolor.

—Prepárate para oír cosas que nunca pensabas que oirías —me advirtió Aspen. Me quedé mirándolo, expectante—. En realidad, estoy contento de que Maxon te encontrara.

Quise decir algo, pero lo que me salió fue más bien una risa entrecortada.

—Lo sé, lo sé —dijo él, mirando al techo pero sonriendo—. Pero no creo que se hubiera planteado nada sobre las castas más bajas de no haber sido por ti. Creo que el simple hecho de que tú estuvieras ahí ha hecho que cambiaran algunas cosas.

Nos miramos un momento. Recordé nuestra conversación en la casa del árbol, cuando insistió en que me apuntara a la Selección, para que tuviera ocasión de conseguir algo mejor. Aún no sabía si había logrado algo mejor para mí (no lo tenía nada claro), pero la idea de poder llegar a darle algo mejor a todo el pueblo de Illéa…, aquella posibilidad significaba más de lo que podía expresar con palabras.

—Estoy orgulloso de ti, America —dijo Aspen, observando a las chicas a través del espejo—. Realmente orgulloso. —Se dirigió al pasillo, para reemprender su ronda de vigilancia, pero antes añadió—: Y tu padre también lo estaría.